Pese a lo que nos enseñan las películas del oeste, cuando el hombre blanco llegó a América, no había caballos allí. Las imágenes de los indios de las praderas convertidos en centauros pertenece a una época posterior, ya en el siglo XIX, cuando comenzaron a imitar a los occidentales usando caballos escapados y asilvestrados o directamente comprados, entre otros, a los colonos españoles. Originalmente muchos pueblos ni siquiera tenían nombres para aquellas bestias extraordinarias y los sioux comenzaron llamándolos "perros grandes". El caballo supuso una revolución en la mentalidad india. Como cazadores-recolectores, recorrían las praderas tras los búfalos a pie, compartiendo parte de su carga con los perros, con pocos ánimos belicosos para quienes iban encontrando en su camino, más preocupados, como ellos, por la lucha con el entorno que con otros grupos humanos. El caballo amplió los radios de caza, los territorios abarcables, expandió las migraciones y generó todo tipo de conflictos entre pueblos que, antes, apenas si se conocían. La belicosidad de los pueblos autóctonos, de la que tanto nos han informado los westerns, procede de esa época y fue consecuencia directa de la colonización blanca y no del "estado de naturaleza" que, como nos informan los viajeros del XVII y el XVIII, parecía poco menos que en una arcadia feliz. Sin esos caballos no se hubiesen producido las grandes migraciones de apaches, arapahoes y cheyennes, que alteraron dramáticamente las relaciones de poder en todos los territorios implicados. Estas migraciones los hicieron convivir con comanches, shoshones, utes y buscadores de oro y plata a los pies de las montañas de Colorado. Para el gobierno norteamericano resultó muy fácil ejecutar una política de división y victoria. En 1851, el tratado de Fort Laramie otorgaba tierras a cheyennes y arapahoes como si fuesen sus únicos habitantes y sin especificar límite alguno a las mismas. La fiebre del oro desatada siete años después convirtió aquel acuerdo en papel mojado. Aunque se firmó un nuevo tratado en 1861, muchas tribus no lo suscribieron. El gobierno norteamericano decidió que los firmantes eran la mayoría y los no firmantes se volvieron progresivamente belicosos con los blancos. A los nuevos ciudadanos norteamericanos, su gobierno los convenció de que tenían derechos legalmente protegidos, mientras retiraba unidades del ejército para destinarlas a la guerra civil en marcha. Su lugar lo ocuparon "voluntarios", es decir, aventureros, prisioneros confederados a los que se prometía una nueva vida y granjeros resentidos con los indios. Hacia mediados de abril de 1864, dos incidentes aislados costaron la vida a los primeros indios y soldados y les sucedieron una cascada de enfrentamientos con acusaciones mutuas de haberlos provocado injustificadamente, cada vez con mayor gravedad y un número progresivamente superior de combatientes. Pese a que hubo intentos de alcanzar una solución pacífica por ambas partes, el 29 de noviembre de 1864, 675 Voluntarios de Colorado, arrasaron el asentamiento indio de Sand Creek (actual Arkansas), en el que ondeaba una bandera norteamericana junto a una bandera blanca, matando 150 personas, la mayoría mujeres, ancianos y niños. La narración por parte de testigos de lo que la prensa vendió como una "victoria", recopila los peores salvajismos de los que el ser humano es capaz.
El 1 de enero de 1865, jefes de tribus cheyennes, arapahoes y lakotas, decidieron iniciar una guerra total contra los blancos, atacando el asentamiento de Julesburg, una estación de correos y telégrafo protegida por unos 50 hombres armados a los que había que sumar los 60 que protegían el cercano puesto militar de Camp Rankin. Sobre ellos cayó una columna de más de 1.000 lakotas extremadamente decididos pero con poco más que arcos, flechas y un puñado de fusiles contra las empalizadas que protegían a los hombres blancos. Tras causarles 18 bajas, prosiguieron una campaña de ataques contra ranchos y puestos militares a lo largo del valle del río South Platte sin que las milicias de Colorado ni los colonos blancos pudieran hacer otra cosa que fanfarronear sobre las decenas de indios que mataban cada día. Con la llegada de la primavera, cruzaron a Wyoming y consiguieron un acuerdo con otras tribus lakotas para atacar simultáneamente un puente sobre el río North Platte guarecido por 120 soldados y el Fuerte Rice en Dakota del Norte. Los ataques tomaron la forma de encuentros circunstanciales entre unidades más bien reducidas, con los indios tratando de emboscar a los blancos y éstos intentando no alejarse demasiado de sus puestos fortificados, e incluyeron varios momentos en que los indios robaron los caballos de los soldados obligándolos a largas marchas de regreso a pie. La batalla final tuvo lugar entre el 24 y el 26 de julio, cuando unos 3.000 guerreros trataron de destruir el puente, matando casi a una treintena de soldados y recibiendo menos de diez bajas. Pese a ello, no pudieron alcanzar su objetivo y el formidable contingente de guerra comenzó a dispersarse en grupos cada vez más pequeños. Aunque el ejército norteamericano lanzó una expedición de más de 2.000 soldados en territorios de Montana y Dakota, sólo consiguieron localizar y aniquilar un asentamiento menor de arapahoes. La mayor parte de las tribus se reintegraron pacíficamente a Colorado, Arkansas y las Grandes Llanuras, mientras que pequeños grupúsculos, como los liderados por Caballo Loco, Nube Roja o la milicia cheyenne de los Perros Soldados, continuaron hostigando a los colonos hasta que acabaron teniendo malos encuentros con el ejército. Los historiadores coinciden en que esta guerra de Colorado fue el único momento en que las tribus indias lograron cierta unidad de objetivos y de acción y eso los condujo a una sucesión de encuentros victoriosos con el ejército que ya no se volverían a repetir.
La comisión que investigó la masacre de Sand Creek concluyó en 1865 que los Voluntarios de Colorado asesinaron a sangre fría a hombres, mujeres y niños que, se suponía, estaban bajo la protección de las autoridades de EEUU. No hubo condenas por ello. El Coronel Chivington, oficial al mando de los voluntarios en aquella ocasión, recibió un fuerte apoyo de la Iglesia Metodista de la que formaba parte y tuvo una calle con su nombre en la localidad de Longmont hasta 1996.
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