Cuando llegó a la desembocadura del Nilo, Alejandro Magno encontró un lugar ideal para fundar una ciudad, a la cual no dudó en darle su nombre. Así nació Alejandría. Pero Alejandro Magno siguió conquistando y llegó hasta el norte del territorio de los partos, lugar ideal para fundar una ciudad. Quedaba la cuestión de su nombre. Le dio muchas vueltas y al final se decidió por Alejandrópolis. Debió parecerle muy largo porque a la siguiente ciudad que fundó la llamó, simplemente, Alejandría. Unos centenares de kilómetros más al sur fundó otra ciudad. Consultó con sus generales y con las tribus locales y se le ocurrió un buen nombre para ella, Alejandría. En el actual Afganistán fundó todavía otra ciudad, a la cual ¿por qué no llamar Alejandría? Más al norte, a lo que hoy conocemos como Kabul, le dio un nombre extremadamente original, ¿lo adivinan? En efecto, Alejandría. Acabó habiendo 50 ciudades llamadas “Alejandría”. ¿Debemos considerar a Alejandro Magno el primero en proceder de esta manera o, miles de años antes, ya hubo seres humanos que nombraron media Europa de un modo análogo?
En Los nombres de Europa, Porlan muestra que los nombres de ciudades, pueblos, ríos, montañas, ruinas y divinidades no pretendieron designar nada. Pensar que Perales se llama así porque un día hubo allí un peral resulta lo mismo que pensar que Guijo (en la provincia de Córdoba) se llama así porque hay guijarros en los alrededores o que Siles debe su nombre a que el verbo latino "sileo" significa callar y el pueblo siempre se encuentra callado. La única manera de entender su naturaleza consiste en liberarlos de su relación semántica de entrada y verlos como elementos de una estructura lingüística que, por sucesivas derivaciones, dieron lugar a unas formas posteriormente semantizadas. A Europa toda se la nombró en tiempos anteriores a la historia mediante un sistema único de designación no semántica y los sucesivos pueblos que vinieron después no hicieron sino adaptar esos nombres a sus propias estructuras lingüísticas sin cambiar las relaciones territoriales. Lo que da significado al nombre no consiste, pues, en el supuesto lugar que designa ni el uso que se hace de él, sino en la posición que ocupa en una estructura a la vez lingüística y territorial, en una especie de rejilla que se aplica al territorio para ordenarlo. Esto ha ocurrido de un modo complejo pues cada nueva posición exige una reordenación de todo el espacio posicional, creando conflictos en sus inmediaciones. De aquí que la superficie de Europa parezca conformada por una sucesión de estructuras celulares. De este modo, y no por casualidad, en la toponimia, vemos confluir el marketing de posicionamiento de Ries y Trout, el naming y la vieja analogía del lenguaje y el ajedrez. Todos ellos indican en la misma dirección, a saber, que para entender el significado de las palabras hay que atender a su posición en el tejido lingüístico y no a su uso, mero derivado de aquélla. Esa posición hace que se registre “Levitra” como el nombre para una píldora contra la disfunción sexual masculina, que las rosas huelan bien y que los refrescos causen adicción. Aún más, esa posición hace que algunas personas acaben en la marginación y otras alcancen el éxito como lo demuestra un experimento del MIT. Marianne Bertrand y Sendhil Mullainathan respondieron a 1.000 anuncios de trabajo con 5.000 currícula inventados. Para ello eligieron nombres reales de los registros de Boston y Chicago entre 1974 y 1979 y diferentes perfiles socioeconómicos. Los Emily, Allison, Brad y Matthew, “que sonaban a blanco”, recibieron hasta un 50% más de llamadas que los Latoya, Ebony, Jamal y Leroy.
Claro que, si hubiese una ley empírica susceptible de tratamiento matemático que apoyase los descubrimientos de Porlan, hablaríamos de otra cosa. Tal ley existe, nos referimos a la ley de Zipf de la frecuencia de las palabras, publicada por G. K. Zipf en 1949. Tomemos una muestra de habla de una persona, ordenemos las palabras empleadas de mayor a menor frecuencia. Cabría esperar que esta tabla variase mucho, dependiendo de las personas y de los idiomas. Sin embargo, Zipf estableció que existe una relación inversamente proporcional entre la probabilidad de que aparezca una palabra en una frase cualquiera de una persona cualquiera en un idioma cualquiera y la posición que esa palabra ocupa en la tabla anteriormente establecida. De hecho, la diferencia de aparición de palabras en los textos de un buen escritor y en los de alguien con un pobre vocabulario no suele sobrepasar el 6%. Todavía mejor, cuanto más largo resulte el texto, menor resultará dicha cifra. Y si alguien piensa que la ley de Zipf no aporta gran cosa, habrá que aclarar que sirve para determinar la etapa de desarrollo de la enfermedad de Alzheimer y, todavía mejor, para distinguir los lenguajes reales de los ficticios. Maitre amplió esta ley en 1964 a los nombres de santos utilizados como nombres propios y Tesnières en 1975 a los apellidos. Hacer lo propio con los topónimos, a la luz de los datos aportados por Porlan, resulta elemental. Por cierto, conocemos a Zipf, a Maitre, a Tesnières, gracias a un tal Benoist Mandelbrot quien los cita reiteradamente en La geometría fractal de la naturaleza. Resulta una trivialidad señalar a estas alturas que las posiciones, las rejillas, los territorios a los que nos hemos referido y sobre los que nadie puede poner su pie, los nombres de Europa todos, dan lugar a fractales, algo inexplicable si partimos de los usos aleatorios surgidos por generación espontánea. De hecho, no hemos descubierto nada nuevo, más bien hemos vuelto a nuestro punto de partida, ése que, desgraciadamente, abandonamos en algún momento del siglo XX, quiero decir, nos hemos limitado a generalizar la afirmación de Nietzsche, después corroborada por Feuerbach, de que hay palabras que designan posiciones, como la palabra “Dios”.