Hace unos años, la delegación del servicio de Sanidad Exterior en Sevilla estaba en la Avenida de la Raza, en unos pabellones prefabricados que le daban el triste aspecto de un dispensario de metadona. Me sorprendió encontrar allí unos cuatro o cinco hombres jóvenes, con los modos habituales de los barrios menos favorecidos de nuestra capital: largas y ensortijadas melenas de color azabache, gruesas cadenas de oro, pobreza léxica y riqueza de expresiones soeces. Para acabar de rematarlo, se oyeron, mediadas por intervalos, un par de carcajadas sonoras desde una de las consultas. Me sentí incómodo durante un rato, más por el hecho de que algo no encajaba allí (o ellos o yo o aquel escenario) que por temor. El caso es que mereció la pena. La consulta la atendía un señor mayor extremadamente simpático e inteligente. No tardó mucho en develar mi estupidez, había compartido sala de espera con uno de los muchos grupos flamencos que pasaban por allí camino de alguna remota embajada española donde amenizaban las fiestas de postín. En cuanto al tema de la visita, fue muy claro: desde un punto de vista sociosanitario, ir a la India o a otro país semejante, era como viajar a la España de hacía treinta años. Me acordé de sus palabras nada más parar en el primer restaurante de carretera saliendo de Nueva Delhi. Allí estaban la sillas de formica con patas a las que les faltaba un remate de goma que yo recordaba de los bares a los que iba con mis padres cuando era niño.
La India que yo vi era el país en el que comenzaba a hacerse notar una clase media loca por los coches japoneses, el aire acondicionado y los pequeños chalets unifamiliares. Se habían subido al carro de las nuevas tecnologías, pululaban los teléfonos de última generación (importados de China) y había cibercafés, literalmente, en cada esquina. En el paisaje podían apreciarse radicales edificios de arquitectura high-tech, sede de las empresas que estaban permitiendo crecer el PIB a un ritmo del 10% anual. Al lado de estos monstruos de cristal y acero, familias enteras vivían debajo de su única propiedad, un plástico, pululaban los tenderetes llenos de mugre, la circulación de novísimos coches japoneses se veía interrumpida por las vacas sagradas, las mujeres seguían llevando el sari tradicional como uniforme, había grupos de niños pidiendo allí donde iban los turistas, las calles conformadas por los chalets unifamiliares estaban sin asfaltar...
Uno se imagina que en países como Sudán, Kenia o Somalia la gente se comunica golpeando los troncos huecos de los árboles. Lo cierto es que en Jartum, los taxistas conducen con una mano mientras teclean en el Whatsapp con la otra, los Masái han añadido un bolsillo a su tradicional túnica roja para llevar el iPhone 5 y todo el que puede en Somalia se compra una camiseta del Barça porque siguen la liga española por satélite. Lo característico de los países en vías de desarrollo o del Tercer Mundo no es continuar viviendo en el siglo XVI, sino tener un pie en el siglo XVI y otro en el XXI. En cambio, cuando llegué a Alemania por primera vez, me sorprendió encontrar que los ordenadores de la universidad funcionaban todavía con disquetes de 8 pulgadas, en la época en que para los españoles el disquete de tres y medio era el estándar. Eso sí, había paneles en las paradas de autobuses que indicaban el punto exacto de la ruta en el que se hallaba el autobús de línea y cuánto tardaría en llegar. Con un simple sistema de código de barras, uno podía pedir los libros que quisiera en la biblioteca, se pasaba a recogerlos un rato después y en menos de dos minutos el trámite había terminado. Yo también alucinaba con todo aquello porque era algo impensable en la Sevilla que conocía.
Cada vez que surge la discusión de si España ha avanzado en los últimos treinta años o no, hay quien recuerda la cantidad de cosas que han cambiado y quien enumera la cantidad de cosas que siguen exactamente igual. Entonces se inicia la eterna discusión acerca de si el vaso está medio lleno o medio vacío. Yo, que soy lo suficientemente viejo como para haber visto todo lo que he visto, me acuerdo entonces de la India y de Alemania. En los países industrializados, en las potencias que año tras año están ahí, las cosas avanzan acompasadas. A lo mejor no hay cambios tan drásticos en diez años, pero en veinte, todo ha cambiado, simplemente, el vaso está lleno. Eso crea una sinergia por la que un euro invertido en cualquier cosa redunda en beneficio del todo, no hay desperdicios de dinero porque en algún lugar del sistema no se pueda aprovechar la novedad. Todo avanza, quizás no mucho, pero casi simultáneamente. Por eso, la propia polémica acerca de si el vaso está medio lleno o medio vacío me produce inquietud, denota que no estamos entre esos países. Está muy bien que tengamos AVE, el mayor número de líneas ADSL y el mayor número de móviles de Europa. Pero si sigue siendo imposible ir de Sevilla a Almería en tren, nadie sabe cuántas empresas públicas hay exactamente y seguimos teniendo los índices de lectura del franquismo, mucho me temo que continuamos estando más cerca de Africa que de Europa.
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