No se puede realizar una caracterización correcta de nuestra época si no se entiende que vivimos en la era de la imagen. La imagen nos moldea, nos constituye, nos hace ser, pues la imagen, lejos de copiar, crea la realidad. La vieja cuestión que tantos ríos de tinta filosófica hizo fluir en el siglo XIX, la de qué relación guardaban representación y realidad, ha perdido su sentido desde el siglo XX. La imagen se identifica con la realidad, no hay realidad más allá de las imágenes ni imágenes que no configuren una cierta realidad. Si la representación podía merecer el calificativo de falsa en algunos casos, no existe criterio alguno para la falsedad de las imágenes o, dicho de otro modo, no hay imagen que pueda demostrar la falsedad de otra. Por eso, cuando se llamó al siglo XXI el siglo del cerebro, en realidad se quería decir que durante el siglo XXI obtendríamos imágenes del cerebro como jamás las tuvimos antes. Y cuando reduccionistas, naturalistas o como se los quiera llamar y sus adversarios se enzarzaron en disputas interminables acerca de si lo que llamamos “mente” se limitaba a un conjunto de procesos químicos que se producían dentro del cerebro o no, en el fondo, la disputa consistía en si podríamos algún día obtener una imagen de la conciencia o no.
El peligro de la imagen, la fuente de todos los males que produce en nosotros, la raíz de todos sus desvaríos, no procede de que la imagen pueda no corresponder con la realidad, pues, como decimos, para nosotros, no hay más realidad que la que produce la propia imagen. El peligro radica en que, bajo su apariencia naïv, bajo su aparente inmediatez, se nos entrega algo constituido y constituido por procesos e intereses que escapan al control de los individuos. La imagen resulta algo obvio porque se la ha fabricado para que así nos lo parezca y no porque en ella exista obviedad alguna.
Esta semana ha aparecido en la prensa generalista una noticia que muestra bien a las claras lo que estamos diciendo. En la década de los 90 del siglo pasado se pusieron a punto técnicas para lo que se ha llamado la creación de neuroimágenes. Hasta donde sabemos, las neuronas no acumulan glucosa, así que su funcionamiento depende del aporte de azúcar que pueda realizar la sangre. Seguir los puntos en donde el aporte de sangre resulta más significativo permitiría, por tanto, identificar las áreas del cerebro en funcionamiento para cada tarea. Teniendo en cuenta que diferentes dispositivos de resonancia magnética permiten la localización de los elementos químicos, resultaba bastante fácil crear imágenes del cerebro en funcionamiento. Como consecuencia, las revistas científicas se han ido plagando de imágenes que mostraban al cerebro haciendo esto o aquello, quiero decir, localizando las áreas encargadas de las emociones, los sentimientos, las opiniones políticas, etc. Ha nacido una nueva ciencia llamada neuromarketing, que estudia las áreas del cerebro que se activan ante la presencia de cada producto, cada forma de empaquetarlo, cada manera de anunciarlo. De soslayo, se dejaba caer que más pronto que tarde, en una de estas, nos encontraríamos aquí o allí el santo grial, que uno de estos días, las portadas de los periódicos mostrarían unos colorines sobre la fotografía de un cerebro y alguien podría poner una flechita diciendo: “ahí está la conciencia”. Se subrayaraba con ello la obviedad de que si para matar la mosca en nuestro escritorio basta con un aerosol tóxico, para acabar con la esquizofrenia situada sobre un cerebro cuyas áreas se iluminan de modo distinto al habitual, bastaría igualmente con algún aerosol o comprimido efervescente o, en definitiva, una pastillita que habría que tragarse... Y nos lo tragamos.
En un artículo publicado el día 12 del presente mes de julio, Anders Eklund, Thomas E. Nichols y Hans Knutsson, han puesto de manifiesto que un número indeterminado de imágenes publicadas sobre las que se ha basado la localización de funciones cerebrales (y que bien podía incluir los 40.000 artículos “científicos” publicados en los últimos 20 años, dicho de otro modo, todas las neuroimágenes que conocemos) contienen errores. Si lo quieren en lenguaje corriente, podríamos decir que la localización de áreas cerebrales encargadas de esto o de aquello se ha realizado al azar. No me resisto a reproducir las palabras con que se abre el artículo en cuestión:
“Since its beginning more than 20 years ago, functional magnetic resonance imaging (fMRI) has become a popular tool for understanding the human brain, with some 40,000 published papers according to PubMed. Despite the popularity of fMRI as a tool for studying brain function, the statistical methods used have rarely been validated using real data. Validations have instead mainly been performed using simulated data, but it is obviously very hard to simulate the complex spatiotemporal noise that arises from a living human subject in an MR scanner”.
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