Si Trump fuese diferente de Ronald Reagan o de George Bush (de cualquiera de ellos) por lo que dice, si fuese un problema de “valores”, quiero decir, de imagen, nos hallaríamos ante un futuro inmediato poco halagüeño. La cuestión está en que los valores que realmente se hallan en juego no son los que atisban a ver los Popovich de este mundo. Averiguar la gravedad de la situación que se avecina apenas exige recapitular los primeros movimientos del presidente in pectore. Como jefe de gabinete ha sido designado Riece Priebus, hasta ahora presidente del Comité Nacional Republicano, es decir, un hombre del partido. En apariencia, por tanto, se trata de una designación muy pertinente. El jefe de gabinete en EEUU es un cargo clave, pues se trata de una especie de fontanero que tiene que hacer lo posible para que las políticas del gobierno se pongan en práctica, además de ser quien permite o impide el acceso al presidente. Teniendo en contra a casi todo el aparato del partido republicano, que domina ambas cámaras, resulta muy sensato elegir como jefe de gabinete a una de las máximas autoridades dentro del partido. A la vez que Priebus, en lo que la prensa interpretó, erróneamente, como un movimiento de contrabalanceo, fue designado como estratega jefe y consejero principal Stephen Bannon. Ídolo del Ku Klux Klan, homófobo, antisemita, racista, xenófobo, el honorable Sr. Bannon, tenía todas las papeletas para ocupar un puesto de relevancia dentro de la nueva administración.
El cargo de Loretta Lynch, mujer negra que ocupó la fiscalía general, va a parar a Jeff Sessions, cuya carrera en la administración comenzó con una serie de nombramientos bajo el mandato de Ronald Reagan y que tiene a sus espaldas un largo historial de persecución de toda persona de color que bordease los límites de la ley y de tolerancia con los criminales blancos pertenecientes al KKK. Partidario de la tortura, del maltrato a los detenidos y de considerar a los inmigrantes delincuentes, y pese al generoso apoyo de numerosas empresas de sanidad y seguros, el propio partido republicano tuvo reparos para seguir otorgándole ascensos... hasta ahora.
El nuevo asesor de Seguridad Nacional, Michael Flynn, es un demócrata, criado, según propias palabras, en una familia extremadamente demócrata, contrario a la tortura, el maltrato de prisioneros, defensor del derecho a decidir de las mujeres en el tema del aborto, militar de carrera y jefe de la unidad de inteligencia del Pentágono durante la administración Obama. Ha sido la persona que le ha enseñado a Donald Trump dónde está México. Tras su retiro de la vida militar, fundó una empresa de “asesoría” con su hijo que, entre otros clientes, tuvo al gobierno del muy islamista presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan.
Mike Pompeo es miembro del Tea Party y de la National Rifle Asociation, se opone al aborto, a la idea del calentamiento climático, al sistema de seguridad social impulsado por Obama y es partidario, eso sí, de darle carta blanca a la NSA para que espíe a quien le dé la gana cuando le dé la gana sin necesidad de pedir autorización a nadie. De hecho, Pompeo ha pedido la extradición de Snowden para que sea juzgado en los EEUU por alta traición. Nadie mejor que él, por tanto, para dirigir la CIA. Finalmente, esta semana se ha nombrado a las dos primeras mujeres del gabinete: Nikki Halley, estrella emergente del partido republicano como embajadora ante la ONU y Betsy DeVos, no menos republicana, como secretaria de Educación.
Pero aún más significativos que los nombrados, son los no nombrados. Por el camino se ha quedado Ben Carson, figura bastante popular en los EEUU por ser un neurocirujano de color que ha realizado espectaculares operaciones como la separación de gemelos tras 70 horas de quirófano. Filántropo, protagonista de un par de películas, entró en la carrera por la nominación que acabó ganando Trump. Por supuesto, Carson está contra el sistema de asistencia sanitaria universal y gratuita, contra el aborto y contra la admisión de nuevos inmigrantes. Tras figurar en las quinielas durante varias semanas, él mismo dijo preferir “apoyar al nuevo gobierno desde fuera”.
No menos popular, ni menos reaccionario es Chris Christie, la gran esperanza blanca del partido republicano a quien todos daban como rival de Hillary Clinton en estas elecciones. Gobernador del Estado de New Jersey, no le ha dolido prendas reconocer algunas actuaciones del gobierno de Obama. Contrario a los matrimonios homosexuales, apoya que se ayude a los padres que lleven a sus hijos a colegios confesionales, considera que cualquier protección del medio ambiente implica reducir las oportunidades de negocio, que a las empresas contaminantes hay que ponerles unas multas mínimas y, naturalmente, cree que hay que levantar un muro en las fronteras del país. Aunque su figura declinó con el descubrimiento de que dos de sus asesores se habían dedicado a crear atascos en el pueblo de un alcalde republicano a quien Christie se la tenía jurada, no es ése el motivo por el cual se ha quedado, una vez más, en la cuneta.
Por último, Trump parece tener problemas para encontrar al futuro secretario del tesoro. Los requisitos son simples, debe ser algún género de “lobo de Wall Street” cuyo nombramiento deje patentemente clara la bacanal de desregulación que se avecina. Sin embargo, por más que ha removido JP Morgan con Golman Sachs (es decir, Roma con Santiago), el nombramiento no acaba de cristalizar. ¿Por qué? O, de un modo más general, ¿qué tienen Priebius, Sessions, Flyn, Bannon, que no tengan Carson o Christie? El caso de Halley y DeVos no tiene misterio. Como mujeres que son, Trump las ha nombrado para cargos que no le importan un bledo. El hecho mismo de que Halley lo criticase durante la campaña muestra que su nombramiento es un gesto de desprecio hacia una institución que, simplemente, será ignorada a partir de ahora, la ONU.
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