De la novia de mi amigo Pepe no podía decirse que fuese poco agraciada, era fea. De hecho, era fea, antipática y contrahecha. Sin embargo, como ella se encargaba de recordarle en cuanto había la menor ocasión, Pepe no fue su primer novio, tampoco el último. Platón debe figurar como el primero en dejar constancia de la existencia de fenómenos como la ex-novia de mi amigo Pepe. Decía Platón que no nos enamoramos de una persona, nos enamoramos de una idea, de un ideal que creemos descubrir en esa persona. Esa idea, ese ideal, trasciende su apariencia física o caracteriológica y nos impulsa a sacar lo mejor de todos nosotros. Platón lo expresa de un modo mucho más poético de lo que pueda hacerlo yo y queda muy hermoso. Me parece, no obstante, que la consecuencia resulta clara: nadie puede enamorarse de un ser humano de carne y hueso. La mujer de nuestras vidas no nos araña cuando se encuentra en esa maravillosa semana de cada mes y le dices “buenos días”. El príncipe azul no se hurga en la nariz mientras el semáforo permanece en rojo. El próximo lunes por la mañana, tal y como suene el despertador, hágase una fotografía y, a media tarde, cuando ya merezca el calificativo de persona, juzgue si realmente alguien puede enamorarse de eso. En realidad todos los sabemos. Durante la fase de seducción tratamos de ocultar los aspectos que juzgamos más criticables de nuestro cuerpo o nuestra personalidad. Incluso cuando afirmamos “yo quiero que me quieran tal y como soy”, pensamos que mejor mostramos algunas de las cosas que somos hoy y otras más adelante.
De los seres humanos reales, de estos pequeños seres egoístas y vanidosos, no hay manera de enamorarse. Tenemos que engañar y, sobre todo, engañarnos a nosotros mismos, forjarnos un ideal inexistente acerca de otra persona que nos lleve a quererla, que nos mueva, que nos arrebate. Y aquí viene una de las partes más divertidas del amor. Ese ideal, esa idea, no se encuentra en la otra persona. En ella, a lo sumo, hay trazas, algún rasgo que, vagamente, lo recuerda, un cierto aire de familia. Platón decía que ese ideal se hallaba en otro mundo, en el mundo de las ideas, de las cosas eternas y perfectas. Si renunciamos a creer en él, entonces el proceso del enamoramiento resulta mucho más claro. Porque, si abandonamos el platonismo, la única respuesta que nos queda, pasa por reconocer que ese ideal que creemos hallar en el otro, en realidad, nos pertenece en exclusiva. Nos enamoramos de la idea que tenemos de nosotros mismos y la proyectamos en otra persona. Esto explica lo de “la media naranja”, el “tenemos muchas cosas en común” o el tierno “tengo la sensación de conocerte desde siempre”. ¡Y tanto! Lo/a hemos visto cada mañana reflejado/a en el espejo. En común tenemos todas las cosas que pensamos que se hallan en nosotros. Y desde luego, si a la imagen de media naranja le hacemos una fotocopia, resultará difícil que no se parezca al original. Lo diré de un modo más fácil, nos enamoramos de una persona inventada, inventada por mi y que, por tanto, tiene los caracteres más hermosos de la humanidad, quiero decir, mis características.
Esta mentira, este engaño primordial, constituye un requisito imprescindible para que haya enamoramiento. Sin la forja de un ideal, sin la búsqueda de puntos comunes donde no los hay, sin el descubrimiento de un semejante en alguien que, realmente, se diferencia notablemente de nosotros, no hay enamoramiento posible. Y, sin embargo, en este punto de partida se halla ya contenido el punto final. Después de descubrir en el otro que “en el fondo” es igual que yo, después de crear un ideal que ni por asomo se parece a la persona real, después de proyectar la imagen que tenemos de nosotros mismos sobre el otro, después de eso, llegamos a la lógica conclusión de que hay que "sacar lo mejor" de nuestra pareja aunque ella no se halle interesada en tal esfuerzo, quiero decir, hay que destruir cualquier arista, cualquier asomo de divergencia, cualquier intento de alejarse de ese ideal que hemos descubierto en ella. No se trata ya de que el otro “en el fondo” se parezca a mí, es que hay que cambiarlo para que consiga serlo plenamente. Resulta divertidísimo ver (desde fuera) a ese hombre que babeaba con la ropa atrevida que vestía su actual esposa, regañándola para que no se ponga ropa atrevida. Y esa chica a la que todo el mundo advertía que su novio era un juerguista incorregible, ¿recuerdan? Pues ahora no para de abroncarle para que no se vaya de juega con sus amigotes. ¿Ven a esa chica llorando? Llora porque un seductor incorregible la sedujo y la dejó abandonada a las primeras de cambio, exactamente como ella le vio hacer con muchas otras. ¿Y el cuarentón que se volvió loco por una veinteañeras? Seguro que lo conocen. La dejó la semana pasada, no aguantaba más sus gustos musicales, su forma de hablar y a sus amigos/as... veinteañeros. ¿Enloquecemos todos? No, simplemente nos negamos a aceptar que el amor de verdad, el amor por un ser humano de carne y hueso, tal y como es, con sus legañas y sus mocos, su mal humor y sus malos olores, sus vicios, bajezas, miserias y grandezas, ese amor, muy pocos llegan a conocerlo alguna vez en sus vidas.