Después de tantísimas fechas de fin del mundo en las que no pareció ocurrir nada del otro ídem, Occidente pensó que esto se había ido de madre, que no se podía dejar en manos de la Iglesia asuntos de tal naturaleza y que había que apartarse de todo ese alarmismo innecesario… para hacer bien los cálculos. Obviamente, en ese cálculo debía entrar el famoso número con el que se identifica al maligno, el 666. El problema estaba en que nadie sabía muy bien dónde colocarlo. El Papa Inocencio III predijo que el mundo se acabaría 666 años después de la fundación de la Iglesia, un cálculo bien preciso que condujo a que el mundo se acabase en 1284. Otros, con una lógica aplastante, predijeron que la fecha tenía que ser 1666. En efecto, si el mundo no se había acabado el 6 de junio del año 6, ¿por qué no sumarle 1000 al número de la bestia? Esta misma lógica abrumadora llevó a fijar como fecha alternativa el 6 de junio de 2006, ya saben el 06 de 06 de 06, es decir, el 060606, que es el número de… ¿una línea erótica?
Lutero, muchísimo más serio para estas cosas, consideró indigno que tantos papas, santos, visionarios y místicos, blasfemasen intentado averiguar los propósitos divinos, un ejemplo de cómo los católicos habían caído en la idolatría, la herejía y la degeneración, así que él se jugó todas las fichas de su prestigio teológico al 1600. Afortunadamente por esta época comenzó la secularización del mundo, lo cual trajo como consecuencia una cambio trascendental en la mentalidad occidental, que dejó atrás el oscurantismo de la religión y todos su sueños apocalípticos, dicho de otro modo, cualquiera se pudo poner a hacer sus cálculos sobre el fin del mundo sin necesidad de ninguna excusa teológica. Por fin, una nova, una alineación de planetas, un fenómeno meteorológico, los huevos de una gallina o las cabezas de un pato bastaron ya para predecir el fin del mundo. Algunos, como Cristóbal Colón, el matemático John Napier o los cuáqueros, hasta lo hicieron un par de veces. Ya sabe, si se juegan dos columnas a la primitiva hay más posibilidades de acertar.
La llegada del siglo XX marcó un período en la historia inquietante porque no hay año desde entonces que no se haya acabado el mundo. Tanta proliferación de apocalipsis, ciertamente, escama. Tomemos el caso de Dorothy Martin. La señora Martin predijo que el mundo se acabaría el 21 de diciembre de 1954. Según confesó, unos alienígenas se pusieron en contacto con ella y, mediante escritura automática, le aseguraron que en esa fecha arrasarían todo lo existente con una gigantesca inundación. Hasta aquí, lo normal. Las cuestión es, ¿por qué les estoy hablando de la señora Martin? Dudo mucho que les suene su nombre. Dorothy Martin no tenía ninguna otra dedicación aparte de las labores propias de su hogar hasta esta profecía. La gente oyó que los marcianos se habían puesto en contacto con ella para anunciarle el fin del mundo y debieron pensar que se trataba del contacto más lógico que un marciano podía buscar con nosotros, así que Dorothy Martin se convirtió en líder de una secta llamada La hermandad de los siete rayos que creció a un ritmo exponencial hasta la mañana del 22 de diciembre de 1954.
Mención especial merece en estas apresuradas líneas Herbert W. Armstrong. Este genio de la comunicación, precursor de los grandes telepredicadores americanos y auténtico crack de los apocalipsis, realizó no una predicción del final del mundo sino ¡cuatro! Primero dijo que se acabaría en 1936, luego en 1943, después en 1972 y ya viendo que la audiencia no subía, se plantó en 1975. Él murió 13 años después de que se acabara el mundo sin predecir la fecha de su muerte. Esto me recuerda mi primer encuentro con el fin del mundo. Yo era muy, muy pequeño. Estaba plantado ante el televisor un domingo y un señor muy serio salió mostrando una fotografía en la que, más o menos, podía intuirse el número 70 seguido de un punto, escrito por los marcianos en el cielo. “Esto significa 1970 y punto, en 1970 se acabará el mundo”. Se hizo un gran silencio en el plató y un pánico aterrador se apoderó de mí. Casi temblando, fui donde estaban mis padres y les pregunté qué edad tendría yo en 1970. “24 años”, me dijeron. Eso me tranquilizó, “¡Ah, bueno! pensé, ya seré un viejo”. Después de aquello he vivido muchas veces el final del mundo, por ejemplo, en 2012, cuando a los mayas se les acabó el calendario, que digo yo que también se podían comprar otro, o el 23 de septiembre de 2015, en el que se conjuntaron dos augurios verdaderamente terribles: el presidente Obama se reunió con el Papa y el CERN realizó un experimento. Sin embargo tengo que anunciarles que la fecha buena, la de verdad, la del fin final que lo termina todo, fue el 11 de abril de 2020. Sí, sí, el mundo se acabó el 11 de abril de 2020 y si Ud. está aquí leyendo tan tranquilamente esta entrada es porque todos los gobiernos se han puesto de acuerdo para ocultarlo. Ya verá cuando no tengan más remedio que hacerlo público, ya verá...
¿Pero Manuel, cuál es la razón detrás de esas predicciones?
ResponderEliminarLe pido disculpas por el retraso en publicar su comentario. No sé por qué, Blogger dejó de comunicarme cuándo se producían los comentarios y acabo de encontrarme un montón de ellos pendientes de moderación.
ResponderEliminarA los seres humanos nos chiflan las predicciones. La pregunta, la pregunta que nos hace humanos es: "¿qué me cabe esperar?" y nos volvemos locos ante cualquiera que se ofrezca por darnos una respuesta, por muy disparatada que sea.