Asistí la semana pasada a la 14ª edición del curso de verano de la Universidad Pablo de Olavide sobre “Terrorismo yihadista: potenciadores e inhibidores de la amenaza”. No voy a desglosar los siete folios de apuntes que me traje sino que, más bien, les voy a recomendar que reserven un hueco en su agenda para el mes de julio del año que viene. Matricúlense en el curso, acudan a él, paseen por las calles de Carmona, oigan el retumbar de sus pisadas en ellas y no se pierdan la intervención del Prof. Manuel R. Torres, que lo organiza. Tendrán algo que contar, entre otras cosas porque no se imaginan lo lejos que va a llegar este joven en cuanto se lo proponga. Pero, si saben hacerlo, no aprenderán sólo de él.
De todos modos, hay un par de cosas que no puedo dejar de comentar. La primera, como resulta obvio, la generalizada estrategia de la segmentación: no hubo discurso que no partiera de la división entre “nosotros” y “ellos”. “Nosotros”, los aquí reunidos, los que usamos legítimamente la violencia, los amparados por la ley; “ellos”, los mencionados en nuestros discursos, los que usan ilegítimamente la violencia, los que deben someterse a la ley. Si aquí terminase la historia no me molestaría en mencionarla y, de hecho, consideraría mi participación en este curso un fiasco. En verdad, muchos de los ponentes dejaron claro que igual “nuestro” uso de la violencia no siempre puede calificarse de legítimo y que quienes la usan de modo ilegítimo bien pudieran tener argumentos no futiles para hacerlo. Igual la ley que debe someterlos a “ellos” y ampararnos a “nosotros”, no sólo sirve para someterlos y ampararnos. Igual, para vencer al terrorismo hay que plantearse algo más que dominios estratégicos y tácticos sobre el terreno. Pero a estas afirmaciones las acompañaron de inmediato proclamas a favor del marco jurídico establecido, algo muy conveniente dado que buena parte del público lo componían miembros de las fuerzas del orden. Parece, pues, que la majadería vigesimica del “choque de civilizaciones” ha quedado definitivamente fuera del discurso académico acerca del terrorismo, en el que jamás debió entrar, si bien aún no se ha alcanzado la fase en la que el terrorismo se estudie del mismo modo que la caída de una piedra y no como la piedra lanzada por “ellos” contra “nosotros”. El día en que se consiga alcanzar esta perspectiva se podrán observar jugosos matices como los que afloraron en las diversas ponencias. Por ejemplo, en varias ocasiones el modus operandi de los yihadistas se ejemplificó con vídeos elaborados por ellos mismos. Así que “nosotros” utilizamos “sus” vídeos para entender cómo operan y “ellos” utilizan “nuestros” repositorios de “sus” vídeos para adoctrinarse. Este galimatías, ininteligible si seguimos hablando de “nosotros” y “ellos”, deviene una simpleza si, como digo, adoptamos el punto de vista de los hechos y no de las personas, quiero decir, si entendemos que “ellos” y “nosotros”, en realidad, no nos hallamos separados por la ley sino unidos por la imagen. Todos nosotros pertenecemos a una época en que la imagen configura la realidad y en ella, en la imagen, nos reconocemos, nos identificamos y, lo que resulta aún más importante para el caso que nos atañe, nos enfrentamos y tratamos de aniquilarnos. Y la demostración suprema de esto radica en que hablamos de terrorismo yihadista.
Como resulta de dominio público, los Hadiths sentenciaron el carácter iconoclasta del Corán, ya presente en el Antiguo Testamento. En este sentido, se refieren numerosos hechos y dichos de Mahoma que muestran su oposición a cualquier tipo de representación de seres animados en esculturas, tapices y cortinas, aunque no en alfombras. Obviamente en su época no existía la fotografía, así que su aparición originó un debate dentro del Islam aún no zanjado. Por una parte se encuentran quienes consideran extensible a ella la prohibición y por otra quienes afirman que las imágenes constituyen un mero reflejo, como el que se produce en el agua y que, por tanto, no pueden prohibirse. De modo generalizado se impuso esta segunda postura y existe una especie de consenso que aprueba el uso de imágenes, siempre que no se utilice para la glorificación de los individuos. De modo semejante se permiten las ilustraciones en los libros si van dirigidas a la enseñanza, por ejemplo, de los niños. No obstante, con bastante frecuencia, aparece algún notable, particularmente en el campo de los más radicales, hablando de la fotografía como algo haram (“prohibido”). El cine, el vídeo, sin embargo, apenas si han despertado polémicas y hasta los más viejos e iracundos iconoclastas han postrado sus rodillas ante los nuevos ídolos en movimiento, con la excepción, apenas, de los talibanes, que quemaron cada centímetro de celuloide que encontraron a su entrada en Kabul, y la habitual polémica en torno a quienes se atreven a rodar películas sobre Mahoma. Y así han hecho su aparición, por ejemplo, la productora audiovisual del Estado Islámico, una de las mayores del mundo árabe, que ha dado a luz vídeos tan llamativos como el que amenazaba la Semana Santa sevillana y que por su montaje, rápido, agresivo, de impecable calidad técnica, recuerda enormemente las campañas de la Dirección General de Tráfico para reducir los accidentes automovilísticos. De modo que, quizás, no se nos pueda llamar a “ellos” y a “nosotros”, hijos de un mismo Dios, pero sí hijos de los mismos estándares de producción y retransmisión de imágenes, hermanos, al cabo, en el mismo culto iconolátrico.