Para mantener la ortodoxia doctrinal, los filósofos se contaron unos a otros la historia de que su disciplina nació cuando se produjo la separación entre el ámbito del mito y el ámbito de logos. Ni el agua, ni el aire, ni el fuego, ni la historia de Er el pánfilo, ni el carro alado, ni el cristianismo, ni el carácter emancipador de la psicología y ni siquiera la existencia de un cerebro en un cubo, merecían el calificativo de mito ninguno de ellos. Había que repetir machaconamente que todos estos relatos ficticios tenían su origen en la misma racionalidad lógica que el teorema de Gödel, porque, de lo contrario, alguien hubiese podido pensar la historia de la filosofía en términos de evolución temporal, o de formación de regiones o de cómo mito y filosofía se imbricaban complejamente en términos de micro y macrosistema y la obsesión por separarlo todo en ámbitos se hubiese difuminado como por ensalmo. Pero no bastaba. Había que irles colocando las anteojeras a los jóvenes cachorros conforme llegasen a este mundo.
No sólo la filosofía nació como un ámbito separado por completo de los mitos, la propia historia de la filosofía se contó en períodos que evitasen cualquier idea de una peligrosa continuidad temporal, desde la filosofía griega a la contemporánea, pasando por la medieval y la moderna. Ciertamente, esta división causaba ciertas anomalías y del mismo modo que Platón tuvo que insertar el alma irascible entre la concupiscible, netamente corporal, y la racional, netamente espiritual; del mismo modo que Kant tuvo que insertar el esquematismo trascendental entre las intuiciones y los conceptos; del mismo modo hubo que multiplicar las separaciones para disimular las evidentes aristas de tan artero modo de entender la historia. Se le dio así un toque elegante, muy “esquemático”, por lo demás, a goznes como “el período helenístico” o “la filosofía renacentista”. Pero ni de esa manera se pudieron evitar chirridos. Parménides, Zenón, Anaxágoras y Empédocles quedaron encuadrados en la filosofía previa a su contemporáneo Sócrates. A San Agustín de Hipona se lo desconectó por completo de lo sucedido con su coetánea Hipatia de Alejandría. Pocos, si acaso alguien, piensa en Schelling haciendo filosofía tras la muerte de Hegel y de Schleiermacher. Pero el mismo peligro reaparecería con los filósofos individuales. A los futuros ocupantes de cátedras se les afiló las uñas aprendiendo a establecer separaciones entre diferentes “etapas” en la vida de cada autor concreto. Como no existe dato paleográfico alguno que nos permita secuenciar los escritos de Platón, ¿por qué no separarlos en ocho períodos? Kant se pasó diez años reflexionando sobre los problemas que acabarían conformado la Crítica de la razón pura y después se la dictó al tipografista de la imprenta porque no nos ha llegado manuscrito preparatorio alguno de la misma. Se llama “período crítico” a una invención nacida de la absoluta falta de evidencia textual de cuándo debe considerárselo comenzado. Wittgenstein mismo alcanzó el Olimpo dos veces, una antes de que se le apareciese la Virgen de las Soledades Heladas y otra después. Entre un período y otro de las obras de Platón, de Kant, de Wittgenstein, de cualquiera, el jorismos de siempre, pues cada libro nace no de la maduración prolongada a lo largo de horas y días, de las correcciones sucesivas, de las añadiduras y las tachaduras, en definitiva, de separaciones espaciales, temporales y de micro y macrosistema, sino de salto de rana en salto de rana, creando tantos ámbitos separados como huellas de anuro en el barro. Cierto, algunos pupilos avezados han ido descubriendo que había más verdad en hallar una evolución continua, en ver cómo el conjunto de las páginas con una misma rúbrica se ensamblaban en forma de un sistema vital, han detectado, en fin, el continuo que hilvanaba los diferentes volúmenes de eso que se ha dado en llamar “una obra”. A todos ellos se les ha tratado igual que a los poetas en la República de Platón. Se celebró con entusiasmo su ingenio, se colocó una hermosa guirnalda de flores en sus cabezas, se les dio palmaditas en la espalda y se los acompañó amablemente a la puerta de atrás de la Academia, para que fuesen a ganarse la vida en otra parte. Indaguen atentamente la bibliografía de quienes ocupan plazas en las universidades del mundo. Por cada uno que viene peleando por mostrar la continuidad en el desarrollo de las ideas de un filósofo podrán encontrar diez que han alcanzado fama, fortuna y gloria distinguiendo “etapas”, “períodos”, ámbitos en definitiva, cada vez más minúsculos, dentro de ellas. “Brillante” se llama en el mundo de la filosofía a quien ha conseguido malinterpretar los textos para que den cabida a una nueva e insignificante miniseparación en la que distinguir, otra vez, dos microambititos intermediados por su nanoabismo. A la demostración de que una misma problemática subyace a textos dispersos a lo largo de setenta años se la califica de “interesante” y si tal demostración aduce hechos sacados de otras ramas del saber, de “fascinante”, que viene a significar: “¿estás loco? ¿quieres que nos echen de la Academia?”
Si a un filósofo se le plantea el problema de qué hacer con el tren de aterrizaje de un avión a reacción, fácilmente responderá que, en un mundo ideal, esos aviones deberían volar con él, pero que, en este mundo sensible, todo el que se monte en uno de ellos debe tener claro que se condena a una catástrofe cierta, pues ninguno puede llevarlo. Si a un filósofo se le plantea el problema de cómo ahuyentar a los pájaros de los aeropuertos, responderá que, en un aeropuerto ideal, no habría pájaros, pero que en los aeropuertos de este mundo, tiene que haber águilas reales cazándolos, aunque tales aves de presa condenen a estrellarse a los pocos aviones que hubiesen escapado de la catástrofe que representa aterrizar o despegar sin tren de aterrizaje. Si a un filósofo se le plantea el problema de cómo lograr algo sólido y flexible a la vez, responderá que, en el mundo ideal, las bicicletas llevan un hilo para transmitir el pedaleo, pero que, en el mundo sensible, no hay más remedio que sustituir sus hebras por mármol, aunque eso haga preferible montar en un avión sin tren de aterrizaje y con águilas reales volando a su alrededor que dar un par de pedaladas. ¿Qué otra cosa cabe esperar de alguien a quien se ha formado en la idea de que un problema sólo se puede solucionar separando sus términos en ámbitos o por condiciones?
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