Me he cansado de esperar. Llevo veinte años esperando que algún filósofo, que alguno de los que se halla convencido de haber ganado algo con el giro lingüístico, que algún hermeneuta, que alguno de esos que cree que Wittgenstein escribió recetarios de cocina y no textos para pensar, citen un libro, un libro trascendental y que debió haber transformado el panorama de la filosofía antes de que cambiase el siglo. Pero el libro no lo escribió ningún catedrático, ni ningún premio de nada, ni siquiera un presentador de televisión, sino un nómada del pensamiento, así que pocos lo leyeron, nadie lo citó y todos siguieron dando vueltas en la noria de lo mismo. El libro se llamaba Los nombres de Europa, lo publicó Alberto Porlan en 1998 y la academia lo recibió, por boca de cierto eximio familiar de Menéndez Pidal, como “carente de rigor”, poco "científico" (sic) y centrado “en las hojas del rábano”. Eso sí, rechinando los dientes, el autor de la reseña, aceptaba que en él se hallaba la mejor fundamentación de "su" idea de que existe un sistema estable de designación en lenguas de procedencia aparentemente diversa. Todo lo demás quedaba reducido a casualidad, a 687 páginas de “casualidades”. ¿Casualidades, acaso, como la que hace coincidir la masa gravitatoria con la masa inercial? La academia ya podía obviar el desafío que Porlan nos había arrojado a todos a la cara, condenarlo a los márgenes del saber y premiar al reseñador por “sus aportaciones renovadoras”, naturalmente sin apartarse ni un ápice, como había hecho Porlan, de "la mejor tradición de la Filología Hispánica”.
Partamos de la verdad absoluta, quiero decir, partamos de la milonga de que “el significado es el uso”. En el juego del lenguaje de las bebidas espumosas, Champagne designa cierto mejunje dorado que achispa a las damiselas bien educadas. En el juego del lenguaje de los toponímicos Champagne designa cierta región francesa. Entre ambas hay, según los wittgenstenianos, simple “parecido de familia”, una coincidencia “casual” que, curiosamente, ahora no sirve para desdeñar a quien intenta introducir nuevas perspectivas en las cuestiones ya siempre sabidas, sino que, bien al contario, se convierte en palabra de Dios. Que alguien pretendiera establecer un vínculo entre ambos juegos del lenguaje, una sólida cadena que atase el topónimo a la bebida, de modo que sólo podría hablarse de Champagne cuando se tratase de botellas salidas de la región del mismo nombre, como resulta obvio, no se lo planteó Wittgenstein y sus acólitos llevan cuarenta años intentando ignorar la realidad de las “designaciones de origen”. Mucho menos trataron de pensar la cuestión de qué hace a Champagne el nombre de una bebida y de una región, pues los usos, como los gusanitos para Aristóteles, surgen por generación espontánea. Sus mentes funcionan como la de los autóctonos de cierto pueblo de la provincia de Sevilla llamado El Pedroso, que atribuyen el nombre de su localidad a unos objetos de características singulares no presentes en ningún otro pueblo del mundo: las piedras.
Seamos justos, el problema no se circunscribe a la Sierra Norte de Sevilla ni a los filósofos del lenguaje vigesimicos. Cuenta Alberto Porlan que cuando Felipe II ordenó realizar una encuesta en la que se incluía aclarar a qué se debía el nombre de cada pueblo, las dos terceras partes de habitantes de la península ignoraba completamente la razón de los nombres que habitualmente utilizaba. Sólo una cifra inferior al cinco por ciento del total de respuestas pueden considerarse respuestas con ciertos visos de verosimilitud. En cuanto al resto, hacían alusión a algún género de deixis, empleada en el pasado, particularmente de vegetales: "estas zarzas", "estos perales", "esta alameda". Explicaciones que llevarían a que la mitad de los pueblos de España se llamasen "Alameda" o "Peral".
Pues bien, digamos que "Lorenzo" puede significar una cosa u otra, dependiendo del juego del lenguaje en el que nos encontremos, pero ¿por qué la utilización de San Lorenzo como topónimo va acompañada en un entorno de seis kilómetros por un topónimo Valvanera? Eso ocurre en La Rioja, en Salamanca, en Girona y, con ciertas variantes, en Orense y Lleida. Claro que también ocurre con St. Lawrence y Welwyn en Inglaterra, con St. Laurentius y Werfenau en Alemania, con S. Lorenzo y Valfenera en Italia, con Saint Laurent sur Sèvre y la Barbiniere, St. Laurent-en-Beaumont y Valbonais y St.-Laurent du Ver y Valbone, todas ellas en Francia. Cierto, en Francia hay muchos topónimos "Saint Laurent", pero ¿cuántas "Cádiz" hay en Europa? También muchas. Tenemos la Cádiz situada frente a Rota, la Kadijk holandesa situada frente a Rotterdam, la Gaditz alemana muy cerca de Rotta, la también alemana Kaditzsch, algo más alejada de Rötha, el villorrio británico de Catcliffe cercano a Rotherham...
Hay quienes sostienen que el nombre de los pueblos de Europa proviene de sus respectivas lenguas. Según esta hermosa teoría Valencia constituiría el nombre del territorio de quienes hablaban valenciano, quiero decir, el valenciano se hablaba antes de la llegada de los romanos y no sólo en la rivera del Mediterráneo, también en Francia (Valence d'Albigeois) y en Badajoz (Valencia del Ventoso). No todas las lenguas de la península tienen la misma antigüedad. Pocas hay como el vasco, esa lengua cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, esa lengua, cuna de la cultura vasca. ¿Desde cuando los montes y montañas vascos se hallan adornadas por sus hermosos nombres? Desde que existe el vasco, sin duda. Por ejemplo, Serantes, en la provincia de Vizcaya, elevación que tiene casi enfrente, al otro lado de la ría a Berango. Claro, que también debió haber vascos en Galicia pues el pueblo de Serantes se halla al Norte de una ría dominada por Betanzos. Por supuesto se trata de una casualidad, como que el monte Zabalaitz tenga por el Sur a Salvatierra y las ruinas de Sebelaci tengan al Norte la ermita de El Salvador, o que Lorka se halle en las proximidades de Bidaurreta y la Lorca murciana tenga en sus cercanías a Berrueces. De hecho, como decimos, los centenares de topónimos, vascos o no, que menciona Porlan resultan todos frutos de la casualidad...
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