Una de las catastróficas consecuencias, para el común de los mortales, de la pandemia que vivimos, ha consistido en la desaparición de los realities de nuestras pantallas. Para remediarlo, cierta prensa “seria”, propuso seguir las transmisiones que desde el centro de cría ex situ de El Acebuche, en Doñana, se realizan de la nueva camada de linces. Gracias a este “Gran Hermano lince”, hemos podido asistir al desarrollo de un puñado de cachorros desde su llegada a este mundo hasta ahora, que ya se suben a los árboles y se llevan fenomenales mamporros saltando desde las rocas. Ver a estas hermosas criaturas peleándose, molestando incansablemente a su impertérrita madre o, simplemente, durmiendo, me produce la misma intensa satisfacción que me invade cuando veo la silueta de los cigoñinos sobresalir de los nidos, porque hubo un día, y no hace mucho, que pareció que unos y otros dejarían de existir.
El pasado sábado, a eso de las once de la noche, la madre de tres crías entró en su madriguera y, como acostumbra, se puso a lamer a sus cachorros. Uno de ellos tuvo un mal despertar y se enganchó ferozmente con uno de sus hermanos. La hembra, que ni pestañea cuando los pequeños linces juegan sobre su lomo, inició una serie de movimientos frenéticos para intentar separarlos, mientras que la tercera cría abandonaba el lugar por si las moscas. Tras unos minutos en que la madre no conseguía separarlas, los cuidadores cortaron la transmisión. No sabemos si tuvieron que intervenir o no, pero la camada reapareció unos días después, con sus jugueteos habituales, como si no hubiese ocurrido nada, aunque uno de los cachorros renqueaba de una pata trasera. Al menos ocho crías han muerto desde 2005 como consecuencia de estas peleas fratricidas cuyo motivo se desconoce pero que constituye un obstáculo más para salvar a esta amenazada especie.
Hacia 1960 vivían en España varios miles de linces en libertad. El desarrollismo, la extensión de las áreas de cultivo y ganadería con la consiguiente disminución en el número de conejos, la proliferación de centros turísticos y de carreteras que los enlazaban, parceló primero y redujo después el hábitat natural de lince ibérico, conduciéndolo a una proximidad con el hombre que se ha mostrado letal para ellos. La población comenzó a caer drásticamente y en 2005 se lo consideró una especie virtualmente extinguida, reuniendo apenas dos centenares de ejemplares en núcleos dispersos. Una plaga, un incendio, un incidente cualquiera, podía haberlo convertido en un triste recuerdo. Se intentaron muchas cosas, incluyendo campañas de sensibilización y la inseminación in vitro, sin demasiado éxito. La generosa dedicación de expertos y cuidadores, el dinero de administraciones diversas y algo de suerte, han conseguido revertir la tendencia y bien podría haber al término de la campaña de cría de este año, más de 700 ejemplares en libertad, avanzando a buen paso su reintroducción en algunos de sus hábitats tradicionales. El programa de cría en cautividad no enorgullece a nadie, pero ha constituido un puntal importante en esta recuperación. No obstante, siguen quedando muy lejos las cifras de mediados del siglo pasado.
Hubo un momento por aquella época, en la primera mitad del siglo XX, en que, de haberse conservado la velocidad con que crecían nuestras economías, se podría haber alcanzado un cierto equilibrio con la naturaleza. Quizás por entonces la expresión “desarrollo sostenible”, pudiera haber encerrado algo más que palabrería barata. Pero no mantuvimos esa velocidad de crecimiento, sino una aceleración constante que multiplicó nuestras demandas y nuestra depredación de forma exponencial con cada generación. Muchos buenistas morales han venido colaborando con los hipócritas gobiernos de todo el mundo en la tarea de embaucarnos con la idea de que se puede esquilmar la naturaleza cada día más y, a la vez, conservarla en su estado prístino a poco que los más pobres se conformen con su pobreza. Comienzan a aparecer estudios, sin embargo, que muestran que las cuentas no salen. Tal vez consigamos que los linces lleguen a finales de este siglo, igual alguna otra especie imita a las cigüeñas y aprende a comer de nuestros desechos, incluso podremos utilizar la ingeniería genética para recuperar especies ya extinguidas, pero eso no evitará que, más pronto que tarde, el gran Saturno capital acabe devorándolo todo.