No soy muy amante de los análisis lingüísticos, me parecen una manera enrevesada de conducir a ninguna parte. Por lo general, un acuerdo en torno a las definiciones es un camino mucho más recto hacia el fin perseguido. Sin embargo, hay ocasiones en las que no se puede ir por esta vía porque, simplemente, el problema no está ahí. Lo que ocurre con el término “propiedad” es un ejemplo. Tenemos una curiosa tendencia a tratar cualquier cosa a la que podamos aplicar un posesivo como una posesión de hecho. A su vez las posesiones las confundimos con propiedades. Omitimos el adjetivo “privadas” porque va de suyo que toda propiedad es una propiedad de alguien. Y, para rematarlo, consideramos que cualquier propiedad (privada) es algo así como una característica añadida a un nombre y quedará inevitablemente prendida de él por toda la eternidad. Lo peor de todo es que estos son los usos habituales y da igual lo que la jurisprudencia o la Real Academia de la Lengua establezcan al respecto. Si, efectivamente, somos wittgenstenianos y hacemos del uso el criterio último del significado de los términos, el resultado no puede ser otro que las absurdas paradojas que constituyen nuestra noción de propiedad. Pero vayamos por partes.
Estamos acostumbrados a anteponer un posesivo a multitud de objetos que hemos intercambiado por dinero. Así tenemos mi casa, mi ropa y mi coche. Es algo muy simple que hemos aprendido desde pequeñitos. La moneda que intercambiábamos por una chuchería convertía a la golosina en mi chuche, cosa que le dejábamos claro a cualquier otro niño que viniese a babear nuestra golosina. Sin embargo, la cosa no es tan clara, también la moneda era mi moneda y ya no la tenemos. La manera de racionalizar esto es muy simple, decimos que la moneda era mía porque podía hacer con ella lo que deseara. Por tanto, simplemente, hemos cambiado de objeto de deseo. Ahora puedo hacer con mi chuche lo que desee. Pero esto es una racionalización, no un hecho. El modo de razonar que hemos adquirido consiste, por tanto, en que mi casa es mía porque puedo hacer en ella lo que quiera, mi ropa es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera y mi coche es mío porque puedo hacer con él lo que quiera. Llegados aquí ya no sabemos parar, así que proseguimos: mi vida es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera, mi dignidad es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera y mi mujer es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera... Todo lo cual es ridículo. Una cosa es tener razones para anteponer un posesivo a algo y otra cosa muy diferente es que eso convierta a ese algo en nuestra posesión. También mi primo es mío (y no del vecino del enfrente) sin que hayamos pretendido nunca hacer con él lo que queremos y mi hijo también es mío (y no del butanero) sin que pueda hacer con él lo que quiera (a partir de cierta edad). Aún más, aunque mi casa, mi ropa y mi coche sean míos, no puedo hacer con ellos lo que quiera. No puedo derribar mi casa y poner en ella una fábrica, ni puedo decidir un día que voy a dejar toda mi ropa en casa y traten Uds. de decirle al policía que como su coche es suyo, lo aparcan donde quieren. Utilizar un posesivo y poseer son cosas muy diferentes o, si lo quieren de otra manera, poseer no significa decidir qué se hace con algo.
Poseer, de hecho, tiene un claro índice temporal. Hay un matiz muy diferente en “yo poseo estas tierras” respecto de “estas tierras son de mi propiedad”. “Yo poseo estas tierras” parece implicar que yo las adquirí en un momento dado, por una vía u otra y que, por una vía u otra, dejaré de poseerlas más pronto o más tarde. Cuando hablamos de la propiedad de unas tierras, de la propiedad de una casa, de la propiedad de un negocio y, especialmente, del sacrosanto derecho a la propiedad privada, uno acaba creyéndose de verdad que tiene algo protegido por las leyes del universo y que, en todo caso, puede cambiar su naturaleza, pero no su valor. En realidad, lo único que está claro es, primero que nos hemos tragado una patraña y, segundo, que todas y cada una de nuestras propiedades dejarán de ser nuestras más pronto que tarde. Lo que realmente significa el derecho a la propiedad privada es: nada. Piense en un ejemplo muy simple. Ud. compra un coche. Lo saca del concesionario, nuevo, flamante. Lo aparca en su cochera. Ha recorrido 10 Kms. Trate de venderlo, perderá dinero. Su propiedad privada se ha visto reducida por el simple hecho de que el vendedor le entregó a Ud. las llaves de ese vehículo. El caso del coche es paradigmático, pero puede aplicarse prácticamente a cualquier cosa. Todo lo que cae bajo el concepto de propiedad privada pierde valor, simplemente, por podérsele aplicar esa noción y si no lo pierde de inmediato acaba por perderlo con el tiempo. Por supuesto el dinero lo hace, el proceso se llama inflación y conduce a que el paso del tiempo le hace tener cada día menos dinero. A veces la cosa es más drástica.
Pensamos habitualmente que por haber intercambiado un objeto cualquiera por nuestro dinero nos hemos asegurado su propiedad. Lo cierto es que no hemos procedido más que efectuar un desastroso contrato de alquiler. Si ha comprado un televisor, por ejemplo, ni podrá disfrutar de él todo el tiempo que quiera ni podrá hacer con él lo que quiera por mucho tiempo. Antes de que se dé cuenta, las cadenas estarán emitiendo en un formato que su televisor no puede reproducir o necesitará un decodificador o un reproductor que no se adapta a los enchufes que tiene o tendrá que hacer un desventajoso anexo a su contrato de compra porque el producto se estropea inmediatamente después de cumplir su garantía. Por supuesto que esa antigualla seguirá siendo suya, tendrá un bonito montón de chatarra con el que ya no puede hacer lo que quiere. A todos los efectos se ha producido una expropiación de su bien. En el caso de la ropa el proceso es aún más rápido, cada año, una serie de prendas de nuestros armarios nos son arrebatadas por el simple procedimiento de volverlas “pasadas de moda”.
Piénselo bien, ¿no sería mejor alquilar un coche que comprarlo? Podría tener un monovolumen de siete plazas el mes de vacaciones, un coche eléctrico el mes en que su trabajo le obliga a circular por la ciudad y un Ferrari el mes en que tiene que acudir a una fiesta de alto copete. Además podría olvidarse del engorro de lavarlo, hacerle pasar revisiones, preocuparse por las averías, etc. Quizás le suene raro hacer lo mismo con la ropa, pero, si un día le invitan a una fiesta en la que se exige etiqueta, ¿se comprará un carísimo esmoking o lo alquilará? ¿Por qué no hacer lo mismo con todo el resto de nuestra ropa? Podría ir a la última por un precio realmente escaso. Sin embargo, ninguna de estas posibilidades nos satisfacen tanto como el tener nuestras casas llenas de cosas que han quedado obsoletas, no en balde, desde pequeñitos hemos sido educados en la necesidad de poseer.
Piénselo bien, ¿no sería mejor alquilar un coche que comprarlo? Podría tener un monovolumen de siete plazas el mes de vacaciones, un coche eléctrico el mes en que su trabajo le obliga a circular por la ciudad y un Ferrari el mes en que tiene que acudir a una fiesta de alto copete. Además podría olvidarse del engorro de lavarlo, hacerle pasar revisiones, preocuparse por las averías, etc. Quizás le suene raro hacer lo mismo con la ropa, pero, si un día le invitan a una fiesta en la que se exige etiqueta, ¿se comprará un carísimo esmoking o lo alquilará? ¿Por qué no hacer lo mismo con todo el resto de nuestra ropa? Podría ir a la última por un precio realmente escaso. Sin embargo, ninguna de estas posibilidades nos satisfacen tanto como el tener nuestras casas llenas de cosas que han quedado obsoletas, no en balde, desde pequeñitos hemos sido educados en la necesidad de poseer.