Michel Foucault abría su Vigilar y castigar, con una pormenorizada descripción del modo en que fue ejecutado Robert François Damiens el 28 de marzo de 1757. Cierta profesora de facultad tuvo a bien leérnosla un día a primera hora de la mañana, justo cuando nuestro desayuno comenzaba a ser digerido. Creo recordar que hubo quien se salió de clase. No tendré yo el mal gusto de repetir lo que cuenta Foucault, que, además, lo cuenta mucho mejor de lo que yo podría reproducirlo. Baste decir que Damiens atentó contra Luis XV causándole heridas leves y que, a consecuencia de ello, fue juzgado sumariamente, condenado y ejecutado de un modo tan brutal como simbólico. Foucault lo pone como ejemplo del poder barroco, desmesurado, ostentoso, recargado de simbolismo. A partir de ese momento comienza una evolución que pretende hacerlo menos aparente, menos llamativo, menos puntual y lo lleva actuar de modo continuo, sin por ello perder su capacidad para doblegar voluntades, someter a las mayorías, homogeneizarnos a todos. Si el poder barroco se ejerce sobre los cuerpos, grabando a fuego las marcas de su dominio, el panóptico es ya una demostración de cómo, a través de los cuerpos, se puede ir más allá. El panóptico no deja trazas en los cuerpos sino en el aire, en la luz, en lo que se ve.
Los clásicos son clásicos porque, aunque estén alejados en el tiempo, siguen siendo actuales y Foucault lo es, el panóptico lo es, Vigilar y castigar lo es y mucho. A los asesinos en serie se les proporciona un abogado de oficio que los defiende con todas las garantías ante un tribunal. Los miembros de una banda terrorista gozan de juicios cubiertos por los medios de comunicación en los que hasta les es dado señalar con el dedo a sus jueces y amenazarlos. Pero si alguien atenta contra el poder, quiero decir, si alguien atenta realmente contra el poder, será perseguido sin piedad, encarcelado violando las más elementales normas del derecho penal, sentenciado de antemano, condenado a las más elevadas penas y cumplirá íntegramente su castigo si no acaba muriendo olvidado en el archivo de algún juzgado. Hoy podemos ver, (quiero decir, no ver, porque los medios de comunicación lo están ignorando bochornosamente) el juicio que se está celebrando contra el soldado Bradley E. Manning.
Manning “clavó un alfiler” (como dijo Voltaire de Damiens) en el costado del actual Luis XV, arrojó luz sobre el modo en que se hace política internacional, sobre los procedimientos reales del ejército de los EEUU en sus victoriosas guerras de liberación y documentó algunas de sus matanzas. Los apaños, los chanchullos, el compadreo generalizado con el imperio global, el modo absolutamente sistemático en que los Estados violan sus propias leyes, la más absoluta carencia de dignidad, de vergüenza, de respeto a los seres humanos por parte de gobernantes de todas las tendencias políticas, quedó plenamente al descubierto. Pudimos tener constancia de cómo ministerios de asuntos exteriores aconsejaban a las autoridades norteamericanas esperar a que determinado juez, fácilmente influenciable, estuviese de guardia para presentar sus demandas legales. Supimos cómo las máximas autoridades de la muy libre Europa miraban hacia otro lado cuando ciudadanos de sus respectivos países eran secuestrados, torturados y hechos desaparecer en cárceles secretas. Alcanzamos a entender hasta qué punto todo código jurídico, toda legislación, toda ley fundamental de una democracia es una pura tela de araña para atrapar a ciudadanos de a pie mientras quienes las tejen atraviesan sus huecos como el aire puro de la mañana. Nadie dimitió, ninguna estructura de poder, ningún organismo, ningún político, revisó sus protocolos habituales de actuación, ninguna nueva ley ha sido puesta en vigor para limpiar de una vez las podridas cañerías de nuestros supuestos Estados libres y democráticos. Eso sí, Manning fue detenido, mantenido durante meses en aislamiento absoluto sin que se formularan acusaciones contra él, sometido a una presión psicológica brutal y, finalmente juzgado, en una pantomima de procedimiento legal.
Ahora Edward Snowden se ha atrevido a clavar otro alfiler en el costado del nuevo monarca absoluto. Que llegue a ser detenido o no es indiferente, está condenado a vivir en un agujero, bien para esconderse, bien porque haya sido apresado. Son los nuevos Damiens, los regicidas frustrados contra los que el poder tiene que demostrar todo su exceso, toda su infinita gama de modos de tortura para escarmentarnos por adelantado a todos nosotros, los que todavía no hemos hecho nada por desmontarlo. De este modo espera mantenernos a raya. Pero para quienes están hartos de que se recorten sus libertades en nombre de la libertad, para quienes no toleran que haya gente por encima de la ley con objeto de mantener la ley, para quienes pretenden, un día, elegir entre posibilidades que no vengan impuestas por quienes saben que, sea cual sea la elección, ellos ganarán, Manning, Snowden, sólo pueden merecer el calificativo de héroes. Héroes que generan el imperativo moral de actuar como ellos, cada uno en la medida de sus posibilidades, hasta donde sienta que alcanza su compromiso. Porque, queridos amigos míos, se acerca el momento de cambiar algo para que todo cambie.
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