Los coronavirus conforman una familia de virus cuyos ancestros nos acompañan desde el 3.000 a. de C. aproximadamente. Se trata de retrovirus, quiero decir, su material genético consta de una única cadena de RNA, que, en general, causan enfermedades más bien triviales como el resfriado común. Suelen mantener una cápsula proteínica fácilmente reconocible y transmitirse sin acumular demasiadas mutaciones. Su vía de contagio habitual la constituyen las pequeñas gotículas de moco que el paciente infectado lanza al ambiente como consecuencia de la tos o los estornudos. Normalmente, éstas acaban en las manos del sujeto que va a recibir la infección, el cual, accidentalmente, las pone en contacto con su mucosa. Dicho de otro modo, el resfriado, cosa que no parece saber mucha gente, se transmite a través de las manos, con lo que una buena higiene de éstas evita más contagios que cualquier tipo de mascarilla.
Hace unos años comenzaron a descubrirse familias de coronavirus mucho menos benignos de los que habitualmente nos aquejan. En noviembre de 2003 saltó a la fama el SARS Co-V, un coronavirus de contagio más bien difícil, que infectó a más de 8.000 personas con una tasa de mortalidad en torno al 10%. La Organización del Miedo Sistemático (también conocida como WHO, Whole Hysteric Organisation) alertó a medio mundo sobre la terrorífica expansión de un virus al que pareció sentarle muy mal el clima de latitudes ajenas a Cantón, lugar donde apareció. Pero la caja de las alegrías para la OMS se había abierto. Un par de años después volvía a la carga con el espanto de una forma de gripe capaz de exterminar a media humanidad y transmitida por las pobres aves que han soportado vivir con nosotros. La terrible gripe A, por la que se sacrificaron miles de inocentes pajarillos, que iba a poner en un brete a los sistemas de salud de todo el mundo y que infló los beneficios de las compañías farmacéuticas gracias a una campaña de vacunación extra, pasó por nosotros con tasas de infección y de mortalidad en niveles simplemente inapreciables. De ella, sin embargo, se extrajo la conclusión de que mejor volver a los coronavirus. Ocho años más tarde apareció el MERS, enfermedad de contagio más bien improbable, aparentemente incapaz de vivir lejos de los mocos de los camellos de la península arábiga, pero que no por eso se libró de que la OMS lanzara sus apocalípticas campanas al vuelo.
Hace unos años comenzaron a descubrirse familias de coronavirus mucho menos benignos de los que habitualmente nos aquejan. En noviembre de 2003 saltó a la fama el SARS Co-V, un coronavirus de contagio más bien difícil, que infectó a más de 8.000 personas con una tasa de mortalidad en torno al 10%. La Organización del Miedo Sistemático (también conocida como WHO, Whole Hysteric Organisation) alertó a medio mundo sobre la terrorífica expansión de un virus al que pareció sentarle muy mal el clima de latitudes ajenas a Cantón, lugar donde apareció. Pero la caja de las alegrías para la OMS se había abierto. Un par de años después volvía a la carga con el espanto de una forma de gripe capaz de exterminar a media humanidad y transmitida por las pobres aves que han soportado vivir con nosotros. La terrible gripe A, por la que se sacrificaron miles de inocentes pajarillos, que iba a poner en un brete a los sistemas de salud de todo el mundo y que infló los beneficios de las compañías farmacéuticas gracias a una campaña de vacunación extra, pasó por nosotros con tasas de infección y de mortalidad en niveles simplemente inapreciables. De ella, sin embargo, se extrajo la conclusión de que mejor volver a los coronavirus. Ocho años más tarde apareció el MERS, enfermedad de contagio más bien improbable, aparentemente incapaz de vivir lejos de los mocos de los camellos de la península arábiga, pero que no por eso se libró de que la OMS lanzara sus apocalípticas campanas al vuelo.
Desde principios de este año la OMS ha encontrado otra ocasión para provocar el pánico mundial. Cómo no, se trata de un coronavirus que, de nuevo, provoca un tipo de neumonía particularmente grave. Rápidamente los sesudos expertos le atribuyeron contagio “por el aire”, los periódicos se apresuraron a dar cifras de muertos en bruto y los medios de comunicación mostraron gráficos que exhibían brutales tasas de expansión. En lo que parecía un acto de prudencia, la OMS se negó a declarar la pandemia, ante la “ejemplar” reacción de las autoridades chinas. Pero cuando éstas enclaustraron a los 11 millones de habitantes de Wuham, el organismo internacional “se vio obligado” a alertar a todo el mundo de la catástrofe que se nos venía encima. China, mostrando la envidiable capacidad productiva que la ha convertido en una potencia mundial, ha levantado unos cuantos hospitales en diez días ante el asombro del mundo y la ira cada vez menos disimulada de sus ciudadanos. Mientras los medios más “alternativos” intentan vincular el surgimiento del nuevo virus con la guerra comercial con los EEUU y los gobiernos de diferentes países ponen a trabajar los laboratorios financiados con dinero público con objeto de conseguir una vacuna que comercializarán las empresas privadas, el público en general ya sabe más de la nueva enfermedad que de su vecino y hablan de coronavirus hasta los/as alumnos/as de los parvularios.
Si en medio de toda esta histeria uno analiza fríamente los datos que van llegando, la realidad que se descubre no cuadra mucho con la reacción que se ha logrado generar. En primer lugar hay que constatar que la noticia del surgimiento de este nuevo virus ocupó las portadas de los medios de comunicación desde los primeros días, cuando los infectados no sobrepasaban la treintena, algo, sin duda, bastante sorprendente. En segundo lugar, si, contamos no las cifras de muertos en bruto sino en comparación con las cifras de afectados, aparece una enfermedad que mata a menos del 2% de todos los que infecta, lo cual supone una tasa de mortalidad por debajo de la gripe común. En tercer lugar, si se compara su expansión no con el SARS o con el MERS, enfermedades, como ya he dicho, poco contagiosas, resulta que ésta se expande más lentamente que, de nuevo, la gripe común. En cuarto lugar, a un ritmo de unos 1.000 infectados por día, habrá alcanzado a la totalidad de la población china en algo así como... ¿un millón de días? En quinto lugar, parece que necesita, como mínimo la misma intimidad con quien ya se halla infectado que la gripe para que se transmita, lo cual hace que las medidas de confinamiento más bien refuercen su capacidad de contagio que su aislamiento. En sexto lugar, todo induce a pensar que hay un número desproporcionado de contagiados entre el personal médico chino. En definitiva, ¿qué ocurre realmente en China? ¿a qué viene todo este escándalo, todo este alboroto, toda esta ira? ¿por qué tenemos que habérnoslas ahora precisamente con esto y no con cualquier otra cosa?
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