Cuenta la leyenda que Galileo conminó a los miembros de la Inquisición que le juzgaban a que mirasen por el telescopio y verían lo que él había visto, pero éstos se negaron a hacerlo aduciendo que sabían lo que había en los cielos por sus libros. Los científicos recitan cual papagayos este mito y se sienten reconfortados sabiéndose la vanguardia de la civilización en su lucha contra el oscurantismo y el principio de autoridad. Después se van a sus despachos, abren el sobre en el que alguna revista les ha enviado un artículo para que lo revisen y lo primero que hacen es averiguar en qué institución trabaja el autor del artículo, con quién se formó y a quién cita. En función del prestigio que parezca encerrar todo ello, se dignan mirar los datos que figuran en el artículo o no, suponiendo que la realidad se conforma a lo que dice la autoridad y no se muestra mirando a través de las tablas de datos. El funcionamiento de la ciencia como institución hoy día no es muy distinto del que exhibía la iglesia en la época en que se juzgó a Galileo. Todavía peor, si comparamos el número de retractaciones que los jueces obligan a publicar a las revistas de cotilleos con el número de artículos retirados por las más prestigiosas revistas científicas, habremos de concluir que la prensa del corazón tiene criterios editoriales más rigurosos que las publicaciones supuestamente científicas. Todos aquellos científicos y filósofos que concluyen que “ciencia” es lo que publican dichas revistas, no hacen más que colocar el rigor de la ciencia actual apenas por encima del nivel de los chismorreos.
Que el sistema de peer review no funciona es ya una vieja canción. Nadie tiene tiempo de revisar los artículos que recibe cuando, a la vez, se le exige un rendimiento académico e investigador de modo continuado en el que no tiene cabida la repetición de experimentos realizados por otros. Si alguien tuviera tiempo para ello, desde luego, sería incapaz de encontrar financiación para hacerlo, pues ninguna fuente de financiación está interesada ni por la verdad en general, ni, mucho menos, por el buen funcionamiento de alguna ciencia en particular. Si alguien pudiera obtener financiación, sus críticas reiteradas a los artículos de ilustres investigadores como fueron Stapel, Boldt y Fujii, acabaría por hacer que las revistas dejaran de enviarle sus artículos para la revisión. Y si alguna revista tuviese la honradez hacerlo pese a ello, acabarían por recordarle que ellas, las revistas científicas, tienen que publicar algo, algo llamativo e impactante, algo que las haga la comidilla de la prensa generalista y que amplíe la base de suscriptores. Al fin al cabo, son revistas y hace tiempo que se apuntaron al lema de cualquier publicación periódica: no dejes que la verdad te estropee una buena noticia. La única verdad que persiguen las revistas científicas es la verdad que arroja la cuenta de resultados anual y a ella quedan supeditadas todas las demás. ¿En serio creen que los miembros del comité redactor de Science, de Nature, de Cell, se jugarían no ya la vida como hizo Galileo, sino sus honorarios para proteger el buen funcionamiento de la ciencia? ¿Creen que al comité de redacción de Anesthesia & Analgesia le importa más la verdad que los ingresos que generan sus anunciantes? ¿Me van a decir que el comité de redacción de cualquier revista médica está preocupado por las personas se van a curar gracias a los descubrimientos que muestran sus páginas y no por la generosa aportación que le proporcionan las empresas farmacéuticas?
Cada falsificación, cada dato inventado, cada media verdad, es una mancha de aceite en el mundo de la ciencia, cuyos efectos se extienden en el tiempo haciendo difícil predecir sus resultados a medio y largo plazo. Cada falsificador encumbrado es una generación de científicos que han tenido que dirigir sus investigaciones en una dirección más que dudosa si querían recibir ayudas y subvenciones para sus estudios. Cada artículo retirado es una denuncia contra un sistema, el sistema creado por una industria cultural que ha usurpado el papel de faro de la cientificidad con la nada disimulada intención de hacer caja y envolver cada verdad en una bruma de mentiras.
Por supuesto, los propagandistas de “lo científico”, que continuamente nos escamotean la pregunta por la naturaleza de la ciencia, quieren hacernos creer que se trata de cuestiones menores. A esos filosofillos de la ciencia que se han hecho grandes en su especialidad leyendo las alucinaciones de Popper, las incoherencias del Kuhn de La estructura de las revoluciones científicas y cosas semejantes, no se les puede pedir que comprendan la importancia de Retraction Watch para tomarle el pulso a la ciencia real, pues no estamos hablando de casos aislados, hablamos de 500 ó 600, casos al año detectados, la punta de un iceberg que nadie se atreve a cuantificar. Todavía más grave, hablamos, en el fondo, de la misma historia repetida hasta la saciedad, la historia de alguien con notables habilidades sociales, con una ambición desmedida, que produce muy por encima de la media, con un prestigio que se ampara en el prestigio de quienes se avienen a publicarle o a publicar con él, en definitiva, hablamos del prototipo de lo que en economía se llamaría un emprendedor de éxito. Si, efectivamente, medimos una teoría científica por los réditos económicos que puede producir, si “saber venderse” resulta mucho más importante que saber hacer las preguntas correctas, si la vida de un equipo investigador depende de las subvenciones que puede lograr, si medimos la importancia de un experimento por el dinero que gana la revista que lo publica y si hemos sustituido el modelo de científico brillante por el de hombre de negocios exitoso, ¿cómo pretendemos que la ciencia nos cuente algo parecido a la verdad? A lo sumo, podremos pedirle que haga lo que hace cualquier empresa importante, que invente eslóganes sonoros, que fabrique anuncios ingeniosos y, sobre todo, que proteja los intereses de sus accionistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario