Leo noticias del tipo “Cómo nos cambiará esta pandemia”, “¿Cómo será el futuro después del coronavirus?”, “Seremos distintos, pero ya somos mejores”, y me desternillo. El cuatro de septiembre de 2011 dejé escrito aquí:
“Cuando se trata de afrontar una crisis, cuando el dinero escasea y los fondos se agotan, la socialdemocracia es pura palabrería y todo lo que queda es el liberalismo neoconservador que riega las venas tanto de unos como de otros.
(…) [E]se pilar del "estado del bienestar" que es la sanidad, no está ahí para mejorar la salud de los ciudadanos, ni siquiera para mejorar su capacidad productiva. Puede observarse cómo, todos los debates en torno a la misma, son debates puramente mercantiles. La salud es una mercancía regida por los dictados de una industria que sólo quiere que consumamos cantidades progresivamente incrementadas de sus productos. Cuántos pacientes van a ser atendidos por un ATS en las noches de un hospital, cuántos enfermos se van a morir en las salas de espera de las urgencias, cuántos diagnósticos erróneos se van a producir por la saturación de las consultas, son asuntos cuya importancia se diluye ante la gran cuestión: cuánto va a dejar de ganar la industria farmacéutica si se siguen aplicando recortes en sanidad.
(...) Es el precio que pagamos por haber aceptado que "gobernar también es improvisar".
Pasaron tres años. En octubre de 2014, volví a escribir:
“De lo ocurrido en los últimos días se pueden sacar, al menos, las siguientes lecciones:
1ª) Exactamente, ¿cuánto dinero se ha ahorrado desmantelando la unidad de enfermedades altamente contagiosas del Carlos III? ..Hay que volver a poner en su sitio todo lo que se quitó, previa eliminación del montón de cosas que se pusieron de cualquier manera a toda velocidad. Hemos estado ante la posibilidad de atender a 17 pacientes de ébola, que hubiesen sido ninguno de no haberse tirado a la basura años de inversión. ¿Cuánto se supone que hemos ahorrado todos los españoles? La poda que ha puesto en marcha la crisis, el tijeretazo radical de todos los gastos, no ha supuesto un ahorro real en términos de contabilidad más que si se lo mira con la miopía típica de los neoliberales. Ciertamente se ha ahorrado, se ha ahorrado hoy lo que mañana vamos a tener que pagar por duplicado... ¿Qué ahorro supone eliminar medidas de prevención cuando éstas fueron creadas para evitar los enormes gastos que suponía tener que hacer frente a las contingencias que evitaban? ¿A cuántos hospitales más, a cuántas unidades hospitalarias más, a cuántas instituciones sanitarias, educativas y de protección civil puede aplicárseles el mismo razonamiento llegando a la misma conclusión? ¿Qué hemos permitido que nos hicieran si no ha sido destruir lo que funcionaba para que nunca vuelva a hacerlo?
(…)
3ª) El sistema sanitario español vive cotidianamente al borde del colapso. Las urgencias son hospitales de campaña en pleno frente de combate. Si cada día los pacientes son medianamente atendidos se debe a la buena voluntad de (por lo menos, una parte de) los profesionales implicados. Una administración cuyo funcionamiento depende casi en exclusiva de la buena voluntad de sus trabajadores, es una administración lenta, ineficaz, e inestable. La menor emergencia, el menor caso fuera de lo habitual, hace que el sistema zozobre. Existe voluntad política para hacerse fotos ante las puertas de los hospitales, pero ningún programa serio para mejorar las condiciones de nuestra sanidad. O esta situación cambia pronto o debemos hacernos a la idea de que, más pronto que tarde, un patógeno cualquiera, una catástrofe cualquiera, no necesariamente grave, provoque la implosión de todo el sistema sanitario español.
4ª) La idea que nuestros políticos tienen del funcionariado como una tropa que debe acatar las órdenes que vienen de arriba, por estúpidas que sean, sin rechistar y ponerlas en práctica tal cual, es una memez de un calibre que sólo puede caber en la cabeza de quien actualmente la tiene. Cuando se trata así a los funcionarios éstos sólo saben responder de dos maneras. Una minoría pone en juego su salud para lograr que la sinrazón de los que mandan no provoque consecuencias irreparables a la población en general. Una mayoría se aferra a normas y reglamentos absurdos (...) para preservar su salud psíquica y mental...
5ª) El tratamiento de toda enfermedad es una forma de control social (…) Sin embargo, ya pueden oírse voces que claman por un aumento del control de las fronteras, por una restricción del flujo de pateras, cuando no por el ametrallamiento de las mismas. Ante una enfermedad contagiosa se procede al aislamiento de los individuos que la padecen, pero este aislamiento se convierte rápidamente en el anticipo del aislamiento que la propia sociedad se lanza desesperadamente a pedir. No hay nada como el miedo a la enfermedad para acabar con otro miedo mucho más arraigado en los seres humanos, el miedo a la libertad.
(...)
7ª) Ningún ser humano, ninguna cultura, ningún país, es una isla. Todo cuanto ocurre en cualquier parte del mundo nos afecta. Los madrileños, los africanos, no son mis hermanos, soy yo. (...) Dentro de poco habrá vacunas y medicamentos y se salvarán vidas. Vidas de blancos, claro, porque un esfuerzo investigador semejante dará por resultado medicamentos inevitablemente caros, que sólo los Estados occidentales podrán pagar, mientras que los negritos siguen muriendo sin que a nadie le importen un comino”.
¿Cómo cambiamos después de aquellas crisis? ¿de qué modo modificaron la línea que llevaba hacia el futuro, quiero decir, nuestro presente? ¿en qué forma nos hicieron, no ya mejores, sino, simplemente, distintos? No aprendimos nada en 2011. No aprendimos nada en 2014. No aprenderemos nada en 2020. Hemos seguido haciendo caso a los economistas como si supieran de algo. Hemos seguido entregando el poder a políticos que únicamente sienten apego por sus poltronas. Hemos seguido encogiéndonos de hombros mientras se esquilmaba aún más la educación y la sanidad, ya sin la excusa de los recortes. Hemos abrazado con orgullo una idea de libertad que sólo incluye el derecho a montarnos en nuestro cochecito y acudir a un centro comercial. Sin duda, surgirán otros brotes “imprevisibles” de este virus o de cualquier otro y nos cogerán tan inermes como este. Se le echará la culpa, para despistar, a negros, chinos, italianos o extranjeros de cualquier naturaleza. Nos encerraremos en nuestras conchas esperando que pase la tormenta y sin querer saber nada de lo que ocurre al otro lado de la pared de nuestras casas, al otro lado del mundo, o en las UCIs de los hospitales. Celebraremos su fin anticipadamente, consumiendo como si no hubiera un mañana. Se reanudará la liga de fútbol y todo lo real se desvanecerá en el aire.
Por encima de todo, los seres humanos defienden con ferocidad su derecho a no aprender. Ningún acontecimiento los cambia, ninguna desgracia los escarmienta, ninguna tragedia los mejora por mucho tiempo. Sí, el silencio de nuestras ciudades nos ha traído, pasajeramente, como una brisa fresca en plena canícula, la voz de nuestra verdad. Pero en tres años, cuatro, seis quizás, tendré que volver a escribir exactamente esto, otra vez, si no me he cansado ya de escribir.
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