domingo, 28 de diciembre de 2014

Juegos de hombres

   Hace casi dos décadas, cuando aparecieron, tener un móvil y estar hablando constantemente por él era considerado un signo de categoría, de distinción. En Argentina, cierto señor enfrascado en una conversación telefónica, desatendió las precauciones mínimas al cruzar una calle y fue atropellado, muriendo de modo casi inmediato. Al recoger sus pertenencias, la policía se percató de que la conversación que lo condujo a tan fatal desenlace se había estado llevando a cabo con un móvil de pega. Hasta donde sé, no fue propuesto para los Premios Darwin, pero podría habérselo llevado con facilidad. Dichos premios, honran la muerte más estúpida del año. La idea es que quien ha muerto de una manera tan absurda, merece un reconocimiento por haber librado a la humanidad de unos genes capaces de llevar a su portador a cometer semejante tontería. Precisamente, en relación con la historia que hemos contado al principio, está la del Sr. Heath Hess, candidato a dicho premio por morir atropellado por un tren mientras hablaba por un móvil y se tapaba la otra oreja con la mano para no oír el silbido del mismo. Dicen que sus últimas palabras fueron: “¿Puedes hablar más alto? Es que no te oigo con el pitido del tr...” También fue nominado un atracador de Renton, ciudad del Estado de Washington, por intentar atracar una tienda de armas, a rebosar de clientes y con un par de policías en su interior charlando con el dependiente. Recibió 63 disparos después de gritar: “¡Esto es un atrac...” Pero mi historia favorita es la de Krystof Azninski, campesino polaco de 30 años que en 1996 consiguió decapitarse a sí mismo. Había estado bebiendo con unos amigos y, tras ponerse a tono, decidieron jugar a “juegos de hombres”. Primero se golpearon con carámbanos de nieve. Luego uno cogió una motosierra y gritando “yo sí que soy macho”, se cortó  un dedo del pie. Azninski, no queriendo ser menos, miró a sus amigos y les dijo: “a ver si tenéis huevos de hacer esto”. Se giró la motosierra hacia sí mismo y se rebanó el pescuezo. Sus amigos no tuvieron huevos. De hecho, uno de ellos comentaba que el bueno de Krystof había muerto como un verdadero hombre, algo sorprendente porque de niño le gustaba ponerse ropa de sus hermanas... 
   Digo que es mi favorita porque me recuerda muchas cosas que he vivido. En esencia, no hay estupidez que un hombre no cometa después de que alguien le diga: “a que no hay huevos de...” Y es que todos los casos anteriores tienen algo en común: están protagonizados por hombres. Basándose en ellos (y en el resto de los Premios Darwin) un reciente estudio publicado en el British Medical Journal llegaba a la conclusión de que los hombres son más idiotas que las mujeres. El estudio, por sí mismo, merece también ser nominado a un premio, el Ig Nobel, aunque, la verdad, sólo es un ejemplo más del amarillismo hacia el que están siendo abocadas las publicaciones científicas bajo el liderazgo de Science y Nature.
   Que los hombres corren riesgos inútiles, que tienen una tendencia natural a desarrollar conductas peligrosas para sí mismos y para los demás y que rara vez demuestran un vestigio de inteligencia bajo el influjo del alcohol o ante la presencia de mujeres, lo sabe cualquiera. No faltará quien eche la culpa de todo a la testosterona, de acuerdo con una falacia muy popular en determinados círculos. Dicha tesis tiene una fácil comprobación empírica, hagan un estudio de las mujeres que se cambian de sexo a ver si son más violentas, corren mayores riesgos y actúan con menos sentido común tras recibir sus correspondientes dosis de hormonas o, a la inversa, si los hombres que se cambian de sexo devienen más tolerantes, cariñosos y conservadores. La verdad es que la testosterona sólo es culpable de que los hombres tengamos hemorragias nasales,  poco más. 
   La avidez por correr riesgos innecesarios apareció en algún momento de la evolución de nuestra especie, hace más de un millón de años, cuando nos dedicamos a cazar regularmente. Hay que recordar que nuestro cerebro consume el 25% de la energía que necesita nuestro cuerpo. Un homo habilis, con apenas 600 centímetros cúbicos de capacidad craneal, dedicaba el 15% de su energía a su cerebro. Tales necesidades energéticas son difíciles de satisfacer con frutas y verduritas. Aún peor, el cerebro necesita ácidos grasos para su funcionamiento los cuales, básicamente, sólo están presentes en la carne. Los individuos del género homo, pasaron así de herbívoros a omnívoros, lo cual supuso un ahorro estratégico fundamental porque el aparato digestivo se acortó y recursos necesarios para la lenta descomposición de los vegetales, pasaron a estar a disposición de ese órgano en crecimiento imparable que fue el cerebro. Es difícil que un homo habilis pudiera cazar nada, de modo que se dedicó, probablemente, al carroñeo, cuando no al canibalismo. En algún momento entre ellos y el homo antecessor nos convertimos en cazadores.
   Cuando se habla de caza uno piensa en señores que salen de madrugada con todoterrenos a defenestrar gorrioncillos con sus escopetas de repetición. Hace un millón de años la cosa era ligeramente diferente. Se trataba de cazar ciervos, bisontes y mamuts, armados con palos afilados y piedras en un entorno boscoso en el que un león o un tigre de dientes de sable podía convertir rápidamente al cazador en cazado. Desorientarse en un mar de árboles o, simplemente, dejar que el atardecer cubriera los bosques de oscuridad lejos de un refugio seguro, conducían a nuestros antepasados a un desenlace fatal. Cazar debió ser un juego extremadamente arriesgado cuyos beneficios evolutivos finales no podrían atisbarse en aquel momento. Hay que recordar que en esta época había una división del trabajo por sexos. Las mujeres quedaban encargadas de la recolección de frutas y verduras y los hombres de la caza. Los estudios paleantropológicos demuestran que los últimos de estos cazadores-recolectores estaban mejor alimentados que los primeros agricultores. Sin duda, disfrutarían de paladear la carne, pero teniendo a su alcance abundante fruta y verdura, carroña ocasional y algún que otro semejante que llevarse a la boca, ¿para qué cazar? ¿Qué podría llevar a ese hombre primitivo, atiborrado de ensalada, con una buena reserva de fruta y unos bocados de carne a internarse en un bosque lleno de peligros para obtener un filete de bisonte? El sabor de la carne recién cazada debió ir acompañado, probablemente, de algo más: la satisfacción de haber cobrado una presa, saberse el animal más inteligente... o el placer del riesgo. Sin duda, aquellas poblaciones cuyos varones disfrutaban siendo capaces de escapar de sus depredadores a la vez que cobraban piezas, debieron obtener una ventaja evolutiva.
   De buenas a primeras (en términos de evolución), tenemos a esos cazadores-recolectores acostumbrados a meterse en bosques llenos de peligros sentados ante la mesa de una oficina. ¿Podemos extrañarnos de que beban, jueguen, se inventen competiciones cada vez que se ponen al volante y no dejen pasar un día sin incurrir en un riesgo innecesario? Mucho me temo que todas las tonterías que hacemos los hombres son un resultado de nuestra evolución, igual que nuestra inteligencia.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (y 3)

   “Siracusa” ha ejercido un atractivo constante sobre los filósofos o, mejor dicho, sobre los hombres que han hecho filosofía. La filosofía por sí misma ha tenido pocas razones, por no decir ninguna, para ir a “Siracusa”. Pero los hombres que la han hecho han sentido con frecuencia que las cosas iban demasiado lentas, o que estaban solos, o que sus ideas no acababan de impregnar la sociedad, o, más comúnmente, no se han dado cuenta de que era la vanidad característica de los hombres y no los razonamientos, la que guiaba sus pasos hacia la política. Son muchos, muchos de los grandes y aún más de los medianos y de los pequeños, los que han acabado en “Siracusa”. Ahí tenemos a Karl Marx fundando un Partido Comunista cuya existencia era superflua si leemos sus textos en el sentido de que el capitalismo, inevitablemente, conduce a la revolución proletaria. A Marx, como a Platón, se le suele echar en cara el fracaso de su Siracusa particular en la forma del gulag estalinista. Curiosamente este comportamiento no se reproduce con otros siracusanos, tales como Martin Heidegger. Al parecer, por una parte está el ciudadano Heidegger, sucesor en el decanato de Friburgo de su “maestro y amigo” E. Husserl, destituido por judío, o el ciudadano Heidegger, que en 1953 aún hablaba de “la grandeza del nazismo” y por otra parte, el filósofo Heidegger, cuyo Ser y tiempo, está limpio como una patena de la sangre vertida en Auschwitz. Lo cierto es que Heidegger declaró expresamente su deseo de poner su filosofía al servicio del tirano y no para proveer a su país de leyes más justas, no, sino para facilitar la carnicería. Éste es el único modo sensato de entender su doctrina de que el ser se muestra en el acontecimiento, su recomendación de “quedarse escuchando la voz del ser” que lanzaba discursos incendiarios por las radios alemanas de la época, o su exégesis del ser-para-la-muerte, al cabo, poco más que una glosa de ese “novio de la muerte” que anduvo de cruzada por España.
   Menciono a Marx y a Heidegger como podía mencionar a tantos otros, de su altura o mucho más pequeños, que no supieron entender lo ocurrido con Platón en Siracusa. Porque las estancias de Platón en Siracusa son narradas habitualmente como la historia de un fracaso. El propio Platón debía verlo así y sus contemporáneos, entre los que se encontraban muchos de los partidarios y familiares de Dión, no debieron verlo de otra manera, como lo demuestra la prolijidad de la carta VII. Suele decirse que Platón ni siquiera se acercó a hacer de la sociedad siracusana una sociedad más justa y/o feliz. La propia afirmación platónica de que habrá mal en el mundo mientras los reyes no sean filósofos o los filósofos reyes, se ve, a la luz de estos acontecimientos, como equivalente a afirmar que siempre habrá mal en el mundo. Sin embargo, si uno se detiene a analizar los hechos históricos, obtendrá otras consecuencias. 
   En efecto, para empezar, Platón logró que, efectivamente, hubiese un rey filósofo, porque, al final, Dionisio acabó reclamando para sí el título de filósofo y rey (o tirano), por más que Platón se lo negara. Que semejante rey-filófoso contribuyese a atemperar el mal en el mundo o no, ya es otra cuestión. Todavía mejor, hubo un filósofo, o, al menos, alguien imbuido por el espíritu filosófico, que acabó siendo rey, Dión, por mucho que lo fuese durante un tiempo extremadamente breve.
   Platón deja muy claro que el filósofo no debe prestarse a ser un mero nombre que el tirano de turno use en su beneficio. Cualquiera que se deje ver en compañía de un político contribuyendo con su nombre a acrecentar la fama de éste, siempre podrá aducir como razón su derecho a medrar, pero no el servicio fiel a la filosofía. Tampoco debe el filósofo ir prodigando sus consejos entre aquellos que no están dispuestos a aprovecharlos o quienes, simplemente, no los han pedido. Ni va a tardar mucho en ser quitado de en medio el filósofo que llegue al poder por medio de la espada (o las urnas). El apoyo popular a quien, por propia naturaleza, es un extranjero en todas partes, salvo en la République des lettres, difícilmente podrá ser sincero o duradero. Y, sin embargo, Platón y su filosofía sí que tuvieron una influencia real y decisiva sobre los acontecimientos. Porque Platón sí que contribuyó, por lo menos al intento, de hacer de la sociedad siracusana en particular (y de este mundo en general), algo mejor. Semejante logro no lo alcanzó ni mediante el ejercicio directo del poder, ni mediante su ejercicio mediado, a través de la influencia sobre quien ejercía el gobierno, lo alcanzó mediante la enseñanza, mediante la educación. Fue la trasmisión de sus ideas (a Dión), la que provocó una serie de acontecimientos históricos que acabaron desencadenando la caída del tirano. Dicho de otro modo, es en su tarea como educador donde radica la posibilidad de que el filósofo ejerza un papel efectivo y aún revolucionario sobre la realidad política de un país

domingo, 14 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (2)

   Platón nunca se hizo ilusiones acerca de la naturaleza tiránica del gobierno de Siracusa ni de la naturaleza del tirano. Al recordar los motivos que le condujeron por primera vez a Siracusa, Platón no nos habla de las posibilidades que se abrían ante sí, ni de los riesgos que un filósofo corre al entrar en un campo que no es el suyo. Recordemos, Platón aún no ha publicado ningún tratado de política. No se siente comprometido, pues, con una opción política que (aún) no ha hecho pública. Se siente comprometido con Dión, a quien convenció de las ventajas de perseguir la virtud tanto privada como pública. Por tanto, no teme que lo acusen de sabio encerrado en su torre de marfil, teme que lo acusen de charlatán de feria. Semejante temor al qué dirán, es, sin duda, algo que debiera preocuparle al hombre llamado Platón o, mejor dicho, Aristocles, pues éste era su nombre real. A Platón, al filósofo, el qué dirán debe traerle sin cuidado. Aristocles basa, pues, su decisión de llevar a Platón a Siracusa en el agradecimiento a la hospitalidad recibida por parte de Dión. Filosóficamente, Platón es incapaz de hallar motivos para acudir a las demandas de Dionisio y Dión. Resulta fácil de entender por qué filosóficamente no había motivo alguno para llevar a Platón a Siracusa si proseguimos con su relato de lo que ocurrió cuando llegó allí.
   Tras ser infectado por el virus de la filosofía, el joven Dión había desarrollado uno de los síntomas característicos de esa enfermedad, se había convertido en una especie de extranjero en su propio país. Las frívolas preocupaciones de sus conciudadanos le resultaban por completo extrañas o, dicho a la inversa, muchos lo miraban con malos ojos, especialmente, tras su empeño en traer a Platón a la corte del tirano. Este, como buen tirano, no podía tolerar junto a él nadie tan noble e instruido como Dión, aunque reconocía el prestigio que podía aportarle la presencia del filósofo ateniense. Apenas tres meses después de la llegada de Platón a Siracusa, Dionisio ordenó el destierro de Dión y se esforzó porque Platón rompiera todos los vínculos con él.
   Cuenta Platón que decidió permanecer en la corte, pese al destierro de su principal valedor en ella, por deseo expreso de éste y porque, tras su partida, se difundió el rumor de que Dionisio lo había matado. Queriendo el tirano disipar tales rumores, se cuidó mucho de que lo viesen en compañía del filósofo, a la vez que lo encerraba en una jaula de oro. Aquí el relato de Platón se vuelve deliciosamente confuso. Asegura el ateniense que no podía salir del palacio, del país y, mucho menos de la isla, si bien la única demostración que da es una serie de razonamientos al respecto. Dicho de otro modo, Platón no hizo ni el más mínimo intento por escapar. ¿Por qué? Aunque Platón no se cansa de hablarnos de las mezquindades de Dionisio y aunque afirma no haber tenido con él más que una sola conversación sobre filosofía, le reconoce “facilidad para aprender” y el mismísimo Arquitas de Tarento, una de las principales fuentes del pitagorismo platónico, dio testimonio de sus progresos en filosofía. Por más que Platón se dedique a poner en tela de juicio tales progresos, lo cierto es que la presencia del ateniense tuvo que despertar en el siracusano si no la viva impresión que causó en Dión, sí un cierto hechizo filosófico del que ya no escaparía. Desde entonces, siempre intentó dar la apariencia de filósofo él mismo, llegando a escribir un libro sobre el tema y a ganarse la vida, en sus últimos años, como maestro en dicha disciplina.
  Quizás Platón aguantó tantos meses en Siracusa creyendo que, al final, manipulando la fascinación de Dionisio por el mundo filosófico, podría llegar a tener influencia real sobre el gobierno de la ciudad. De hecho, cuando finalmente partió, lo hizo bajo la promesa de volver. Promesa que cumplió. Hubo, en efecto, una segunda estancia en Siracusa, en respuesta a una segunda invitación de Dionisio y de Dión, que permanecía en el destierro, y como resultado de una segunda deliberación. Esta  segunda deliberación platónica se resolvió en favor de volver a Siracusa para comprobar los progresos en filosofía de Dionisio y porque éste, según cuenta Platón, le había prometido que, de acceder, el asunto de Dión se resolvería en el sentido que Platón desease.
   La segunda visita a Siracusa acabó aún peor que la primera. Despreciaba a Dionisio y éste no necesitaba más que de su visita, no de su estancia allí, para acrecentar sus ínfulas filosóficas. Cuenta la leyenda que, tras partir de Siracusa, el barco en el que viajaba Platón naufragó en las costas de Egina, ciudad en guerra con Atenas que había decretado la esclavitud de cuantos ciudadanos atenienses llegaran a sus costas. Platón, por tanto, fue vendido como esclavo. Para su fortuna, fue comprado por un conocido suyo que rápidamente lo manumitió, permitiendo el regreso a su ciudad. De camino, se encontró con Dión, quien le comunicó su intención de hacerle la guerra al tirano. Fue el inicio de una campaña que terminó con la derrota de éste y el triunfo del desterrado. Pero, como ya dijimos, Dión nunca fue capaz de conocer el corazón de los hombres. Dos de de sus compañeros de armas lo asesinaron. La ciudad cayó en el caos, hasta el punto de que, ocho años después, Dionisio acabó por reconquistala, para ser despuest,o de forma definitiva, en el año 344 a. de C. Platón había muerto tres años antes.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (1)

   Tras la muerte de Sócrates, Platón emprendió un viaje, poco menos que iniciático, que, en su primera etapa, le llevó a Egipto. Desgraciadamente es poco lo que sabemos de la estancia de Platón en Egipto, qué templos visitó y a qué nivel doctrinal se le permitió acceder, aunque su identificación del sol con el bien nos permite intuir que semejante visita (si es que se llegó a producir) causó un profundo impacto en el joven Platón. No menos impactante fue la segunda estancia de dicho viaje, la Magna Grecia. Dos ciudades destacan de esta etapa. La primera fue Tarento, aristocracia de raigambre pitagórica, cuyo tipo de gobierno y,  probablemente, la numerología en que se basaba, también será recordada por Platón en su República. Menos trascendencia pareció tener en aquel momento, la otra ciudad visitada por Platón, Siracusa. 
   Siracusa era una tiranía ejercida por Dionisio el Viejo. Había inaugurado su mandato liberando a toda Sicilia de los bárbaros, lo cual hizo de él un político temido y respetado que llegó a tener en sus manos la unificación de la isla. Su desastrosa gestión posterior, acabó haciéndola imposible. La propia Siracusa, en tiempos de la visita de Platón, languidecía mientras sus habitantes se dedicaban, según testimonia Platón, a atiborrarse de comida un par de veces al día y a procurarse un compañero/a de lecho. En este ambiente de decadencia, sin embargo, Platón encontró un alma pura, el joven Dión, emparentado con el tirano, sobre el que sus enseñanzas ejercieron un poderoso influjo, hasta el punto de que dedicó el resto de su vida a lograr que su ciudad fuese gobernada no por una persona concreta, sino por leyes excelentes. La muerte de Dionisio el viejo pareció marcar el momento oportuno para ello. Dión, qua aprendió mucho de las doctrinas de Platón pero poco de la naturaleza humana, creyó ver en su hijo y sucesor, Dionisio el joven, al gobernante ansioso de sabiduría que podría conducir a su ciudad a un gobierno justo.
   En su carta VII, Platón nos cuenta cómo recibió invitaciones por parte de Dión y del propio Dionisio, para ir a Siracusa y contribuir a instaurar un gobierno henchido de filosofía. Aquí es preciso hacer algunas referencias cronológicas. Estamos en torno al 389-386 a. de C. Platón tiene alrededor de 40 años y ha comenzado a escribir diálogos en los que resulta claro que, si bien sigue hablando por boca de Sócrates, las doctrinas que éste expone no corresponden al Sócrates histórico, sino al propio Platón. No obstante, la carta VII, en la que se nos narran todos estos acontecimientos es muy posterior, en torno al 360 a. de C. Quien habla a través de ella es ya un Platón anciano, que recuerda los acontecimientos a la luz de su desenlace final. Este Platón anciano ha contado en La República y Las leyes, sus ideas políticas, pero  cuando encontró a Dión, no había publicado todavía nada al respecto que sepamos. En la época en que recibe la invitación para ir a Siracusa, Platón es, por tanto, un filósofo conocido y reputado, que aún no ha dado lo mejor de sí y cuyas ideas políticas deben conocerse entre sus coétaneos por sus palabras, no por sus escritos. Es a este filósofo, joven y con una reputación por hacer, al que se le ofrece la oportunidad de crear un Estado preñado de su filosofía. Si triunfa, su fama como político impulsará y, probablemente, sobrepasará a su fama como filósofo. Si fracasa, es lógico que Platón temiese que su nombre quedara irremediablemente ligado a todas las miserias políticas que iban a producirse, manchando y arruinando cualquier grandeza que pudiera hallarse en su filosofía. Este dilema platónico puede formularse de un modo más general y de terrible actualidad en España: ¿debe el filósofo participar en política arriesgándose a que todo su esfuerzo teórico quede embarrado por las miserias de la ambición humana o acaso debe restringirse a su labor crítica con la realidad, arriesgándose a que tomen su necesario distanciamiento por cobarde refugio en una torre de marfil?

domingo, 30 de noviembre de 2014

Personal branding (y 2)

   El objetivo del personal branding es que los clientes potenciales nos elijan preferentemente en virtud del relato que hagamos de nuestras habilidades y no de una competencia basada en el precio. De esta manera, se nos afirma, lejos de estar sometidos al mercado, le obligaremos a bailar a nuestro son, o dicho de otro modo, renaceremos como hombres libres. El hombre libre ha descubierto que se vive mejor sin jefes, que debemos aprender a vender lo que hacemos, la marca personal nos dota
“de la libertad individual frente al poder establecido o el borreguismo que lo ha impregnado todo... El posicionamiento de la marca personal o reputación tiene mucho de causa, de revolución personal, de vivir la vida de un modo mucho más intenso, auténtico, consciente y responsable. Porque, en definitiva, el posicionamiento de la marca personal o reputación tiene un alto componente humanista, de autoconocimiento, de desarrollo de relaciones personales y de autenticidad y honestidad” (pág. 39) 
Huelga decir que no estamos ante una explicación de qué es la marca personal, cosa imposible de hallar en este volumen, sino ante el discurso de alguien, Andrés Pérez Ortega, que está vendiendo algo. Nos está vendiendo su producto, pues es uno de esos que va entregando por ahí una tarjetita donde pone “experto en marca personal”. Quizás deba ser más exacto. El Sr. Pérez Ortega no nos está vendiendo su producto. Se lo está vendiendo a quien puede comprarlo. Recordemos los tréboles. El nuevo mercado laboral debe funcionar como lo hace Hollywood. El cine fabrica, desde hace años, anuncios en gran formato de las nuevas relaciones laborales. Cada profesional trabajará con una empresa, con ocasión de un proyecto, con independencia de que conozca a sus colaboradores o no, valiéndose únicamente de sus propias fuerzas frente a las leyes del mercado y reproduciendo mercancías tan estandarizadas como lo son las películas actuales (pág. 32). Quienes son subcontratados para fabricar el producto final, no pasan de ser extras, masa indiferenciada. Ningún obrero, cualificado o no, puede tener una marca personal. Son, han sido y serán borregos. Los “hombres libres”, los elegidos para vivir la vida más y más intensamente, los protagonistas de la historia, los dedicatarios de este nuevo humanismo, son los ejecutivos, destinados a tomar decisiones y cambiar el mundo en el sentido que ellos decidan. No hay motivo para preocuparse del resto de mortales, pobres borregos, que sólo pueden estar destinados a proporcionar la lana con la que aquéllos se abriguen.
   Ahora bien, ¿para qué necesita este nuevo Übermensch un especialista en marca personal? Aquí es donde aparece Alfonso. Alfonso es un buen profesional, honesto y responsable, ha trabajado duro para llegar donde está. Tanto ha trabajado que no ha tenido tiempo de hacer lo que todos hemos hecho un día de aburrimiento, buscar su propio nombre en Google. Es su papá el que lo hace y hete aquí que el primer resultado que aparece es un infundado artículo periodístico que lo pone de vuelta y media. ¿Qué hacer? ¿Cómo podría salir Alfonso de este atolladero? ¿Acaso no podría ocurrirnos esto mismo a todos? ¿Y si hubiese pasado ayer, esta mañana, hace diez minutos? ¿De verdad es Ud. capaz de vivir sin un consejero en marca personal que le explique cómo salir de semejante situaciones? ¿Cómo evitará que la chica de sus sueños halle esas fotos suyas, medio borracho, en Internet, por muy borrego que Ud. sea? Esta es la ventaja de argumentar mediante ejemplos. A poco que uno se descuide, se verá enredado en una narración que, en realidad, ya no es un ejemplo, es un mito y, por alguna razón que un día entenderemos, los mitos, como los cuentos, desconectan la parte racional de nuestro cerebro para meternos en un mundo en el que caben todas las patrañas imaginables.
   Es un clásico del amor en los tiempos de Internet, buscar en Google el nombre de ese chico al que acabamos de conocer en una cafetería. Digo “chico” pues ya sabemos que a los hombres nos da igual si nuestra futurible es una asesina en serie siempre que esté güena. Lo que el Sr. Pérez Ortega no le explica es que la chica sólo buscará en Internet el nombre del chico que ha conocido si ha conseguido interesarla. Y esto, que vale para las chicas, vale para las empresas. Nadie se va a preocupar de buscar su reputación en la red si no ha logrado llamar su atención. Dicho de otro modo, con independencia de lo que se haya gastado en un asesor de marca personal, nadie va a contratarle si no le atrae su modo de ir vestido, su peinado, el modo en que narra lo que  es capaz de hacer por él, o lo que otros cuentan que les hizo. Si quieren se lo resumo aún más: en este mundo nadie contrata a quien no está dispuesto a venderse en todos y cada uno de los sentidos de este verbo. Nos hemos topado, por fin, con la verdad que procuran ocultar 178 páginas dedicadas a mezclar la filosofía de Platón con Georgie Dann, a que un presidente de una asociación de consumidores se felicite por lo bien que está contribuyendo a controlar el respeto al horario infantil en las cadenas de televisión, a que un directivo de Telemadrid nos aclare cuándo se quitó las gafas, a que se nos recuerde, una vez más, que el muro de Berlín cayó, que las torres gemelas fueron derribadas y que vivimos en un mundo global (algo de lo que es responsable Magallanes y no Internet, como sostienen los que verdaderamente merecen el calificativo de "borregos") y, por encima de todo, a que se nos refriegue por la cara, el happening tan encantador que un grupo de “amigos de las ideas” se montaron en 2010, con dinero público, utilizando como excusa el personal branding

domingo, 23 de noviembre de 2014

Personal branding (1)

   Acabo de leer un libro(1) escrito por
“un grupo de amigos de las ideas. Son, somos, un grupo de personas convencidas de una idea, a saber, que una sociedad mejor sólo es posible gracias a la suma de mejores personas. Personas que gestionan eficaz e inteligentemente su propia identidad para construir un mundo mejor” (pág. 177). 
Se trata de un libro financiado con dinero público, en concreto de la Comunidad de Madrid, bajo el sello de “Madrid Excelence” y que el propio Consejero de Economía y Hacienda, el señor Beteta, se permitió prologar hace tres años. Su tema es el personal branding. Hace ya un cuarto de siglo, Charles Hardy creó el concepto de organizaciones en trébol. Según Hardy, las empresas que quisieran adaptarse a los tiempos modernos debían abandonar la idea de que fuesen eso, una empresa y deslabazar sus habilidades en tres compartimentos estancos. Por una lado, un pequeño núcleo de empleados vinculados a la firma matriz por contratos blindados y que se ocupasen de las tareas más cercanas al núcleo mismo de la organización. Dicho en plata, por una lado tendríamos los que se encargan de firmar las cartas. Por otro lado estarían los profesionales altamente especializados, de gran capacidad creativa y vinculados a la empresa por contratos puntuales, pues su empleo sería a tiempo parcial, únicamente para idear y desarrollar productos concretos. Finalmente, existiría una masa de subcontratados en pésimas condiciones laborales y peor pagados, que se encargarían de “las tareas repetitivas”, es decir, de fabricar lo que otros van a vender.
   Al bueno de Hardy nadie le explicó que los tréboles son considerados malas hierbas por los campesinos y que hacen cuanto pueden por erradicarlos. De hecho, su invento causó furor entre tantos otros que lo ignoraban todo acerca del cultivo personal, profesional o de pimientos. Desaparecida la empresa, era necesario deshacerse del concepto de carrera profesional. Lo mejor que podemos conseguir laboralmente es una sucesión interminable de contratos puntuales que nos proporcionarán un exiguo porcentaje de nuestros ingresos anuales a cambio de entregarles todo el entusiasmo imaginable en un ser humano. Desde luego, no se nos dijo que semejante visión de las organizaciones virtuales conllevaba tirar por la borda la noción de que, como denota el término “empresa”, todos los embarcados en ella deben tener un objetivo común. El sentido último de las decisiones, que los seres humanos tanto necesitamos tener presente, dejaba así paso a una estandarización imprescindible y laminadora de cualquier atisbo de creatividad. Tampoco se nos mencionó el hecho de que hace décadas que los estudios empíricos comenzaron a demostrar que la falta de compromiso de los empleadores con sus trabajadores es sistemáticamente devuelta por éstos con una disminución de su eficacia y/o rendimiento. ¿Por qué habrían de poner todo su ingenio y entusiasmo al servicio de un proyecto por el que no pagan lo necesario para llegar a fin de mes los trabajadores a tiempo parcial? Pues por el personal branding. Cada uno de nosotros debemos convertirnos en autónomos, en emprendedores, en explotadores de una microempresa cuyo único activo seremos nosotros mismos. Se trata, pues, de posicionar nuestro nombre, de hacer que nuestras capacidades nos diferencien del resto, de construir una marca identificable en el mar inmenso de profesionales que se ocupan de lo mismo que nosotros. Y aquí comienza la ceremonia de la confusión en la que unos consejos útiles para sobrevivir a la crisis se convierten en una máquina trituradora de individuos.
   En efecto, el origen del concepto es significativo. Aunque los autores de este texto se cuidan muy mucho de decirlo, el padre del cordero no es otro que Tom Peters, el hombre que sirvió en el ejército norteamericano matando “charlies” hasta que se le abrieron las puertas del Pentágono y la Casa Blanca durante la administración Nixon. Ya hemos hablado de él por su faceta más popular, la de autor de ese bestseller del neoconservadurismo que fue En busca de la excelencia (quizás ahora entiendan lo de “Madrid Excelence”) y que recopilaba las fórmulas que habían llevado al éxito a un puñado de empresas que, precisamente por seguir las recomendaciones de Peters, acabaron desapareciendo una tras otra pocos años después de que él se hiciera famoso. Cuando quedó claro que Peters era tan veraz como la administración para la cual sirvió, huyó hacia delante montándose en un nuevo concepto, el de personal responsability que en 1999 acabó convirtiéndose en personal branding
   Personal branding es fácilmente traducible al español. Sin  embargo, si Ud. lee el volumen del que estamos hablando, encontrará que no se lo hace equivaler con “marca personal”, como parece obvio, sino con “reputación”. ¿Por qué? Personal responsability, responsabilidad personal, es ciertamente ambiguo, alude tanto a la necesidad de responder de lo que uno ha hecho, como a la exigencia de veracidad en los datos que se aporta en una biografía, como, aún peor, al compromiso, tácito o explícito que adquirimos con todo lo que nos rodea. Todo ello muy ético, tanto que resulta poco aplicable al mundo empresarial. “Marca personal” es algo mucho más adecuado al management. Implica que, a todos los efectos, somos lo que le parecemos a los demás, que una persona es el conjunto de sus actos y, en consecuencia, que firmar un contrato con alguien implica el compromiso íntegro de esa persona con la empresa. Dicho de otro modo, el trabajador ya no vende su fuerza de trabajo, se vende él, en su total integridad, pues, a todos los efectos, es lo que el contratante percibe. La marca personal, se convierte exactamente en lo contrario de lo que Kant llamaba “dignidad”, es decir, el hecho de que el ser humano tiene algo que no puede ser intercambiado por dinero. Alguien con dignidad tiene reputación. La reputación es algo que tiene una persona, no algo que la persona sea. Puede apoyarse en ella para conseguir un trabajo. Marca personal y reputación no son dos términos sinónimos como se nos está colando de estraperlo en este libro (porque no se puede argumentar nada que contribuya a asemejarlos), son dos términos antónimos, designan dos modos contrapuestos de entender al ser humano, como una mercancía que se compra y se vende y como un ser digno con un sólido fundamento.
   La propia historia de Peters puede usarse como ejemplo de lo que acabamos de decir. Si la marca personal fuese lo mismo que la reputación, nadie hubiese comprado jamás un libro suyo tras la estafa que supuso En busca de la excelencia. Sin embargo, Peters ha podido continuar su exitosa carrera como gurú del management precisamente porque se ha convertido en una marca, la marca que siguen tantos neoconservadores deseosos de repetir eslóganes. Si tiene la paciencia de rastrear lo poco que, después de todo, se nos dice en este libro de la marca personal, comprobará que estamos ante una destilación metafísica de lo que podía encontrarse en los anuncios de contactos de la prensa madrileña hace unos años. En ellos, ante la imposibilidad de adjuntar fotos, cada meretriz contaba una minihistoria que iba desde la descripción de sus habilidades amatorias hasta los motivos por los que su marido la dejaba insatisfecha, pasando por incitantes relatos de colegialas aburridas, de ninfómanas ardientes, o de candorosas principiantes, ejemplos prácticos, al cabo, de los consejos que aquí se vierten a la hora de redactar un curriculum. Tan obvias son las semejanzas que los diferentes autores no se cansan de advertirnos que crear una marca personal no significa venderse. Y es verdad, porque no se trata de fingir, se trata de entregar, a cambio de algo que no merece ni el nombre de salario, aquello que hay en nosotros de personal, único e irrepetible, es decir, lo que nos hace seres humanos. 


   (1) Personal branding... hacia la excelencia y la empleabilidad por la marca personal, Madrid Excelente, Madrid, 2011.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Un paseo por África

   Una de las pocas cosas buenas que está teniendo el ébola es que han vuelto a aparecer noticias de África en nuestros periódicos, de modo que ya no hace falta ir a la prensa de esos países o a la prensa francesa, para saber qué ocurre con la séptima parte de la población mundial. Por supuesto, se nos está informando de esa enfermedad, que ahora se nos ha vuelto tan importante y que puede que nos preocupe un par de semanas más antes de la llegada de las compras navideñas. Lo interesante es que las últimas noticias de África deben estar sorprendiendo al lector medio, acostumbrado a pensar que los que viven por debajo del Sahara se desayunan el león que han cazado por la mañana. 
   Liberia, país que ha vivido hasta hace poco el último episodio de la guerra civil que parece conformar toda su historia, pobre y devastado donde los haya, parece estar superando la terrible epidemia de ébola que lo ha golpeado particularmente. Ante el asombro de los expertos, que no acaban de creérselo, la tasa de infecciones ha caído hasta el punto de que algunos de los hospitales de emergencia que se crearon para tratarlo están sin pacientes. Por motivos que, desde luego, habrá que estudiar, el estado de emergencia y otras medidas draconianas decretadas por el gobierno (por cierto, encabezado por una mujer), han funcionado como nadie esperaba que lo hicieran. Ahora habrá que ver si se trata efectivamente del fin de la pesadilla o de una mera pausa y, cuestión no poco relevante, qué va a ocurrir con la ayuda médica que Occidente le había prometido y que está comenzando a llegar, porque el ébola se ha ido, sí, pero el sistema sanitario de Liberia sigue siendo un deseo más que una realidad. En cualquier caso, tenemos aquí una lección interesante, a saber, que cuando un gobierno se toma en serio esta enfermedad (y no como el gobierno español), erradicarla es posible.
   Contemos ahora una historia típica de África. Un presidente que hacía y deshacía en el país a su antojo, decide que a sus 63 años merece un nuevo mandato pese a que la Constitución hecha a su dictado lo prohibía. Va, pues, colocando a amigos y secuaces por todos los altos puestos de la administración para allanar el camino y, un buen día de otoño, tiene a bien comunicarle a sus conciudadanos la grata nueva. Al fin y al cabo, una maniobra con ilustres precedentes, en Africa y en los lindes europeos (llámense Rusia o Turquía). Incrédulo, vio cómo el pueblo se lanzaba a la calle en protesta por sus tejemanejes y cómo la revuelta, lejos de ir cediendo, incrementaba su amplitud y violencia, hasta que unos cuantos de generales consideraron que había llegado el momento de tomar las riendas de los acontecimientos. De entre ellos, el que se dio más prisa se llama Isaac Zida y es teniente coronel. Hay, desde luego, un aire de déjà vu en toda esta historia. Pero vayamos a los detalles.
   Para empezar, Blaise Campaoré, el protagonista de esta historia, llevaba, 27 años en el poder, es decir, 8 más de los que pasó Manuel Chaves el frente de la Junta de Andalucía sin que nadie nos acusara demasiado alto de ser una república bananera. Desde luego, si los políticos ponen un máximo de años a su mandato es porque guardan un as en la manga. Tampoco es lógico limitar el gobierno de un líder exitoso. El problema está en que pocos políticos españoles merecen el calificativo de líderes y mejor no mencionar lo de exitoso. 19 años en la misma poltrona son muchos años para alguien que, simplemente, estaba esperando la llegada de su tren para Madrid. Mirado objetivamente, pues, Burkina Faso posee elementos en su Constitución que no estaría de más introducirlos aquí. Por otra parte estamos hablando del país que ostenta el puesto 129 en lo que se refiere a la clasificación de riqueza mundial pero que en los últimos años ha estado creciendo al envidiable promedio de un 6,5% anual, que bien quisiéramos para nosotros. Fruto de ese crecimiento ha sido que esta revuelta se haya llevado a cabo a ritmo de tuits y whatsapps, pues hasta un 70% de su población tiene móvil. Y, por cierto, ayer el ejército aceptó la carta de transición que debe conducir próximamente al país a la democracia.
   Claro que si de lo que queremos hablar es de riqueza, la referencia inevitable es Nigeria. Espejo de África desde hace décadas, los altos precios del petróleo (estamos hablando del mayor productor africano), el comercio electrónico, las telecomunicaciones y la emergente industria cultural, han convertido al país más poblado de África en la primera economía del continente por delante de una atribulada Sudáfrica que ya no parece ser capaz ni de hacer buen rugby. Hasta tal punto está viviendo un despegue económico que, en medio de una crisis terrorista de enormes proporciones, se están poniendo los cimientos de Eko Atlantic City, una ciudad para multimillonarios en la que puedan refugiarse del caos y el polvo de la capital. Tendrá rascacielos, hoteles de superlujo, avenidas ajardinadas, ostentosos centros comerciales y, por supuesto, un área para el tránsito y alojamiento de los 100.000 empleados que, se calcula, necesitará la zona. Todo por repatriar a una élite económica que actualmente reside, casi de modo permanente, en los EEUU.
   Podríamos seguir con Zambia, donde el fallecimiento del presiente electo Michael Sata, ha colocado al frente del país a un blanco, Guy Scott, algo tan chocante como que en España gobierne un vasco o en Italia una mujer. O con Botswana cuyas últimos comicios han sido elogiados por la comunidad internacional como modélicos y, para más inri, el Tribunal Supremo de Justicia ha sentenciado que los colectivos de gays y lesbianas tienen tanto derecho a existir como cualquier otro colectivo ciudadano... No obstante, creo que ya ha quedado bastante claro que se acerca el día en que, más que ir a África a dar lecciones, deberíamos ir para aprender.

domingo, 9 de noviembre de 2014

¡Qué sueño! (y 2)

   No faltan estudios “científicos” que señalan a tal o cual gen como el responsable del número de horas que necesita dormir una persona. Entran dentro del estándar característico de este género de literatura. Más o menos es el siguiente. Se busca a una familia (ciertamente, como la de Maribel, extraña) en la que alguno de sus miembros presenta un comportamiento promedio anómalo. Con gráficas y un buen aparato matemático, se escamotea bajo la alfombra el hecho de que el promedio de dos, tres o media docena de individuos, nunca es un dato significativo para nada. A continuación se modifican unos ratones genéticamente y se les somete a varios experimentos que nunca durarán tanto como la vida de un ser humano, pues únicamente se trata de confirmar nuestra hipótesis. Bien resumido, un artículo de estas características será acogido con los brazos abiertos por cualquiera de los dos grandes voceadores del determinismo genético, las revistas Science y Nature. Y todo ello, sin que hallamos acrecentado en lo más mínimo nuestro conocimiento sobre nuestro objeto de estudio, a saber, qué es dormir.
   Dormimos “para descansar” o “para recargar baterías”, lo cual son explicaciones tan fructíferas como decir que dormimos para estar despiertos. El “descanso” es completamente diferente al que se produce cuando nos sentamos o tumbamos en un sofá, pues difícilmente aguantaremos ocho horas en esa posición. Aún más, los sonámbulos que se pasan media noche dando garbeos se despiertan tan “descansados” como el resto de los mortales. Desde luego, nuestro cerebro, el órgano principalmente implicado en el dormir, ni “descansa”, ni se “recarga” de un modo fácilmente explicable. La noche es un período de intensa actividad cerebral. Es cierto que durante una primera fase, ésta va aminorando y el cerebro parece ir dirigiéndose hacia una plácida inactividad. En una segunda fase, esta placidez es interrumpida por bruscas pinceladas de excitación, desembocando en un período en el que todo el cuerpo, incluyendo el ritmo cardíaco y el respiratorio, van disminuyendo. Al cabo de unos noventa minutos aparece la primera de las fases REM. 
   Durante la fase REM, la respiración, el ritmo cardíaco y la temperatura corporal son comparables a las del estado de vigilia. Al bloqueo de las zonas encargadas del raciocinio se une ahora el de las neuronas motoras, con lo que el cerebro queda, por decirlo así, aislado del cuerpo. Los ojos, sin embargo, se mueven a toda velocidad, dando nombre a este período. Típicamente es en esta fase en la que se producen los sueños. El final de la fase REM viene marcado por un despertar, que suele durar un par de segundos y del que, habitualmente, no somos conscientes. Después el cerebro reinicia todo el camino anterior desde el principio, cayendo en una nueva fase REM. Este ciclo de caída y salida de la fase REM suele repetirse cuatro o cinco veces durante la noche, alargándose la duración de esta fase con cada recaída en ella. En total, un ser humano adulto pasa entre noventa y ciento veinte minutos en fase REM. Parece que esta etapa dura más en los niños hasta llegar a las ocho horas en los recién nacidos y a las quince en los fetos. También se ha detectado fase REM en los primates y en varios tipos de animales. No obstante, si nuestros conocimientos acerca del dormir son escasos, nuestra ignorancia es supina cuando nos referimos a su filogénesis. Apenas si se ha estudiado el sueño en cincuenta especies animales y los resultados son cualquier cosa menos esclarecedores. Parece que todos los mamíferos experimentamos la fase REM, pero su duración y los cambios fisiológicos que produce son extremadamente variados de una especie a otra. El caso extremo son los mamíferos marinos. La foca, por ejemplo, duerme como nosotros cuando está en tierra. Si está en el agua, duerme con un ojo abierto y una aleta, encargada de mantener la posición corporal, en movimiento. El otro ojo está cerrado y la aleta de ese lado en reposo. Los delfines parecen poder mantenerse activos durante cinco o seis días sin que ello implique, a continuación, la necesidad de un período de reposo prolongado. En el caso de las crías este período de actividad sin aumento de la necesidad de reposo puede durar hasta seis semanas. A partir de ahí, descendiendo por la escala animal, definir qué es dormir se vuelve cada vez más complicado, no hablemos ya de sus fases. No hay unanimidad, por ejemplo, sobre si los reptiles tienen o no fase REM. Si se entiende por dormir un estado de reposo al finalizar el cual se necesita de un cierto tiempo para volver a la actividad normal, entonces hay especies, como ciertas ranas, que no duermen, mientras que otras sí lo hacen.
   Fisiológicamente, la reparación del organismo y la secreción de hormonas, se llevan a cabo en las primeras fases del dormir, con lo que, todo lo demás, hay que atribuírselo a necesidades cognitivas. De hecho, todos sabemos que lo estudiado antes de irse a la cama se retiene con más facilidad y hay experimentos que correlacionan la actividad durante la noche con los aprendizajes realizados durante el día. La teoría más aceptada hoy sugiere que los sueños están vinculados, precisamente, con esa tarea de “archivar” la información recopilada durante la vigilia. Dormir, es, por tanto, fundamental para aprender y, si hemos de creer los relatos de numerosos artistas, científicos e inventores, fundamental para la creatividad. En cualquier caso está claro que si la feroz selección natural nos ha hecho llegar hasta aquí pese a que dediquemos un tercio de nuestra vida a dormir, por algo, por algo muy útil, necesario e importante, será. La manía que existe en nuestras sociedades por acortar las horas de sueño, va dirigida, en consecuencia, contra algo que la madre naturaleza considera inexcusable y sólo puede entenderse como otro de los efectos desnaturalizadores de nuestra forma de vida. 
   Y, ahora, por fin, creo que me puedo ir a dormir.

domingo, 2 de noviembre de 2014

¡Qué sueño! (1)

   Es frecuente aludir a nuestras sociedades con los calificativos de “pos-industriales” o “pos-capitalistas”. Son pseudodescriptores bastante útiles porque hacen pensar en un apocalipsis que ya pasó, en una tragedia de la que podemos lamentar sus consecuencias (como hacen los “progresistas”) o festejar que no nos mató (como hacen los conservadores), pero que, en cualquier caso, dado que forma parte del pasado, ya es algo inamovible, que no dejará de determinar nuestro futuro. Mucho más acertado es referirse a nuestras sociedades actuales como sociedades virtualizadas (pues todo, desde el sexo hasta la democracia, es virtual), medicalizadas (pues el ser humano por naturaleza, es decir, sin el aditamento de una pastillita, nos parece un ser enfermo) o somnolienta. Este último calificativo, el de sociedad somnolienta, describe fielmente la realidad y, sin embargo, resulta sistemáticamente olvidado. No es casualidad. En nuestra cultura el dormir ha sido arrinconado como un proceso improductivo o, aún peor, como una etapa de nuestras vidas en la que no se consume, por tanto, debe ser algo así como la muerte. De hecho, para dormir bien no hace falta comprar nada más que un colchón y una almohada, productos que, por muchos esfuerzos que ha realizado la industria, son casi imperecederos. En consecuencia, ni siquiera la tan cacareada Declaración Universal de Derechos Humanos se molesta en dedicar unas palabras al derecho al buen dormir. La enconada pugna entre capitalismo y comunismo ocultaba, en realidad, un acuerdo profundo, la exigencia de que los obreros durmieran lo menos posible, pues tanto para unos como para otros, el trabajo ennoblecía a los seres humanos y la disputa estaba, únicamente, en cómo debía desenvolverse éste, no en que fuese mucho más sano que unas horas de buen sueño. Ni siquiera en una filosofía tan mediterránea y que tanto reflexionó sobre el buen vivir como la griega, podrá hallarse una mísera defensa de la siesta.
   Dormir poco está bien visto, es de persona vital, ocupada, responsable. Quienes duermes seis, cinco, cuatro horas al día, son considerados líderes, modelos a seguir. Se les etiqueta como personas “con gran capacidad de trabajo” y las empresas no dejan de promover ese ideal entre sus trabajadores que ven sus correos electrónicos a pleno rendimiento más allá de las ocho de la tarde. El empleado ideal es aquel que se va el último a casa y llega el primero a la oficina, el que queda registrado en los servidores de la central como completando un informe a altas horas de la madrugada. Por supuesto, para conseguir semejantes logros de adulto, es conveniente habituarse desde pequeño y las escuelas españolas están llenas de niños que relatan a sus maestras las últimas andanzas de personajes que pueblan las series de televisión, ésas que empiezan más allá de las diez de la noche. Aún más, cualquier congreso médico, más o menos relacionado con la materia (y patrocinado por alguna empresa farmacéutica), aclarará que dormir poco “no es malo”, hay que dormir “lo que cada uno necesite”, mientras las unidades del sueño de los hospitales tienen cada día más afluencia y más joven. Un reciente mapa de la actividad en Internet mostraba cómo ésta apenas si decrecía con la caída de la noche. Por supuesto, hay muchos ordenadores que se quedan encendidos cuando sus dueños se van a la cama, pero también hay muchos jóvenes a quienes el whatsapp arrebata la mitad de sus horas de sueño. Es fácil encontrar en Internet o en las librerías, supuestos métodos para reducir las horas de sueño. En esencia, consisten en sustituir las consabidas ocho horas por una serie de microsiestas de 15 ó 20 minutos al cabo de tres o cuatro horas de vigilia. Con la excusa de haber comprendido la importancia del dormir para la productividad, muchas empresas están obligando a sus empleados a adoptar estos métodos, promoviendo una o dos cabezaditas en la oficina para mantener el ritmo de trabajo.
   Y, sin embargo, todos sabemos que dormir es necesario, que las ocho horas son el umbral entre el descanso y el cansancio, incluso somos más o menos conscientes del carácter reparador que implica dormir bien. Menos conocido es que la deprivación de sueño constituye un método de tortura ampliamente utilizado en todos los países y épocas y que si no resulta tan popular como otros es porque los sujetos a los que se les priva de dormir sufren alucinaciones, alteraciones en su comportamiento y, como se ha demostrado experimentalmente con ratas, se mueren. La falta de sueño provoca irritación, mal carácter, pérdida de concentración y de atención, ausencia de creatividad. A un adolescente, a un niño, que pierde horas de sueño por su adicción a Internet o a la televisión, no se le puede pedir un rendimiento escolar satisfactorio, carece de sentido. Lo único que quiere hacer en las horas de clase es dormir. Por la misma razón, una empresa que constata que un empleado ha estado trabajando hasta altas horas de la noche, lo primero que debe hacer con él es despedirlo. Ni será creativo, ni rendirá en su jornada laboral, ni contribuirá al buen funcionamiento del equipo y, lo que es aún peor, aumentará de un modo significativo sus riesgos laborales en el caso de determinados trabajos. A cambio, posee una atributo imprescindible para que este tinglado siga funcionando sin muchas críticas: poca claridad al pensar.

domingo, 26 de octubre de 2014

El ajedrez y la filosofía (del lenguaje)

   Vimos en una entrada anterior cómo Laplace describió una inteligencia capaz de predecir la posición futura de cada cuerpo del universo. Vimos cómo esa propuesta se expandió más allá de sus límites originales y cómo tal propuesta no hubiese existido nunca de no haber cometido Laplace un error de cálculo. Y es que la maravillosa mente humana resulta extremadamente torpe a la hora de colocar dos etiquetas en particular, la de “simple” y “complejo”. Tomemos el caso del ajedrez. Son 32 piezas en total (8 peones, 2 torres, 2 caballos, 2 alfiles, una reina y un rey por jugador), distribuidas en 64 casillas. Nadie que no esté en el ajo podrá percibir nada especialmente complejo en tales números. ¿Podrá un ordenador encontrar siempre el modo de convertir la posición de cualquiera de los dos contendientes de una partida en ganadora con independencia de la calidad de su rival? Una vez más, nuestro cerebro nos dirá que la respuesta es “simple”: dotamos a un ordenador de una base de datos que incluya todas las partidas posibles y un algoritmo de búsqueda y ¡hecho! Pues bien, un cálculo aproximado sitúa el total de partidas posibles en algo así como 10120 (casi el doble de átomos del universo). Incluso si tuviésemos un algoritmo de búsqueda adecuado, incluso si lo pusiéramos a funcionar en el mejor superordenador imaginable, no resultaría de ahí un procedimiento aplicable a una partida de ajedrez real. De hecho, la resolución total del ajedrez, esto es, la posibilidad de encontrar siempre la manera de ganar aunque el rival juegue del mejor modo posible, no se considera factible hoy día. En el ajedrez (no vamos a hablar del go), como en la vida, las cosas no suelen ser lo que parecen.
   Sin embargo, es frecuente ver a los filósofos argumentando en base a analogías extraídas del ajedrez. Ferdinand de Saussure es un buen ejemplo. Su Curso de lingüística general se considera el escrito seminal de todo lo que después se llamó estructuralismo. Estamos, pues, en una manera de entender el lenguaje que marcó a una generación de antropólogos y filósofos continentales (franceses, particularmente). En el corazón de esa perspectiva puede hallarse esta afirmación: "el valor respectivo de las piezas [del ajedrez] depende de su posición en el tablero, del mismo modo que en la lengua cada término tiene un valor por su oposición con todos los otros términos"(1). La conclusión es, una vez más, “simple”: el lenguaje constituye un sistema reglado en el que el significado de cada término proviene de su oposición con otros. Cada regla, es, pues, una especie de interruptor, que estará en “on” o en “off” para cada término en cada momento concreto. Ahora bien, ¿de verdad se ha seguido correctamente la analogía? Las aperturas de india de rey, india de dama y la inglesa, entre otras, incluyen una posición característica a la que se denomina “fianchetto”. El “fianchetto” designa a un alfil que, en lugar de aparecer en el juego a través del hueco dejado por el peón de rey o de dama, lo hace por el peón de caballo, pasando así a dominar una de las grandes diagonales del tablero, como puede verse en la siguiente imagen tomada de http://www.chessmusings.com/misc/the-fianchettoed-bishop/. 

El fianchetto hace referencia a una posición desde la que se puede
dominar una de las grandes diagonales como es el caso del alfil de g7.

Pues bien, ¿a qué se opone un alfil en tal posición? ¿lo que le da significado en el juego no es, precisamente, su carencia de oposición?
   Pero no se trata sólo de Saussure. El ajedrez, una vez más como analogía con el lenguaje, aparece también en las Investigaciones filosóficas de Luwdig Wittgenstein. Dice Wittgenstein que aprender el significado de una palabra es lo mismo que aprender cómo se usa una pieza de un juego cualquiera. Su significado es su uso dentro de ese juego. Por tanto, el significado de un alfil es lo mismo que el uso que se hace de esta pieza en una partida. Si hubiese que tomarse en serio esta propuesta llegaríamos a consecuencias hilarantes para cualquier jugador de ajedrez. En efecto, de seguir a Wittgenstein, un rey carece de significado hasta que se lo usa. De hecho, el uso habitual del rey suele implicar el uso simultáneo de otra pieza, la torre, en un movimiento conocido como enroque. ¿Cuál de las dos cobra significado por ese uso? ¿las dos? ¿acaso rey y torre tienen el mismo significado en el juego del ajedrez? Todavía mejor, si el significado es el uso, el mismo significado en la partida tendría situar a una pieza ocupando una posición perdida en el tablero que ocupando una posición que domine el centro del mismo. No creo que Wittgenstein ganase muchas partidas de ajedrez siguiendo sus propuestas.
   Dónde está la clave podremos verlo fácilmente si echamos un vistazo a la teoría de la verdad de Hans Reichenbach. Dice Reichenbach que la proposición "el rey está en g8" es verdad si y solo si hay una figura en g8 que corresponde a un rey. Reichenbach saca entonces una consecuencia lógica, las proposiciones tienen sentido si son verdaderas o falsas o, lo que es lo mismo, una proposición tiene sentido si es verificable. "La verdad es una propiedad física de cosas físicas llamadas símbolos; consiste en una relación entre esas cosas, los símbolos y otras cosas, los objetos"(2). “Simple”, sin duda, pero erróneo.
   Supongamos dos personas ante una mesa vacía. Una de ellas dice "el rey está en g8" ¿es ésta proposición verdadera? ¿falsa? ¿sin sentido? Va a depender de si nuestros jugadores están  jugando lo que se llama una partida de ajedrez a ciegas o no. Es ridículo afirmar que no se puede hablar de verdad dado que no hay una correspondencia física entre objetos. Se nos dirá, bien, pero hay un modo de verificar la verdad de esa proposición. Cierto, reconstruyendo las sucesivas posiciones de las piezas sobre el tablero. La clave no está en las relaciones entre objetos físicos, sino en las posiciones. El valor de cada pieza de ajedrez, su sentido, su significado, su capacidad causativa, viene dada por su posición actual y por las posiciones que puede llegar a ocupar desde ella. Es la posición y no la oposición o el uso, lo que determina el significado y, evidentemente, ya no estoy hablando sólo de ajedrez.


   (1) Saussure, F. Curso de lingüística general, trad. A. Alonso, Losada, Bs. As., 1977, pág. 158-9.
   (2) Reichenbach, H. Erfahrung und Prognose: Eine Analyse der Grundlagen un der Struktur der Erkenntnis, 1938, Viewegt + Teubner Verlag, Wiesbaden, 1983, págs. 19-20.

sábado, 18 de octubre de 2014

Hechos y lecciones de la llegada del ébola a España (y 2)

   De lo ocurrido en los últimos días se pueden sacar, al menos, las siguientes lecciones:
   1ª) Exactamente, ¿cuánto dinero se ha ahorrado desmantelando la unidad de enfermedades altamente contagiosas del Carlos III? No se trata ya de la posible pérdida de una vida. Hay que volver a poner en su sitio todo lo que se quitó, previa eliminación del montón de cosas que se pusieron de cualquier manera a toda velocidad. Hemos estado ante la posibilidad de atender a 17 pacientes de ébola, que hubiesen sido ninguno de no haberse tirado a la basura años de inversión. ¿Cuánto se supone que hemos ahorrado todos los españoles? La poda que ha puesto en marcha la crisis, el tijeretazo radical de todos los gastos, no ha supuesto un ahorro real en términos de contabilidad más que si se lo mira con la miopía típica de los neoliberales. Ciertamente se ha ahorrado, se ha ahorrado hoy lo que mañana vamos a tener que pagar por duplicado. Lo que se ha ahorrado en el Carlos III en los últimos dos o tres años, se va a gastar, corregido y aumentado, en los próximos meses. ¿Qué ahorro supone eliminar medidas de prevención cuando éstas fueron creadas para evitar los enormes gastos que suponía tener que hacer frente a las contingencias que evitaban? ¿A cuántos hospitales más, a cuántas unidades hospitalarias más, a cuántas instituciones sanitarias, educativas y de protección civil puede aplicárseles el mismo razonamiento llegando a la misma conclusión? ¿Qué hemos permitido que nos hicieran si no ha sido destruir lo que funcionaba para que nunca vuelva a hacerlo?
   2ª) El cuerpo de auxiliares de enfermería es único en Europa. Su función es librar al cuerpo de enfermeros/as de una serie de tareas o, dicho de otra manera, asegurarse de poner un límite al número de enfermeros/as necesarios. Dado que el grado de formación y, por tanto, el nivel salarial de ambos cuerpos es diferente, estamos de nuevo ante una medida de ahorro. Medida de ahorro ésta que se tomó mucho antes de que la actual crisis asomara las orejas. De hecho, las funciones del cuerpo de auxiliares de enfermería vienen reguladas por el Real Decreto 137 de 11 de enero de 1984. No pretendo entrar a discutir si este cuerpo es el idóneo para todas las funciones que se ven obligados a cumplir en el día a día de un hospital, no es eso lo que quiero decir. Lo que quiero decir es que las medidas de ahorro, que los recortes en sanidad y educación comenzaron en España, prácticamente, el día mismo que el Estado decidió asumir dichas funciones.
   3ª) El sistema sanitario español vive cotidianamente al borde del colapso. Las urgencias son hospitales de campaña en pleno frente de combate. Si cada día los pacientes son medianamente atendidos se debe a la buena voluntad de (por lo menos, una parte de) los profesionales implicados. Una administración cuyo funcionamiento  depende casi en exclusiva de la buena voluntad de sus trabajadores, es una administración lenta, ineficaz, e inestable. La menor emergencia, el menor caso fuera de lo habitual, hace que el sistema zozobre. Existe voluntad política para hacerse fotos ante las puertas de los hospitales, pero ningún programa serio para mejorar las condiciones de nuestra sanidad. O esta situación cambia pronto o debemos hacernos a la idea de que, más pronto que tarde, un patógeno cualquiera, una catástrofe cualquiera, no necesariamente grave, provoque la implosión de todo el sistema sanitario español.
   4ª) La idea que nuestros políticos tienen del funcionariado como una tropa que debe acatar las órdenes que vienen de arriba, por estúpidas que sean, sin rechistar y ponerlas en práctica tal cual, es una memez de un calibre que sólo puede caber en la cabeza de quien actualmente la tiene. Cuando se trata así a los funcionarios éstos sólo saben responder de dos maneras. Una minoría pone en juego su salud para lograr que la sinrazón de los que mandan no provoque consecuencias irreparables a la población en general. Una mayoría se aferra a normas y reglamentos absurdos (como dejar de atender un teléfono de emergencia a las tres de la tarde) para preservar su salud psíquica y mental. Hace sesenta años Everett M. Rogers, en su clásico Diffusion of Innovations dejó claro que era imposible lograr que una innovación se expandiera mediante el “ordeno y mando” desde las partes superiores de una institución hacia su base. Las innovaciones, las revoluciones, en definitiva, la transmisión efectiva de órdenes, sólo se logra por convicción de los que, en última instancia, tienen que ponerlas en práctica o por el liderazgo carismático de sus inmediatos superiores. Toyota lo descubrió hace mucho tiempo. Si de verdad quiere ahorrar, si de verdad quiere mejorar las cosas, si de verdad quiere atajar una epidemia, pregúntele a los profesionales que tienen que enfrentarse con la gestión cotidiana del asunto de que se trate. Nadie puede darle mejor información de lo que ocurre y de lo que se necesita que ellos. Pero, claro, estamos hablando de planificar, de atender necesidades reales en lugar de seguir los ocurrendos de un ministro o alguno de sus lacayos, cosas todas ellas prohibidas en España.
   5ª) El tratamiento de toda enfermedad es una forma de control social. El ébola ha llegado a España en el cuerpo de dos ciudadanos españoles. Ha llegado en avión y en un avión pagado por el Estado. Ha llegado por una decisión política y se ha convertido en una crisis por culpa de una gestión como la que sólo saben llevar a cabo los políticos de este país. El ébola se ha contagiado a una ciudadana española y es esta ciudadana española la que ha peregrinado por diferentes centros de salud poniendo (no por voluntad propia) en peligro de contagio a otros. Sin embargo, ya pueden oírse voces que claman por un aumento del control de las fronteras, por una restricción del flujo de pateras, cuando no por el ametrallamiento de las mismas. Ante una enfermedad contagiosa se procede al aislamiento de los individuos que la padecen, pero este aislamiento se convierte rápidamente en el anticipo del aislamiento que la propia sociedad se lanza desesperadamente a pedir. No hay nada como el miedo a la enfermedad para acabar con otro miedo mucho más arraigado en los seres humanos, el miedo a la libertad.
   6ª) El modo ideal para un político de atajar una crisis es lanzando un señuelo. Hay que encontrar algún tema, alguna cuestión, por absurda que sea, pero que esté relacionada con el tema de que se trate, para desenfocarlo, para que se discuta en la radio, en la televisión, en las redes sociales y que la gente se aleje tanto como se pueda de las preguntas que realmente debería hacerse. Si se trata con habilidad, si se presenta como es debido en las imágenes televisivas, si se le dedica el tiempo suficiente en los “plurales” noticieros de las diferentes cadenas, pronto la gente estará peleándose con la policía por proteger a un perro y no por linchar a quien ha acusado a una víctima de la estupidez de haber contraído voluntariamente el ébola. 
   7ª) Ningún ser humano, ninguna cultura, ningún país, es una isla. Todo cuanto ocurre en cualquier parte del mundo nos afecta. Los madrileños, los africanos, no son mis hermanos, soy yo. El ébola no habría contagiado a ninguna auxiliar de enfermería, a ningún misionero si, en lugar de venderle a Sierra Leona, a Liberia, a Guinea, armas para que se mataran entre ellos, les hubiésemos vendidos productos hospitalarios a precios que hubiesen podido pagar. Resulta claro, para alguien que esté menos obnubilado por la astrología que los economistas, que construir allí hospitales, enviar médicos, regalarles material sanitario, es un ahorro de proporciones colosales y, aún mejor, nos proporcionaría una colosal tranquilidad. En cualquier caso, ahora que están empezando a morir blancos, esta enfermedad, que sólo había matado negritos (y, además, pobres) que a nadie le importan un comino, será investigada por fin. Dentro de poco habrá vacunas y medicamentos y se salvarán vidas. Vidas de blancos, claro, porque un esfuerzo investigador semejante dará por resultado medicamentos inevitablemente caros, que sólo los Estados occidentales podrán pagar, mientras que los negritos siguen muriendo sin que a nadie le importen un comino.
   8ª) Llevo escritas diez páginas hablando de una noticia que ha ocupado la portada de los periódicos durante una semana y la verdad es que sólo han muerto dos españoles, unas 3.200 personas en Africa. Dicho de otro modo, el actual brote africano de ébola ha causado en 10 meses tantas muertes como causa allí el SIDA cada día. ¿Dónde está la noticia? ¿qué importancia tiene una enfermedad así? ¿por qué tanto interés? O, mejor dicho, ¿a quién le interesa tanto? Casualmente, estamos ante una enfermedad nueva, para la que no hay medicamentos, que ha llegado a occidente, es decir, a países capaces de pagar cualquier tratamiento. Estamos hablando, pues, de dinero, de mucho dinero, para quien invente una vacuna o, mejor aún, para quien, como ocurre con el SIDA, convierta a los infectados por el virus en enfermos crónicos, lo cual no deja de ser una manera curiosa de ver las cosas, ¿se imaginan que nuestros abuelos hubiesen hecho de la tos ferina una enfermedad crónica? ¿Seguro que nadie interesado en esas montañas de dinero ha azuzado a los periodistas para que los gobiernos queden convencidos de la necesidad de gastárselo? ¿Seguro que la inquietud desatada en la población no ha hecho ya ganar dinero a las empresas farmacéuticas por la vía de aumentar el valor de sus acciones? ¿Seguro que hemos estado leyendo noticias de portada y no anuncios en gran formato?

domingo, 12 de octubre de 2014

Hechos y leccione s de la llegada del ébola a España (1)

   En esta primera parte no voy a relatar más que lo que ha ido apareciendo en la prensa española en los últimos días. Quienes hayan seguido la noticia por tales fuentes no encontrarán novedades, por lo que pueden ahorrarse leer una entrada bastante larga, la verdad. No obstante, como buena parte de mis lectores no residen en España, creo que no estará de más resumir lo ocurrido. 
   El pasado 7 de agosto fue repatriado Miguel Pajares, misionero español enfermo de ébola. Aunque su repatriación no corrió a cuenta de su multimillonaria empresa, la iglesia, sino del bolsillo del contribuyente, dado que se contagió ayudando a quienes nada tienen, no vamos a detenernos en este punto. El hospital elegido para internarlo fue el Carlos III de Madrid, hasta pocos meses antes, centro de referencia para enfermedades altamente contagiosas. En el momento en que se decide llevar allí al misionero, el Carlos III estaba en pleno desmantelamiento. Alguien, extremadamente inteligente, había puesto en marcha un plan de ahorro que consistía en tirar a la basura todo el dinero invertido en crear la unidad de enfermedades altamente contagiosas. Además, ¿cuántos enfermos atendía al cabo del año? Cualquiera que haya cursado primero de económicas sabe que una demanda tan escasa no es rentable, así que fuera. Pero ahora, ¡oh sorpresa! teníamos, al fin un enfermo de esas características, ¿qué hacer con él? La unidad de cuidados para este tipo de enfermos volvió a ser montada deprisa y corriendo.  De todos modos, seguimos hablando, de un paciente, así que carecía de sentido (económico, claro, no común), dotar a los médicos del material apropiado para protegerse, bastando con las sobras que se fueron encontrando aquí y allá y que correspondían a recomendaciones genéricas de la OMS, no a las recomendaciones específicas para tratar con el ébola. Del mismo modo, dado el número de pacientes, tampoco era rentable proporcionarles una formación mucho más amplia que la charlita de cuarenta minutos en que consistió el curso de formación inicial. Después, cuando enfermeras y auxiliares presentaron una denuncia ante los juzgados por las condiciones en las que se los iba a hacer trabajar, el “curso” se amplió... a tres charlas. En Africa los voluntarios de Médicos sin Fronteras, entran a cuidar enfermos en parejas. Cada uno de ellos está atento a mantener las propias medidas de seguridad a la vez que controla que su compañero/a no cometa algún error. Pero esto es España, aquí somos más listos que nadie y, además, es un ahorro significativo que el personal  trabaje en solitario o que se ponga y quite los trajes protectores sin la monitorización de nadie. Miguel Pajares murió  cinco días después de ser repatriado, pero el 22 de septiembre llegó otro misionero enfermo, Manuel García Viejo, fallecido el 26 de septiembre.
   Ocurrió lo inevitable, dadas las circunstancias. Después de trabajar con un traje en cuyo interior se alcanzan los 50ºC, teniendo que desvestirse en un habitáculo un poco más grande que una ducha media, una auxiliar de clínica cometió un error. Error que permanece no aclarado porque estaba sola, sin supervisión alguna que pudiese, al menos, contarnos qué salió mal. Naturalmente a médicos, enfermeras y auxiliares, se les dotó de un protocolo para tales casos. Debían llamar a un teléfono, desde el que se le darían instrucciones. Teléfono que, como es normal dado que estamos hablando de España, sólo funcionaba de 8 de la mañana a 3 de la tarde y de lunes a viernes y al que, según parece, estaba terminantemente prohibido llamar si no se había alcanzado una fiebre de 38,6ºC. Por lo demás, el servicio que prestaba, es el habitual en cualquier teléfono de atención al cliente de este país, a saber, o no te resuelven nada por las buenas o no te resuelven nada después de marearte la cabeza. Cuando nuestra auxiliar de clínica llamó, se le recomendó que acudiera a su médico de cabecera. Ya tenemos, pues, a una enferma de ébola en un ambulatorio de la seguridad social que, para aquellos que hayan tenido la suerte de no visitar ninguno, es el único sitio del mundo en el que puede haber más personas por loseta que en las urgencias de un hospital. El doctor que la atendió, como suele ser habitual en estos centros, la mandó a casa con un antitérmico, probablemente, antes de mirarla a la cara. En la actualidad es una de las personas aisladas en el Carlos III.
   Como el antitérmico no surtía efecto, nuestra auxiliar se armó de valor y volvió a llamar al teléfono que le habían proporcionado. Esta vez le indicaron que, mejor, se iba a urgencias, pero no del Carlos III, no (no fuese a ser que la tratasen adecuadamente), a las urgencias de su hospital de zona.  Esta es la razón por la que el personal de una ambulancia recibió un extraño mensaje que decía: “recojan a una paciente no enferma de ébola” en tal dirección. Hasta tal punto les escamó el mensaje que acudieron a recogerla protegidos con mascarillas, guantes de látex y una bata de papel, sin duda, la protección perfecta para pillar también el ébola. Y, por fin, ya tenemos a nuestra auxiliar de clínica en las urgencias de un hospital, el único sitio de España en el que hay más gente que en los toros.
   Por fortuna, toda desgracia tiene su héroe, ese héroe cotidiano que impone cordura donde no la hay, que salva las vidas de otros arriesgando la suya y al que llamamos “cabrón” en cuanto nos enteramos de que se ha comprado un coche nuevo. Se llama Juan Manuel Parra, es médico en el hospital de Alcorcón y trabaja en el servicio de urgencias, es decir, está acostumbrado a esculpir el David de Miguel Ángel con plastilina caducada. Cuando una paciente se le identificó como la persona que había limpiado la habitación del misionero Manuel García Viejo y le dijo que tenía síntomas de ébola, supo que se enfrentaba a una enfermedad mortal, supo que carecía de cualquier medio para protegerse eficazmente, pero, por encima de todo, supo cuál era su deber. Encerró a la paciente en una habitación de las urgencias, dejó claro que él y sólo él la atendería, pidió voluntarios entre el personal de enfermería y prohibió tajantemente que nadie entrase sin estar él presente. Cuidó de la paciente protegido, sólo en las últimas horas, por el traje de mayor seguridad que le pudieron encontrar y que le quedaba corto de mangas. Tras varias peticiones por su parte, se produjo el traslado al Carlos III. Habían pasado ¡¡16 horas!! Tres personas, que ahora se encuentran aisladas, acompañaron a la paciente en la ambulancia, una ambulancia normal y corriente que, tras dejarla en el Carlos III, trasladó a siete pacientes más en diversos servicios sin ser desinfectada.
   Ni que decir tiene que los políticos han estado a la altura de las circunstancias o, por ser más exactos, a su altura habitual. La ministra de Sanidad, que no por casualidad es la señora Mato, lanzó por toda explicación en el Congreso: “dejen Uds. trabajar a los expertos”, lema que, si se lo hubiese aplicado ella misma, nos habría evitado toda esta situación. Mejor ha sido lo del Sr. (por llamarlo de alguna forma) Javier Rodríguez, consejero de sanidad de la Comunidad de Madrid. Comenzó afirmando que Teresa Romero, la auxiliar de clínica con ébola, había mentido (!!!), que los protocolos de seguridad habían sido en todo momento los correctos y que su contagio era un producto o bien de sus deseos de poner en un brete al gobierno o bien de su estupidez, pues, “no hace falta un máster para saber ponerse un traje”. Sigo preguntándome por qué el Sr. (es un decir) Rodríguez no nos ha hecho una demostración de cómo se pone uno un traje de protección frente a enfermedades contagiosas en una visita al Carlos III, visita, por lo demás, carente de riesgos dada la seguridad que ofrecen los protocolos que él ayudó a poner en funcionamiento. Es obvia la incapacidad del Sr. Rodríguez para imaginar que haya personas con vocación de servicio público. Por tanto, para él, todo funcionario es un ser estúpido que no ha sabido, como ha hecho el Sr. Rodríguez, asegurarse la vida gracias a los esfuerzos, la inteligencia y el coraje de los demás.
   De prisa y corriendo se han rescatado los viejos trajes contra la gripe A, que nunca sirvieron y que, de hecho, no se sabe contra qué son eficaces y contra qué no, y se los ha enviado a hospitales y ambulatorios de Madrid. Caben a 15 ó 30 médicos y enfermeros por traje. Con semejante panorama, el pánico ha cundido entre el personal del Carlos III. Se habla de enfermeras que han renunciado a su plaza ante la inseguridad de las medidas adoptadas. Hay testimonios de que se está buscando personal debajo de las piedras y que se ha comenzado a contratar a enfermeras recién salidas de la carrera que carecen de cualquier experiencia no ya en enfermedades contagiosas, sino en el tratamiento de pacientes en general...
   El miércoles, nuestro queridísssssimo y amadísssssimo Sr. presidente del gobierno, Don Tancredo, salió de su refugio y se hizo la pertinente fotografía en el Carlos III (en la puerta, claro está). El viernes, mientras un periodista accedía sin problemas a la planta donde se hallan los posibles enfermos “aislados”, se creó un comité para manejar la crisis bajo el mando de la Sra. Vicepresidenta, dña. Soraya Sáez de Santamaría, quien, pese a su carrera política, parece tener un par de neuronas más que la media del PP. El comité es, obviamente, político, pero estará “asesorado” por un comité de expertos. Los políticos se hicieron su foto correspondiente y, por fin, este sábado, han dejado el paso a los expertos. Se ha llamado a la plana mayor de quienes están en el Carlos III luchando contra la enfermedad. Pedirán todo aquello que realmente necesitan, pondrán en marcha protocolos realmente eficaces, suplicarán una mejora en las instalaciones, formación, personal especializado, consejos de quienes ya han tratado contra esta enfermedad, contacto cotidiano con la comunidad científica... Imagino que les escucharán.

domingo, 5 de octubre de 2014

Olvidar a Laplace (y 2)

   Si se perdió un poco leyendo la primera parte de esta entrada, vamos a intentar encontrarnos utilizando una comparación. La atracción gravitatoria entre dos cuerpos se produce siempre en una línea. Podemos decir, por tanto, que solucionar el problema de cuál será su posición futura consiste en calcular cómo esa línea va cambiando con el tiempo. Que no debe ser algo muy difícil de calcular podemos intuirlo si observamos que, en el supuesto de que nos equivoquemos en la medición de la posición de uno de los cuerpos, digamos, un centímetro, nuestra predicción difícilmente errará en más de un centímetro. Cuando hablamos de tres cuerpos, sutilmente, hemos cambiado de dimensión. Ahora no tenemos una línea, tenemos tres, es decir, tenemos un triángulo. Podemos decir, pues, que  tenemos que calcular la variación de un área con el tiempo. Nuestros cálculos han cambiado en grado de complejidad, entre otras cosas, porque, a diferencia de lo que ocurría con la distancia entre dos cuerpos, habrá momentos en que el área sea cero. Aún más, si cometemos un error de un centímetro midiendo la posición de uno de nuestros cuerpos, el error nos va a alejar dramáticamente de la realidad, ya que habrá modificado la base y la altura del triángulo, factores que han de multiplicarse para obtener el área. Aunque la comparación que estamos poniendo es inadecuada, nos permite ver que el problema general de los tres cuerpos debe ser más simple en los casos en que éstos se hallen alienados, caso en el que no estaremos muy lejos del problema de los dos cuerpos. También debe serlo cuando la distancia entre cada par de cuerpos sea la misma, es decir, cuando forman un triángulo equilátero. Esto es, precisamente lo que descubrió Lagrange al resolver el problema general de los tres cuerpos en cinco casos particulares suponiendo, eso sí, que las órbitas de esos cuerpos eran circulares.
   Nuestra comparación nos permite, además, apreciar la naturaleza de la inteligencia de que habla Laplace. Hemos dicho que los cálculos suben un grado de complejidad cuando se trata del área de un triángulo. En el caso de la interacción gravitatoria entre cuatro cuerpos, si queremos ser absolutamente precisos, se tratará de calcular todos los volúmenes de todas las figuras que pueden conformar cuatro cuerpos. De hecho, al considerar el universo en su conjunto, estaríamos hablando del volumen de una figura de unos 1024 lados.
  Por supuesto, el problema de los tres cuerpos tiene solución, aunque, insistimos, no una solución con un número finito de operaciones. A principios del siglo XX, Karl F. Sundman  halló un método para resolverlo mediante series infinitas convergentes. Si bien la solución de Sundman es matemáticamente correcta, sus series convergen tan lentamente que no resulta un procedimiento aplicable en los cálculos físicos. Por tanto, aquí se abre la cuestión de si una inteligencia como la que postula Laplace, dotada del método de Sundman, puede efectivamente calcular la posición de un cuerpo antes de que éste llegue allí o no. En cualquier caso, nosotros no podemos. A nosotros sólo nos ha sido dado realizar aproximaciones numéricas al problema, las cuales nos pueden dar la posición de cada cuerpo en cualquier momento del futuro con tanta precisión como deseemos. Eso sí, hay que suponer un error en la medición igual a cero, pues una de las características de los sistemas no lineales es que el menor error en las mediciones iniciales conduce a que las predicciones se alejen tanto más de la realidad cuanto más lejanos en el tiempo estén los resultados predichos. Por tanto, una vez más, cabe preguntarse si una inteligencia laplaciana puede hacer un cálculo de las posiciones futuras con mayor precisión que nosotros.
  ¿Acaso Laplace, tan newtoniano, tan buen matemático, no sabía nada de todo esto? Bueno, la verdad es que Laplace creyó haber resuelto el problema de los tres cuerpos. Su Exposition du système du monde, incluye una solución general que pasó por válida durante cerca de un siglo. Finalmente se descubrió que Laplace, como buen determinista, había despreciado en sus cálculos pequeñas fluctuaciones que, de seguir su solución, llevarían al sistema al colapso. Desde luego, si alguien tan dotado para las matemáticas como Laplace cometió un error de ese calado, los demás no deberíamos tenerle miedo a equivocarnos con los números. En cualquier caso, a lo que quería llegar es a que esta larga y compleja historia puede resumirse de un modo extremadamente simple y fácil: el determinismo laplaciano nació como consecuencia de un error en sus cálculos.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Olvidar a Laplace (1)

   "Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan a la Naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente amplia como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos."
   Esta famosa cita procede de la Théorie analytique des probabilités, publicada hacia 1816 por Pierre Simon de Laplace y condensa lo que se entiende por determinismo. En la época en que fue redactada era la expresión de un programa de investigación científico cuya culminación parecía estar al alcance de la mano. Sin embargo, el cambio de siglo significó también un cambio definitivo en las esperanzas por llegar a predecirlo todo. La mecánica cuántica estableció claramente que es imposible determinar con absoluta precisión las condiciones iniciales de un sistema, con lo que el sueño de Laplace se esfumó de la física. Ésta es, al menos, la forma en que se cuenta habitualmente la historia. Naturalmente, lo hechos son otros.
    Lo que Laplace formuló no era ni un programa de investigación, ni una hipótesis, ni un sueño, era una simple alucinación. Como toda alucinación, el determinismo de Laplace estaba basado en una deformación grotesca de la realidad. Tomemos literalmente lo que dice Laplace, ¿qué fuerzas animan, qué sitio ocupan las ideas, los deseos, las intenciones? A menos que podamos reducir a algo localizable físicamente todo lo que ocurre dentro del cerebro humano, resultará que una parte del universo, a saber, la formada por los seres humanos, nunca resultó abarcada por esa inteligencia de la que hablaba Laplace. De modo que, si hubiese tenido razón, seguiríamos sin tener motivos para negar la libertad de los seres humanos. Y, sin embargo, lo más divertido es que, por considerable que se pueda parecer esta objeción, ni de lejos es la más grave que se puede hacer contra el determinismo laplaciano desde dentro de la física clásica.
   Supongamos dos cuerpos celestes, con posiciones y trayectorias perfectamente determinadas, que orbitan en torno a un centro común, ¿podremos calcular sus posiciones y trayectorias en un futuro cualquiera con un grado arbitrario de precisión? La respuesta es, obviamente, afirmativa. Modifiquemos ahora el problema, de hecho, modifiquémoslo mínimamente. Lo único que vamos a hacer es añadir un único cuerpo más al sistema. ¿Qué puede cambiar? Tenemos un sistema determinista, tenemos la posición inicial de los cuerpos calculada con no importa qué grado de precisión, tenemos las fórmulas que rigen dicho sistema, ¿cabe esperar algún cambio? No parece que mucho, ¿verdad? Simplemente, las fórmulas que se aplicaban a dos cuerpos ahora tendrán que aplicarse a tres. ¿Podremos calcular con total precisión las posiciones y trayectorias de estos cuerpos en un instante dado del futuro? Pues bien, resulta que la respuesta ya no es ni obvia, ni trivial y, ni siquiera, newtoniana. En sentido estricto este problema no tiene solución dentro de la física clásica. Estamos, en efecto, ante el famoso problema de los tres cuerpos.
   La fórmula de la gravitación universal que Ud. y yo aprendimos a manejar en el colegio no es aplicable en el caso que estamos planteando. El modo en que nosotros la manejábamos suponía que la masa de uno de los cuerpos es mucho más grande que la del otro, de modo que despreciábamos la influencia que éste pudiera ejercer sobre el primero. Por decirlo de otro modo, en el colegio aprendimos a resolver el “problema de un cuerpo”. El problema de dos cuerpos con masas parecidas implica el ejercicio mutuo de influencia, con lo cual estamos hablando de un sistema de ecuaciones diferenciales que, en resumidas cuentas, se puede resolver como un sistema de ecuaciones lineales (es decir, de primer grado). Cuando se trata de tres cuerpos, nuestro sistema de ecuaciones deja de ser lineal y, como en la mayoría de los casos de sistemas no lineales, no tiene una solución analítica, única y ni siquiera alcanzable en un número finito de operaciones. 

domingo, 21 de septiembre de 2014

Sobre verdad y falsedad en el sentido del mercado.

   Esta semana ha salido a la luz la noticia del desmantelamiento de una fábrica de cigarrillos falsos en el norte de España. Los impuestos que gravan el tabaco han extendido la aparición de estas fábricas por toda Europa. Hasta 60 de ellas han sido desmanteladas en los últimos diez años. La organización disponía de más de un millón de cajetillas de diferentes marcas dispuestas para ser rellenadas con las tres toneladas y pico de tabaco que han sido incautadas. La nota del ministerio no dejaba claro si este tabaco había sido tratado con las sustancias habituales entre las empresas del sector para volverlo más adictivo, ni si el papel y los filtros eran de igual, menor o mayor calidad que los cigarrillos al uso. Porque hay que entenderlo, estos cigarrillos no eran “falsos” debido a que explotaran en la cara del inocente que los comprase, eran “falsos” porque no pagaban los impuestos correspondientes. Por lo demás, puede que fuesen tan saludables (es un decir) o más, que los cigarrillos “verdaderos”. 
   El mundo de las “Naik”, las “odidos”, de “Georgio Amoni”, de los “Levina’s”, de “Samsing” y otros parecidos, ha pasado a la historia. Ayer mismo tuve en mis manos la nueva camiseta de Pau Gasol con los Chicago Bulls, hasta con el holograma en la etiqueta, más “falsa” que un duro de cartón. Los teóricos de la externalización de los servicios, de la deslocalización, de las “enormes” ventajas de buscar mano de obra lo más barata posible, no fueron capaces de ver que si uno externaliza la producción, acaba externalizando la propia marca. Se subcontrata a una empresa que, a su vez, subcontrata otras. Se le paga una miseria por producto entregado y, a cambio, se le da el patronaje y todos los detalles técnicos para la producción. Evitar que alguna de esas empresas siga fabricando más allá de lo solicitado escapa a cualquier control. Muy pronto el mercado está inundado de productos que de “falsos” tienen únicamente el estar fuera de la autorización que concede un contrato.
   Desde hace años uso discos Verbatim para mis cosas. Son fáciles de encontrar en las tiendas chinas y no tan chinas. Por supuesto, no son tiendas especializadas. O quizás todo esto es falso y nunca he usado discos Verbatim. Hace algún tiempo leí que un usuario europeo, había puesto una reclamación a la casa matriz porque todos los discos de una caja le habían salido malos y los había tenido que tirar. Desde Verbatim le presentaron disculpas y le devolvieron el dinero no sin aclararle que, el código del producto que les había enviado, correspondía a una partida teóricamente vendida en cierto país oriental. Sean Verbatim o no, los discos que uso cumplen su función, y mucho mejor que otros “verdaderos”. Hubo una época en que si uno compraba un perfume falso, a los diez minutos estaba oliendo a alcohol. Hoy se pueden encontrar cuyo aroma dura más que los “verdaderos”, igual que se pueden encontrar bolsos más resistentes, ropa mejor cosida e, incluso, falsificaciones cuya reparación se tiene que hacer con una pieza original o con años de garantía. ¿Qué es lo que distingue, pues, a lo “falso” de lo “verdadero”? ¿Qué queremos decir cuando llamamos “falso” a un cigarrillo, unas gafas o un medicamento? 
   Siempre que se habla de “verdadero” o “falso” a uno se le viene a la cabeza el criterio de verdad como adecuación, es decir, un bolso es de Louis Vuitton si, realmente, ha sido producido en una fábrica de Louis Vuitton. Lo cierto es que este criterio nunca sirvió para nada y mucho menos puede hacerlo en nuestros días. Nada, o casi nada, se produce ya en una fábrica de la marca bajo cuyo nombre se comercializa,. Si siguiéramos este criterio, todo cuando circula por el mercado sería falso. Incluso si damos una versión más cercana a lo que Aristóteles quiso decir al proponer semejante criterio, tampoco avanzaremos mucho. En efecto, podemos postular que un producto es “falso” si no corresponde a la marca que el cliente pretende estar comprando. Sin embargo, el mercado de los productos falsificados tiene, en muchos sectores, una clientela propia, que sabe lo que está comprando y que busca productos que, de acuerdo con este criterio, no cabría calificar de “falsos”. 
   Cuando se habla del mercado, uno puede pensar también en un criterio de verdad pragmático, esto es, algo es verdadero si es útil para el individuo o la sociedad. Todo cuanto funciona en el capitalismo es útil para... Luego, cuanto funciona en el capitalismo es verdadero. Sin embargo, una vez más, nos encontramos con que tampoco los productos falsificados resultarían “falsos” con este criterio. Resulta extremadamente discutible que su comercialización no favorezca a amplios estratos sociales, al menos tan amplios como los afectados por la fabricación de armas, de alcohol o de medicamentos que enferman más de lo que curan (suponiendo que existen muchos de otro tipo), todos los cuales son aceptados como "verdaderos".
   El criterio de verdad que se aplica cuando se habla del mercado es otro bien distinto. Para entenderlo no tenemos más que ver lo que ocurre con el producto más falsificado a lo largo de la historia: el dinero. Sufrimos, en efecto, una plaga de dinero falso. Los bancos centrales tuvieron hace una década la bonita idea de externalizar también la fabricación del dinero para abaratar costes, con lo que el mercado negro está lleno de lotes de papel con las medidas de seguridad incorporadas, sobre los que sólo hay que imprimir el billete en cuestión, algo no especialmente difícil con los modernos medios informáticos. Por si fuera poco, las malas lenguas aseguran que Corea del Norte dedica sus imprentas estatales a fabricar no sólo el won, sino también dólares y euros. ¿En qué se puede distinguir un dólar fabricado con los medios de un Estado como Corea del Norte de un dólar fabricado en Norteamérica? La respuesta es: da igual. Al Estado emisor no le importa cuál ha sido fabricado por él y cuál no, lo único que le importa es que sólo uno de ellos circule. Si hasta un banco central han llegado dos billetes con la misma numeración e indistinguibles, la decisión sobre cuál acabará en el crematorio es arbitraria. Lo importante, no es ni cuál sea producto de una falsificación, ni cuál sea mejor. Lo único importante son los intereses de una voz autorizada que dictamina, sin pruebas reales, qué va a quedar acogido bajo el manto de su protección y qué no. En este mercado tan libre, en nuestras modernas sociedades henchidas de relativismo, en estas democracias tan abiertas, el único criterio de verdad que rige es el mismo que imponía su arbitrio en las oscuras tinieblas de la Edad Media, la autoridad. Son los modernos obispos, llámeselos altos cargos del Estado o directivos de empresa, los que, mirando sus libros (de contabilidad) y no a los hechos, deciden si un disco, un billete o un medicamento, va a ser reconocido como verdadero o no.