Kant separó entre el ámbito de la filosofía y el ámbito de la ciencia. Entre uno y otro ámbito sólo podía existir el abismo platónico. Todo el mundo aceptó esta separación a pesar de que creaba figuras incómodas, las de aquellos filósofos que contribuyeron a ambos campos, Pitágoras, Aristóteles, Descartes, Pascal, Leibniz... Resultaba imprescindible no entender su producción intelectual como la escarpada cuesta por la que se salía de la caverna platónica, ni como un puente de hielo sobre el abismo, no debían haber transitado de un ámbito a otro porque semejante tránsito, queda dicho, era imposible. En realidad, los escritos de estos filósofos debían entenderse como el poema de Parménides, separados en dos ámbitos, el ámbito del ser, que estudiarían los filósofos y el ámbito del no-ser que estudiarían los historiadores de la ciencia. Los científicos se ocupaban, en efecto, de algo menos elevado que el ser, de lo que no era, o no era durante mucho tiempo, de lo mudable y cambiante con el tiempo, de la nada, de la opinión. A los filósofos les correspondía, por contra el ámbito del ser, del ser eterno, aquel en el que todo había sido siempre y siempre sería. Este modo de plantear las cosas tuvo sus ventajas y sus inconvenientes. Entre sus ventajas cabe constatar, como ha hecho Ziauddin Sardar, que Occidente colonizó en el pasado y coloniza el presente, pero ha dejado el futuro libre para que los pueblos y las tradiciones no occidentales, como el Islam, (se) piensen de modo acolonial. Como inconveniente tenemos que la ciencia podía hacer predicción, la cual implica desvelar qué supuestos podían rechazarse y qué había que corregir para que las futuras predicciones se acercasen más a la realidad. La ciencia, por tanto, avanzó con paso firme y seguro, mientras la filosofía se estancó. Desde luego, cabía preguntarse si cuando Kant dijo que la filosofía no podía ser una ciencia, eso significaba que, abandonando la compulsión por decir lo que las cosas eran no se entraría, precisamente, en el camino de la cientificidad. Pero, aferrados al ser incluso con desesperación los filósofos se quedaron jugando con un solo juguete.
Hasta tal punto la filosofía se acostumbró a las anteojeras del ser que se consideró un extraordinario triunfo colocar a los ámbitos kantianos las etiquetas de “explicar” y “comprender”, afirmando que las ciencias empíricas explicaban y las humanas comprendían mientras las separaba el abismo de siempre. Incluso apareció un Hempel que nos convenció a todos de que predicción y explicación poseían una estructura común y que, por tanto, a las ciencias empíricas les pertenecía el discurso acerca del futuro y a las ciencias humanas sólo les podía corresponder la comprensión del pasado, de lo ya ocurrido, de todo aquello que no quedaba más remedio que tragarse, en todo caso, inventando coloridos y melifluos envoltorios para que produjera menos repugnancia engullirlos. Por entonces las consecuencias últimas de semejantes planteamientos se habían hecho evidentes: el futuro ya no le pertenecía a las ciencias humanas ni se hallaba en sus manos, ni sabían cómo habérselas con él, en resumen, las ciencias humanas en general y a la filosofía en particular, habían dejado de tener futuro. Los filósofos inventaron todo tipo de excusas para ocultar su activa colaboración en lo ocurrido. Hablaron de la traición del proyecto ilustrado, de la alienación maquínica, del modo en que los científicos habían vendido los valores eternos, de la racionalidad instrumental... Cada excusa ayudaba a que los vastos territorios de la filosofía se acotaran, se parcelaran y se repartieran entre colonos recién llegados con mayor fruición, pues el problema subyacente, la absoluta miopía filosófica, no hacía más que agravarse. Resulta hilarante ver a los filósofos reclamando su derecho a un futuro en el que se negaron a pensar, de unas generaciones por venir a las que caracterizan con los mismos rasgos que los jóvenes atenienses con los que habló Sócrates, erigiéndose en los guardianes de una philosophia perennis a la que llevan décadas tachando de caduca.
¿Cuántos de entre ellos señalaron con el dedo todo lo que media entre la predicción y el quedarse esperando lo que suceda? ¿Cuántos denunciaron que la historia de cómo las ciencias nacieron, una a una, del saber único al que se designaba como “filosofía” refutaba sin paliativos la separación en ámbitos kantiana? ¿Qué honradez intelectual puede adornar a un filósofo que se etiqueta a sí mismo como “cristiano”, “nietzscheano” o “marxista” y, sin embargo, renuncia a describir el futuro? Platón nos entregó un pormenorizado catálogo de los tipos degenerados de hombres y de los correspondientes tipos degenerados de regímenes políticos que habrían de nacer tras la desaparición de la república ideal. Nietzsche, más preocupado por lo primero que por lo segundo, lo plagió descaradamente advirtiéndonos que esos hombrecillos proliferarían después de que hubiésemos asesinado a Dios con Twitter y Facebook. Los filósofos cristianos y Karl Marx dedicaron largas deliberaciones al Apocalipsis y a la llegada del reino celestial sin clases. Adorno nos advirtió en los años cuarenta de los anuncios en gran formato que ocuparían en su totalidad las pantallas de nuestros cines. El propio Kant, con su deshonestidad habitual, entregó la predicción exclusivamente a la ciencia mientras predecía los rasgos característicos de toda metafísica del porvenir. Leibniz parió el maravilloso concepto de los mundos posibles, a la vez que afirmaba que, para crearlos, se necesitaba la omnipotencia divina. Sin embargo, los economistas crean mundos posibles pese a no poseer la omnipotencia divina como lo demuestra el hecho de que no aciertan ni por equivocación. También los analistas de inteligencia crean mundos posibles, los llaman “escenarios” y han encontrado empleo por doquier, entre otros sectores, en el mundo empresarial, que no sólo fabrica mundos posibles sino que nos los venden a buen precio en forma de seguridad. Los sociólogos pueden anticipar el comportamiento de los grupos humanos y hasta los psicólogos preludiaron las tasas de refuerzo necesarias para que un trabajador rinda más observando cómo las ratas pulsan palanquitas que les evitaban descargas eléctricas. ¿Alguien llamaría a todo eso “predicción”? ¿”quedarse esperando lo que suceda”? ¿”abismo platónico entre la explicación y la comprensión”?
Incapaz de construir descripciones de mundos posibles, la filosofía rastrea, ávida, todo género de creaciones culturales para encontrar alguna a la que vampirizar cada gota de futuro contenida en ella. Sin más criterio que los gustos personales, con metodologías que sólo les permitan hablar de la tradición pasada, de los actos de conciencia ya vividos o de los procesos presentes para llegar a acuerdos, el filósofo ansía hendir sus colmillos en las venas de los circuitos literarios o filmográficos, agenciándose de futuros que no le pertenecen. Acepta infectarse con los virus de intereses ajenos, convivir con bacterias industriales, transmitir, en definitiva, vectores de enfermedad y muerte, escondidos entre sus hermosas palabras, cualquier cosa a cambio de creer que se ha anticipado unos segundos a la inevitabilidad de lo que ya pasó. “Filosofía del acontecimiento” llamaron a este abyecto parasitismo.
Definir a la filosofía como aquella disciplina cuyos practicantes o atinan a separar en ámbitos sus términos o ya no saben cómo resolverlos y definirla como aquella disciplina que necesita robar los mundos posibles que otras han construido resultan dos definiciones equivalentes. ¿Cuándo tendrán los filósofos valor para crear sus propios mundos posibles, sus propios escenarios, sus propias anticipaciones de lo que ocurrirá, las corregirán cuando se equivoquen y aprenderán de sus errores para mejorar la próxima vez? ¿cuándo se enterarán los filósofos de que entre la predicción y el quedarse esperando lo que acontezca existen multitud de cosas, entre ellas una llamada prospección? ¿cuándo dejarán de exclamar con espanto "eso es imposible"?