EEUU comenzó a retirarse de Afganistan en 2007. Hacia finales de ese año se estrenó "La guerra de Charlie Wilson", película que trataba de inocular en la mente de los espectadores la idea de que la intervención norteamericana en Afganistán se debió a la ocurrencia de un congresista mujeriego y un estrafalario agente de la CIA de bajo rango. ¿Qué posibilidades tenía uno de los muchos libros y artículos escritos por George Crile III de atraer a un guionista como Aaron Sorkin? ¿Qué posibilidades tenía un proyecto de intriga política, contraria al discurso habitual hasta ese momento en Washington, de conseguir dinero suficiente para su producción? ¿Cuántos dólares se pusieron sobre la mesa para que un cinta de esta naturaleza contase con Tom Hanks, Julia Roberts, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams y Emily Blunt? ¿Qué hallazgos cinematográficos hay en ella para que recibiera 18 nominaciones a los más diversos premios? ¿O había razones más allá de lo que se ve en el film? ¿que había que explicarle a los norteamericanos que en Afganistán no hay petróleo, ni uranio, ni gas, ni siquiera contratos para construir carreteras, en definitiva, ninguna de esas cosas por las que merece la pena que hispanos y afroamericanos mueran defendiendo la democracia? La película se cuida mucho de contarnos que Gus Avacrotos, el patético agente de la CIA condenado al ostracismo en la sección de Afganistán, había sido el cordón umbilical entre la agencia y la dictadura de los coroneles en Grecia, una función que ni se le entrega a cualquiera ni queda sin reconocimiento posterior. Oculta, igualmente, que la adicción al sexo casi era peccata minuta para una pieza clave en el comité para el manejo de fondos reservados del Congreso si se la compara con su adicción al alcohol y los somníferos. Oculta que el corazón de Wilson no lo ganaron para la causa paquistaní los refugiados afganos, sino el dinero, dinero que siguió recibiendo, incluso cuando abandonó su carrera política, como recompensa por su función de lobbista. Oculta que a Pakistán, dichos refugiados afganos le importaban tan poco como al resto del mundo, quiero decir, menos que nada, pero que temía el sandwich que podían provocar un régimen manejado por el laico comunismo ruso y su enemigo íntimo, la India. Ocultaba, en fin, todo lo que podía estorbar a una narración que ya se estaba fraguando entre bambalinas, pero que no podía aflorar aún porque seguía gobernando George Bush Jr. y, como todos sabemos, los políticos jamás toman decisiones erróneas y si las toman se aplica lo que acabamos de decir. Había que esperar, pues, un par de años, hasta que esa narrativa tomara la forma de un presidente.
Para nadie era un secreto que Obama quería dejar Afganistán a su suerte y pronto mejor que tarde, pero, eso sí, sin que se notara mucho. Comenzó entonces la famosa estrategia “María”, ya saben, ésa de “un pasito palante, María, dos pasitos para atrás...” Primero se incrementaron las tropas sobre el terreno, con la decisión ya tomada de retirar tres soldados por cada uno que se enviase. Después se creó y dotó un ejército afgano rabiosamente moderno, quiero decir, virtual, hecho de imágenes más que de voluntad de combate y, mientras, se negociaba con los talibanes. Pero, claro, faltaba hacerlo todo realidad, faltaba la foto. Astuto como él solo, Obama se negó a dar semejante paso y todo quedó en el limbo, hasta que llegó Naranjito Trump. Los talibanes no tuvieron el menor problema para hacerle firmar un acuerdo de rendición por el cual los EEUU les entregaban el país en bandeja a cambio de poderse retirar sin más muertos. Ni que decir tiene que Biden vio el cielo abierto, con un acuerdo firmado por su antecesor que le permitía lavarse las manos de todo lo que saliera mal. Desde ese momento, la suerte de Afganistán y sus gentes estaba echada.
Hay varias cuestiones que, a estas alturas, ningún análisis de lo que sucede en tierras afganas puede obviar, a menos que no quiera enterarse de lo que está pasando. La primera es que los talibanes lideran el único proyecto para el país. Trasnochado, brutal, explosivo y todo lo que se quiera, pero al resto de fuerzas políticas sobre el tablero sólo le interesan sus cuentas corrientes en las monarquías del golfo. Y eso es algo que muy pocos afganos ignoran. La segunda es que estos son los mismos talibanes que volaron los budas del desierto, obligaron a las viudas a quedarse en casa y ver morir a sus hijos de hambre antes que salir sin la compañía de un hombre y a gritar “Alá” en lugar de “gol” en los partidos de fútbol. No porque el polvo de los caminos los haya protegido de la erosión, sino porque quienes los arman, financian y orientan, siguen siendo los mismos que hace 40 años, el servicio secreto pakistaní (ISI), cuyos hilos, siempre sinuosos, ya casi se muestran a la luz. Antes de que Abdullah Abdullah, el previsible rostro del nuevo régimen llegase al país, antes de que los talibanes iniciaran conversaciones con el aún respetado en Occidente Hamid Karzai, éste ya había hablado con Sirajuddin Haqqani, hijo de Jalaluddin Haqqani y actual líder de la red que lleva como nombre el apellido familiar.
Jalaluddin Haqqani, como Osama bin Laden, una figura forjada por la CIA, creó la organización que ahora EEUU considera terrorista y cuyas fronteras con el ISI se vuelven tan borrosas que nadie sabe decir dónde termina una y comienza el otro. Los Haqqani no son exactamente terroristas, son, más bien, “hombres de negocios”. Controlan la zona montañosa que a un lado es el este de Afganistán y al otro las zonas tribales (también pastunes) de Pakistán. Negocian con todo lo que pasa por ellas, carreteras, drogas, personas, coches y hasta pilas alcalinas. Se mueven igual de bien en los estrechos caminos de cabras que las recorren como en las lujosas suites de los ultramodernos hoteles de EAU. Y, por encima de todo, defienden con ferocidad sus intereses atacando con mortal eficacia a quienes proyectan la menor sombra sobre ellos, ya sean rusos, norteamericanos o afganos. Si alguien quiere saber el futuro que el ISI ha diseñado para Afganistán, no tiene más que leer las miles de páginas, en varios de los idiomas del país, que han salido, supuestamente, de los cerebros de estos rudos hombres de las montañas.
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