domingo, 27 de febrero de 2022
Guerra en Europa.
domingo, 20 de febrero de 2022
Enfermos como nuestros ríos.
Cuando escribí Enfermos como Ud. El dispositivo farmacológico de Foucault al coaching de salud, busqué, sin encontrarlos, estudios medianamente serios sobre el rastro ecológico que dejan los medicamentos que ingerimos habitualmente. Sólo pude hallar un par de informes, curiosamente autocomplacientes, que cifraban todo el peligro en haber conseguido que los pececitos abandonaran la binariedad de género. El próximo martes, los Proceedings of the National Academy of Science of the United States of America, publicará "Pharmaceutical pollution of the world's rivers" firmado por un equipo internacional que encabeza John L. Wilkinson de la Universidad de York. Se trata de uno de los estudios más amplios llevados a cabo hasta el momento. Analiza el agua de 258 ríos de 137 regiones geográficas de todo el mundo a la búsqueda de 61 principios activos característicos de la medicina y de nuestros estilos de vida. Hay dos modos fundamentales en que estos principios activos llegan al agua de los ríos, el vertido incontrolado de las empresas fabricantes y la metabolización por parte de quienes los ingieren. En teoría, todo medicamento que se aprueba requiere un análisis del impacto ecológico que supondría su liberación en el medio ambiente, pero, dado el desconocimiento que existe sobre los efectos reales que tienen cuando esto ocurre, las cifras límite se han elaborado más atendiendo a los intereses de la industria que a los peligros reales. Nuestras depuradoras no se diseñaron para eliminar estos residuos, de modo que acaban circulando libremente por las aguas que corren por los ríos.
Los resultados del estudio no dejan lugar a muchas dudas. La totalidad de los ríos presentan contaminación por un par de decenas de fármacos y una cuarta parte de los mismos se hallaban por encima de los parámetros de control. En más de la mitad de los casos esa contaminación hacía referencia a la metformina, carbamazepina y cafeína. La metformina se presenta habitualmente en los productos médicos como clorhidrato de metformina. Se trata del tratamiento oral característico para la diabetes mellitus de tipo 2. El cansancio, la debilidad y los dolores de estómago figuran entre sus efectos secundarios más habituales. La carbamazepina se ha convertido en uno de los medicamentos "mágicos" de los últimos tiempos. Se aprobó inicialmente para el tratamiento de las convulsiones producidas por la epilepsia. El mercado de la epilepsia no daba para mucho porque el porcentaje de epilépticos en la población se mantiene más o menos estable en torno a los 50 casos por cada 100.000 habitantes año tras año. Sin embargo, el número de trastornos bipolares sube como la espuma de modo paralelo al diagnóstico de TDAH, de hecho, la mayor parte de nuevos diagnósticos de bipolaridad en jóvenes procede de quienes han pasado por la medicación habitual para el TDAH. En consecuencia, las empresas farmacéuticas lograron la aprobación de la carbamazepina y sus derivados “más modernos y eficaces” para el tratamiento del trastorno bipolar como "neuroestabilizante". Desgraciadamente esa "estabilización" de las neuronas también suele producir dolor de cabeza, somnolencia y mareos. La cafeína, por su parte, constituye una sustancia asociada al estilo de vida, presente en buen número de refrescos, además de la procedente del propio café.
El estudio hace referencia a la presencia muy extendida de contaminación de las aguas por fluoxetina, sin pararse a valorar semejante hecho. Recordemos, la fluoxetina, por sí misma, constituyó toda una revolución farmacológica cuando se presentó como sustancia capaz de “regular los niveles de neurotransmisores del cerebro” o, más popularmente, como “pastilla de la felicidad” bajo la marca registrada Prozac. Cambió el estilo de vida de una generación y la forma en que la gente se pensaba a sí misma y a su cerebro, hasta que el aumento de las tasas de suicidio entre sus consumidores encendió una luz roja que debería haber centelleado desde la época de sus estudios clínicos. La puesta en retirada del machismo imperante y la visibilización de los problemas de la mujer, ha permitido que se vuelva a prescribir sin rubor, esta vez para aliviar los síntomas premenstruales. Su presencia en las aguas de nuestros ríos muestra o bien su permanencia en el medio ambiente mucho después de que su uso haya decrecido o bien el consumo abusivo de una sustancia cuyos peligros se han documentado amplísimamente.
Al menos otras 14 sustancias pudieron detectarse con diversas concentraciones en los ríos de todos los continentes. La lista incluye hipotensores, antihistamínicos, antidepresivos, anticonvulsionantes, anestésicos, anti-inflamatorios, benzodiacepinas, paracetamol y antibióticos. En la lista proporcionada por los autores faltan notables ejemplos de todas estas familias. Se supone que el cuerpo humano los ha absorbido al punto de generar metabolitos que sí pueden encontrarse en las aguas y de cuyo impacto ambiental se conoce todavía menos. Podemos decirlo a la inversa, todo lo presente en el agua debe entenderse como no (o no plenamente) metabolizado por nuestros organismos o, si quiere que lo diga de modo más claro, la mayor parte de estas sustancias se hallan en el agua porque las hemos ingerido en cantidades tan disparatadas que nuestro organismo las excreta sin usarlas.
Los ríos más afectados por esta contaminación pertenecen a países en vías de desarrollo, en los que la depuración de las aguas no alcanza la extensión de los más avanzados, pero el crecimiento en los niveles de bienestar de la población ha generado ya una importante medicalización de la misma o bien el traslado hasta ellos de la industria dedicada a la manufactura de dichos productos. La muestra más contaminada que cita el estudio procedía de Lahore, en Pakistán, aunque lugar de honor ocupan también La Paz (Bolivia) y Addis Abeba (Etiopía). Esa cosa que pasa por Madrid y que los madrileños aseguran que lleva agua, el Manzanares, encabeza la lista europea aunque, como digo, hasta las muestras extraídas en la Antártida presentaban contaminación más bien notable.
Por supuesto, la existencia en el agua de los ríos de determinadas sustancias significa, ni más ni menos, que su presencia en nuestra cadena alimenticia. No existe estudio alguno de los efectos en el organismo humano de una medicación constante, desde antes del nacimiento, aunque se trate de pequeñas cantidades. No existe estudio alguno de los efectos en el organismo humano de una polimedicación constante, desde antes del nacimiento, aunque se trate de pequeñas cantidades. No existe estudio alguno de los efectos en el cerebro humano de la ingesta regular, desde antes del nacimiento, de sustancias antagónicas, tales como los “neuroestabilizadores” y la cafeína o la nicotina. Incluso si supusiéramos que todo eso contribuye a fortalecernos, a hacernos mucho más sanos que la generación de nuestros abuelos y que no provoca todo tipo de trastornos además de “nuevas enfermedades” o lo que la industria detecta como tal, queda en estos datos un inquietante indicio del tamaño de la bomba de relojería que venimos fabricando. Un medio ambiente empapado de antibióticos en cantidades extremadamente pequeñas garantiza, inevitablemente, la aparición de agentes patógenos resistentes a todos ellos. Ahora ya podemos entender qué ha hecho nacer la nueva generación de bacterias superresistentes y que, desde luego, la culpa no la tiene ese “uso excesivo” de antibióticos del que las compañías farmacéuticas, a las que nunca les interesó demasiado fabricarlos, han tratado de convencernos.
domingo, 13 de febrero de 2022
De escarabajos y sueños.
En el parágrafo 293 de las Investigaciones filosóficas aparece el famoso experimento mental de Wittgenstein sobre los escarabajos. Imaginemos, dice Wittgenstein, una tribu en la que cada miembro tiene una cajita con un contenido al que suelen llamar “escarabajo”. Las reglas del pudor de la tribu implican que nadie puede mirar en la caja de otro, por lo que el único modo que tiene cada miembro de la tribu de saber a qué puede llamarse “escarabajo” pasa, única y exclusivamente, por lo que hay en su caja. Aunque en la palabra “escarabajo” reconocemos el nombre de un insecto, en el juego del lenguaje de esa tribu, no existe el efecto de designación que solemos apreciar en dicha palabra cuando la utilizamos nosotros porque bien podría ocurrir que en la caja de algunos de los miembros de esa tribu hubiese hormigas, serpientes o, simplemente, nada. El contenido de la caja, concluye Wittgenstein, resulta por tanto irrelevante para el uso de la palabra que se hace en su lenguaje. Ahora sólo tenemos que generalizar dicha conclusión, las sensaciones subjetivas de cada uno de nosotros, la intimidad de nuestras conciencias, cualquier supuesto “lenguaje privado” que las describa, carece por completo de relevancia a la hora de entender el lenguaje. “Lenguaje” implica, única y exclusivamente, algo que, como la moneda, puede intercambiarse a la luz pública en un mercado y todo lo significativo, quiero decir, cualquier significado, se reduce a los acuerdos que permiten dicho intercambio.
Wittgenstein se cercioró de la inevitabilidad de sus conclusiones anclando en la mente de todos que “escarabajo” quería decir “dolor” y que el dolor no puede explicarse por el modelo de “objeto y designación” habitualmente utilizado. “Dolor” a todos los efectos implica la realización de una serie de comportamientos públicamente observables y reconocibles como “dolor”. El fenómeno del dolor se agota en esa manifestación pública, en el uso que se hace de este término. Por vergonzante que pueda parecer, la totalidad de filósofos vigesimicos siguieron cual rebaño de borregos a su apóstol sin reparar en su truco de mal trilero. En efecto, ¿por qué identificar a esos “escarabajos” con el dolor? ¿en serio alguien ha experimentado alguna vez su dolor como algo que sucedía “en una caja”? ¿no existe otro análogo mejor para ese escarabajo? Intentemos hallar un sustitutivo mejor. Debe tratarse de algo que nadie más que cada uno de sus dueños pueda mirar, que no se muestra a los demás, que todos sabemos en qué consiste aunque no haya una situación en la que “abramos nuestra cajita”, que designamos con un nombre, que puede presentar múltiples formas y que, simplemente, puede no hallarse “en la caja”. ¿No acabamos de describir nuestra vida onírica? ¿Acaso alguien más puede contemplar su contenido? ¿acaso podemos contemplar el contenido de los sueños de otra persona? ¿acaso podemos saber si verdaderamente otra persona sueña como lo hacemos nosotros? ¿soñamos siempre o, aún peor, existen los sueños no recordados? Apliquemos ahora lo que dice Wittgenstein a propósito de sus escarabajos. Los sueños, de acuerdo con Wittgenstein, carecen por completo de significado a menos que los narremos en un lenguaje público. En esa manifestación pública, nuestro sueño adquiere su significado y lo hace porque existen reglas convencionales que permiten adjudicar ese significado al sueño. Si un sueño no se hace público, no existe o, al menos, carece de cualquier relevancia. Un compañero de carrera me contó una vez que había soñado con las oposiciones al cuerpo de profesores de secundaria y las oposiciones consistían en una piscina donde tiraban a los opositores y éstos se iban ahogando. Según Wittgenstein, en el momento en que me lo contó y sólo en el momento en que me lo contó, este sueño adquirió el significado del agobio y la angustia implicados en prepararse unas oposiciones. Antes de contármelo, mi compañero de carrera no podía conocer el significado de ese sueño, aún más, dicho sueño ni siquiera existía o ni siquiera tenía relevancia para su vida. Como tal, el sueño en sí, carecía de cualquier cosa merecedora de que se le aplicase el término “significado” porque todo lo relevante se reduce a lo que se conforma con las reglas comunes aprobadas por convención. ¿De verdad carecen de relevancia los sueños si no se verbalizan públicamente? ¿De verdad afrontamos con el mismo temple los días en que hemos tenido pesadillas que los días en los que hemos tenido sueños felices? ¿De verdad miramos igual a la cara a esa persona con la que hemos tenido un inesperado sueño erótico? ¿De verdad que nada tan público como la ciencia ha surgido de la experiencia íntima de un sueño? Las respuestas de Wittgenstein resultan extravagantes entre otras cosas, porque con indiferencia de a qué cultura hagamos referencia y a qué época, una constante de las vivencias humanas consiste en asumir que los sueños constituyen un lenguaje, un lenguaje a través del cual recibimos mensajes de los dioses, los antepasados, el inconsciente o los mecanismos de archivado de los recuerdos. Un lenguaje, definitiva y absolutamente, privado. Por sorprendente que pueda parecer, esta observación tan trivial mete a cualquier wittgensteniano en un brete, porque, para demostrar lo erróneo de semejante creencia, habríamos de recurrir a una definición general de qué entendemos por lenguaje. Pero, si hubiese una definición general de lenguaje, podría haberla también de sus términos, por ejemplo, del significado general de cada palabra y la teoría del uso y desuso caería por su propio peso. Por tanto, tenemos, por un lado, a buena parte de la humanidad convencida de que los sueños constituyen un cierto tipo de lenguaje y, por otra, a los filósofos del lenguaje diciendo que eso debe considerarse un error porque sus libros sagrados prohíben la existencia de lenguajes privados. La única salida consistiría en aludir a los reiterados fracasos para encontrar la manera en que surgen los sueños. Pero, claro, entonces, por contraste, habría que sacar a la luz el oscuro secreto que tanto tiempo llevan tratando de ocultar los esbirros de la filosofía del lenguaje vigesimica: que no hay por qué medir todas las relaciones humanas con las reglas del mercado; que si nos empeñamos en convertir la metáfora de las palabras como monedas en un modelo explicativo, entonces habrá que dejar claro, de una vez por todas, lo que Victor Klemperer testimonió, que detrás de cada nuevo uso de las palabras, como detrás de cada nueva impresión de billetes, se encuentra siempre la planificada estrategia de un poder establecido.
domingo, 6 de febrero de 2022
La decadencia de Occidente.
En 1918, Ostwald Spengler publicó la que, para su fortuna, se ha convertido en la obra por la que se le recuerda, Der Untergang des Abendlandes. Si, como propuse una vez, los libros se clasificaran por un coeficiente entre el número de citas y el número de lecturas, éste, probablemente, figuraría a la cabeza de dicho ranking. Se lo ha citado hasta la saciedad, pero dudo muchísimo que todos los que lo han hecho se hayan leído algo más que la introducción de este mamotreto de más de 500 alucinógenas páginas en las que se amalgaman explosivamente Hegel y Nietzsche. Spengler, sin nada que recuerde algún criterio fiable, va metiendo las culturas, los períodos históricos, las etapas de cada período y los momentos de cada etapa en floridas categorías creadas ad hoc y, a estos cajones de sastre, se los hace girar en el tiovivo del eterno retorno para acabar proponiendo que el estado de cada cultura corresponde a una etapa por la que todas tienen que pasar una y otra vez, pues, aquí viene el fantástico Mediterráneo descubierto por Spengler, las civilizaciones, como los seres vivos, nacen, maduran y mueren. El motor de semejante transformación resulta tan vaporoso como la voluntad de poder, las razones últimas de por qué tiene que haber semejante ordenación y no cualquier otra, posee la misma solidez que las que se aportan para explicar los triunfos deportivos, las predicciones que destilan las ideas de Spengler se convierten en certeras por la misma razón por la que "Los Simpsons" aciertan siempre y, por supuesto, la clave de todo, no se toca por ni por asomo. Y la clave de toda teoría de la historia consiste en aclarar si la mueven mecanismos inexorables que hubiesen producido los mismos resultados de no haber existido Jesucristo, Mahoma o Gandhi o si, por el contrario, el aleatorio surgir de personalidades, cambia el decurso de los acontecimientos de modo decisivo. Porque si se opta por decir que “los dos”, no se habrá explicado verdaderamente nada hasta que se elabore un modelo preciso de cómo ambos factores interactúan y de los resultados que cabe esperar de dicha interacción en cada momento histórico. El “modelo” de Spengler consistió en oscilar convenientemente entre un punto de vista y otro. En La decadencia de Occidente todo se narra en un sentido fatalista en el que los individuos quedan atrapados en las maquinaciones de un destino inevitable que nos hubiese proporcionado cesarismo aunque César no hubiese existido. Pero hay otros escritos de Spengler, otros escritos, como dije, por los que, para su fortuna, no se lo recuerda, en los que reclama un nuevo César que saque a Europa de su catastrófico destino. La decadencia de Occidente en particular y la obra de Spengler en general, forman parte del esfuerzo de un cierto sector de la intelectualidad alemana de entreguerras por dejar bien sentada la idea de que, abdicado el Kaiser, todo era relativo. Ese relativismo sin complejos, las premoniciones de la caída de la civilización occidental, el vaticinio del advenimiento de grandes imperios fuera del ámbito de la cultura nacida en Grecia, desarmó conceptualmente a la República de Weimar y permitió el ascenso del nazismo mientras los intelectuales miraban, relativamente, para otro lado. Conscientes de ello, los nazis premiaron a Spengler con una amplia condescendencia y le hicieron todo tipo de propuestas hasta cansarse. Al final, hartos de los menosprecios del ya director de los Archivos Nietzsche, acabaron censurándolo. Spengler no rechazó a los nazis por su violencia, por su ideario ni por lo que se proponían hacer. Los rechazó por matar a algunos de sus amigos de la Sturmabteilung (SA) y, sobre todo, porque él admiraba a Mussolini, el nuevo César, ante quien, a juicio de Spengler, Hitler parecía una copia ridícula. Si por Spengler hubiese sido, Occidente todo habría salido de su decadencia llevando pantalones bombachos e invadiendo Abisinia.
En estos días en que los vientos del Este traen tambores de guerra, me acuerdo mucho de Spengler leyendo a los asalariados de Putin, a quienes ven en este obvio ejemplo de guerra-imagen el "acontecimiento" que marca la llegada de una nueva era y a quienes afirman que Occidente ha perdido su papel central en la historia. Nadie parece acordarse de que, en 1683, los turcos estaban sitiando Viena, que en 1853 una coalición de la que formaba parte esta vez el imperio otomano, Francia y Gran Bretaña, fracasó estrepitosamente en su intento de doblegar al zar y que en 1941, Japón humilló sin muchos problemas a Gran Bretaña y Holanda ocupando sus posesiones coloniales. ¿Por qué nadie ha caracterizado semejantes “acontecimientos” como señales claras del hundimiento de Occidente? Spengler y sus correligionarios, actuales y pretéritos, no loan el fin de las deleznables prácticas occidentales para con los otros, proclaman el fin de lo más defendible, de lo más justificable racionalmente, de lo poco que Occidente ha hecho por mejorar las condiciones vitales de todos los que vivimos en este planeta. No aspiran a superar la democracia con un régimen en el que el estado de derecho impere sobre el voto, en el que se le proporcione a todos los ciudadanos información fidedigna y educación crítica para que puedan ejercer el poder directamente sin necesidad de representantes, no. Tienen una fobia desesperada contra la democracia porque tratan de ocultar su absoluta ineptitud para encontrar soluciones creativas aferrándose a lo viejo, a lo periclitado, a lo que ya se ha ensayado mil veces terminando en fracaso absoluto siempre, como la “nueva” solución para los viejos problemas. Sirven a las democracias ligth, a las dictaduras híbridas, a las neo-oligarquías, tapan lo que ocurre en las zonas agrícolas de China con el brillo de sus megalópolis, la pobreza milenaria de los ciudadanos indios con el fulgor de sus cifras macroeconómicas, las favelas con la opulento poderío de los brasileños evangélicos, naturalmente, blancos. Ojalá hubiesen arrinconado en la historia ya y para siempre al mundo occidental un puñado de lejanas potencias con nuevas ideas sobre cómo mejorar la vida de la inmensa mayoría de seres humanos. Pero ni siquiera el empuje de las que van surgiendo se debe a ellas.
La decadencia de Occidente no generó fascinación por las verdades contenidas en esas páginas que nadie leyó, generó fascinación porque enuncia un oscuro y funesto impulso de la mentalidad occidental, el ansia de decaer. Desde que dejó de haber territorios por colonizar, anida en nuestros corazones el deseo de desaparecer de la historia, de hacernos a un lado, de precipitarnos en la nada, como si, conscientes de nuestros pecados, quisiéramos, por fin, recibir justa penitencia en manos de aquellos a los que, durante tantos siglos, hemos maltratado. Casi lo conseguimos con la Segunda Guerra Mundial y, desde entonces, entendemos cualquier tropiezo, cualquier tormenta en un vaso de agua, como el síntoma que todos esperábamos de que el festín ya acabó. Basta asomarse a las páginas de los periódicos de estos días para comprobarlo. Putin declara que le tiene terror, pánico, a la OTAN y que jamás haría nada contra ningún país integrado en ella, lo ha certificado con hechos dejando impunes a los turcos cuando le derribaron un avión en Siria, mataron a sus mercenarios en Libia, alteraron los términos de la pax rusa en el Cáucaso y hasta le han escupido a la cara un propuesta de mediación con Occidente. Y, sin embargo, semejante reconocimiento de las propias miserias, lo hemos percibido como una amenaza terrible de Moscú. Putin ha visitado, tembloroso, una China de la que le separan incontables disputas fronterizas sin que a Pekín le importe lo más mínimo porque sabe que Rusia ya no encierra para ella la menor amenaza, política, militar, económica o de cualquier índole. Esa foto, esa humillante foto de Putin admitiendo su propia insignificancia, la hemos recibido con el pavor de quien oye las trompetas del Apocalipsis. Habrá que ver qué cara se nos queda cuando vayamos a entregarle las llaves de Kiev y él salga huyendo despavorido.