De un modo general, las teorías conspiratorias se basan en la ignorancia, en la ignorancia de quien las construye, en la ignorancia de quien las acepta y, más precisamente, en la ignorancia de la complejidad de lo real. Tomemos el caso de una muy extendida, la teoría de que el hombre no llegó a la Luna. El minucioso análisis de unas imágenes televisivas de la época se salta a la torera lo que quedaba implícito en las mismas. En la década de los 60 del siglo pasado, los EEUU y la URSS habían desarrollado una carrera por demostrar quién poseía la superioridad tecnológica con la Luna como meta. A los triunfos soviéticos iniciales, los norteamericanos contrapusieron una carrera frenética que no se paró ni cuando tres de sus astronautas se achicharraron vivos en un simulacro de lanzamiento. Si en aquel alunizaje hubiese habido un motivo de sospecha, por insignificante, trivial o remoto que pudiera parecer, los soviéticos hubiesen lanzado las campanas al vuelo inmediatamente con el inmenso poder de los medios de comunicación que tenían en nómina y que no solo incluían los que se hallaban más allá del telón de acero. Algo semejante puede decirse de las sospechas sobre la autoría de las obras de Shakespeare. En su época la competencia por triunfar en los escenarios era feroz. El teatro era uno de los pocos espectáculos de masas del Londres de la época. Se pagaba para abuchear los estrenos de la competencia. Si alguien hubiese apreciado algo sospechoso, de cualquier género, en una de las obras de Shakespeare, algo que la hiciera diferente de las demás, el escándalo habría sido tan monumental como inolvidable. Sin embargo, nadie arrojó una sospecha sobre ellas hasta siglo y medio después de la muerte de su autor.
Insisto, todo lo significativo, todo lo que recuerde lejanamente la complejidad de lo real, debe erradicarse de cualquier teoría conspiratoria. Naranjito Trump y sus secuaces, por ejemplo, omiten el pequeño detalle de que la elección presidencial y la elección de los miembros del Congreso y el Senado se efectúan en la misma papeleta. Si hay 100.000 votos mal contabilizados, 288.000 votos cambiados de Estado, 682.000 que no se han recontado, 800.000 votos que faltan, ¿por qué nadie ha reclamado la inexactitud de los resultados en las cámaras de representantes? ¿por qué las demandas en los tribunales se centran en lo que ha ocurrido en las presidenciales? A veces este tipo de incongruencias se presentan de entrada, preparando ya para todo lo que ha de venir. Obviamente, a quien esté dispuesto a tragárselas se le puede decir cualquier cosa. Tal es, por ejemplo, el caso de los Iluminati. Esta simpática sociedad opuesta al modo en que la ilustración burguesa estaba configurando la realidad y defenestrada por el gobierno bávaro en el siglo XVIII, perdura en las mentes de los jóvenes actuales con dos curiosas características. En primer lugar, se trata de una asociación ultrasecreta, que cualquier mozalbete imberbe conoce, reconoce y menciona explícitamente. En segundo lugar, en su intento por dominar el mundo (algo raro en las teorías conspiratorias, ¿verdad?) ha reclutado a las personas que más pueden ayudarla para tal fin: cantantes y actores, preferentemente, con pocas neuronas funcionales. Aceptado esto, todo vale, y hasta podemos admitir “dinosaurio” como animal de compañía. Eso ha hecho el pastor evangélico Vince French al proponer que los dinosaurios, ayudaron a construir las pirámides (sic). Se equivocarán si dudan de la salud mental de Fench. Bien al contrario. Existe una técnica estupenda para crear teorías conspiratorias, consiste en elegir dos de los tópicos que más atraen al público de un país o de un momento histórico y juntarlos. Fench eligió “dinosaurios” y “pirámides”, dos clásicos en el top ten de los tópicos de todos los tiempos. En EEUU, por ejemplo, posiciones muy elevadas lo ocupan “ovni” y “nazi”, así que en dicho país han proliferado documentales donde sesudos “expertos” proponen sus teorías acerca de cómo los nazis fabricaron las naves que ahora nosotros confundimos con ovnis, cómo los nazis, ayudados por los marcianos emigraron a la cara oculta de la Luna o el supuesto origen marciano de los nazis.
No, tampoco Naranjito Trump está loco. Se ha limitado a agitar uno de los tópicos clásicos de la América profunda, el de que unos medios de comunicación, claramente proclives al partido demócrata, los engañan. Con tan simple recurso alcanzó la Casa Blanca y, una vez allí, reclutar miserables que le bailen las aguas por medrar ha resultado de la facilidad habitual. De hecho, con el cuento del fraude electoral ha conseguido recaudar 170 millones de dólares que le permitirán, además de proseguir indefinidamente su catarata de fracasos ante los tribunales, tener fondos para cualquier acción política en el futuro y aún echar una mano a sus negocios.
Pero si aquí tenemos el motivo por el que nuestras sociedades fabrican más teorías conspiratorias que rosquillas, no hemos hallado aún el motivo por el que se consumen. A este respecto, hay un documento de la Comisión Europea sobre las teorías conspiratorias, extremadamente divertido. Sus buenas quince páginas pueden resumirse en el consejo general: confíen en los medios de comunicación de masas, confíen en las universidades de prestigio, confíen en los "grandes nombres". El problema consiste, precisamente, en que el público que visita los sitios donde se difunden las teorías conspiratorias no confían en los medios de comunicación de masas ni sabe cuáles son las universidades de prestigio, ni conoce el nombre de nadie que merezca el calificativo de “grande”. La confusión, la ignorancia, resulta extremadamente fácil de comprender si uno visita un sitio como Maestro Viejo. En esta “revista diaria para gente despierta”, podremos encontrar artículos que nos informan que Trump ha autorizado desclasificar material sobre “la trama rusa y correos de Hilary Clinton”, que un “ex-jefe” de Pfizer ha desvelado los vínculos entre la vacuna contra el coronavirus y la esterilización femenina (sic!) antes de preguntarnos si somos “semillas estelares”, para desvelar qué rasgos indican que no somos de este planeta. Vamos ahora a un medio de comunicación de referencia como ha sido durante décadas El País. En él nos encontraremos el ininteligible titular “La vacuna de Moderna genera más anticuerpos contra la covid que las personas infectadas” (¿en serio la vacuna genera anticuerpos sin necesidad de inyectarla en nadie?) Sin embargo, su ininteligibilidad no ha impedido su reproducción literal en una pluralidad de medios, ninguno de los cuales aclara si se trata de una noticia obtenida por su redacción o si, mucho más probable, se han limitado todos a publicar una nota de prensa emitida por el departamento de marketing de la empresa Moderna. No se trata del único caso de publicidad encubierta que podemos encontrar un día cualquiera en El País, también nos ofrecerá un asombroso "artículo" acerca de “Alaska y Mario Vaquerizo, 21 años de amor e irreverencia” y la amenaza de que elegirán por nosotros seis humidificadores y aspiradoras de gama Premium con hasta 100 euros de rebaja. Pero exactamente el mismo problema de abigarrada mezcla de información, publicidad encubierta (de medicamentos) y disparates nos lo encontramos en una revista "científica" de referencia como The Lancet, desde cuyas páginas se lanzó la muy conspiratoria teoría que vinculaba las vacunas con el autismo. Y cada vez que alguien tenía la desdichada idea de acercarle el micrófono a un "gran nombre" como Francis Crick, obtenía de su boquita la misma retahíla de anécdotas acerca de cómo descubrió la estructura del DNA, autobombo de lo que su empresa podía hacer y un sin fin de barbaridades racistas, machistas y xenófobas.
No, no se trata de una cuestión de ciencia, ni de prestigio, ni de nombres. Se trata de que en este mundo, donde todo se ha vuelto un espectáculo, donde no hay verdades sino interpretaciones, donde se mide lo que eres por el tamaño de la audiencia que puedes conseguir, donde domina e impera la inmediatez de la imagen, la simplicidad de las teorías conspiratorias cobra un atractivo inigualable.