En el siglo XVII comenzaron a proliferar en los escritos matemáticos unos entes extraños, las raíces cuadradas de números negativos. Imbuidos en un platonismo más o menos tácito, según el cual los números naturales designaban “algo”, los matemáticos se resistieron a admitirlos como hijos legítimos, hasta que en Euler demostró su enorme utilidad. Se los colocó entonces en la categoría de “ficciones útiles”, categoría de enorme interés, entre otras cosas, porque hablaba por sí misma de la utilidad de las ficciones. Desde entonces, se han mostrado tan “útiles” en aeronáutica, diseño de circuitos, acústica, sismología, ingeniería biomédica, sistemas de generación y distribución de energía, y procesamiento de señales, entre otras muchas áreas, que más que “útiles” merecen el calificativo de “necesarios” o “imprescindibles”. Si algún filósofo del siglo pasado hubiese tenido conocimientos aun remotos de matemáticas, hubiese cargado contra ellos, porque la filosofía vigesimica se caracterizó, precisamente, por su fobia a todas las ficciones necesarias e imprescindibles, por no decir, por su fobia a la ficción en general. Esa fobia, desde luego, no puede atribuirse a quien reconocía como padre, pues Nietzsche no dejó de exigirnos capacidad inventiva. Precisamente su ataque a la verdad no se debió a que pudiera reconocer en ella una “ficción necesaria”, sino a que le parecía poco ficticia, poco imaginativa, poco creativa. Sus herederos, en su nombre, se dedicaron no a inventar o a crear, sino a repetir como papagayos el mantra de que “todo son interpretaciones”. Aún más divertido, “todo son interpretaciones” pasó a formar parte de los eslóganes coreados por quienes ansiaban el calificativo de “progresista”, mientras que la defensa de esa ficción necesaria llamada “verdad” se convirtió en la etiqueta identificadora de cierta escolástica caduca y reaccionaria. Nació así el rebaño de los Übermenschen progres que dominaron la filosofía vigesimica, y que, obviamente, ya no tuvieron inconveniente en tragarse que el lenguaje contiene en sí mismo todo un catálogo de interpretaciones, que las lenguas “son” inconmensurables y que, en definitiva, no hay nada más revolucionario que defender el mantenimiento en su estado prístino de la propia cultura y de las tradiciones, por muy oscurantista que pudiera resultar su origen. Encarnaron, efectivamente, el hombre que Nietzsche previó que llegaría, pero no aquel que venía a reinar en el mundo mediante la transmutación de todos los valores, sino lo que Nietzsche llamaba "el último hombre", un hombre tan débil, tan incapaz de tomar cualquier iniciativa, tan inerme, que sólo tiene fuerzas para parpadear ante lo que le cae encima. Sus parpadeos llenaron las estanterías de elogios a los sofistas, de vítores al relativismo y de cánticos extáticos a los tipos de racionalidad.
Después vino la posverdad y nuestras pantallas se llenaron de discursos basados en interpretaciones, en defensas de la inconmensurabilidad entre laicismo e islam y en el celo por preservar las buenas tradiciones cristianas. Para entonces, poco parapeto tenían nuestros progres ante la tormenta cuyos vientos ellos mismos habían sembrado. La seca objetividad de los análisis de la posverdad muestran con claridad meridiana la absoluta carencia de cualquier cosa que oponerle. Lisa y llanamente, en el “todo son interpretaciones”, no hay lugar para considerar a una más acertada, verdadera o mejor que otra y quien enarbole una diametralmente contrapuesta a la que nosotros sostenemos siempre podrá encontrar amparo en la inconmensurabilidad de los mundos. Confrontados con las consecuencias últimas de sus palabras, nuestros “progres” montaron entonces en cólera, como ya habían hecho en aquella ocasión en que una ikastola propuso como ejercicio para aprender vasco planificar un secuestro. Sí, parecieron decir, desde luego, habían dicho todo aquello, pero únicamente para medrar, para darle a las editoriales lo que pedían, para que los pares dieran el visto bueno a sus artículos y mantener la apariencia de un cierto saber académico. Pero más allá de lo escrito, más allá de su postureo nietzschiano, más allá de lo que convenía sostener, existía otra cosa, otra cosa, dura como una roca e inamovible como una montaña, a la que ni siquiera podían señalar.
Donald Trump llegó a la Casa Blanca enarbolando “hechos alternativos”, utilizando interpretaciones delirantes como verdades inconmovibles, cuarteando la política norteamericana con abismos de inconmensurabilidad y leyendo la máxima feyerabeniana del “todo vale” en el artículo 2 de la Constitución. Él también se ha tropezado con la misma roca dura e inamovible, esa roca a la que en otro tiempo se llamó “verdad” y que, como hemos visto, resulta muy fácil encontrar entre números. El cuadrado de un número nunca puede producir una cantidad negativa y eso no depende de interpretaciones, culturas, inconmensurabilidades, lenguajes ni demás zarandajas. Del mismo modo, el número de enfermos y muertos por una enfermedad tampoco tiene muchas apelaciones. Se pueden juzgar alto, se pueden juzgar bajo, se pueden restar de aquí para ponerlos allí, pero, al final, al final de todo, la imprescindible ficción del número de ataúdes vendidos, de cremaciones efectuadas, seguirá señalando como un dedo acusador a todos los políticos ineptos. Y, por supuesto, tenemos el número de votos. Se pueden contar de una manera y se pueden contar de otra, se puede aceptar un voto que tiene una manchita insignificante de bolígrafo o se puede no contarlo, incluso se puede hacer desaparecer de la mesa un par de votos inoportunos que no permiten cuadrar las cuentas a la hora de cerrar un acta, pero, al final de todo el proceso, hay un número, un número ficticio, un número imaginario, pero un número necesario e imprescindible para que la farsa de los votos pueda seguir cimentando una apariencia de democracia. Las interpretaciones, los juicios, los comentarios sobre él, permitirán pasar jornadas de lluvia muy entretenidas, pero se discutirá sobre ese número y no el número mismo. Sin eso, sin esas verdades primeras, sin esos hechos inapelables, sin esas ficciones necesarias e imprescindibles, sin esas invenciones felices, el lenguaje humano pierde pie con la realidad y se convierte en el relato de una alucinación, los autócratas aniquilan cualquier límite a su actuación y la imposición de la barbarie por la fuerza bruta se convierte en inapelable. Y aquí encontramos otra verdad tan eterna como que dos más dos suman cuatro: que eso, amigos míos, no puede llamarse “progresista” en ningún sentido que quiera darse a esa palabra.
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