domingo, 11 de septiembre de 2016

Retraction Watch (1. No va de esto)

   Como ya he explicado reiteradamente, uno de los eslóganes que con más éxito se ha colado en nuestras mentes es el de que “la ciencia cuenta la verdad”. Que se trata de un eslogan y, para más señas, de un eslogan que permite que algunos consigan dinero, resulta extremadamente fácil de demostrar, pues una de las características de todo eslogan es que, en cuanto se lo analiza un poco, se queda en nada. En efecto, ¿qué es la “ciencia” ésa que dice la verdad? ¿lo que hacen los científicos? ¿”ciencia” es lo que hacen los científicos cuando van al cuarto de baño? ¿o se nos está afirmando que ciencia es lo que hacen los científicos cuando hacen ciencia? ¿”ciencia” es lo que figura en los libros... científicos? ¿lo que figura en las publicaciones... de ciencia? Profundicemos un poco más en este último aspecto. ¿Todo lo que publica una revista científica es “la verdad”? Fuera de los cuentos de hadas, es decir, en el mundo real, una publicación científica no se dedica exclusivamente a publicar artículos científicos, también debe retirarlos. Intuitivamente parece muy claro lo que significa “retirar un artículo”. En la práctica la cosa conlleva enormes complejidades. Antes, cuando las publicaciones científicas se hacían en papel, se daba por supuesto que nadie iba a ir por las bibliotecas con una cuchilla cortando las páginas del artículo retirado. Simplemente, se publicaba una nota del comité de redacción anunciando que tal o cual artículo ya no se consideraba digno de aparecer bajo las cubiertas de la revista en cuestión... pese a que, obviamente, no dejaba de hacerlo. Ahora que las revistas científicas tienen una versión digital todo parece más fácil, pues basta con borrarla del servidor de la misma. Sin embargo, la retirada sigue siendo simbólica  pues cada artículo es replicado en una pluralidad de bases de datos, ordenadores personales y servidores, de los cuales resulta tan improbable borrarlos como antes lo era el procedimiento de la cuchilla. De aquí la importancia de la tarea emprendida por Ivan Oransky y Adam Marcus, los creadores de Retraction Watch, en resumen, un blog en el que se intenta indexar los artículos retirados de las publicaciones científicas.
   A veces el o los autores de un artículo descubren que ciertos datos contenían errores, han sido mal tipografíados o cualquier cosa de este género. Entonces se envía una nota a la redacción de la revista en cuestión comentando lo sucedido. Es lo que se denomina una “corrección”. El contenido de esta nota puede no afectar para nada a las conclusiones del artículo, cambiarlas drásticamente o, lo que resulta el caso más frecuente, comprometerlas en un grado difícil de determinar. Retraction Watch no considera ninguno de estos casos una retirada, lo cual me parece un criterio correcto aunque no todo el mundo esté dispuesto a suscribirlo.
   La retirada de un artículo puede producirse a petición de uno o todos los autores del mismo. Puede ocurrir, por ejemplo, que se sientan disconformes con los principios que dirigieron la investigación, o bien se descubre que una máquina estaba dando resultados erróneos o que una muestra estaba contaminada, o, cosa mucho más frecuente, que se produjo un error humano. Dentro de los “errores humanos”, hay de todo, desde la alteración de dos números a la “impaciencia”. En un artículo con múltiples autores, por ejemplo, en el caso de España, el primero que aparece es el catedrático, que ni ha realizado los experimentos, ni ha escrito el artículo, ni, en la mayoría de los casos, se ha molestado en leerlo. Su trabajo consiste en formar el equipo investigador, conseguirle subvenciones y firmar lo que vayan presentando. En segundo  lugar aparecerán uno o dos profesores de universidad que son los que han ideado el experimento en cuestión y han escrito el artículo. Finalmente están los “curritos”, normalmente becarios, que son los que de verdad han estado al lado de la maquinita en cuestión, mañana, tarde y noche, siete días a la semana, hasta que han aparecido los resultados. En ocasiones, a uno de estos curritos le pica la “impaciencia”, impaciencia de ver a su novia, impaciencia por conseguir resultados, o impaciencia por obtener reconocimiento a su trabajo y decide “acelerar” el proceso. Si  todo esto lo envolvemos en las guerras de sexos y/o de poder que existen en cualquier relación humana, puede entenderse que la retirada de artículos se haya convertido en una tarea tan cotidiana como su publicación.
   Tampoco hay que dramatizar las cosas. Por mucho que sea doloroso y un científico lo sienta como si hubiese tenido que matar a un hijo, la decisión de pedir la retirada de un artículo es una demostración de su integridad profesional y del buen funcionamiento de la ciencia. Aún más, un artículo científico no es un diario de laboratorio, por lo que sólo un ignorante de lo que ocurre dentro de uno de ellos puede pretender que los artículos científicos reflejen fielmente lo sucedido. Si se espera que una medición esté entre 5,675 y 5,695, pero en el experimento aparece reiteradamente 5,668, nadie se va a rasgar las vestiduras porque a los resultados se les dé un “empujoncito”. Y a la inversa, si el resultado de tres mediciones es 0,600, 0,800 y 0,700, cualquier científico hará constar en su artículo 0,589, 0,801 y 0,697, pues unas cifras tan redondas difícilmente serían creíbles. Esto (y cosas peores) es algo que todo el mundo sabe y asume. Al fin y al cabo, la ciencia nos proporciona una aproximación a la realidad, el mapa no es el territorio y lo dicho hasta aquí no evita que las cosas funcionen. Obviamente, el material que nos proporciona Retraction Watch no tiene nada que ver con lo comentado hasta aquí.

domingo, 4 de septiembre de 2016

España es una península.

   Hace exactamente un mes, no pude evitar una sonrisa de satisfacción al leer el artículo de John Carlin, “España: isla de decencia y sensatez”. El argumento de Carlin, era extremadamente simple: la vieja costumbre española de criticar a nuestros políticos nos impide ver que hoy día casi en cualquier país ocurren cosas peores que aquí. Carlin comparaba las insulsas campañas electorales españolas con los disparates lanzados en la campaña del brexit, las interminables guerras de cifras entre nuestros políticos y la ausencia a cualquier dato en la campaña norteamericana, el juicio a la infanta Elena y la absoluta impunidad con la que los miembros de la familia real británica realizan negocios mucho más turbios y, lo que no es detalle menor, la inexistencia de partidos con representación parlamentaria que apelasen al racismo, la xenofobia o, simplemente, a la separación, muralla mediante, entre un “ellos” y un “nosotros”.  No soy un seguidor fiel de los artículos del Sr. Carlin en El País, me parecen demasiado sesgados por sus simpatías políticas y poco profundos en su nivel de análisis, con lo que sus conclusiones suelen tener mucho más de proclamas emocionales que de rigor predictivo. No obstante, aprecio las buenas intenciones que suele haber tras la mayoría de ellos y no pude dejar de reconocer que cierta razón había en lo que decía en éste. Lo tuitiée y rápidamente, uno de mis alumnos del año pasado, Alex, me recordó que ya teníamos muros como el que quiere Donald Trump en Ceuta y Melilla, hasta el punto de que el propio Trump llegó a confundir la valla de Melilla con la frontera de México. Alex, efectivamente, acertó con el matiz que falta en el artículo de Carlin y es que aquí no ocurre lo que ocurre en Estados Unidos o en Francia o en Austria o en Gran Bretaña... de la misma manera. España no es una isla, es una península, para más señas, situada entre Francia y Marruecos y no estoy hablando de geografía.
   Ciertamente, comparado con Donald Trump, Mariano Rajoy parece el adalid de la decencia y Pablo Iglesias un antipopulista. Pero es que el único político actual que puede salir perdiendo en una comparación con Donald Trump es el recién elegido presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, “El castigador”, que ha llegado al cargo presumiendo de la creación de escuadrones de la muerte contra los narcotraficantes bajo su mandato en Davao y que ya ha animado a sus ciudadanos a matar a todos los drogadictos que encuentren a su paso (sí, para esto murió Benigno Aquino). Los propios chicos del UKIP o Mme. Le Pen, parecen encantadores adalides de la libertad comparados con  Mr. Trump. Sin embargo, aquí Carlin tiene razón, nuestra situación no es la de Francia, donde pronto podrán “elegir” entre Manuel Valls, Marie Le Pen y Nicolas Sarkozy, que es como elegir entre un mini-Trump, una mini-Trump y un llavero de Donald Trump. Estas navidades nosotros podremos “elegir”, por tercera vez, entre políticos que no van a hacer nada y políticos a los que “las circunstancias” no les van a dejar hacer nada. Insisto en esta idea, tal y como está el patio, un político que no hace nada casi parece lo mejor que nos puede pasar.
   Es cierto que hemos llevado a miembros de la familia real al banquillo, lo cual no evita que Joseph Blatter haya pedido como abogados defensores a los fiscales encargados de “acusar” a tan ilustres reos. Y también es lógico que Donald Trump confundiera la valla de Melilla con la frontera con México, primero porque estoy convencido de que Donald Trump no sabe dónde está México, de hecho, sospecho que ni siquiera sabe qué es México y segundo, porque esa frontera salvaje que sale en las películas, que tanto nos espanta y que recorre el río Bravo, la tenemos aquí, a un tiro de piedra, en Ceuta y Melilla, mientras hacemos todo lo posible por no verla. Pero esa valla no es (todavía), un muro, ni lo ha pagado Marruecos sino Bruselas, ni está ahí para impedir la llegada de ciudadanos del país vecino, sino de subsaharianos, aunque bien que sirve para dejar sin corderos halal a la población musulmana de dichas ciudades con objeto de que los de siempre hagan su agosto en septiembre.
   Suele preguntarse por qué en España no ha fraguado ningún partido de ultraderecha como esos que avanzan por Europa. Hay muchas respuestas a esa pregunta. La primera es que no hay tradición. ¿Se imaginan un campo de exterminio español? El día en que hubiese gas, no habrían llegado los judíos; el día en que hubiesen llegado los judíos, no habría gas y el día en que hubiesen llegado los judíos y el gas, el tipo encargado de tirárselo se habría dado de baja y el becario no sabría cómo hacerlo. Pues lo mismo sería nuestra "rigurosa" política de expulsión de extranjeros, por eso nadie que pretenda ser tomado en serio la ha propuesto. Otra respuesta posible es que somos más abiertos, más tolerantes, en el fondo, mucho más democráticos de lo que jamás se sospechó de nosotros. Váyase Ud. a los barrios populares de cualquier gran ciudad, ésos donde el alto nivel educativo no es la tónica, ésos que nuestros años de pizza con champán llenaron de emigrantes, y escuche lo que allí se dice. En la carnicería, en la frutería, alrededor de un par de cervecitas, quien menos lo piense soltará comentarios que llenarían de orgullo a cualquier partido xenófobo europeo. El miedo al inmigrante, la xenofobia, la búsqueda de una estirpe que sirviera como chivo expiatorio de las propias miserias, no ha permitido ocupar escaños en Madrid porque mucho antes de que se dieran las condiciones sociopolíticas para que ocurriera, ya se lo utilizaba para copar escaños en Álava y hoy está sirviendo para construir ese país futuro llamado Catalunya. Escuchen el discurso de cualquier catalanista convencido, de ésos que se han criado oyendo en las escuelas que los invadieron en el siglo XVIII; oigan las propuestas para la futura democracia de los estómagos agradecidos que ya van haciendo hueco para lo que van a devorar y que quieren, no prohibir, por supuesto, que suena muy mal, pero sí “no autorizar” otra lengua que no sea el catalán; miren con detenimiento el rostro de todos los que se han sumado al carro en marcha y que no está claro si hay en ellos más de Rufián que de tonto o más de tonto que de Rufián y estarán contemplando la vidriosa mirada que adorna a los integrantes del Frente Nacional, la Alternativa para Alemania, el Amanecer Dorado, el Partido de los Finlandeses, el Partido Popular danés, o el Partido Liberal holandés. 
   No, España no es los EEUU, ni Francia, ni Alemania, ni Gran Bretaña, ni lo ha sido nunca, pero, si no lo remediamos, será sólo cuestión de tiempo que nos pongamos a su altura y no precisamente en lo bueno.

domingo, 28 de agosto de 2016

Historia de dos fracasos.

   Antonin Dvorak nació en Nelahozeves, una aldea al norte de Praga en 1841, como el primero de catorce hermanos. La fama le llegaría relativamente pronto, en 1873 con su “Himno patriótico” y, sobre todo, con sus “Danzas eslavas”. A partir de entonces no dejaría de recoger honores. El gobierno austriaco le proporcionó una beca de 400 florines de la época. En 1884 fue nombrado miembro de honor de la Sociedad Filarmónica de Londres. En 1889 recibió la Orden de la Cruz de Hierro otorgada por el emperador Francisco José I. En 1891, además de recibir el título de Doctor Honorario de Música por la Universidad de Cambridge y por la Universidad de Praga, se le concedió un sillón en la Academia de Ciencias y Bellas Artes de Checoslovaquia y de Berlín. Particularmente importante fue su etapa en New York, a donde se trasladó en 1892 para dirigir su recientemente creado Conservatorio. Fue, por tanto, un compositor de enorme éxito, que pudo vivir holgadamente de su trabajo y, además, obtuvo reconocimiento y alabanzas. Se suele decir de él que pertenece al movimiento nacionalista en música o al posromanticismo, que sus piezas recogen la tradición musical checa y aunque algunas composiciones están alejadas de la sensibilidad actual (como el Stabat Mater), sigue gozando del favor del gran público. Lo cierto es que, por muy nacionalista, apegado al terruño y conocedor del folklore, que fuese resulta muy difícil identificar en sus obras ninguna pieza concreta del mismo. Lo característico de Dvorak es que, mientras a otros compositores les cuesta Dios y ayuda crear una melodía medianamente reconocible, a Dvorak las melodías parecen brotarle como a los demás el pelo. En cada movimiento de sus sinfonías hay un par de ellas, todas convenientemente disciplinadas para no cansar al oyente, lo cual les proporciona una frescura que, aún en las composiciones de sus últimos años, parece proceder de un espíritu juvenil. El primer ejemplo magistral es la sinfonía nº 6 de 1880, frecuentemente olvidada en favor de la nº 7, mucho más turbulenta y romántica y la nº 8, que va a la velocidad de las locomotoras que tanto le gustaban incluso en el supuesto Adagio. Pero su obra más conocida es la Sinfonía nº 9, “Del nuevo mundo”, compuesta en los EEUU, cuando ya era un músico apreciado y reconocido. Mucho antes de que a nadie se le hubiese ocurrido juguetear con el jazz, un Dvorak recién llegado a New York, se declaró convencido de que la música norteamericana debería basarse en la música de los nativos y en los cantos de los afroamericanos, una idea curiosa, sin duda, acerca de cuáles deben ser los cimientos de una nación. Muchos siguen viendo en la Sinfonía nº 9, la luces de Bohemia, pero hay una fusión tan correcta con esas músicas citadas por Dvorak que Leonard Berstein no dudó en calificarla de una obra multirracial. En cualquier caso, como digo, esta sinfonía nº 9 goza de un inmensa popularidad incluso entre el público menos versado en música clásica.
   Pues bien, un aspecto que no se suele comentar muy a menudo es que el pobre Antonin Dvorak, murió en la plenitud de su éxito, sí, pero amargado porque, en realidad, siempre quiso ser un compositor de óperas. A pesar de la admiración que despertó en Brahms, a pesar del triunfo de sus sinfonías, él, el gran hito del mundo orquestal, quería ser un Leoncavallo, un Puccini, un Verdi. Decía Dvorak dos meses antes de su muerte: “deseo consagrar todas mis facultades a la creación lírica... la ópera es la forma de expresión que mejor se adapta a nuestra nación... lo que más me interesa es la creación dramática”. De sus once óperas, únicamente Rusalka se sigue representando con cierta asiduidad y, pese al aprecio que Dvorak y público checo tienen por ella, sólo el “Himno a la luna” está a la altura de sus grandes creaciones. 
   Veamos otro caso semejante. A lo mejor le suena un poco más. ¿Conoce Ud. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha? ¡Qué pregunta! ¡Pues claro que la conoce! ¿Quién no conoce esta obra? El nacimiento de la novela, el nacimiento de un nuevo género de relato, la obra más difundida, traducida y publicada después de la Biblia. Una obra genial, chispeante, brillante, que puede abrirse al azar para disfrutar de la agudeza de esa pluma inmortal que fue Don Miguel de Cervantes. ¿Cuántos libros se han escrito sobre ella? ¿cuántos lectores ha tenido? ¿de cuántos modos se ha cantado el inimitable talento de su autor? ¿hay algún autor, algún literato, algún novelista, que no diese sus dos manos por ser tan leído, tan reconocido, tan alabado como "el manco de Lepanto"? “El príncipe de los ingenios” se lo ha llamado. Es fácil calibrar la inmediatez de su éxito en términos de fortuna y fama por lo rápido que aparecieron continuaciones apócrifas, de hecho, Cervantes se pudo dedicar por primera vez en la vida (a los cincuenta y muchos años), a escribir sin el acuciante agobio de los acreedores.
   Una reciente producción televisiva ha traído a los ojos del gran público la verdad escondida debajo de tantos elogios hacia la figura de Cervantes y es que, nuestro inmortal autor, envidiaba profunda y virulentamente el éxito alcanzado por Lope. ¿Se acuerda de Lope de Vega? Hay que escarbar un poquito más, ¿verdad? Por supuesto, Lope de Vega fue un hito en el teatro español, pero, ¿resulta comparable con el talento, con la inmensidad de Cervantes? Pongámoslo en cifras: ¿cuántas traducciones ha tenido Lope? ¿cuántos lectores tiene en el mundo cada día? ¿cuántos estudios se han escrito sobre su teatro? ¿cuántos seguidores tuvo? ¿y versiones cinematográficas? ¿más o menos que Cervantes? Resumamos: ¿escribió Lope algo comparable con Don Quijote? ¿Hay algo comparable con Don Quijote? Pues bien, Cervantes nunca quiso ser un Dante o un Goethe, quiso ser un Shakespeare o, mejor aún, un Lope de Vega, alguien, quizás, con mucho menos talento para la literatura, pero mucho mayor para captar lo que el público realmente quería. ¿La novela? ¿a quién demonios le importaba la novela en el Siglo de Oro? El teatro fue el género que Cervantes trató una y otra vez de asaltar sin demasiado éxito, eclipsado por ese “monstruo de la naturaleza” con el que tan mal acabó llevándose, llamado Lope de Vega.
   Así que no, amigos míos, ni la fama, ni la fortuna, ni la gloria, ni la inmortalidad, sirven para contentar a los seres humanos, porque siempre nos las apañamos para querer otras cosas, para querer, precisamente, la única cosa que no tenemos.

domingo, 21 de agosto de 2016

Deportistas y deportistos.

   Oficialmente hoy se clausuran los Juegos Olímpicos de Río 2016, aunque lo que realmente se clausura es el derecho de las mujeres deportistas a tener minutos de televisión y portadas de prensa. Resulta patética la cantidad de tinta que se está dedicando a buscar machismos debajo de los botones, mientras quienes cobran subvenciones por escribir semejantes cosas se tapan la cara para no ver el machismo en alta definición que aparece sobre las cincuenta y cinco pulgadas de sus televisores. Suele decirse que durante la mayor parte del año “deporte” significa “fútbol”, pero es mentira. “Deporte” significa “fútbol masculino”, porque hay poderosas ligas de fútbol femenino, que no merecen ni un segundo de atención mediática.
   Sí, ya me conozco la retahíla: las mujeres tienen menos masa muscular y, en consecuencia, las deportistas son menos veloces y saltan menos. Si de verdad se cree semejantes tonterías y es seguidor de algún equipo de fútbol de la parte media/baja de la tabla, me gustaría ver a su equipo enfrentado no ya contra la selección alemana o sueca, que sería injusto, sino contra las Portland Thorns o el equipo de Washington de la National Women Soccer League de los EEUU. O, mejor aún, me gustaría verle intentando encestar una canasta ante Brittney Griner o jugando de boya en un partido de waterpolo femenino. Griner ya ha lanzado el reto de jugar un una contra uno con DeMarcus Cousins, la emergente estrella de los Sacramento Kings. Sus compañeros de la NBA, acostumbrados a considerar sinónimos “mujer” y “juguete sexual”, se han reído de ella, pero yo, viendo cómo Pau Gasol, literalmente, a la pata coja, se merendó a Cousins, sería mucho más precavido. La Srta. Griner pertenece a la única competición femenina que uno puede seguir con cierta regularidad... pagando, claro, porque el deporte femenino no se puede conseguir ni pirateando. Llegará el día en que alguna de las que tan bien viven con las subvenciones que obtienen por hacer historia de ciencia de género decidirá rendir algún servicio a su supuesta causa y pondrá números a cuántos eventos deportivos femeninos pueden conseguirse en esa maravillosa plataforma de difusión de deportes minoritarios que es Rojadirecta. Y eso que estamos hablando de la WNBA que, salvo por la cantidad de tacones altos que hay en los banquillos, resulta comparable con cualquier liga nacional.
   Supongamos que, efectivamente, el razonamiento de los músculos es válido en el deporte. En la WNBA, hay equipos con entrenadores masculinos y femeninos, ¿cuántas entrenadoras hay en las competiciones masculinas de cualquier deporte? Muchas atletas tienen un entrenador, en bastantes casos, su marido o pareja. Resulta lógico, ¿no? Pero ¿por qué resulta lógico? ¿porque una mujer tiene siempre que tener un tutor? ¿Insisto, cuántos atletas, cuántos equipos masculinos, tienen una entrenadora? ¿Acaso se me va a argumentar que el músculo da conocimientos tácticos? “Es que no la respetarían”, se me dirá. Está muy bien, pero, ¿no se la respetaría porque los deportistas consideran que no se debe respetar a una mujer? ¿porque los aficionados al deporte y, particularmente, al fútbol, creen que no se debe respetar a las mujeres? ¿porque las mujeres no son respetables? ¿porque las mujeres no imponen respeto? ¿Hillary Clinton no impone respeto? ¿Angela Merkel no impone respeto? ¿Es más fácil para una mujer dirigir un país que entrenar un equipo o a un solo atleta? Si se ponen por ley cuotas de mujeres en los consejos de dirección de las empresas, en las listas electorales de los partidos políticos, ¿por qué no se ponen en los banquillos? ¿porque eso podría empezar de verdad a cambiar las mentalidades y lo que se quiere es seguir repartiendo subvenciones entre los/as amigotes/as sin cambiar nada?
   Soy lo suficientemente viejo como para conocerme muy bien el argumento de “no son lo bastante buenas”. Lo empleó Inglaterra para no participar en los primeros mundiales. Al fin y al cabo, habían inventado el fútbol, ¿quién podría hacerles sombra? Pues miren el historial de los mundiales y vean cuántos han conseguido ganar. Cuando Michael Jordan asombraba con sus vuelos, su equipo era declarado, año tras año, “campeón del mundo”. Después alguien tuvo la idea del trofeo McDonald́s y los equipos de la NBA comenzaron a venir por Europa como parte de su preparación. Al principio, no ocurrió nada distinto de lo que cabría esperar. Pero una tarde en París, el Joventut de Badalona le plantó cara a Los Angeles Lakers y Magic Johnson tuvo que sudar lo que no hay en los escritos para que su equipo ganase. Otros tomaron ejemplo y las derrotas de los equipos NBA comenzaron a hacerse habituales. Por aquel entonces a jugadores como Fernando Martín o Drazen Petrovic se los trataba en los EEUU como si fuesen tarados precisamente porque no tenían músculos suficientes para defender. Hoy vivimos la otra cara de la moneda y los equipos norteamericanos se pirran por fichar jugadores europeos. Pues bien, déjese a las mujeres competir con hombres de modo regular, permítaselas entrenar con ellos, formar parte de los equipos masculinos en igualdad de condiciones y ya veremos cuánto tarda en surgir la sorpresa. Con toda seguridad, tardará menos de lo que piensan. Esas mujeres deportistas, esas mujeres cuyos triunfos ningunean sus compañeros varones, esas mujeres cuyas marcas están tan lejanas de las masculinas, esas mujeres a las que se cuestiona que deban ganar lo mismo que los hombres, la mayoría de esas mujeres, han llegado ahí por estar hechas de una pasta mucho más dura que la de los machotes que se ríen de ellas. Tuvieron que aficionarse al deporte sin tener otro referente que no fuese un hombre, porque, probablemente, ni conocían el nombre de ninguna mujer que practicara su disciplina, no vamos a decir que pudieran encontrar un miserable póster que colgar en su habitación de alguna de ellas. Tuvieron que pelear con un entorno familiar que difícilmente entendería el deporte más que como una distracción de las labores que propiamente les correspondían. Tuvieron que escuchar bonitos epítetos como “marimacho” por dedicarse a algo que no se esperaba de ellas. Tuvieron que encontrar pareja en un entorno que sólo podía ser el deportivo, pues pocos hombres ajenos a ese círculo tolerarían tales aficiones. Y, a la vez, tuvieron que entrenar y competir como cualquier hombre. ¿De verdad me van a contar que merecen ganar menos dinero, tener menos atención mediática, recibir menos elogios por sus logros?
   No quisiera terminar sin lanzar una propuesta digna de un neomachista como yo. Las muy feministas miembras de la gobierna andaluza que cargan al presupuesto público un departamento de igualdad que lo único que hace es asegurarse de que en cada ley que se aprueba se diga “el/las”, “alumnos/as”, “mujeres/hombres”, etc. tal vez harían mejor en dedicar ese dinero a que nuestra televisión pública andaluza emitiera cada día de la semana un evento deportivo femenino. Con toda seguridad no acrecentaría demasiado el bochornoso agujero presupuestario que luce y si preocupa la posible caída en la audiencia que inicialmente provocaría, dudo mucho que pusiera en peligro el mayor logro que la caracteriza hasta ahora: ser la cadena más vista en los geriátricos.

domingo, 14 de agosto de 2016

Zulú.

   Todos tenemos una película que, aunque no la mencionaríamos como “favorita”, ni diríamos de ella que “es la mejor que he visto”, si nos la tropezamos, no podemos evitar quedarnos sentados viéndola, aunque ya nos la sepamos de memoria. La mía es Zulú, dirigida por Cy Endfield en 1964, con Stanley Baker y Michael Caine. “Basada en hechos reales”, cuenta con cierta fidelidad la escaramuza de Rorke’s Drift, en la que 150 soldados británicos defendieron un mísero enclave frente a más de 3.000 guerreros zulúes. Este enfrentamiento se produjo unas horas después del desastre de Isandhlawna en el que los británicos habían perdido alrededor de 2.000 hombres, entre muertos y prisioneros, en una de las peores derrotas de su ejército. 
   En enero de 1879, el gobierno de su graciosa majestad había decidido dar un escarmiento al rey zulú Cetshwayo, que parecía haberse tomado en serio su designio de encabezar un imperio. 16.800 soldados, Voluntarios de Natal y boéres en general, cruzaron el río Búfalo con intención de atacar a los zulúes. A principios del siglo XIX, bajo el reinado de Shaka, los zulúes se habían organizado militarmente y eran famosos por su disciplina y ferocidad en el combate. Exceptuando el armamento, se los podía considerar un ejército moderno para la época y extremadamente eficaz. De hecho, acogieron la invasión británica con enorme astucia. Una parte de sus hombres se dedicaron a jugar al ratón y al gato en una zona montañosa con la vanguardia del ejército británico, que incluía su artillería, mientras el grueso del ejército zulú (unos 22.000 hombres) los superaba por los flancos y caía sobre el campamento de retaguardia, prácticamente desguarnecido. El resultado fue la matanza de Isandhlawna, en la que los británicos perdieron armas, municiones, suministros y hombres, obligándoles a retirarse como buenamente pudieron a Eshowe, donde sufrirían un asedio de cuatro meses.
   Con los fusiles británicos, continuando una marcha que duraba ya seis días y sin haber comido en 48 horas, la misma mañana de la batalla de Isandhlawna, los regimientos zulúes uDloko, uThulwana e inDlu-yengwe se plantaron en Rorke’s Drift y aquí es donde comienza la película. Aunque es poco más que cine de clase B y aunque se trata de una película de acción, Cy Endfield no deja de subrayar que se trató de una batalla heroica e inútil, donde unos y otros combatieron con enorme valentía por nada. Ni la posición en sí misma tenía la menor relevancia estratégica ni para el ejército zulú representaba ningún peligro dejar tras de sí 150 soldados británicos, la mayor parte de los cuales estaba allí para construir un miserable puente. En un conciso diálogo, un soldado se pregunta por qué ellos, por qué les ha tocado morir a ellos y su sargento, un, como siempre, impresionante Nigel Green, le responde: “porque estamos aquí”. El heroico oficial al mando, John Chard (Stanley Baker en la película), tiene que escuchar cómo el médico le llama “carnicero” antes de curarle una herida. Aún más, en medio de todo lo que ocurre, hay hueco para narrarnos el enfrentamiento personal entre John Chard y Gonville Bromhead (un Michael Caine al que llegan a vérsele hasta los empastes de las muelas), militar de casta este último mientras el primero ha llegado al ejército para escapar de un entorno familiar humilde. Huelga decir que Cy Endfield estaba rodando en Gran Bretaña porque en 1951 había sido acusado de comunista por el Comité de Actividades Antiamericanas y su nombre se colocó en la lista negra de personas que no podrían seguir trabajando en Hollywood.
   La batalla se inició a las 16,00 del 22 de enero de 1879. Oleadas de zulúes armados con escudos y azagayas se lanzaron contra los británicos, mientras éstos, obedeciendo disciplinadamente las órdenes de sus superiores, abrían fuego contra ellos. Pronto los zulúes se dieron cuenta de que la cosa no iba a ser fácil y trataron de excavar la improvisada empalizada por debajo o saltarla apoyándose en los cuerpos de sus compañeros muertos. En varias ocasiones consiguieron penetrar en el perímetro defendido por los británicos, pero éstos, conservando la calma, lograron rechazarlos. Desde las estribaciones cercanas, los zulúes disparaban con los fusiles robados a los soldados muertos en Isandhlawna. El pequeño hospital del enclave se convirtió también en campo de batalla con soldados heridos y zulúes luchando en su interior hasta que se incendió. La noche del día 22, el perímetro defendido había quedado reducido al entorno del almacén. Después de diez horas de combate ininterrumpido, prácticamente todos los soldados británicos aún vivos estaban heridos de mayor o menor consideración. A partir de las cuatro de la mañana del día 23, los atacantes comenzaron a disminuir en número y hacia el amanecer, habían desaparecido. Sobre las siete, los británicos avistaron un nuevo contingente zulú, pero desaparecieron sin realizar ningún ataque. A las ocho, una columna del ejército inglés llegó a Rorke’s Drift, la batalla había terminado. 67 soldados británicos y más de 900 zulúes habían perdido la vida. 
   Se concedieron once cruces Victoria, el mayor número de tales condecoraciones, las más altas del ejército británico, concedidas a una sola acción. La batalla pasó a formar parte del imaginario popular de Gran Bretaña durante el siglo XIX. No obstante, malas lenguas aseguran que tal glorificación de algo que, hablando en términos militares, no pasó de ser una escaramuza, intentaba realmente ocultar la humillante derrota de Isandhlawna, que acabó por no tener mayor significado porque el rey zulú se limitó a una guerra defensiva y no quiso ir más allá de sus territorios históricos. Territorios que, por cierto, hubo de ver invadidos por segunda vez y, ahora sí, de modo definitivo. tras su derrota en julio de 1879.
   Los heroicos soldados de Rorke’s Drift, que tantos cuadros, medallas y alabanzas recibieron, fueron abandonados a su suerte, tuvieron que sobrevivir en aquel perdido punto de la provincia de Natal como pudieron durante semanas y alguno de ellos tuvo que regresar por sus propios medios a Gran Bretaña. John Chard, recibió, además de condecoraciones y el favor popular, la envidia de sus superiores. Murió de cáncer de laringe (era un impenitente fumador) en 1897. Seis años antes había muerto de fiebres en la India Gonville Bromhead, donde proseguía su carrera militar. La película sirvió para lanzar a la fama a un jovencito Michael Caine, que ya no dejaría de pasear su irónico perfil por lo mejor del cine británico de la época. En cuanto a Cy Endfield, dirigió cuatro películas más hasta retirarse en 1971 con Soldado universal (no, no es la de Van Damme), donde hacía un cameo, pero no volvió a alcanzar las cotas mostradas en Zulú.

domingo, 7 de agosto de 2016

Fotografiando cerebros (2 de 2, Frenología como iconografía).

   El problema, como decíamos, radica en que toda imagen resulta de un proceso de construcción y se construye bajo unos supuestos, contando con unos intereses y utilizando unas máquinas. Las máquinas que tenemos actualmente, alcanzan un límite de resolución de un milímetro cúbico, límite que se debe a la intensidad de la resonancia nuclear que se puede medir y a que el tiempo para llegar a obtener una señal de un espacio tan pequeño hace que los sujetos experimentales se desesperen. En un milímetro cúbico de nuestra materia gris hay varios millones de neuronas y varias decenas de miles de millones de sinapsis. La “localización” de la que ha hecho gala la ciencia hasta el momento ha consistido en algo así como si la intercepción de conversaciones telefónicas nos hubiesen permitido “localizar” una célula terrorista “en la comunidad de Madrid”. Si se trata de localizar un tumor, una lesión cerebral o un coágulo, realmente, tenemos más que de sobra. Nadie se va a morir porque le quiten medio milímetro cúbico de materia gris sana. Pero si queremos “localizar” las emociones, los sentimientos o la creatividad, lo logrado puede igualarse a absolutamente nada. Mientras nos reíamos de los medievales, de sus supersticiones acerca de las imágenes y de su pervivencia entre los cristianos ortodoxos, obtuvimos un sofisticado procedimiento para fabricar nuestros modernos iconos. Teníamos, en efecto, las imágenes ante nuestras narices, esas bonitas imágenes con colorines, esas minuciosas imágenes de nada, repetidas una y otra vez, hasta en 40.000 artículos, creando un corpus científico, una disciplina. ¿Cómo llegaron ahí, bajo nuestras narices? ¿cómo se las fabricó?
   En principio la cosa resulta muy fácil, obvia. Se toma un sujeto, se le asigna una tarea y se le realiza una resonancia mientras lo hace. Si hay áreas de su cerebro que necesitan más aporte sanguíneo que el resto, hemos encontrado lo que buscábamos. Ahora bien, para que hablemos de ciencia, resulta necesario que no lo hagamos únicamente con un sujeto, hay que hacerlo con muchos. Y aquí viene el problema, ¿dos sujetos diferentes tienen el mismo cerebro? Si hablamos de su estructura general, resulta obvio que sí. Pero si hablamos de su constitución milímetro cúbico a milímetro cúbico, parece evidente que no habrá dos cerebros exactamente iguales. Y si, como modernos frenólogos que somos, nuestro objetivo consiste en localizar cerebralmente tal o cual actividad, entonces nos hallamos ante un problema mayúsculo. Localizar esa actividad, ¿en qué cerebro? ¿en el cerebro de quién? Aún peor, se supone que hacemos ciencia, luego no puede tratarse del cerebro de nadie, debemos referirnos “al cerebro en general”, a un constructo que, en realidad, nadie posee. Cuando todo esto comenzó, en la década de los 90 del siglo pasado, no había datos que permitieran saber cómo se hallaba estructurado el cerebro medio de los seres humanos milímetro cúbico a milímetro cúbico, dado que esa, precisamente, constituía la tarea que se iba a emprender. Así que los modernos frenólogos “normalizaron” la superficie del cerebro en base no a datos empíricos sino a ciertos supuestos estadísticos y a ciertas creencias acerca de cómo funcionaba el cerebro, que facilitaban la labor. De modo que ya tenemos un cerebro modelo construido sobre toda una serie de decisiones en el que iban a localizar “científicamente” las diferentes funciones. Pero los problemas no habían terminado.
   Todos lo sabemos, rara vez hacemos una única cosa. Conducimos mientras recordamos la discusión con nuestro jefe, nos quedamos mirando los pechos de una chica mientras hacemos lo posible para que no se nos caiga la baba y nos concentramos en la lectura de un documento trascendental mientras recordamos la hora del partido del domingo. ¿Qué área del cerebro se lleva más sangre? ¿la del documento o la del partido? Nuevamente nos tropezamos con que, al comienzo del todo, no había datos que permitieran distinguir las aportaciones de sangre al cerebro que correspondían a la tarea asignada a los sujetos experimentales y aquellas que constituían mero “ruido”. Así que, una vez más, se recurrió a todo tipo de decisiones sobre supuestos estadísticos y de cómo funcionaba nuestro cerebro, que permitirían hacer “ciencia”. Lo que Eklund, Nichols y Knutsson han descubierto resulta extremadamente fácil, a saber, que el conjunto de decisiones adoptadas sobre las que se basan los programas más habitualmente utilizados para el mapeado cerebral, contienen errores. Una simple comparación con las amplias bases de datos de mediciones reales existentes al respecto muestran significativas divergencias, lo cual genera una catarata de errores en la creación de las imágenes. Todavía mejor, como subrayan Eklund, Nichols y Knutsson el núcleo de su trabajo consiste en comparar datos con teorías, por tanto, compartir datos resulta fundamental (algo que ya dejamos escrito por aquí). Afirmación ésta tanto más llamativa, cuando hablamos, supuestamente, de ciencia. Pues bien, en un muestreo realizado por ellos en 241 publicaciones (todas con notables diferencias entre lo que efectivamente mostraban y lo que se suponía que debían mostrar), los datos, los datos de las mediciones realmente efectuadas, brillaban por su ausencia, como viene siendo habitual en las publicaciones “científicas” de los últimos 50 años. Eso sí, apuesto a que tenían enormes fotografías con lindos colorines.
    ¿Creen que este artículo parará la catarata de ilustraciones de ese lugar de nuestro cerebro donde se halla lo que nos hace humanos? ¿Creen que Nature o Science comenzarán a pedir a los autores de sus artículos menos fotos y más tablas de mediciones? ¿Creen  que servirá para que algún filósofo comience a ejercer esa sospecha de la que tanto ha leído, sobre los telediarios, sobre los periódicos, sobre las imágenes, sobre la ciencia tal y como se halla constituida hoy día? ¿Creen que servirá para que deje de propagarse la especie de que “la ciencia cuenta la verdad”? ¿Creen que minará los cimientos de nuestra fe en los modernos iconos, en la moderna frenología? ¿Por qué no?

domingo, 31 de julio de 2016

Fotografiando cerebros (1 de 2, Ver para creer)

   No se puede realizar una caracterización correcta de nuestra época si no se entiende que vivimos en la era de la imagen. La imagen nos moldea, nos constituye, nos hace ser, pues la imagen, lejos de copiar, crea la realidad. La vieja cuestión que tantos ríos de tinta filosófica hizo fluir en el siglo XIX, la de qué relación guardaban representación y realidad, ha perdido su sentido desde el siglo XX. La imagen se identifica con la realidad, no hay realidad más allá de las imágenes ni imágenes que no configuren una cierta realidad. Si la representación podía merecer el calificativo de falsa en algunos casos, no existe criterio alguno para la falsedad de las imágenes o, dicho de otro modo, no hay imagen que pueda demostrar la falsedad de otra. Por eso, cuando se llamó al siglo XXI el siglo del cerebro, en realidad se quería decir que durante el siglo XXI obtendríamos imágenes del cerebro como jamás las tuvimos antes. Y cuando reduccionistas, naturalistas o como se los quiera llamar y sus adversarios se enzarzaron en disputas interminables acerca de si lo que llamamos “mente” se limitaba a un conjunto de procesos químicos que se producían dentro del cerebro o no, en el fondo, la disputa consistía en si podríamos algún día obtener una imagen de la conciencia o no. 
   El peligro de la imagen, la fuente de todos los males que produce en nosotros, la raíz de todos sus desvaríos, no procede de que la imagen pueda no corresponder con la realidad, pues, como decimos, para nosotros, no hay más realidad que la que produce la propia imagen. El peligro radica en que, bajo su apariencia naïv, bajo su aparente inmediatez, se nos entrega algo constituido y constituido por procesos e intereses que escapan al control de los individuos. La imagen resulta algo obvio porque se la ha fabricado para que así nos lo parezca y no porque en ella exista obviedad alguna.
   Esta semana ha aparecido en la prensa generalista una noticia que muestra bien a las claras lo que estamos diciendo.  En la década de los 90 del siglo pasado se pusieron a punto técnicas para lo que se ha llamado la creación de neuroimágenes. Hasta donde sabemos, las neuronas no acumulan glucosa, así que su funcionamiento depende del aporte de azúcar que pueda realizar la sangre. Seguir los puntos en donde el aporte de sangre resulta más significativo permitiría, por tanto, identificar las áreas del cerebro en funcionamiento para cada tarea. Teniendo en cuenta que diferentes dispositivos de resonancia magnética permiten la localización de los elementos químicos, resultaba bastante fácil crear imágenes del cerebro en funcionamiento. Como consecuencia, las revistas científicas se han ido plagando de imágenes que mostraban al cerebro haciendo esto o aquello, quiero decir, localizando las áreas encargadas de las emociones, los sentimientos, las opiniones políticas, etc. Ha nacido una nueva ciencia llamada neuromarketing, que estudia las áreas del cerebro que se activan ante la presencia de cada producto, cada forma de empaquetarlo, cada manera de anunciarlo. De soslayo, se dejaba caer que más pronto que tarde, en una de estas, nos encontraríamos aquí o allí el santo grial, que uno de estos días, las portadas de los periódicos mostrarían unos colorines sobre la fotografía de un cerebro y alguien podría poner una flechita diciendo: “ahí está la conciencia”. Se subrayaraba con ello la obviedad de que si para matar la mosca en nuestro escritorio basta con un aerosol tóxico, para acabar con la esquizofrenia situada sobre un cerebro cuyas áreas se iluminan de modo distinto al habitual, bastaría igualmente con algún aerosol o comprimido efervescente o, en definitiva, una pastillita que habría que tragarse... Y nos lo tragamos.
  En un artículo publicado el día 12 del presente mes de julio, Anders Eklund, Thomas E. Nichols y Hans Knutsson, han puesto de manifiesto que un número indeterminado de imágenes publicadas sobre las que se ha basado la localización de funciones cerebrales (y que bien podía incluir los 40.000 artículos “científicos” publicados en los últimos 20 años, dicho de otro modo, todas las neuroimágenes que conocemos) contienen errores. Si lo quieren en lenguaje corriente, podríamos decir que la localización de áreas cerebrales encargadas de esto o de aquello se ha realizado al azar. No me resisto a reproducir las palabras con que se abre el artículo en cuestión:
“Since its beginning more than 20 years ago, functional magnetic resonance imaging (fMRI) has become a popular tool for understanding the human brain, with some 40,000 published papers according to PubMed. Despite the popularity of fMRI as a tool for studying brain function, the statistical methods used have rarely been validated using real data. Validations have instead mainly been performed using simulated data, but it is obviously very hard to simulate the complex spatiotemporal noise that arises from a living human subject in an MR scanner”.