De entre todos los regalos que los dioses otorgaron a los hombres ninguno merece tanto nuestro agradecimiento como el olvido. Platón afirmó que nuestro conocimiento consistía en el recuerdo, que, en realidad, no existía nada nuevo que aprender o que inventar, que no había creatividad alguna reservada a los seres humanos más allá de recordar lo que un día “fue”, lo que siempre ha “sido” y lo que siempre “será”. Desde entonces al olvido se le culpa de accidentes, desgracias y castigos. A Platón se le ha achacado con frecuencia haber denigrado al cuerpo, al mundo sensible, a lo cambiante y pasajero, pero nadie le ha echado en cara nunca haber convertido al olvido en una especie de maldición que nos ataca y contra la que habría que combatir, ¡hasta ese punto logró convencernos a todos de su error! Amparándose en su autoridad, los filósofos y, con ellos, la cultura occidental, inició la paradójica senda de alabar la memoria, de encumbrar nuestra capacidad rememorativa y de agasajar a los recuerdos. Un ejemplo muy típico consiste en entregarle a la memoria la garantía absoluta de nuestra identidad personal. “Somos lo que somos”, se nos afirma, “porque recordamos lo que fuimos”. A partir de aquí se han montado todo tipo de bonitos chiringuitos a la búsqueda de recordar una y otra vez aquello que “fuimos” para fundamentar lo que “somos” y cimentar las bases de lo que “seremos”, convirtiendo a la historia en una disciplina subvencionada, sometida a la reiteración de los lugares comunes, de los hechos consabidos, de las mentiras repetidas de carretilla. A la historia viva, canalla, la guía el olvido, el olvido de las andaderas, de las fuentes que cita todo el mundo, de las narraciones que todos conocen, de los lugares comunes.
Supongamos que Platón tiene razón, supongamos que quienes entregan la identidad personal a la memoria tienen razón, supongamos que los estómagos agradecidos que buscan el origen mítico (Ursprung) de nuestro pueblo tienen razón. Hagamos ahora un experimento mental. Trate de unir todos sus recuerdos, todo aquello que ha retenido de su paso por la vida, los fragmentos de su acontecer vital, en definitiva, vaya sumando momentos, instantes, horas y días. ¿Cuánto de lo que ha vivido recuerda? ¿Cuánto tiempo suman en total sus recuerdos? ¿Un puñado de días? ¿Algunas semanas? Vamos a exagerar, digamos que todos sus recuerdos puestos juntos suman los minutos equivalentes a un año. ¿Ha vivido Ud. un solo año? ¿En qué se fundamenta su identidad personal? ¿en un mar de lagunas interminables? ¿en una sucesión de agujeros negros en los que no sabría decir qué hizo, qué ocurrió en su vida, ni siquiera si realmente vivió? ¿No ocurrirá precisamente lo contrario, que su identidad personal aflora como consecuencia de una serie de circunstancias externas y que, después, busca una excusa para su existencia en un puñado de recuerdos de por sí inconexos? Desde luego, la identidad de los pueblos se construye de esta forma, ¿qué quedaría de la conciencia nacional catalana sin el olvido de la corona de Aragón? También puede decirse que el sistema inmunitario mantiene nuestra identidad gracias al olvido, pues reconoce lo ajeno, los linfocitos que reconocen lo propio mueren antes de llegar al torrente sanguíneo.
Borges lo sabía bien. En "Funes el memorioso" nos presenta a un ser humano atacado por la maldición de la hipermnesia, la capacidad para recordar cada instante, cada detalle, cada acontecimiento por nimio que pudiera parecer. Funes no podía entender que se llamase “el mismo perro” al chucho visto por la mañana y al visto por la tarde. Sus gestos, su comportamiento, la tersura de su pelaje, la cantidad de baba de su lengua, su forma de jadear, no coincidían para nada. No habría conceptos, no habría conceptos universales, no habría identidad alguna de no mediar el olvido. Y, por supuesto, Funes vivía aislado. ¿Se imagina recordar cada afrenta, cada comentario hiriente recibido, cada desprecio sufrido? Pero no se trata sólo de los hechos. Recordaría, exactamente, la emoción que despertó en Ud. con la misma intensidad, de modo perpetuo... ¿Podría perdonar algo, podría perdonar a alguien en estas condiciones? ¿Cuántos de sus vecinos, de sus conocidos, de sus amigos, superarían la prueba de no haberle hecho daño jamás? ¿Podría tener pareja? El tiempo, lo sabemos bien, lo cura todo, porque se olvida la intensidad del sufrimiento, porque se pueden recuperar los hechos, pero no volvernos a sentir como nos sentimos, porque todo dolor pasa. Aún más, ¿se imagina lo que significaría para nosotros los humanos poder olvidar las cosas a capricho? Simplemente, cada vez que vivimos algo que no queríamos que figurara en nuestra vida, diríamos: “lo olvido”, y se acabó, habría desaparecido como si jamás hubiésemos vivido nada semejante. Frente a todas las veces que ha deseado recordar algo y no ha podido, que su memoria le ha jugado una mala pasada, que ha olvidado la sartén en el fuego, el lugar donde ha aparcado el coche o su contraseña en Internet, ¿qué posibilidad le parece que contribuiría más a una buena vida, poder recordarlo absolutamente todo con detalle u olvidar las cosas a capricho?
Ahora ya sabemos qué debemos hacer frente a quienes, como Heidegger, acusan a uno u otro de haber olvidado alguna tradición milenaria y venerable, simplemente, encogernos de hombros y exclamar: ¡pues, bendito él!