domingo, 23 de febrero de 2020

Reyes desnudos (y 3. Hasta que nos vacunemos)

   El cisne negro de Nassim Taleb constituye un buen ejemplo de cisne negro. Aparecido en el mercado en 2007, pocos podían haber previsto su volumen de ventas a partir de las dos publicaciones previas de Taleb: Dynamic Hedging: Managing Vanilla and Exotic Options (1997) y Fooled by Randomness: The Hidden Role of Chance in Life and in the Markets (2001). Derribó buena parte de las creencias populares en la econometría de principios de siglo y, echando la vista atrás, muchos se dieron cuenta de que podían haber escrito ese libro revisando la historia de la quiebra de Long-Term Capital Management, la empresa del otrora laureado Myron Scholes, co-autor de una fórmula que prometía acabar con el riesgo en las transacciones económicas. El propio Taleb ha dejado claro el potencial explicativo de su teoría que, de hecho, puede abarcarlo todo, desde la imprevista llamada de su jefe hasta el hundimiento del imperio maya, pasando por el día en que conoció a su pareja y su último estornudo. Y la razón por la que promete abarcar tanto y abarca tan poco en realidad se debe a que Taleb supone en todo momento que los cisnes negros aparecen de la nada, justo en el instante de levantar el vuelo, cuando, muy al contrario, se trata de delicadas criaturas que hay que incubar a la temperatura adecuada, cuidar y alimentar durante tiempo considerable para que, finalmente, puedan exhibir su sorprendente plumaje. Taleb consiguió, eso sí, algo mucho más modesto, denunciar que el cálculo del riesgo tal y como se entiende habitualmente en economía implica una contradicción, pues riesgo, riesgo real, lo supone, precisamente, todo aquello que no se puede calcular, esos fastuosos trajes que nos negamos a aceptar que han nacido de la vanidad de nuestra inteligencia. 
   Vanos han resultado los intentos del Partido Comunista Chino por mostrar una imagen de sofisticación acorde con este primer cuarto del siglo XXI. La emergente potencia mundial parece seguir gobernada por emperadores encerrados en la Ciudad Prohibida, que encargan a virreyes, sin más control que el necesario en tiempos de crisis, la gestión de los territorios imperiales. No han conseguido extirpar ni el tradicional comercio de especies exóticas en todo el meollo de una megalópolis. Y, ante la catástrofe, reaccionan con el gran encierro que ya se pusiera en práctica en la Francia del XVII, una medida cuya ineficacia profiláctica se ha demostrado reiteradamente a lo largo de la historia, pero que evidencia un poder barroco y excesivo. En esa imagen de poder absoluto, que encierra, castiga y vigila, radica lo que puede entenderse por "curación", por "salud" o por "bienestar de los ciudadanos". China constituye el modelo, el modelo de capitalismo sin ni siquiera una democracia liberal hacia el que vamos todos de cabeza y un gobierno supuestamente progresista y enfrentado al fascismo de Salvini, no ha dudado en imponer medidas semejantes en cuanto ha detectado los primeros casos… a la italiana, claro. 
   La reina de la salud mundial, esa punta de lanza de las empresas que controlan los reyes de la economía, el big pharma, ha llegado a calificar de “ejemplares” las medidas del gobierno chino y ha santificado cada cifra que éste le hacía llegar. El mismo gobierno chino que hace apenas un par de meses exhibía los números de un sistema sanitario en vertiginoso despliegue, de un asombroso descenso de las enfermedades infecto-contagiosas, del prodigio de hospitales levantados en diez días. El mismo gobierno chino que esta semana ha cambiado tres veces los criterios para contabilizar enfermos, haciendo inservibles todas las estadísticas presentadas hasta ahora y que se construyan a partir de este momento. A estas alturas ya nadie sabe si la enfermedad continúa expandiéndose o si retrocede, si hay más muertos o más curaciones o ambas cosas o ninguna. Pero eso, realmente, no importa. Una vez más, hablamos de estadísticas, de gráficas, de presentaciones, de imágenes, así que todo el mundo las asimilará como hechos sin preguntar si hay algo detrás de ellas. Incluso en los períodos álgidos de las epidemias de gripe, sólo un tercio de los pacientes presentan el virus de la gripe en sangre. Nunca sabremos cuántos pacientes tienen coronarivus circulando por su sangre porque la fascinante China ante cuyo músculo económico tantos gobiernos se pliegan carece de personal cualificado para utilizar cualquier test para detectarlo, de empresas capaces de fabricar el kit necesario y hasta de locales donde pudieran llevarse a cabo las pruebas. Nos contaron que había que deslocalizar la producción porque habíamos sobreprotegido a nuestros trabajadores, porque cobraban demasiado, porque implicaban el pago de cotizaciones y producían demasiado poco. Una economía moderna, la economía del nuevo siglo, debía mudarse a países a cuyos gobiernos les importase un bledo la salud de los empleados.... Ahora la fábrica del mundo ha cerrado por enfermedad. ¿Cuánto tiempo aguantará el stock de nuestras deslocalizadas empresas? ¿cuánto sobrevivirán encogiéndose de hombros cada vez que sus clientes les pregunten por la fecha de llegada de sus pedidos?
   Los reyes neoliberales nunca entendieron qué beneficios conllevaban los sistemas de sanidad pública. Juzgaban la salud de los ciudadanos como un lujo, como un bien, como un deseo de asemejarse a los ricos que debían pagar de sus bolsillos. Se aplicaron criterios mercantiles a los hospitales, se exigieron beneficios y reconversiones en todos los niveles sanitarios, se expandieron los seguros privados. Cada oleada de recortes se aplicó con saña a lo que de estado del bienestar había dejado el gobierno anterior. Como resultado, las salas de urgencias de países como España viven cada día al borde del colapso, las listas de espera se prolongan hasta el límite de negar de facto los tratamientos y las tasas de curación de algunas enfermedades se mantienen sin el menor progreso desde hace décadas. La situación, sin duda, presenta peores aspectos allí donde nunca llegó a haber verdaderamente sistemas de sanidad públicos y donde cualquier virus se hace endémico llevándose por delante generaciones enteras. Afrontamos una plaga que quizás no mate mucho pero que exige hospitalizar a una masa de población como la que anualmente contrae la gripe. Desde luego, Occidente cuenta con una red de atención primaria mejor que China e, incluso, con una extensa maraña de hospitales a nivel comarcal y provincial, que pueden atemperar el impacto. No obstante, dado que se van a crear extensísimos reservorios de la enfermedad durante años en Asia, en África y en América, tendremos que soportar sucesivos embates hasta que un día haya una vacuna efectiva, una vacuna efectiva contra tantos estafadores que se llevan lo poco que tenemos a cambio de vendernos el lujo de trajes inexistentes.

domingo, 16 de febrero de 2020

Reyes desnudos (2. Cómo criar cisnes negros)

China carecía de un sistema de sanidad universal semejante a los europeos hasta 2009. El modelo actual se implementó en tres años a partir de esa fecha y, de hecho, se crearon no uno sino dos sistemas sanitarios, el rural y el urbano. Esta duplicidad tenía como objetivo frenar la migración desde el campo hasta la ciudad pues, el traslado de expediente entre ambos sistemas resulta extremadamente costoso. Sus efectos reales sobre la migración, sin embargo, no se han podido constatar y existen enormes bolsas de campesinos que, de modo irregular, viven en las ciudades, frecuentemente ocupando los empleos más bajos y peor pagados, tales como taxistas o mensajeros, sin cobertura sanitaria. Con todo, ninguno de los dos sistemas ofrece atención gratuita. El paciente tiene que pagar un cierto porcentaje del coste de los medicamentos y de las pruebas que se le efectúan. Qué porcentaje concreto depende de la región y aún de la localidad, correspondiendo a las autoridades que las rigen establecer ese porcentaje. En los hospitales rurales no suele sobrepasar el 40%, pero en algunas ciudades el paciente puede tener que pagar de su bolsillo el 75% de la factura total y en las consultas externas no baja del 50%. El dinero recaudado se reparte entre el hospital y los médicos, por lo que no existe incentivo para un tratamiento riguroso de los historiales médicos. Resulta habitual que cuando un paciente tiene que ir dos veces al hospital y le atienden dos médicos diferentes, se le repitan pruebas ya realizadas con objeto de multiplicar los beneficios, aunque ello sature los departamentos correspondientes y genere, con frecuencia, diagnósticos contrapuestos. Por otra parte, las familias con suficientes recursos suelen empeñar fuertes sumas de dinero en el mantenimiento con vida de parientes mayores hasta los límites de lo que en Occidente se consideraría ensañamiento. Y, para acabar de rematarlo, no faltan los médicos que recomiendan tratamientos caros y poco eficaces para enfermedades triviales. Todo esto resulta más comprensible si tenemos en cuenta que en los tres años en que se implementó el modelo de sanidad existente, como resulta natural, no dio tiempo a que se licenciara la cantidad de personal sanitario necesario, con lo que se optó por integrar en el sistema a muchos médicos que practicaban, con mejor o peor fe, la tradicional medicina china. Además, la aparición de una red de hospitales completamente privados, sobre todo en las grandes urbes de las zonas especiales, ha arramblado con el personal más preparado y de mayor experiencia, lo cual ha ido en detrimento del sistema público.
En cualquier caso, las condiciones de los profesionales de la medicina en China, se hallan bastante alejadas de lo ideal. La escasez de personal se ha suplido con jornadas laborales interminables, la tópica paciencia oriental, desaparece cuando se trata de esperar sin hacer nada a que llegue el momento de que se los atienda y resulta normal que los pacientes aguarden apoyados en el marco de la puerta abierta de la consulta en la que el médico atiende a otro paciente. El tiempo de atención se reduce, en consecuencia, a unos pocos minutos. Las amenazas y agresiones al personal de los hospitales se han multiplicado en los últimos años hasta convertirse en una auténtica plaga y apenas constituye la punta del iceberg del descontento popular. De todos modos, aunque tengan que esperar largas horas ante el mostrador de admisión, aunque tengan que pagar pruebas por duplicado y aunque la atención recibida no siempre cumpla unos mínimos, los pacientes prefieren recorrer decenas de kilómetros para que se les trate una gripe en el hospital antes que acudir a los centros de atención primaria. El Estado dejó de financiar estos centros mucho antes de implantar el actual sistema y aunque se los ha reactivado, la falta de ingresos de unos pacientes que desconfían de ellos ha generado un círculo vicioso de personal poco cualificado, carencia de medios y escasa asistencia.
Ahora ya podemos resumir. Tenemos una masa de población migrante remisa a acudir a los hospitales porque eso podría iniciar el expediente para su deportación y que, por su trabajo, recorre las ciudades de una punta a otra mientras puedan mantenerse en pie. Tenemos una red primaria de asistencia inexistente. Tenemos unos hospitales cotidianamente saturados, en los que la intimidad brilla por su ausencia y el contacto con otros pacientes comienza ya en las colas de recepción. Tenemos el lógico deseo por parte de los directivos de esos hospitales de ahorrar cuanto se pueda en material fungible, como mascarillas y guantes, entre otras cosas porque la práctica totalidad del mismo se importa. Tenemos médicos que se guían más por los intereses pecuniarios que por los criterios diagnósticos. ¿Qué faltaba en este inmenso bosque seco para generar un pavoroso incendio?

domingo, 9 de febrero de 2020

Reyes desnudos (1. Los virus de la corona)

   Los coronavirus conforman una familia de virus cuyos ancestros nos acompañan desde el 3.000 a. de C. aproximadamente. Se trata de retrovirus, quiero decir, su material genético consta de una única cadena de RNA, que, en general, causan enfermedades más bien triviales como el resfriado común. Suelen mantener una cápsula proteínica fácilmente reconocible y transmitirse sin acumular demasiadas mutaciones. Su vía de contagio habitual la constituyen las pequeñas gotículas de moco  que el paciente infectado lanza al ambiente como consecuencia de la tos o los estornudos. Normalmente, éstas acaban en las manos del sujeto que va a recibir la infección, el cual, accidentalmente, las pone en contacto con su mucosa. Dicho de otro modo, el resfriado, cosa que no parece saber mucha gente, se transmite a través de las manos, con lo que una buena higiene de éstas evita más contagios que cualquier tipo de mascarilla.
   Hace unos años comenzaron a descubrirse familias de coronavirus mucho menos benignos de los que habitualmente nos aquejan. En noviembre de 2003 saltó a la fama el SARS Co-V, un coronavirus de contagio más bien difícil,  que infectó a más de 8.000 personas con una tasa de mortalidad en torno al 10%. La Organización del Miedo Sistemático (también conocida como WHO, Whole Hysteric Organisation) alertó a medio mundo sobre la terrorífica expansión de un virus al que pareció sentarle muy mal el clima de latitudes ajenas a Cantón, lugar donde apareció. Pero la caja de las alegrías para la OMS se había abierto. Un par de años después volvía a la carga con el espanto de una forma de gripe capaz de exterminar a media humanidad y transmitida por las pobres aves que han soportado vivir con nosotros. La terrible gripe A, por la que se sacrificaron miles de inocentes pajarillos, que iba a poner en un brete a los sistemas de salud de todo el mundo y que infló los beneficios de las compañías farmacéuticas gracias a una campaña de vacunación extra, pasó por nosotros con tasas de infección y de mortalidad en niveles simplemente inapreciables. De ella, sin embargo, se extrajo la conclusión de que mejor volver a los coronavirus.  Ocho años más tarde apareció el MERS, enfermedad de contagio más bien improbable, aparentemente incapaz de vivir lejos de los mocos de los camellos de la península arábiga, pero que no por eso se libró de que la OMS lanzara sus apocalípticas campanas al vuelo.
   Desde principios de este año la OMS ha encontrado otra ocasión para provocar el pánico mundial. Cómo no, se trata de un coronavirus que, de nuevo, provoca un tipo de neumonía particularmente grave. Rápidamente los sesudos expertos le atribuyeron contagio “por el aire”, los periódicos se apresuraron a dar cifras de muertos en bruto y los medios de comunicación mostraron gráficos que exhibían brutales tasas de expansión. En lo que parecía un acto de prudencia, la OMS se negó a declarar la pandemia, ante la “ejemplar” reacción de las autoridades chinas. Pero cuando éstas enclaustraron a los 11 millones de habitantes de Wuham, el organismo internacional “se vio obligado” a alertar a todo el mundo de la catástrofe que se nos venía encima. China, mostrando la envidiable capacidad productiva que la ha convertido en una potencia mundial, ha levantado unos cuantos hospitales en diez días ante el asombro del mundo y la ira cada vez menos disimulada de sus ciudadanos. Mientras los medios más “alternativos” intentan vincular el surgimiento del nuevo virus con la guerra comercial con los EEUU y los gobiernos de diferentes países ponen a trabajar los laboratorios financiados con dinero público con objeto de conseguir una vacuna que comercializarán las empresas privadas, el público en general ya sabe más de la nueva enfermedad que de su vecino y hablan de coronavirus hasta los/as alumnos/as de los parvularios.
   Si en medio de toda esta histeria uno analiza fríamente los datos que van llegando, la realidad que se descubre no cuadra mucho con la reacción que se ha logrado generar. En primer lugar hay que constatar que la noticia del surgimiento de este nuevo virus ocupó las portadas de los medios de comunicación desde los primeros días, cuando los infectados no sobrepasaban la treintena, algo, sin duda, bastante sorprendente. En segundo lugar, si, contamos no las cifras de muertos en bruto sino en comparación con las cifras de afectados, aparece una enfermedad que mata a menos del 2% de todos los que infecta, lo cual supone una tasa de mortalidad por debajo de la gripe común. En tercer lugar, si se compara su expansión no con el SARS o con el MERS, enfermedades, como ya he dicho, poco contagiosas, resulta que ésta se expande más lentamente que, de nuevo, la gripe común. En cuarto lugar, a un ritmo de unos 1.000 infectados por día, habrá alcanzado a la totalidad de la población china en algo así como... ¿un millón de días? En quinto lugar, parece que necesita, como mínimo la misma intimidad con quien ya se halla infectado que la gripe para que se transmita, lo cual hace que las medidas de confinamiento más bien refuercen su capacidad de contagio que su aislamiento. En sexto lugar, todo induce a pensar que hay un número desproporcionado de contagiados entre el personal médico chino. En definitiva, ¿qué ocurre realmente en China? ¿a qué viene todo este escándalo, todo este alboroto, toda esta ira? ¿por qué tenemos que habérnoslas ahora precisamente con esto y no con cualquier otra cosa?

domingo, 2 de febrero de 2020

Genios.

   Me gustaría decir que leo con provecho Origin of Genius. Darwinian Perspectives on Creativity, libro que publicó el muy distinguido profesor de psicología Dean Keith Simonton en 1999. Pero, apenas uno comienza su amena lectura, comprueba que la amenidad ha ido deslabazando el rigor y deshilachando la lógica. Simonton va agregando anécdotas, números y teorías, creyendo que con ellos construye un entramado de fundamentos, cuando apenas amalgama los típicos tópicos de siempre. Un ejemplo lo constituye su lista de “genios” que perdieron a sus padres en la primera o la segunda decena de vida. Sin duda, la abundancia de nombres, aturde lo suficiente como para pensar que ahí hay algo. Pero basta poner las cosas del revés para descubrir que apenas si hemos cogido un importante puñado de nada: ¿cuántos “genios” no vieron morir a uno de sus progenitores en esas décadas de su vida? O, dicho de otro modo, ¿qué porcentaje representan los mencionados respecto del total? Por supuesto, sale a relucir la disparatada historia del cociente intelectual y de qué mide exactamente, pues un número muy significativo de quienes han alcanzado a destacar de alguna manera no puntuaban demasiado alto en él y, a la inversa, hay mediocres de toda laya cuyo mayor logro consistió en obtener significativas puntuaciones en el correspondiente test. Simonton recurre al fácil criterio de considerar genio a todo aquel que ha marcado nuevos caminos para la humanidad, criterio éste que conduce a la paradoja de que corresponde a todos esos seres humanos que ni por asombro llegan a la categoría de genios, reconocer en quien posee tan singular cualidad alguien a quien seguir. El "genio", por tanto, debe hacer algo comprensible, repetible, en cierto modo, por la masa o, al menos, por los expertos del ramo, cosa que, habitualmente, lleva tiempo. Por tanto, el genio, preferentemente, tiene que haber muerto o, al menos, haber alcanzado esa edad en la que uno se vuelve indefenso. "Genio", en definitiva, constituye una categoría que sólo se reconoce a lo ya inocuo, a lo domesticado y digerible por la masa. A cambio, una vez se acepta que alguien "es" un genio, por muy deleznable copia de sí mismo que produzca, no dejará de recibir genuflexiones. Pero lo sorprendente, lo que sorprende de toda esta historia, radica en la naturalidad con que todos aceptamos como obvio que tiene que haber genios.
   La “genialidad” no constituye una cualidad innata fácilmente reconocible, cuyos orígenes se puedan remontar a la noche de los tiempos por alguna mutación extraordinaria de nuestro DNA. De hecho, no había genios antes del siglo XVIII o, por decirlo con mayor precisión, no había genialidad antes de Kant. Antes, en la época de Wolff, de Leibniz, de Descartes, de Bacon o de Llull, se aceptaba de modo general que la capacidad de los seres humanos para crear nuevos productos intelectuales procedía de la utilización adecuada de un método para ello. A ese método se lo conocía desde los tiempos de Cicerón como el ars inveniendi y se consideraba requisito imprescindible para reconocer en un algoritmo el ars inveniendi, precisamente, el hecho de que cualquiera pudiera utilizarlo, sin necesidad de poseer ninguna traza especial en su vida, en sus genes o en su cerebro. 
   En Los progresos de la metafísica desde Leibniz y Wolff, Kant concluía que la metafísica no había realizado progreso alguno desde esos tiempos porque la metafísica, en realidad, nunca había podido realizar progresos, su naturaleza no consiste en progresar. De un modo semejante, Kant concluirá que el ars inveniendi no había realizado progreso alguno desde los tiempos de Cicerón y que no los había realizado porque tal ars inveniendi constituía una suerte de ideal trascendental, una maravillosa idea que los seres humanos no pueden evitar perseguir pero que, de ninguna, de las maneras puede construirse, al menos, no científicamente. Todavía mejor si Leibniz planteó la posibilidad del ars inveniendi en su tesis doctoral, la Dissertatio de Arte Combinatoria, Kant parece emperrado en acabar con ella desde la suya, la Nova Dilucidatio, pese a que por aquel entonces tenía como razones poco más que vagas sospechas. El Kant posterior, el Kant "crítico", no puede llamar en su ayuda la falta resultados tangibles del ars inveniendi, pues se trataría entonces de una pura cuestión empírica fácilmente refutable en cuanto apareciera algún logro. Por eso Kant alude al hecho de que un ars inveniendi no podría ampararse ni en las matemáticas (que sólo tratan con números) ni en la lógica (que no permite conocimiento sintético y, por tanto, no puede implicar novedades). 
   A cambio, Kant nos legó su teoría del “genio”, ese domeñador del tenebroso ámbito de lo “en sí” que todos llevamos dentro y que, sin regla alguna, nos otorga nuevas reglas con las que pintar la realidad. Espíritu atormentado, lucha contra un género humano ajeno a los inefables motivos que le han conducido a obrar de esa manera y se mantiene, por tanto, muy cercano al loco, que usa la lógica sobre bases ajenas a la realidad. La teoría del genio cuadraba magníficamente con el espíritu de un naciente romanticismo que la adoptará como bandera y, todo hay que decirlo, con un naciente capitalismo que, a falta de poder atribuirle a sus héroes creatividad o inventiva, encuentra en la teoría del genio una manera de reconocer en ellos alguna cualidad laudable. Desde entonces, seres humanos de variada procedencia han dedicado sus vidas a acercarlas cuanto resultara posible a la imagen del genio de Kant y han adoptado la pose enfermiza y el enfrentamiento con el mundo como guías certeras de la cercana genialidad. Todo el mundo quiere que se le reconozca como genio y el mundo otorga la genialidad a cualquiera de sus triunfadores sin preguntarse si acaso los que no triunfaron no tenían los mismos rasgos que aquellos a los que se le reconoce la genialidad. Y, sobre todo, sin que nadie pregunte si de verdad Kant tenía razón, si de verdad el ars inveniendi no conduce a ninguna parte y si de verdad resulta imposible construir un algoritmo de la creatividad. ¿O sí se lo preguntó alguien? ¿alguien, tal vez, que no figura en los libros de filosofía del siglo pasado? ¿alguien, incluso, alejado del capitalismo?..