La navidad es, básicamente, un período de regresión a estratos primitivos de nuestra cultura. Esto da lugar a una extraña mezcla y el hecho de que la vivamos con normalidad indica que satisface recónditas necesidades de nuestra mente. En primer lugar está el aspecto más evidente, gastamos, comemos y quedamos con gente de un modo desproporcionado y brutal. Hay un cierto aroma a potlach en el aire. El potlach, recordemos, era una festividad de los indios de la costa noroeste de los EEUU. Básicamente la gente se dedica a regalar todo cuanto tenía, de modo que el que más recibía se consideraba ofendido y sólo podía lavar semejante ofensa entregando más de lo recibido. Cuando ya no hay nadie a quien regalar, los bienes (pieles, aceite o esclavos) se destruían. Presentado con frecuencia como un ejemplo contra el materialismo cultural, Marvin Harris recordó que era una ceremonia desconocida hasta que la cultura occidental comenzó a atraer a los jóvenes indios de tal manera que los poblados se quedaban vacíos. Mediante una festividad del derroche, se trataba de mostrar lo abundante y rica de la forma de vida tradicional, con la esperanza de traerlos de vuelta al redil. La navidad cumple precisamente ese papel. Bajo las luces, los adornos y los buenos deseos a las personas que detestamos, tratamos de ocultar el poderoso deseo de abandonar nuestro modo de vida habitual, que nos domina el resto del año.
Pero la navidad es algo más que el potlach. Es el tiempo de la ilusión. Resulta fascinante descubrir la cantidad de esfuerzo que los adultos emplean en engañar a los más pequeños de la casa, los cuales, por su propia naturaleza, son fáciles de engañar sin tanto esfuerzo. Se les habla de Papá Noel, de los Reyes Magos, de los camellos y de los renos que vuelan y entran por la cerradura de las puertas, se les explica la legión de elfos y de pajes que, por un contrato basura, montan y empaquetan juguetes fabricados en China. Hay todo tipo de libros, de cuentos, de películas, explicando el milagro de los regalos. La verdad es que los niños por debajo de los cinco años ni entienden ni saben de qué demonios se les está hablando. Los adultos se empeñan en sentarlos en el regazo de un desconocido con barbas que, como no podía ser menos, les espanta, sobre todo porque suele ir con una saca, que vaya Ud. a saber si está ahí para echar mano de un regalo o para engullir al niño. Por encima de los ocho años, quien más quien menos ha conocido a ese listillo que llega al colegio diciendo que los Reyes Magos son los papás. En medias quedan esos dos o tres años en que el niño elucubra acerca de Papá Noel, se impacienta con lo que falta para que llegue su visita y se queda en la cama con los ojos cerrados si se despierta antes de tiempo. Los padres, los padres que con dos contratos temporales de trabajo firmaron una hipoteca a cuarenta años con cláusula suelo y dedicaban uno de los sueldos a pagarla, miran a su niños y piensan: “¡qué inocente!” La verdad es que los niños de inocentes tienen poco. Saben que por escribir una carta chorra les va a caer encima un aluvión de regalos y, como es lógico, por tan ventajoso intercambio están dispuestos a creer en la barriga de Papá Noel, en los renos voladores, en la felicidad de los elfos y en la inteligencia de Mariano Rajoy si hace falta. Al fin y al cabo es el mismo comportamiento que desarrollamos todos cuando estamos dispuestos a creernos que hemos decidido qué política se va a aplicar en el futuro después de votar.
Hay quienes piensan que alcanzaron la madurez el día en que descubrieron a su padre dormido, abrazado a la copa de coñá que debía beberse Melchor y con los regalos sin envolver. La verdad es que la madurez está más adelante, cuando uno descubre que si Papá Noel y los Reyes Magos no existiesen habría que inventarlos, es decir, cuando llega a la conclusión de que el bien de las personas a las que quiere, implica actuar como si ciertas ficciones fuesen reales. El como si es fundamental para la convivencia. Con frecuencia tenemos que actuar como si no nos importasen nada los dos besos que nuestra novia le acaba de plantar a ese antiguo "amigo" o como si no estuviésemos mirando a esa escultural mujer que nos pasa al lado mientras estamos con nuestra pareja. Pero hay un aspecto en que ese como si es todavía más importante. Decía Kant que en todo momento debemos comportarnos como si el cumplimiento de nuestro deber fuese a recibir una recompensa en esta o en la otra vida. Quizás es ese como si el que tratamos de enseñarles a nuestros hijos al mentirles.
Pero los regalos, el despilfarro, no son los únicos componentes de las fiestas navideñas. En multitud de culturas tradicionales, el nacimiento de un nuevo ciclo se celebra con fiestas orgiásticas, estruendosas procesiones que intentan expulsar a los demonios del poblado y algún tipo de conjuro por parte del jefe o el brujo. Nosotros, civilizados occidentales, inauguramos el nuevo año con cotillones abundantemente regados de alcohol, infinidad de petardos y cohetes, y discursos hasta del presidente de la comunidad. En nuestras muy ordenadas cabezas de ciudadanos del nuevo milenio, se mezclan de un modo difícilmente comprensible una concepción del tiempo lineal de origen judeocristiano y una concepción del tiempo cíclico, cuyo origen está en la observación de los fenómenos naturales por parte de nuestros más remotos antepasados.
En fin, no quiero terminar sin desearles unas propicias danzas alrededor del fuego y que el nuevo año, más que próspero y feliz, sea eso, nuevo, y no se parezca a los que hemos vivido últimamente.
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