Al sur de Colorado se extienden las Sangre de Cristo Mountains. Pese a lo que pudiera parecer, tan sonoro topónimo no procede de los colonos españoles que se referían a ellas como "Sierra Nevada", sino que se popularizó ya entrado el siglo XIX. Desde luego, el rojo de las tierras de Colorado se convierte allí en un incendio con cada amanecer o atardecer, pero aún hay memoriales que recuerdan otro tipo de sangre presente en ellas. En algunos de sus valles el carbón afloraba en superficie en los tiempos de las guerras indias. El formidable proyecto de cubrir toda la extensión de los EEUU con una red, la red ferroviaria, condujo a la forja de grandes emporios que controlaban desde la extracción del carbón hasta la colocación de los raíles de acero sobre las traviesas. Una de las más grandes, la Colorado Fuel & Iron Company, fundada por John C. Osgood, acabó formando parte de las propiedades de John D. Rockefeller, quien se la regaló a su hijo, John D. Rockefeller Jr. en uno de sus cumpleaños. La llegada de los Rockefeller al consejo de dirección de la CF&IC, acabó por convertir en sistemáticos los procedimientos de gestión que ya había ensayado Osgood. Como hicieron los Kleber con la seda en Prusia un siglo antes, la CF&IC no se limitó a explotar las minas, creó pueblos, tiendas, casas, puestos de venta de alcohol y, por encima de todo, ejerció un control exhaustivo sobre el territorio. En los condados de Las Ánimas, Huérfano y colindantes, no había más ley escrita que los contratos de la compañía. Médicos, maestros, predicadores y, por supuesto, sheriffs de la zona, cobraban directa o indirectamente de los propietarios de las minas. "Detectives", guardas y ayudantes de las autoridades locales, mantenían el orden siguiendo las estrictas órdenes de Rockefeller que incluían no ya la prohibición de que los sindicalistas entrasen en los poblados, sino que se extendía hasta los textos de Charles Darwin. No había muchos miramientos con quienes iban en contra de sus deseos. Las palizas, las torturas y los cadáveres menudeaban tanto como los accidentes laborales. Nadie, mujer, niño o anciano, se hallaba libre de la voluntad omnímoda de las "fuerzas del orden", que vivían en la completa impunidad. De acuerdo con su práctica habitual, Rockefeller ponía y quitaba políticos en Colorado a su antojo. Daba empleo directo al 10% de la población activa del estado y presumía de hacer votar como un solo hombre a todos ellos. Tampoco la prensa libre hacía muchas preguntas. Rockeffeller tenía oro para todo el que quisiera hablar bien de él y plomo para el resto, como bien sabían los jueces, que sólo declararon culpable a la empresa en uno de los 95 casos contra ella que consiguieron llegar a los juzgados. Mientras tanto, las condiciones en las minas recordaban a lo que se oculta tras aquella "revolución industrial" británica vitoreada por los libros de historia. Diez de cada mil obreros que trabajaron en la minería de Colorado murieron. No hay registro de los heridos o de quienes contrajeron enfermedades mortales o de por vida. El tifus formaba parte de las epidemias periódicas. Los grandes emporios pagaban por el carbón, literalmente por el carbón. Las tareas como asegurar el techo de una mina para evitar que se derrumbara sobre los trabajadores se consideraba "trabajo muerto" y, si los mineros querían dedicar tiempo a ello, ese tiempo no se les pagaba. Naturalmente, ningún "americano" quería trabajar en aquellas condiciones. El grueso de la mano de obra lo componían "inmigrantes", quiero decir, americanos de primera generación, la mayor parte procedentes del sur y el este de Europa, con preponderancia de griegos y balcánicos. Hasta 24 idiomas llegaron a hablarse en el sur de Colorado a principios del siglo XX, entre otros, el inglés. Aunque aquella torre de Babel y los odios ancestrales traídos de Europa supusieron un obstáculo más para la llegada del sindicalismo al área, poco a poco y en medio de un secretismo requerido por la pura supervivencia física, la United Mine Workers of America (UMWA) consiguió crear una cierta infraestructura.
En septiembre de 1913, la UMWA presentó una lista de siete demandas a la CF&IC que incluían la jornada laboral de ocho horas, el pago del "trabajo muerto" y el derecho a elegir médico o tienda en la que comprar. Ante la negativa de la compañía a cualquier negociación, el 23 de septiembre, en medio de un auténtico diluvio, comenzó la huelga. Los mineros y sus familias abandonaron los poblados de la compañía y acamparon en puntos clave desde los que podían vigilar la llegada de esquiroles. A Rockefeller le faltó tiempo para acusar ante la prensa de "izquierdista" a cualquiera que mostrase una cierta aquiescencia con la huelga mientras contrataba más "detectives" y dotaba al cuerpo de guardias mineros con ametralladoras. Desde luego no se trataba de las únicas armas que había en la zona. Pistolas, fusiles y explosivos se vendieron con total libertad. Algunos líderes sindicales, como Louis Tikas, a cargo del campo de Ludlow, se empeñaron en que la huelga tuviera un carácter estrictamente pacífico, pero muchos otros consideraron que había llegado el momento de vengarse de algunos de los guardias más odiados. Desde el primer día de la huelga menudearon los incidentes armados de una y otra parte. Particular virulencia revistió la llegada de convoyes con trabajadores para romper la huelga, contra los que los mineros no dudaron en disparar y cuyas escoltas se abrieron paso a tiros en varias ocasiones, incluso cuando se enfrentaban a grupos de mujeres desarmadas. La caída de la noche preconizaba las incursiones en los campamentos mineros, buscando líderes sindicales a los que ejecutar o paseando por ellos con coches sobre los que se habían montado ametralladoras y que rociaban muerte a discreción. Temeroso de perder el control de una situación explosiva, el gobernador envió a la Guardia Nacional, recibida por los huelguistas con tan buen tono que en campo Ludlow, una vía de tren separaba a las tiendas de unos y otros. Muy pronto, las cosas revistieron otro cariz. En previsión de un conflicto largo, el gobernador permitió que regresaran a sus ocupaciones habituales todos aquellos miembros de la Guardia Nacional que vieran peligrar sus ingresos. Su lugar lo ocuparon "detectives", los antiguos guardias de las minas y matones de nueva contratación, todos los cuales quedaron amparados por uniformes militares. Finalmente, ocurrió lo único que podía ocurrir.
El 20 de abril de 1914, Louis Tikas fue llamado a parlamentar con los oficiales de la Guardia Nacional. Dejó estrictas órdenes de no responder a las provocaciones, pero apenas abandonó campo Ludlow, la Guardia Nacional comenzó a montar ametralladoras sobre posiciones que lo dominaban. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre quién disparó el primer tiro, pero muy pronto se desencadenó una batalla en la que los huelguistas sólo podían acabar como acabaron los indios, casi cincuenta años antes, en Sand Creek. Las llamas que envolvieron campo Ludlow sirvieron como pira funeraria para un número de muertos que nadie ha podido determinar pero que bien pudieron sobrepasar el centenar. Entre ellos aparecieron los cuerpos de Louis Tikas y otros dirigentes sindicales. Los muertos de la Guardia Nacional sí se contaron exhaustivamente: cuatro. Lo sucedido en campo Ludlow convirtió el sur de Colorado en el frente una guerra salvaje en la que los huelguistas tomaron ciudades, mataron esquiroles y arrasaron minas y propiedades de la CF&IC, mientras las milicias de la empresa asaltaban a sangre y fuego los campamentos huelguistas. Tras diez días sin cuartel y un intento de mediar entre Rockefeller y los mineros, el presidente Woodrow Wilson ordenó el envío de tropas con la misión específica de desarmar “a ambas partes”. Finalmente sólo se desarmó a los mineros. La llegada de los soldados terminó con la “Guerra del Carbón” pero no con la huelga que, habiendo conducido a la UMWA a la bancarrota, finalizaría en diciembre de 1914 sin la menor concesión por parte de la CF&IC.
Aunque hubo diferentes comisiones parlamentarias e investigaciones, de ellas no se derivó ninguna condena para los miembros de la Guardia Nacional ni de los vigilantes de las minas. Varios líderes sindicales fueron condenados en primera instancia, aunque, en la mayoría de los casos, las apelaciones acabaron por dejarlos en libertad. La prensa, al fin, se enteró de lo sucedido en Ludlow y cargó con tal dureza contra Rockefeller Jr. que el buen muchacho tuvo que contratar a Ivy Lee, el pionero de las relaciones públicas, para limpiar de sangre su imagen. No puede decirse, pues, que las vidas perdidas durante la Guerra del Carbón no sirvieran para nada, inauguraron una nueva y extraordinaria área de negocios.
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