domingo, 1 de octubre de 2017

Contra la especialización (1 de 2)

   La educación constituye uno de los temas recurrentes del pensamiento de Platón. Desde sus primeros diálogos, comienza a desgranar ideas sobre la misma. Platón se dio cuenta de su importancia política y que sería imposible tener un Estado medianamente funcional si no se poseía ciudadanos adecuadamente formados. Por tanto, la educación debe constituir uno de los elementos centrales de un Estado que quiera sobrevivir y creo recordar que en el diálogo Leyes llega a decir que lo que hoy llamaríamos el Ministerio de Educación, debe estar dirigido por el mejor hombre que haya en el país. Esta idea de colocar la educación en manos del Estado rompe con la tradición ateniense de dejar a los particulares la educación de sus hijos, que llevó a la proliferación de todo género de educadores y escuelas que competían ferozmente por una clientela, preferentemente acomodada e influyente. Como casi siempre, Platón toma como modelo a Esparta, si bien intenta mejorarlo mediante la introducción de unas aspiraciones éticas que en la realidad del Estado espartano brillaban por su ausencia. La educación común y guiada por el Estado de Esparta, tenía como objetivo la pura supervivencia, la victoria militar, sin reparar nunca en los medios utilizados. Por contra, Platón enfatiza que los educadores no deben ser crueles, si bien lo peor que se puede hacer por un niño consiste en ceder a todos sus caprichos. Un cierto orden y disciplina, la ejecución de ciertos castigos, resulta absolutamente necesario si queremos educar adecuadamente a los jóvenes.
   En la República, Platón establecía que cada uno de nosotros hacemos mejor aquello para lo que tenemos dotes naturales. Por tanto, si queremos una sociedad bien organizada resultará lógico que cada uno se dedique a aquello para lo cual se halla capacitado. Platón recomendaba, pues, comenzar el proceso educativo muy pronto, en torno a los tres años, mediante el juego y la música. Los encargados de la educación deben vigilar muy de cerca el comportamiento que los niños desarrollan durante estos juegos y, más pronto que tarde, se los habrá de someter a una prueba que determine sus habilidades o, lo que viene a ser lo mismo, la clase social a la que van a pertenecer. Quienes muestren valor, coraje, habilidades para el combate, la música y las matemáticas, pasarán a englobar la clase de los guardianes. Quienes carezcan de tales habilidades conformarán la mucho más numerosa clase de los productores. Ellos serán los encargados de fabricar todo cuanto el Estado necesite y de proveerlo con los alimentos necesarios. Platón no se detiene mucho en el modo que han de ser educados estos productores, pero todo parece indicar que su educación debe ser eminentemente práctica, dirigida al manejo de las herramientas propias de su profesión y con poco lujo de detalles teóricos, en especial, con poca o ninguna formación en los principios últimos que llevan a optimizar la producción. Estos formarán parte de las directrices impartidas por los gobernantes y no de la creatividad o de la capacidad planificadora de los productores que, simplemente, no debe existir.
   En cuanto a los guardianes, resulta bien conocido que Platón les quiere inculcar, primero música y gimnasia y que, después, los más capacitados, serán educados en las matemáticas y finalmente, en la filosofía. Aquellos que hayan logrado sobrevivir a diez años de matemáticas primero y otros tantos de filosofía después, gobernarán el Estado. A lo mejor no son los más sabios, pero, desde luego, habrán demostrado ser quienes más aguante tienen.
   Naturalmente, Platón era un filósofo, y todos sabemos que los filósofos nunca dicen nada que tenga sentido. Lo de que los gobernantes deban estudiar filosofía suena a cachondeo, de hecho, suena a cachondeo que los gobernantes tengan que estudiar algo. El ministro de educación puede ser cualquiera y resulta mucho más democrático si es cualquiera que no ha tenido ni la más remota relación con asunto educativo alguno. Y que los niños tengan que ser clasificados en su más tierna infancia suena a la más rancia tradición fascistoide. Sin embargo, precisamente hacia eso es hacia lo que vamos. Por supuesto, no se trata de encuadrar a nadie en una clase social por sus habilidades infantiles. Se trata de otra cosa “absolutamente diferente”, a saber, que el amplísimo cúmulo de conocimientos que poseemos resulta inabarcable, por lo que debemos irnos “especializando”, cuando antes. La decisión de qué estudiar, que antes podía tomarse el día mismo en que uno se matriculaba en la universidad, ha ido anticipándose progresivamente y, con nuestro sistema educativo, en torno a los catorce años, un alumno debe ir ya decidiendo el tipo de asignaturas que va a elegir. La optatividad, el abanico de posibilidades y, por tanto, el itinerario educativo a seguir, se abre año tras año a la vez que se cierra la posibilidad de acceder a cierto estudios universitarios en torno a unos pocos caminos homologados para ello. Aún más, se nos insiste en que la universidad está definitivamente alejada del mercado, que en ella no se enseñan las cosas que se necesitan para obtener una salida profesional, que hay que adecuar los estudios universitarios al tipo de trabajadores que se necesita y, claro está, las empresas no necesitan “torneros”, necesitan alguien especializado en la fabricación de cierto tipo de muelles; no necesita “biólogos”, necesita especialistas en la depuración de aguas residuales; no necesita “licenciados en filología inglesa”, necesita alguien que hable acerca del tipo de errores informáticos que se producen en la construcción de redes con los ingenieros de Bombay; y, por supuesto, no se necesitan filósofos, historiadores, ni nadie que haga pensar a los trabajadores. En definitiva, se nos repite con la machaconería que sólo puede acompañar a las mentiras, o nuestro sistema educativo produce especialistas o sólo fabricará parados.

domingo, 24 de septiembre de 2017

Lo peor.

   He visto ya muchas cosas. He visto cosas que no creeríais. He visto progresistas de toda la vida preguntando por qué el ejército no ha tomado todavía Barcelona. He visto a quienes ahora reclaman una limpieza étnica en la futura República Independiente de Cataluña cantar el Que viva España en la feria de Sevilla. Por eso, cada vez que me preguntan qué va a ocurrir con Cataluña, respondo lo mismo: lo peor, lo peor para todos. No hace falta lucirse para llegar a semejante conclusión. Mal que le pese a muchos, todos somos españoles, así que no sabemos resolver los problemas si no es a las bravas. Además, tenemos, a Don Tancredo, este simpar presidente del gobierno que nos ha caído en gracia, cada vez más pálido, incluso para ser gallego, en el momento más inoportuno y cuya especialidad ha consistido siempre en no hacer nada hasta que no resulta estrictamente necesario. La idea de planificar con antelación algún género de estrategia, de anticipar los movimientos del adversario, de conducirlo hacia donde se lo quiere llevar, tan ajena a éste, nuestro querido país, a él ni se le pasa por la cabeza. Durante años y hasta la fecha misma en que escribo estas líneas, el bloque nacionalista catalán ha llevado la iniciativa, marcando los tiempos, el tablero en el que se iba a jugar la partida y las reglas, mientras el gobierno se limitaba a tomar nota y amenazar con una reacción que sólo se ha producido en el último momento. En definitiva, siguiendo una venerada tradición patria: ¿para qué prever? ya improvisaremos. Por supuesto, ni Don Tancredo, ni la panda de sinvergüenzas del otro lado, tiene la más remota idea de otra historia que la que se han encargado de inculcar en nuestros tiernos infantes para arrimar el ascua a su sardina. Hay dos hechos que permiten predecir fácilmente los hilos del porvenir y que ponen los pelos de punta. El primero de ellos consiste en la inveterada habilidad de nuestro país para manejar mal todo tipo de crisis. Durante siglos, cada crisis que ha aparecido en el horizonte se ha enfocado equivocadamente. Así perdimos el imperio más grande que nación alguna ha tenido, repitiendo los mismos errores una y otra vez desde Flandes a Cuba, pero no en línea recta, no, sino dándole la vuelta al globo y pasando por Filipinas. El segundo consiste en que Cataluña y, particularmente, Barcelona, tiene una larguísima tradición de insurrecciones que han terminado todas igual, en un baño de sangre inútil, desde la guerra de los Segadores en 1640 hasta la Semana Trágica de 1909. Añadámosle un ex-presidente de la Generalitat, Arturito Mas, que se frota las manos y espera y que hace ya meses declaró que celebrarían el referendum, proclamarían la independencia y el Estado español no haría nada. Añadámosle un presidente de la Generalitat, al que su flequillo no le permite ver ni la punta de su nariz y que prometió una consulta popular con todas las garantías democráticas y que ha dado a conocer los colegios electorales correspondientes a través de su cuenta de Twitter, dirigiendo a una página web en la que nadie sabe muy bien qué se hará con los números de DNI que se introduzcan. ¿Qué cabe esperar con todos estos antecedentes?
   Por supuesto, cuando hablo de “lo peor”, doy por descontado que habrá muertos y heridos. ¿Han leído las proclamas de unos y otros? ¿han prestado atención al interlineado que hay en ellas? Están deseando que haya derramamiento de sangre, casi se dan codazos de impaciencia para ver si se trata de un joven con la cabeza abierta o un policía ardiendo. El primer muerto, piensan, es fundamental, especialmente si hay vídeos, fotografías de su muerte, por tanto, tiene que ser uno de "los nuestros". No ahorrarán esfuerzos para conseguirlo, mandando manifestantes a donde saben que menos se los tolerará o dejando algún uniformado aislado al albur de las masas. 
   Me gustó mucho la foto que publicó Julian Assange, la famosa fotografía de un civil ante una fila de tanques, comparándola con la situación en Cataluña. Es muy oportuna... porque muestra claramente la diferencia entre Tiananmén y lo que ocurre ahora mismo en nuestro país. En Tiananmén, los líderes de la revuelta estaban en la plaza misma, compartiendo campamentos, cargas policiales y destino con el resto de estudiantes. ¿Dónde está el Govern de Cataluña? ¿compartiendo los riesgos de la batalla por la liberación con su amado pueblo o cómodamente atrincherados en sus despachos con aire acondicionado? Esa es la obvia diferencia entre Gandhi y Oriol Junqueras, el tamaño de sus barrigas.
   Pero lo peor no es algo que esté por llegar, lo peor está pasando ya. La “defensa de la Constitución” implica la supresión por la fuerza de los hechos de las garantías constitucionales. Por supuesto, nadie va a implantar la censura de prensa. Nadie la va a implantar porque no hace falta. Lean los periódicos de tirada nacional de las últimas fechas y traten de atisbar alguna diferencia entre sus líneas editoriales, algo que pueda etiquetarse de "información objetiva". Analicen la pluralidad  de puntos de vista que presentan nuestros noticiarios. ¿Recuerdan a Buenafuente? ¿recuerdan a Sardá? ¿alguien recuerda a estas alturas que eran deslenguados que decían lo que les venía en gana? Ahora son políticamente correctos, porque entienden muy bien quién les paga. Y hablando de estómagos agradecidos, ¿han leído el escalofriante manifiesto en el que más de 500 profesores universitarios españoles piden al Estado que “haga uso de la fuerza” para frenar el referéndum? ¿Este es el régimen de libertades que queremos defender? ¿así queremos proteger la Constitución? ¿ésta es la “democracia” con la que amaneceremos el 2 de octubre? ¿Con cuánto dinero, con cuántas prebendas habremos de enjugar estos desaires hacia los catalanes? Y los catalanes, ¿con qué amanecerán ese día? ¿con tanquetas en las puertas de los colegios a los que deben llevar a sus hijos? ¿en manos de un Govern experimentado en el arte de saltarse las leyes? Mucho me temo que no tenemos que esperar al dos de octubre, porque ya tenemos encima lo peor.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Del amar y el comer

   Como ya he explicado, me parece sintomático que Por qué soy misántropo, continúe encabezando las entradas más leídas y comentadas de este blog. Hace unos días apareció por aquí (quiero decir, por allí), “M.” con quien inicié una serie de intercambios de pareceres. En su último comentario decía: 
“Una chica que queda con usted y no se presenta ni lo llama es una chiquilla a la que le falta un hervor... Amar a los seres humanos implica necesariamente ver cosas buenas en medio de la inmundicia o la fealdad (ética y de todo tipo).”
Rápidamente le repliqué que yo atraigo la comida cruda, cosa totalmente cierta por muchos motivos que no voy a contar aquí y porque da igual cómo pida la carne en los restaurantes, siempre me la traen que sólo le falta latir. Mi asociación de ideas vino,  resulta obvio, de la multitud de expresiones que hay en los idiomas mediterráneos para hablar del amor a través de un lenguaje ligado a la alimentación, desde el piropo “estás para mojar pan”, hasta esa dulzura que le dice una madre a su crío, “te voy a comer enterito”, que debe inducir a los bebés a pensar que han venido al mundo en una cultura caníbal. Eso sin contar con el contenido sexual de los mordiscos, razón por la cual resulta un rollo mantener relaciones con una modelo. Pero mucho más interesante me pareció la idea de que amar implica pasar por alto la inmundicia de los seres humanos, exactamente lo mismo que hacemos en la mesa. Allí resulta de mal gusto recordar cómo se obtienen las trufas, el proceso de elaboración del foie gras, el nicho ecológico que ocupan las langostas, el género animal del que forman parte los caracoles o, paradigma de cuanto vengo diciendo, los gustos de ese delicioso animalito del que sacamos el jamón. En la mesa también idealizamos. Convertimos un bicho que se solaza en el barro, se alimenta de lo primero que pilla y no se lava ni por equivocación, en la forma pura de lo deseable. Quienes viven en la cultura del horror al cerdo, no pueden sino mirarnos y preguntarse si no sabemos lo que comemos, como quien ve desde fuera ese amor por un desalmado y no puede dejar de preguntarse cómo puede ignorar la pobre desgraciada lo que le espera.
   Más de un genio de los negocios se ha dado cuenta de lo que digo y ha hecho fama y fortuna preparando platos extraordinariamente aptos para servir de modelos fotográficos, pero incapaces de alimentar. Pide uno reserva con dos meses de anticipación, le clavan 400€ por una comida deliciosamente servida y cuando llega a su casa se tiene que preparar un bocadillo para no acostarse con hambre. Entonces comenzamos a sospechar que tal vez Freud tenía razón y que buscamos, de restaurante en restaurante, como de cama en cama, los sabores y las caricias originarias con los que nos criamos. También estos estafadores de los fogones constituyen un síntoma de estos tiempos en los que cuenta únicamente consumir, preferentemente sin alimentar nuestro espíritu ni nuestro cuerpo o, mejor aún, envenenándonos con hamburguesadas que haremos bien en excretar antes de que nos dañen definitivamente. No defiendo que haya que correr el riesgo de resultar muerto en el intento, ni en el amor ni en los manteles, pero sí que aprecio todo lo que va más allá de la pura satisfacción instantánea, incluyendo ese momento de reposo, esa pequeña conversación tras la comida que tanto mima nuestra cultura. Amar, comer, pensar, se pueden hacer de muchas maneras, pero no a toda velocidad como tratan de inculcarnos desde tantas partes. Así nos hemos quedado todos, pidiéndole al amor y a nuestro “espíritu”, lo que sólo la comida puede darnos: asimilar lo otro para convertirlo en parte de nosotros mismos. Desde Platón, queremos engrandecernos con el amor, hacernos más poderosos, más plenos de nosotros mismos, queremos, por supuesto, reproducirnos, en un sentido que sólo puede entenderse como copiarnos para perdurar en el tiempo. No se trata de la perduración del otro, buen cuidado ponemos en que nuestros hijos imiten cada uno de nuestros defectos. Se trata de nuestra propia perduración en un sentido ridículo que sólo comprenderemos plenamente si consideramos que actúa en nosotros un instinto, el poderoso espíritu de la especie que quiere sobrevivir y nos engaña de este modo. Nada de esto cuadra con el amor y sí con la alimentación. Los alimentos sirven para hacernos más grandes (muchas veces tanto que ya no entramos en nuestra ropa habitual), nos permiten perpetuarnos a nosotros mismos y reproducirnos en un sentido literal. La vida consiste en ese mantenimiento en la existencia por la reproducción, por la replicación, por la constancia de algo que, propiamente, no puede decirse idéntico, sino que se conserva diferenciándose de sí mismo. Confundimos, pues, amar con comer o, lo que viene a resultar lo mismo, consideramos que si para alimentarse hay que sacrificar a lo otro, también el amor tiene que implicar el sacrificio. El sacrificio de todo lo que en el otro hay de otro, todo lo que lo diferencia y aleja de mí. Obviamente no vamos a sacrificar a nuestra pareja, así que le pedimos que lo haga ella misma, que se sacrifique por nosotros, que nos dé todo aquello que no nos puede dar... porque nos ama. Y, cuando por fin nos lo da, cuando al fin se nos entrega plenamente con el sacrificio de aquello que desea, entonces no genera en nosotros satisfacción, genera temor, el temor de perderlo/a.
   Pero hay más, nuestra relación con la comida refleja nuestra vida emocional. Todos lo sabemos, cuando nuestra vida amorosa no va como deseamos, la comida pierde su atractivo y ya puede tratarse de nuestro plato favorito, que no sabe igual. Eso no significa, obviamente, que dejemos de comer. Este asunto depende de la persona. Las hay que realmente dejan de tener apetito y las hay que responden comiendo más de la cuenta o comiendo a todas horas, como hacen muchos cuando resultan presas del aburrimiento, el cansancio o el hastío. Buscamos, una vez más, el amor de nuestras vidas en cada restaurante o en cada bolsa de chucherías.
   Ya he hablado reiteradamente del sistema nervioso entérico, esa red de neuronas con capacidad de procesamiento de la información y de toma de decisiones independiente del cerebro que recubre nuestro tracto digestivo desde el esófago al colon. He comentado en varios sitios su relación con el sistema inmunitario, la mayor parte de cuyas células se concentran en el intestino. Pueden encontrarse por ahí multitud de sospechas de que el amor aumenta nuestras defensas, entre otras cosas, reduciendo la cantidad de cortisol que circula por nuestras venas. El amor, además, incrementa la producción de serotonina, ese meurotransmisor tan querido por el sistema nervioso entérico. Aunque no he podido encontrar evidencia científica de ello, doy por supuesto que existe un vínculo entre el sistema nervioso entérico y el cardíaco. Por otra parte tenemos lo que venimos viendo, las semejanzas entre el amor y la comida. Todos lo sabemos, el mejor modo de llegar al corazón de un hombre o de una mujer pasa por su aparato digestivo. Los españoles que han vivido en Alemania conocen los milagros que obra una buena tortilla de patatas. Por otra parte, nada hay de racional en el amor, bien al contrario, el amor nos atonta, disminuye nuestra capacidad de tomar decisiones racionales, como si hubiésemos dejado de utilizar ese sistema de procesamiento frío y lógico llamado cerebro. ¿Qué debemos concluir, pues, acaso que nos enamoramos con el estómago?

domingo, 10 de septiembre de 2017

Reflexiones sobre la muerte (5)

   Lo que habitualmente entendemos por vida consciente puede describirse como una trayectoria en un espacio analítico de amplísimas dimensiones cuyos ejes de coordenadas vendrían conformados por los estados posibles de las redes neuronales que resguarda el cerebro, que rodean el tracto digestivo y nuestro corazón, junto con el sistema inmunitario, el endocrino y nuestra microbiota. Entendida de semejante manera, habrá un conjunto de sistemas que den origen a ese espacio analítico, pero la desaparición de tales sistemas no implica la desaparición del espacio por ellos conformado. Tomemos un coche. Descompongámoslo en todas y cada una de sus piezas y configuremos con cada una de ellas una dimensión. En una se medirá, por ejemplo, el número de vueltas efectuadas por cada llanta, en otra los grados de giro del volante, el desgaste de las pastillas de frenos, el número de subidas y bajadas del pistón, la corrosión del tubo de escape, etc. A lo largo de su vida el coche irá describiendo una trayectoria en ese espacio analítico. Un día lo mandamos a un chatarrero. ¿Desaparecerá por ello el espacio analítico?
   Una de las características de la conciencia consiste en negar los momentos en los que no se halla presente. La vida de los seres humanos viene conformada por un sin fin de huecos de los que no ha quedado ni rastro y con los que, sin embargo, nos sentimos muy confortables. Tome, por ejemplo, todos los recuerdos que tiene y sume su duración, ¿qué porcentaje del total de su vida conforman? Esto constituye la demostración suprema de lo erróneo de nuestra perspectiva habitual acerca de la muerte. Nos aterroriza el vacío absoluto, la ausencia completa de conciencia cuando, en realidad, ambos conforman nuestra vida cotidiana sin que sintamos terror alguno. ¿No deberíamos tenerle miedo a las horas muertas delante del televisor, a la inconsciencia que produce el alcohol, a la amnesia inducida por las drogas? No, paradójicamente, todo eso forma parte de lo que añoramos, de lo que buscamos a cualquier precio.
   Tomemos el caso del sueño. Constituye una experiencia cotidiana. Cada día nos levantamos hablando de que nos hemos pasado "toda la noche" soñando. Sin embargo, nunca se sueña "toda la noche". Se sueña durante las sucesivas fases REM que pasamos cada noche. Con nuestra insuficiencia de sueño habitual, los occidentales rara vez alcanzaremos los 3 ó 4 minutos de sueños nocturnos de promedio. El horror al vacío de nuestra conciencia lo alarga ocupando las 5 ó 6 horas que llegamos a dormir. ¿Nuestra conciencia que tiene horror a reconocer su ausencia unas cuantas horas cada noche, que nos prepara un truco para evitar que nos demos cuenta de ello, no tiene también un truco preparado para la mayor de las ausencias?
   Diferentes estudios realizados sobre personas que llegaron al borde mismo de la muerte y a las que después los médicos consiguieron recuperar, muestran testimonios muy curiosos. Los cristianos afirman haber llegado casi al final de un túnel en cuya salida se prefiguraban ya las alas de los ángeles, los musulmanes afirman haber oído la música de las odaliscas y los hindúes casi tocan el rabo de la vaca que había de conducirles al otro lado del río que separa el mundo de los vivos y el de los muertos. El profesor Yuri Serdivkov de la Universidad Estatal de Jabárovsk, presentó en mayo de este año una respuesta compatible tanto con los datos científicos como con la experiencia cotidiana. La idea se basa en la desconexión del cerebro que se produce en las etapas del proceso que lleva a la muerte. Primero se produce dicha desconexión respecto del resto de sistemas de procesamiento de información y, después, de sus partes constituyentes, pero de un modo que no puede calificarse de inmediato. Siempre que sufre una desconexión, el cerebro se dedica a producir realidad "con lo que tiene". ¿Qué tiene? Pues, cada vez menos. Primero los recuerdos de toda una vida, después los rasgos, las marcas primarias, esquemas generales de pensamiento, contenidos innatos procedentes de engramas básicos con los que nacemos, etc. Estos segundos de procesamiento resultarían esenciales para producir contenidos que nuestra conciencia podría alargar, de hecho, indefinidamente, pues ya no habrá señales que produzcan la reversión a otro estado, como ocurre durante el sueño nocturno. Y, sí, resulta bastante probable que, dependiendo de las marcas que hay en nosotros y que difícilmente se borrarían sin acabar con nuestra identidad, terminemos en el cielo, en el infierno, rodeados de odaliscas o fundidos con el universo en el estado de nirvana. Obviamente, no va a depender de lo que queramos. Depende de la convicción íntima que anida en lo más hondo de nuestros corazones o, teniendo en cuenta la capacidad de procesamiento de uno y otro sistema, quizás resultaría más apropiado decir en lo más profundo de nuestro colon. ¿Vivimos eternamente una alucinación? No, vivimos en una realidad de la que ya no salimos mediante cambios de estado mental inducidos por el resto de nuestro organismo. Por fin, vivimos exclusivamente de los productos de nuestro cerebro, prolongando un instante que para nosotros podría carecer de punto final y sobre el que no ejercemos más control que el que poseemos cada noche al soñar. Para más de uno, la posibilidad de hallarse en un estado dictado por lo que hay en lo más profundo de su cerebro, resultará aterradora o, tal vez, un consuelo. Creo que quienes han vivido una vida de violencia, odio, rencor y ambición tienen más motivos para lo primero que para lo segundo. En ningún caso creo que la posibilidad aquí esbozada deje de proporcionar sorpresas, pues no hay nada que el ser humano ignore con más frecuencia que su naturaleza íntima. 
   Hay varias cosas que deben quedar claras en lo dicho anteriormente. En primer lugar, podemos repetirlo de este otro modo: más allá de la muerte no hay nada, el vacío, la ausencia total de pensamiento, el "no-ser", el crematorio, el polvo y la desaparición... Pero quizás no llegamos nunca a ese momento y nos quedamos justamente en el paso anterior a él, prolongándolo indefinidamente. Ese instante eterno dibuja una posibilidad mucho más alentadora que las disparatadas formas de perdurar que buscamos los occidentales habitualmente. 

domingo, 3 de septiembre de 2017

Reflexiones sobre la muerte (4)

   El proceso de morir constituye un transcurso continuo de tiempo al que la precariedad de la medicina dotaba de una enorme velocidad pero que hoy se puede ralentizar a gusto de la ética médica imperante. Como resultado, colocar la línea que separa la vida de la muerte en un punto u otro se ha vuelto extremadamente problemático. La visión tradicional señalaba este punto en el momento en que el corazón dejaba de latir. Pero la mejora en las técnicas de reanimación y la necesidad de órganos para los trasplantes convirtieron esta definición en obsoleta. Un organismo cuyo corazón ha dejado de latir constituye un organismo inútil desde el punto de vista de los enfermos que esperan un donante para sobrevivir. De este modo, se trasladó la definición de muerte al cese de actividad cerebral. Esta constituye una definición paradójica y terrible: se ha muerto cuando se pueden salvar vidas. Tenemos aquí otra vez, la idea de muerte como ventaja adaptativa, como dejar espacio para individuos más plásticos, más eficaces, pero también la idea de que, si abandonamos la miope perspectiva de la conciencia, la muerte no constituye la interrupción de la vida, sino aquello que permite su continuación. Definición, por otra parte, que exige poner en claro qué significa "carencia de actividad cerebral". El cerebro se halla conformado por una serie de unidades relacionadas, todas las cuales contribuyen a la producción de sentido y a la generación de lo que llamamos "procesos conscientes". El lugar último y definitivo en el cual se localiza la vida consciente y que nos permitiría determinar el cese de la vida resulta hoy día desconocido, suponiendo, naturalmente, que exista tal cosa. De aquí que el cese definitivo de la actividad cerebral haya ido deslizándose como criterio definitorio de la muerte hacia otro punto de resistencia, a saber, los estados de coma irreversibles. 
   De nuevo nos hallamos ante un criterio extremadamente rico en significados. La irreversibilidad, constituye uno de los rasgos definitorios de la vida y, en general, de cualquier proceso biológico. La vida, en efecto, se empeña por poner orden en un entorno que carece de él y que, precisamente, como resultado de su acción, se convertirá en más caótico, más desordenado. Ese orden marca inevitablemente el tiempo, volviéndolo irreversible. Aunque hay una probabilidad, ciertamente infinitesimal, de que todas las moléculas de aire de esta habitación se coloquen debajo de un papel y lo levanten, la probabilidad de que una célula, un organismo biológico, rejuvenezca en lugar de envejecer, simplemente, no existe. Lo hecho por la vida ya no se puede deshacer o, al menos, no se puede deshacer por un simple procedimiento de “dar marcha atrás a la película”. 
   La irreversibilidad, por tanto, que aparecía como característica de la vida, ha pasado a adoptarse por la moderna medicina como rasgo definitorio de la muerte. Aquello que implica un transcurso irreversible, aquel estado que lleva irreversiblemente a la muerte, puede considerarse por sí mismo como muerte, algo que, de un modo general, puede decirse de la vida en cualquiera de sus formas. Pero hay más, en contra de lo que nos indica nuestro sentido común, el coma no constituye un estado clínico en el que los individuos permanecen "desactivados". La clasificación de comas de referencia en la práctica clínica, denominada "de Glasgow", enumera once comportamientos asociados a estos estados que servirían para clasificarlos. Sin embargo, a pesar de la variedad a que da cabida esta clasificación, la realidad se le escapa por entre los dedos. Pierre Buser (1), enumera desde un tipo de coma que realmente no puede considerarse tal, sino la simple pervivencia artificial, hasta el LIS. El LIS o locked-in syndrome, consiste en un estado que presentan algunos sujetos caracterizado por la tetraplejia, la absoluta falta de control sobre el cuerpo, la aparente insensibilidad, mientras el sujeto tiene los ojos abiertos, sigue determinados movimientos de su entorno y puede establecer una cierta comunicación con los médicos. La prensa daba cuenta hace un tiempo del caso de Christa Lilly, mujer norteamericana de 49 años en estado de coma desde 2000 y que, periódicamente (hasta un total de 12 días desde entonces a 2007), se despertaba, hablaba y comía con cierta normalidad, para recaer al poco tiempo en el coma.




   (1) "Ces comas qui ne mènent pas nécessairement à la mort", en Annales d'histoire et de philosophie du vivant, vol 4, 2001, págs. 117 y ss.

domingo, 27 de agosto de 2017

Barcelona (2 de 2)

   En cuanto se produce el atentado de Las Ramblas, los Mossos d’Escuadra ponen en marcha la “operación jaula”, que no impide que el conductor de la furgoneta, se baje de ella y, paseando tranquilamente, desaparezca sin dejar rastro. La “jaula” era tan eficaz que esa tarde, un vehículo se salta un control policial hiriendo a un agente. Será tiroteado, abundantemente, con posterioridad y aparecerá, al fin, abandonado, con un cadáver en su interior. Cadáver que, primero, es el del conductor, muerto por los disparos de la policía en un incidente que no había tenido nada que ver con el atentado. Después resulta que “el conductor” apareció en el asiento de atrás y que no había sido alcanzado por los disparos sino apuñalado. Finalmente resulta que sí, que se trata de algo relacionado con el atentado. A estas alturas, los Mossos d’Escuadra ya han recalificado el “accidente” de Alcanar como algo relacionado con lo ocurrido en Las Ramblas. Ramblas que la policía se ha molestado en desalojar, mientras los terroristas van y vienen por media Cataluña con un número indeterminado de vehículos sin que nadie sea capaz de interceptarlos.
   Reaparecen cinco de ellos a la una y cuarto de la madrugada en Cambrils, 118 kilómetros al sur de Barcelona y 89 al norte de Alcanar, paseando tranquilamente por el paseo marítimo, apretujados cual sardinas en un Audi A3. Se topan con un control policial rutinario que, una vez más, no es capaz de detenerlos. Arrollan el vehículo policial hiriendo a uno de los agentes, la otra agente desenfunda su pistola y mata a cuatro de ellos parece que sin muchos problemas ni miramientos, aunque no puede evitar que una mujer sea apuñalada en el intervalo. El quinto será abatido poco después en un vídeo que ha dado la vuelta al mundo. En él, un tipo, obviamente, fuera de sí, parece querer decir algo y hace caso omiso de las instrucciones policiales. Se oyen disparos para dar y repartir, pues si algo ha quedado demostrado es que los Mossos d’Escuadra, preparación no, pero munición tienen en abundancia. Uno de ellos parece impactar en el terrorista. “Ya está”, se oye nítidamente. El sujeto vuelve a levantarse, cruza la carretera por el paso de cebra y la policía le suelta dos o tres disparos más. La escena ha sido grabada a pocos metros de distancia por parte de alguien de habla inglesa.
   Veamos, el manual al uso de la policía dice, o debe decir,  que ante un presunto terrorista con un cinturón explosivo hay que dispararle, lo más pronto posible, a la cabeza, sin más historias. De haber llevado un cinturón explosivo de verdad, los policías y el sujeto de la cámara habrían saltado por los aires antes de empezar a grabar. Por tanto, tenga o no un cinturón explosivo, ningún ciudadano, turista o curioso en general, debe estar a esa distancia de los hechos bajo ningún concepto. Y si los policías estaban seguros de que el cinturón explosivo era de pega tenían que hacer lo que hizo la policía de Finlandia al día siguiente en unas circunstancias semejantes: disparar a las extremidades para desarmarlo. Entre otras cosas, porque, en contra de la creencia popular, algunos de estos tipos tan convencidos y tan fanáticos, cambian sorprendentemente de actitud cuando llevan 48 horas en el calabozo.
   Por si acaso el vídeo no hubiese dejado claro que las fuerzas del orden público no están preparadas para circunstancias como estas, los Mossos d’Escuadra, se dedican a escribir un auténtico manual de desinformación. Difunden fotos de presuntos integrantes del comando huidos, algunos de los cuales ya están muertos. Al autor “sin duda” de la matanza de Las Ramblas, que “permanece huido”, se lo identifica horas después como uno de los que cayó en el asfalto de Cambrils. Dado que no hay manera decente de explicar que escapase de la “jaula perfecta" tendida por la policía, “pierde fuerza” la hipótesis de su participación en el atentado de Barcelona. El imán, jefe del grupo, “activamente buscado”, entre otros sitios, en su casa, aparece bajo los escombros de Alcanar, donde había no un muerto, como se dijo inicialmente, sino dos. El Consejero de Interior de la Generalitat, que todavía no sabe si la célula ha sido desarticulada o no, si el conductor de Las Ramblas ha sido identificado o no, si hay terroristas circulando por ahí o no, se ha molestado en averiguar que en el atentado murieron, desgraciadamente, “dos personas catalanas” y algunos miembros “del país vecino”, información ésta que ignoramos si la obtuvo directamente de los apellidos de cada cual o si desvió recursos humanos de la investigación antiterrorista en curso para verificar realmente sus lugares de residencia. Ya que explicar cómo hasta doce terroristas con explosivos, armas y deseos de matar transitaron sin problemas por media Cataluña antes y después del atentado de Las Ramblas provocaría sonrojo ajeno (ellos son incapaces), se alude “a que habían recibido un exhaustivo entrenamiento”, lo cual no hace sino arrojar más leña al fuego de la inoperancia policial. Hasta qué punto el entrenamiento fue “exhaustivo” puede verse en el vídeo, donde, de no indicársenos qué estamos viendo, confundiríamos al terrorista con un borracho o drogadicto más de los que pululan por las noches costeras españolas. Hasta qué punto el ISIS puede proporcionar un entrenamiento “exhaustivo” nos lo muestra su reivindicación de un atentado, que las autoridades rusas tratan como el acto de un enfermo mental, ¡en Siberia! De hecho, un periodista alemán que no tuvo muchos problemas para entrar en contacto con ellos por Internet haciéndose pasar por candidato al “martirio”, narra que le pidieron actuar “cuanto antes”, “contra no importa qué” y que si dejaba algún testimonio de su acción, que dijese que “se lo había ordenado el emir del califato”.
   Cuatro días después, el que ahora es señalado como “autor material con toda seguridad” de la matanza de Las Ramblas, es identificado en Subirats, a 50 Km de Barcelona. Tiene muchas cosas que contar. Tiene que contar cómo si a las autoridades “no le constaba” que estuviese armado al bajarse de la furgoneta, pudo apuñalar a una persona. Tiene que contar cómo pudo escapar de la “jaula”, de los controles policiales y de una auténtica balacera. Tiene que contar si de verdad él conducía la furgoneta o no. Tiene que contar dónde consiguió un cinturón explosivo que no se aprecia en ninguna de las grabaciones que nos han mostrado. Tiene que contar dónde y con quién ha estado esos cuatro días. Pero, sobre todo, tiene que contar cómo un imán que hizo sonar todas las alarmas en Bélgica nada más puso el pie en el país, convenció, reclutó y dirigió a un grupo de jóvenes en Cataluña, moviéndose a sus anchas sin despertar la menor sospecha. Como digo, “no consta” que estuviese armado. Si lleva un cinturón de explosivos, con toda seguridad, será tan falso como el que llevaban los de Cambrils. Y, por encima de todo, tiene muchísimas cosas que contar, así que, según la versión oficial, la policía lo rodea y lo mata disparándole un número indefinido de veces.
   Después del despropósito informativo que hemos vivido, después de quince víctimas inocentes y un centenar largo de heridos que volverán a revivir cada día los atentados, después de tanto papanatas como puebla los cargos de responsabilidad de este país y, todavía más, los del futuro país vecino, hay algo que podemos tener claro: si no hemos vivido una cosa así antes, ha sido por suerte; si no hemos vivido una catástrofe mayor, ha sido por pura suerte; y si el futuro no nos depara algo que deje lo ocurrido en poco más que una anécdota, se deberá o bien a que, por fin, habremos mandado al paro a tanto inepto como nos gobierna, o bien a la lisa y llana suerte. 

domingo, 20 de agosto de 2017

Barcelona (1 de 2)

   Quienes están medianamente informados del tema saben que el levante español, al menos desde Valencia, hasta la frontera con Francia constituye un hervidero de grupúsculos islamistas más o menos radicales. El número de detenciones y operaciones policiales efectuadas al respecto casi no se puede contabilizar. La mayor parte de ellas, es cierto, contra células encargadas del reclutamiento y, sobre todo, de la financiación del ISIS y organizaciones afines. No obstante, también se han desvelado planes, en mayor o menor grado de desarrollo para cometer atentados. El discurso oficial, por tanto, consistía en que la eficacia y el buen hacer policial nos mantenía a salvo de tragedias presenciadas en otros países, teniendo claro, por supuesto, las mutaciones a las que nos tiene acostumbrados la “hidra de mil cabezas” y que implican que “no existe la seguridad al 100%” (aunque sí la vigilancia al 100%). Entre medias, aparecían datos que rechinaban. Sorprende, por ejemplo, que, según cifras oficiales, 3.000 personas están siendo vigiladas a mayor o menor distancia por la policía cuando el número de retornados de Siria y territorios afines, insisto, oficialmente, no supera la veintena. Sorprende, también, que se metiera en las estadísticas a la célula que trató de atentar contra el metro de Barcelona en 2.008. Se trató de un grupo de paquistaníes que recibían órdenes directas de un emir de Warizistán, una de las zonas tribales de Pakistán, en las cuales la única autoridad real del Estado la encarnan los agentes de sus servicios secretos. Por tanto, este caso mostraba un terrorismo de naturaleza bastante ajena al resto de los casos como para incluirse en las mismas cifras.
   En medio de lo que parecía una demostración de lo que hay que hacer y cómo por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, se produjeron los atentados del pasado jueves, los cuales han puesto de relieve una realidad sumamente diferente a la que se nos venía ofreciendo. Para empezar, hablamos de una célula formada por, al menos, una docena de personas. Una célula de semejante tamaño, presenta varios problemas. En primer lugar, necesita una dirección muy clara y eficiente, por parte de alguien con la suficiente ascendencia como para reclutar, instruir y ordenar. No hablamos, pues, de un cualquiera, sino de alguien con claras aptitudes, de los que no menudean y que, sin embargo, no había sido detectado. Hemos de recordar, además, que los terroristas se entienden a sí mismos como activistas de una lucha política o religiosa, con lo que pasar desapercibidos, sobre todo, antes de preparar atentados, no suele constituir uno de sus rasgos definitorios. Los datos que la prensa va filtrando hablan, además, de alguien que ya tuvo contactos con autores de atentados anteriores, con sectores radicales de Bélgica y, para acabar de rematarlo, imán de una mezquita. Así que, nuestro imán, desaparece de su mezquita hace dos meses, sin que nadie le preste la menor atención pese a que los cambios en la dirección de las mezquitas deben ser comunicados a la autoridad pertienente. Junto a él se hallaba, como digo, un grupo de doce personas, entre otros, jovenzuelos en una edad que no suele definirse por el disimulo y la ocultación de las tendencias. 
   A falta de otro lugar donde reunirse, parece que okuparon un chalet en la urbanización de uno de esos pequeños pueblos donde todo el mundo conoce a todo el mundo, a 200 kilómetros de su lugar de residencia. Allí se dedicaron a acumular bombonas de butano y a fabricar el famoso triperóxido de triacetona, uno de los agentes antiterroristas más letales de la historia. El TATP reúne tres características excepcionales para matar terroristas: existen multitud de instrucciones para fabricarlo en Internet, se puede hacer con materias de uso cotidiano y resulta extremadamente inestable por lo que, o se tiene mucha habilidad y suerte o se llega al cielo por la vía rápida. Como en la mayoría de los casos en los que alguien ha intentado fabricarlo, eso fue, una vez más, lo que sucedió. Y aquí empieza el sainete.
   Los Mossos d’Escuadra llegan a un chalet derruido por una explosión que hasta ha herido a los vecinos de la potencia que tuvo, ven las bombonas de butano y lo califican como “una explosión accidental de gas”. Intentar averiguar quién, qué y por qué, formaría parte de una investigación que, ya si eso, se llevaría a cabo en algún momento. Lo que queda de la célula terrorista, por el contrario, se cree al descubierto y, en lugar de interpretar lo ocurrido como un signo de que la voluntad de Alá era que no hubiese muertes inocentes, deciden actuar de inmediato sobre objetivos más próximos. Uno de ellos toma una de las furgonetas del grupo y se lanza Ramblas abajo matando a trece personas. 
   Las altas jerarquías de Interior habían mandado hace meses una circular a los Ayuntamientos pidiéndoles que estudiaran el modo de proteger las zonas peatonales ante el menudeo de atentados terroristas sobre ellas en Europa. El Ayuntamiento de Barcelona, tomó la nota del gobierno del país vecino y decidió que, dado que dificultaría las tareas de limpieza, mejor que bolardos “se aumentaría la vigilancia policial” en las ramblas, ha podido observarse con qué resultado. Hemos de ser justos. No se trata del Ayuntamiento de Barcelona, ningún Ayuntamiento ha hecho caso de tales recomendaciones. La norma fundamental de los Ayuntamientos de este país consiste en que, mientras no haya muertos, ¿para qué se va a gastar el dinero en cosas que no sean festejos y jolgorios?

domingo, 13 de agosto de 2017

Auchinleck (2 de 2)

   La estrategia diseñada por Auchinleck fue tan simple como eficaz, aunque, como resultó habitual en su vida, nadie salvo él confiaba en que funcionase. Mientras los militares y diplomáticos de El Cairo se dedicaban a quemar documentos ante la inminente llegada de los alemanes, él colocó toda la artillería de que disponía en las elevaciones de El Alamein, dando órdenes estrictas a sus unidades acorazas y su infantería de no operar más allá del alcance de estas baterías. Al Sur de El Alamein ya solo quedaban las arenas del desierto, con lo que Auchinleck daba por descontado que Rommel no intentaría rodear su dispositivo. Un intenso minado de la zona y el desgaste al que había sometido a las tropas alemanas en su avance, bastaría para detenerlas justo en las puertas mismas de Egipto.
   Rommel (y Auchinleck) sabía que si se detenía, ya no volvería a avanzar nunca más. Sus tropas estaban exhaustas, el número de unidades acorazadas había disminuido considerablemente y los refuerzos y suministros llegaban con cuentagotas. No obstante confiaba en el poder que le daba llevar la iniciativa, en la superioridad de sus carros de combate y en esa ley que dice que un ejército en retirada ya no deja de retirarse. Lanzó contra El Alamein todo lo que tenía a su disposición. Sin embargo, sus esfuerzos por romper la línea defensiva montada por Auchinleck resultaron infructuosos. Cuando intentaba entrar en contacto con los acorazados británicos, la artillería los repelía y cuando intentaba conquistar las elevaciones con su infantería, ésta se tropezaba con los blindados británicos. Tras sufrir numerosas pérdidas sin lograr nada significativo, decidió retirarse y atrincherarse. Auchinleck, presionado por sus superiores, inició un asalto de las posiciones alemanas en el que no creía y que tampoco consiguió nada. El 31 de julio de 1942, la primera batalla de El Alamein había concluido.
   Los británicos perdieron 13.000 hombres, incluyendo neozelandeses, australianos, sudafricanos, indios e ingleses. 10.000 soldados alemanes e italianos habían caído muertos o heridos, 7.000 habían sido hechos prisioneros. El número de blindados alemanes que seguía en funcionamiento era mínimo y los tanques averiados o dañados tenían una esperanza muy remota de ser puestos de nuevo en funcionamiento. Rommel y Auchinleck sabían que, a partir de ese momento, el tiempo corría a favor de los británicos. La esperanza alemana de alcanzar el canal de Suez, moría allí definitivamente. La batalla de Stalingrado hacía presagiar negros augurios, los alemanes no recibirían nuevos refuerzos y el control marítimo y aéreo del Mediterráneo por parte de los Aliados no podía hacer otra cosa que acrecentarse. Aunque la batalla había terminado en tablas, la detención del avance alemán por sí sola constituía una enorme victoria que presagiaba una más completa y rotunda. Auchinleck tenía claro lo que debía hacer para conseguirla con un mínimo de sacrificios humanos: esperar. Sus cálculos incluían dilatar cualquier ofensiva posterior, como mínimo, dos meses. Para entonces Rommel tendría un problema mayor que la escasez de tropas o de tanques funcionales: la escasez de combustible. Mientras él, Auchinleck, habría recibido numerosos refuerzos por parte de las tropas coloniales. 
   “Esperar” era la única palabra que Churchill no quería oír mencionar así que recompensó la inesperada victoria de Auchinleck con su cese. En su lugar puso a alguien que tampoco soportaba dicha palabra, por mucho que eludirla significara un coste extra de vidas humanas: Bernad Law Montgomery. Tan pronto como llegó a Egipto, elaboró uno de sus famosos planes, basados en optimistas supuestos y no en hechos y lanzó a su infantería contra los campos minados alemanes, dando inicio a la segunda y, esta sí, enormemente popular batalla de El Alamein. A punto estuvo de perderla de no haber sido, como acertadamente previó Auchinleck, por la falta de combustible de Rommel. Mientras, Auchinleck, desaparecía para la historia en un puesto bastante menos brillante, primero en Persia-Irak y, posteriormente, de regreso a su amada India. Allí participó, en un segundo plano, en la defensa de la India contra los japoneses y en la campaña de Birmania. En 1947 se opuso férreamente a la división de la India con ocasión de su independencia. Conocedor de aquellas tierras, previó el baño de sangre que acompañaría la división y que, de ella, en lugar de un país con posibilidades de prosperar, surgirían dos que emplearían buena parte de sus recursos en una lucha fraticida. Como siempre, su juicio fue acertado y aislado en una corriente de opinión británica que no podía dejar de ver con buenos ojos esta segunda posibilidad. Auchinleck dimitió de su cargo y dejó un ejército al que había dedicado su vida como protesta por una decisión que consideraba un disparate. Su soledad no había hecho más que comenzar. Su mujer lo había abandonado y él se retiró a Marrakech, donde moriría, a los 96 años en 1981.
   Hay una estatua de Montgomery en el centro de Londres, casi enfrente de Downing Street. De Auchinleck, que hizo lo que todos los expertos en el arte de la guerra consideran imposible, nadie construyó ninguna.

domingo, 6 de agosto de 2017

Auchinleck (1 de 2)

   Hay una ley de la guerra que dice que un ejército en retirada, ya no deja de retirarse a menos que deje de ser atacado. Existen contadísimas excepciones a esta ley en la historia militar de la humanidad: la batalla de Agincourt en 1415, la de las Ardenas en 1944 y una durante el mismo conflicto, absolutamente olvidada, comandada por Sir Claude Auchinleck. Mientras a los estrategas de los otros casos se los calificó de genios militares, a este hombre, que convirtió un ejército en retirada en un ejército capaz de reagruparse y vencer al enemigo, se lo destituyó y olvidó hasta el punto de que en muchas de las biografías suyas que pueden encontrarse por Internet tal batalla no se menciona... ¡o se dice que fue derrotado en ella!
   Auchinleck nació en Inglaterra, en una familia que sufrió penurias sin cuento tras la muerte de su padre, cuando él contaba ocho años de edad. Ingresó en el ejército por inspiración paterna y para salvar la miseria familiar. Tras graduarse fue enviado a la India, en donde se molestó en aprender la lengua punjabí y las costumbres y tradiciones de una tierra a la que quedaría ligada buena parte de su carrera. Pero su bautizo de fuego se produjo durante la Primera Guerra Mundial, cuando ya tenía el grado de capitán. Fue desembarcado en Basora, en el marco de la operación para liberar a las tropas sitiadas en Kut-al-Amara. Su unidad se vio rodeada por los turcos y apenas doscientos hombres, incluyendo al propio Auchinleck, lograron escapar con vida. Aquella campaña debió constituir toda una lección para él de lo que se debe y lo que no se debe arriesgar en combate. Su trabajo como instructor tras la Primera Guerra Mundial se centró, precisamente, en el modo de mantener la higiene, salud y alimentación de las tropas.
   En 1929, de vuelta a la India, es ascendido a coronel y participa primero en el sometimiento de las insurrecciones de 1933 y 1935 y, después, en la construcción del Ejército Indio. Con toda esta experiencia puede entenderse la lógica que lo llevó en 1940 a ponerlo al mando de las fuerzas británicas... ¡en Noruega! Pese a que la campaña de Noruega constituyó un desastre y los británicos no pudieron hacer nada para repeler el brillante plan de invasión alemán, Auchinleck logró algunas victorias parciales que no impidieron el hundimiento final. Vuelve entonces a la India, de donde es sacado para desembarcar (otra vez) en Basora. Con tropas que conocía muy bien bajo su mando y en un terreno en el que ya había combatido, Auchinleck, logró infringirle sucesivas derrotas al ejército iraquí, hasta conseguir entrar en contacto con la sitiada guarnición inglesa de Habbaniya.
   El éxito en Irak le abrió las puertas para su nombramiento al mando de las tropas británicas en Oriente Medio. Este mando constituyó un auténtico quebradero de cabeza para él. Sufrió interminables injerencias políticas, particularmente de Churchill que no quería oír hablar de ninguna otra cosa que no fuese atacar, ofensivas o conquistas. Sus subordinados vieron en él a un extraño que no entendía la naturaleza del ejército británico en África, rezongando de sus órdenes y pidiendo continuas explicaciones de sus planes. Por si fuera poco, tenía en frente a un general alemán de cierto prestigio, un tal Rommel. 
   Auchinleck se empeñó en algo que no todos tenían claro, que Malta y el bombardeo de las líneas de suministro alemanas era fundamental para lo que ocurriera en el Norte de Africa. Con estas bazas atacó desde Egipto y logró hacer retroceder a los alemanes hasta Trípoli, conquistando todo lo que hoy es Libia. Entre medias, sus líneas de suministro se hicieron inestablemente largas y, en lugar de lanzar la ofensiva final que tanto le reclamaban desde Londres, decidió atrincherarse en la Cirenaica a medio camino entre Trípoli y su retaguardia. 
   En mayo de 1942, un Africa Korps rearmado y con tropas frescas, se lanzó a la ofensiva rodeando las fortificaciones de Auchinleck por el desierto. 50.000 hombres del ejército británico quedaron embolsados y el pánico cundió en toda la jerarquía de mando. Realmente, muy poco había que se interpusiera entre Rommel y el Canal de Suez.  Auchinleck consiguió organizar un repliegue ordenado de lo que quedaba de sus tropas hacia la frontera egipcia mientras que iba desgastando la ofensiva de Rommel con una serie de pequeños enfrentamientos programados a lo largo de su camino. Además, las líneas de suministro alemanas se iban haciendo insosteniblemente largas y la RAF las sometía a un continuo bombardeo. Tras 1.000 kilómetros de retirada, Auchinleck reagrupó su ejército, uniendo lo que quedaba de esta división por aquí con lo que quedaba de aquella por allá, en torno a El Alamein, una insignificante estación ferroviaria rodeada de elevaciones que se adentraban en el desierto.

domingo, 30 de julio de 2017

Dieppe

   Ahora que la película Dunkerque permitirá el reinicio de un pequeño revival de la Segunda Gran Guerra, vuelvo a acordarme de una heroica acción bélica arrumbada en el baúl de los recuerdos: Dieppe. En 1942, Stalin no hacía más que presionar a los aliados con la idea de abrir un segundo frente en Europa que aliviara el peso de la guerra sobre su país. La propia opinión pública exigía hacer algo que los devolviera al continente y Churchill había comenzado a temer que la tan deseada ayuda norteamericana acabara por convertirse en el abrazo del oso, borrando al imperio británico de la primera fila de la historia. Así comenzó a fraguarse la operación Jubilee.
   La idea inicial consistió en abrir una cabeza de puente en la costa francesa, necesariamente limitada, que permitiera operaciones más ambiciosas en un futuro inmediato. Rápidamente se pensó en los 200.000 voluntarios canadienses que llevaban tres años languideciendo en territorio británico. Dispersados por la isla, lejos de sus fríos inviernos, las abundantes lluvias habían ido diluyendo su moral y apenas unas cuantas unidades conservaban el vigor necesario para combatir. El propio plan inicial resultaba insostenible, así que se lo fue recortando. Lo que comenzó siendo un amago de invasión en toda regla se convirtió en un mero ejercicio, el establecimiento de una cabeza de puente se trocó en la demostración de la posibilidad de establecer una cabeza de puente y el desembarco masivo incluyó poco más de 6.000 hombres. El punto elegido, naturalmente, la bonita, turística y extremadamente fortificada por los alemanes Dieppe. Cierto que el plan inicial incluía desembarcos a lo largo de su costa, que presentaba numerosos puntos prácticamente sin defensa, pero al restringir el número de hombres, se concentró en la playa de la propia ciudad, guarecida por acantilados y en donde los alemanes habían colocado, entre otras muchas unidades de artillería, diez cañones de 150mm. La cosa no paraba ahí, la “cabeza de puente”, posteriormente convertida en algo así como unas maniobras con fuego real, también debía constituir una trampa para la Luftwaffe. El alto mando británico había llegado a la conclusión de que la superioridad aérea alemana estaba llegando a su fin. El desembarco debía atraer a gran número de aparatos sobre los que la RAF caería, acabando, definitivamente, con el dominio alemán de los aires. Dicho de otra manera, la aviación aliada no apoyaría el desembarco sino que llevaría a cabo una guerra particular en paralelo.
   Por si fuera poco, a principios de julio, con las tropas preparadas para embarcarse, la climatología empeoró repentinamente y, todavía mejor, los alemanes descubrieron el convoy preparado y lo bombardearon, obligando a cancelar el desembarco. La cancelación del desembarco no significó la cancelación de la operación, sino que ésta sufrió varias modificaciones. La más significativa de todas fue suprimir el bombardeo previo “para no poner en sobre aviso a los alemanes”.
   En la noche del desembarco el ala izquierda del convoy se encontró con naves alemanas, iniciándose un combate que, además de causar serios daños en los navíos aliados, los dispersó, con lo que sólo siete llegaron a la costa francesa. Su llegada desató la alarma general en las defensas costeras, en respuesta a la cual, las naves que los habían transportado se retiraron, dejándolos abandonados en la playa donde hubieron de rendirse.
   El ala derecha del desembarco tuvo más suerte, logró llegar a la playa antes de que se diera la alarma y, tras subir por escarpados terraplenes, alcanzó las defensas de costa logrando inutilizarlas. El desarrollo de la operación fue la base para el manual de asalto a las baterías costeras que se elaboró posteriormente y el único éxito de la operación Jubilee porque el desembarco general tuvo otra naturaleza. Este se realizó justo debajo de las defensas alemanas y con diecisiete minutos de retraso respecto de los otros dos, es decir, cuando los alemanes ya se hallaban alertados de lo que se les venía encima. La mayor parte de los hombres a desembarcar no consiguieron llegar a las playas con vida. Las tres oleadas sucesivas fueron barridas por las defensas en una suerte de tiro al blanco. No obstante, los canadienses combatieron con tal valor y eficacia que algunas unidades consiguieron alcanzar la ciudad, donde fueron definitivamente eliminados o capturados. De los 6.086 hombres a desembarcar 4.384 fueron muertos o capturados en un combate que no duró ni nueve horas. El desastre fue de tal magnitud que la Luftwaffe ni siquiera se molestó en mandar más aviones al combate que los que ya se hallaban en servicio, convirtiéndose, también, en un completo fiasco la supuesta trampa aérea tendida por la RAF.
   Dieppe fue una carnicería sin nombre y casi sin recuerdo, en la que varios miles de voluntarios canadienses encontraron una muerte absurda y sin sentido que no debió haberse producido. A base de sangre vertida por motivos absurdos, como siempre, los aliados sacaron lecciones muy importantes, por ejemplo, que no se debe atacar unas defensas sin bombardearlas antes. Estas lecciones resultarían muy útiles en los posteriores desembarcos, pero seguro que había medios mucho más económicos de sacar tales decisiones si es que a alguien le hubiesen importado las vidas humanas.

domingo, 23 de julio de 2017

Dunkerque

   Esperaba, desde hacía tiempo, el estreno de Dunkerque. Su director, Christopher Nolan, me había fascinado con Following y, sobre todo, con Memento, una película que encierra profundas cuestiones filosóficas y un modo de narrar absolutamente fuera de lo habitual. Desgraciadamente, Memento no sólo llamó mi atención, también llamó la atención de Hollywood que tomó su estructura narrativa como un desafío a sus convencionalismos. Se propusieron asimilar a Nolan y lo consiguieron. Primero le pusieron al frente de un proyecto cargado de estrellas y ligero de ideas, Imsomnia y, después, para rematarlo, le endilgaron la  serie de Batman, al borde mismo de la extinción. Batman ganó con Nolan todo lo que Nolan perdió con Batman. A partir de aquí sus proyectos iniciaron una pendiente sin freno: The Prestige desaprovechaba un libro que ya de por sí desaprovechaba una buena idea, Inception era un puro querer y no poder e Interestelar, un pestiño infumable con final feliz. El propio Nolan pareció darse cuenta de hasta qué punto Hollywood lo había dejado exangüe y decidió intentar salvar lo que pudiese salvarse llevándolo de vuelta a casa. Dunkerque no constituye, pues, la narración de un hecho histórico, también narra lo que intentaba hacer el propio Nolan con su talento cinematográfico.
   El hecho histórico es que en 1940, tras la ruptura de la “Linea Maginot”, el cuerpo expedicionario británico se vio embolsado, por tropas alemanas que avanzaban desde Holanda, Bélgica y, particularmente, Francia. Girando por Abbeville hacia Boulogne, el general Heinz Wilhelm Guderian, como siempre al frente de sus tanques, consiguió plantarse en Calais antes de que los ingleses soñaran siquiera con organizar desde allí su retirada. Entonces intervino el mayor enemigo que tuvieron los ejércitos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, su alto mando con Hitler a la cabeza. Le ordenaron a Guderian que cesara su ofensavia. Durante un tiempo les hizo caso omiso afirmando que "no avanzaba, sólo realizaba acciones de reconocimiento”, pero cuando sus tanques ya habían reducido el perímetro a la ciudad de Dunkerque y su playa inmediata, teniendo una victoria decisiva en sus manos, se vio obligado a acatar las órdenes. 
   Por qué los alemanes permitieron la evacuación de buena parte del cuerpo expedicionario británico sigue sin estar claro hoy día. Parece que Hitler atesoraba la secreta esperanza de que Inglaterra acabaría uniéndosele en el dominio del mundo (sic) y que se dejó convencer por Göring de que la aviación causaría más daño que los tanques a un enemigo arrumbado en las playas sin posibilidad alguna de defensa. Por si fuera poco, muchos, empezando por su superior directo en el mando, von Kluge, veían con escalofríos las audacias de Guderian que, dicho sea de paso, siempre demostró tener la visión correcta de los hechos. 
   El 26 de mayo de 1940 comenzó oficialmente la evacuación de Dunkerque, con lo que quedaba del ejército francés en la zona defendiendo el perímetro y los ingleses tratando de embarcar rumbo a casa 400.000 hombres. Rápidamente la Luftwaffe comprobó la estulticia de Göring pues buena parte de las bombas que arrojaba sobre el enemigo se enterraban en la arena sin explotar. Prefirieron con mucho ametrallar a los soldados en la playa y bombardear los barcos en el mar, tarea que se volvió mucho más complicada cuando el alto mando británico decidió enviar todo tipo de embarcaciones civiles para realizar la repatriación de sus tropas.
   Nada de eso cuenta Nolan en su película porque no le interesa. Dunkerque no pretende ser la narración de un hecho histórico. Dunkerque cuenta lo que ocurre cuando la cadena de mando se ha debilitado lo suficiente como para convertir el instinto de supervivencia en el único motor de conducta, lo que pasa cuando el sentimiento de pertenencia a la manada puede más que los juicios acerca de contra quién se combate, de lo que puede ser heroico o cobarde y de lo que pueda llegar a ser considerado loable o mezquino. Cuenta cómo unos cientos de miles de chavales que acababan de abandonar la adolescencia fueron abandonados en una playa al albur de las bombas, las balas, las olas y su propio miedo. Y, sobre todo, cuenta cómo las guerras, los ejércitos y los gobiernos sacan partido de todo ello para sus propios fines. Lo hace con maestría, con elegancia, con un uso de los saltos narrativos que casa rigurosamente con las necesidades de lo que se quiere contar.
   Dicen que ha convertido en una gran victoria lo que fue una derrota, que ha hecho de la vergüenza de Dunkerque un motivo de orgullo nacional, que ha puesto una piedra fílmica más en la larga tradición de cantar las glorias del imperio de su graciosa majestad. Yo lo dudo. No casa mucho con esos juicios la frialdad con la que un contraalmirante da instrucciones para que un barco de la cruz roja se hunda lo más lejos posible del espigón aunque eso signifique que se ahoguen todos los heridos que van a bordo. No resulta muy heroica la actitud de unos militares que insisten, una y otra vez a lo largo de la película, que los barcos están allí para salvar a los británicos y que para los franceses, que valerosamente mantenían el perímetro permitiendo que la evacuación se llevara a cabo, sólo quedaba la rendición o la muerte. Pero, sobre todo, tales juicios no cuadran con la realidad histórica. Dunkerque fue un gran logro para los británicos, especialmente, teniendo en cuenta lo que pudo haber ocurrido y el discurso de Churchill (que había llegado al cargo de Primer Ministro quince días antes de lo que muestra la película) para la ocasión contiene toda la grandilocuencia característica de los políticos cuando intentan salvar las vergüenzas. 
   Ahora queda por ver si, una vez reagrupadas sus fuerzas, Nolan nos proporciona también grandes éxitos en los años venideros.

domingo, 16 de julio de 2017

Arrival

   Hace tiempo que tenía la película Arrival (La llegada, 2016) en el radar, pero hasta hace unos días no pude por fin sentarme a verla. Varias razones me llevaron a ella: su director, Denis Villeneuve es el encargado de poner en celuloide la innecesaria segunda parte de una de mis películas favoritas, Blade Runner; se supone la adaptación de un multipremiado relato corto de ciencia ficción, La historia de tu vida de Ted Chiang; la banda sonora de Johann Johannsson, fue una de las pocas músicas que me llamaron la atención el año pasado; y, por si fuera poco, la protagoniza Amy Adams. En realidad, lo que cuenta la película es bien poca cosa. Se parte de la idea de que el lenguaje determina el pensamiento y se acaba concluyendo, como hace todo buen determinista, que el tiempo es pura apariencia y, si se adquiere cierto conocimiento especializado, deja de apreciarse. Un recorrido tan breve da, desde luego, para un relato corto, pero no para rellenar cerca de dos horas de efectos especiales, así que el bueno de Villeneuve se dedica a marear un poco la perdiz con falsos flash-backs, con una fotografía que se pretende preciosista y con la música de Johannsson. La escasez de acción, como la escasez de notas en la banda sonora, llena buena parte del minutaje, por lo que no debe extrañarnos que una crítica acostumbrada a la saturación musical y auditiva, haya descrito  el film como un “poema” y le haya encontrado parecidos con la sobrevalodarísima obra de Terrence Malick.
   Me imagino que la primera intención de Chiang fue crear unos marcianos a los que pudiera apodarse los “trípodes”, pero como los chistes resultaban demasiado fáciles pensó en “pentalones”, lo cual no dejaba de proporcionar guasas acerca de la naturaleza de la quinta extremidad y ésta fue la razón por la que se acabaron convirtiendo en “heptalones”, disolviendo la gracia entre tantas patas. Ni que decir tiene que, en cuanto la ven sin máscara, los heptalones quedan fascinados con Amy Adams, cosa lógica porque lo de esta mujer (o lo de su cirujano plástico) no es de este planeta. Aquí les dejo unas fotos de la Sra. Adams en Muérete bonita, su primer papelito cuando contaba 25 años y en la ceremonia de los Oscar de febrero del corriente. 



En efecto, el rostro más reluciente, hermoso y juvenil corresponde al de la mujer que tiene una hija y 18 años más que el otro. Y ahora me lo explican si pueden. A este paso la Sra. Adams acabará siendo un bomboncito en el geriátrico.
   Naturalmente, todo lo anterior no dejan de ser frivolidades por las que no me hubiese molestado en escribir nada. El supuesto meollo del asunto no es otro que la tesis Sapir-Whorf, de la que ya hemos hablado varias veces aquí y que, cuando por fin parecía perder el último reducto de incondicionales, entre Chiang y Villeneuve, la van a convertir en meme de la cultura de masas. Los lingüistas, padres de este cordero y al que tantas oraciones le dedicaron, la abandonaron hace tiempo. Pero los filósofos del siglo XX, que, como los maridos engañados, fueron los últimos en enterarse de todo, todavía hoy la siguen repitiendo cual papagayos: el lenguaje determina el pensamiento, los límites del lenguaje son los límites del pensamiento, hablantes de idiomas distintos viven en mundos distintos. Ya expliqué que si eso fuese así, entonces el español y el italiano serían inconmensurables. Como no me gusta repetirme no voy a aclarar otra vez por qué, mejor voy a presentar una magnífica refutación de dicha tesis, la que muestra la propia película. En efecto, partiendo de que los hablantes de lenguas distintas viven en mundos distintos, es decir, de la tesis Sapir-Whorf y deseando comunicarse con los marcianitos de turno, la intrépida Louise llega a la conclusión de que mejor abandonar el lenguaje hablado y centrarse en un intercambio de signos. Y hete aquí que esta línea de trabajo se convierte en exitosa, pudiendo, primero intercambiar abundante información con los llegados y, posteriormente, hablar su lengua. Además, gracias al manejo de dichos signos, Louise comienza a adentrarse en un nuevo modo de pensar, el cual le permite abandonar las limitaciones del tiempo y ver el futuro. Lo diré de otro modo, se parte de la idea de que la lengua determina el pensamiento y se acaba concluyendo que lo que realmente determina el pensamiento son los signos. Afirmación esta última que, de ninguna de las maneras, cabe en la tesis Sapir-Whorf. En efecto, tomemos dos comunidades que hablan lenguas diferentes, pero que la escriben con los mismos caracteres, ¿se entenderían o habría inconmensurabilidades entre ellos? Obviamente, la tesis Sapir-Whorf, o, por ser más exactos, el bueno de Whorf, concluiría que podrían existir enormes inconmensurabilidades entre ellas, como las que existen, pongamos por caso, entre napolitanos y brandenburgueses. Supongamos ahora lo contrario, quiero decir, una comunidad que maneja una lengua común, pero que escribe dicha lengua con caracteres diferentes. ¿Habría dificultades para entenderse entre ellos? De un modo obvio, la respuesta de Whorf sería negativa. Hasta qué punto dichas intuiciones son correctas podrá apreciarlo si estudia la disolución de Yugoslavia, país compuesto por dos comunidades, serbios y croatas, más una minoría musulmana, que hablaban el mismo idioma pero lo escribían usando grafías diferentes. Pues bien, lo que nos muestra la película es, precisamente, la importancia de los signos con los que apuntalamos nuestro pensamiento y no de la lengua con la que se expresan, algo bastante más cercano de la realidad que lo que se pretendía inicialmente defender. Que semejante contradicción, lejos de valerle el reproche de alguien, le haya proporcionado a la película y al relato en el que se basa, premios y honores de la crítica muestra bien a las claras el chiringuito que hay montado para alejar nuestras miradas del verdadero determinismo que nos atenaza y que no se halla ni en los genes, ni en el lenguaje, ni en un supuesto futuro ya escrito, sino en una mitología montada para volvernos idiotas a todos llenándonos la cabeza de incoherencias. Afortunadamente, la película termina de un modo optimista, mostrándonos en imágenes una de las más acertadas afirmaciones de Karl Marx, a saber, que "todo lo sólido se desvanece en el aire".

domingo, 9 de julio de 2017

Reflexiones sobre la muerte (3)

   El modo en que los modernos occidentales nos enfrentamos a la muerte resulta ridículo. En realidad, se trata únicamente de una consecuencia de nuestro modo erróneo de habérnosla con el tiempo. Casi todo el mundo antes de morir pide precisamente eso, más tiempo. Se trata de otra versión de un problema común en nuestras sociedades y que ya he mencionado varias veces, el problema del más. Queremos más tiempo, queremos vivir más, queremos cumplir más años, todo lo cual puede aceptarse como correcto, pero ¿más para qué? ¿para cometer más veces los mismos errores? ¿para cometer más errores? Si trabaja como comercial para alguna empresa sabrá que dedica más tiempo a planificar su jornada, buscar aparcamiento, circular, hablar con la secretaria o con miembros de la organización sin poder ejecutivo, que a esa entrevista en la que se va a decidir si recibirá un nuevo pedido o no. En muchas profesiones rellenar informes sobre lo que se ha hecho o lo que se va a hacer consume más tiempo que hacerlo. De modo general, utilizamos nuestro tiempo para planificar qué vamos a hacer con el tiempo que viene a continuación y no para vivir el momento en que nos encontramos. Si efectivamente un buen Dios de los cielos nos concediera más tiempo, lo emplearíamos en organizar qué haríamos con el tiempo que nos concedería en la próxima prorroga.
   Muchos occidentales han encontrado la manera de disfrutar de una prórroga perfecta en la creencia en la reencarnación. Primero lo adoptaron todo tipo de actores de Hollywood, tan satisfechos con la vida que habían vivido, que querían vivirla otra vez. Como resulta lógico, una vez proyectada la idea de la reencarnación en imágenes, se extendió. Poder vivir otra vez representa para nosotros el modo mágico de vivir más tiempo. El ridículo encerrado en semejante razonamiento no tiene límites. Para empezar buena parte de los creyentes en la reencarnación no quieren renunciar a un cristianismo adoptado por tradición. Para su mentalidad el budismo o el hinduismo resultan demasiado exóticos. Acuden a su párroco de zona y éste les confirma que sí, que por supuesto, que por qué no van a poder ser cristianos creyendo en la reencarnación. Ya se sabe, tan poca gente marca la casilla de donar sus impuestos a la Iglesia que hay que recolectar feligreses como se pueda. La inmensa mayoría se siente satisfecho con esto y va por ahí tan contento sin entender que ni el cristianismo puede compaginarse con la doctrina de la reencarnación ni ésta representa para las religiones de oriente nada bueno ni deseable. En realidad, todas las religiones que hablan de la reencarnación lo consideran lo malo, lo que debe evitarse a toda costa, el equivalente de nuestro infierno, pues este mundo se caracteriza por el sufrimiento que nos causa y hay que evitar volver a él. Por si fuera poco, toda creencia en que volvemos más de una vez a este mundo, considera necesario un lavado de cerebro para que no quede nada de nuestra vida anterior. Así que, en efecto, volvemos a este mundo, pero volvemos sin recuerdos, sin carácter, sin los seres queridos, sin todo aquello que nos define. ¿Qué diferencia existe entre esto y la simple y llana muerte en la que nada perdura? Muy fácil, que tenemos más tiempo.
   De acuerdo, tengamos más tiempo, pero, una vez más, ¿para qué? Los hombres del siglo XX creen que la vida tiene las mismas características que Facebook, Instagram o Twitter. Uno se apunta a Facebook, sube fotos a su cuenta y cincuenta años después, cuando alguien la consulta, cree que uno sigue saliendo de juerga los fines de semana, que su hijo sigue teniendo tres meses y que aún conserva la gatita aquella que se pasaba las horas muertas mirando la lavadora. Pero no, la gatita llegó a la conclusión de que se divertiría más desde dentro que desde fuera y, en un despiste, apareció ahogada entre la ropa limpia, su hijo se cambió de sexo hace dos años y ahora se dedica a la vida loca y desde que le internó en un geriátrico, Ud. ha dejado de tomar chupitos los fines de semana. 
   El cuerpo humano no se halla diseñado para una longevidad demasiado prolongada. A partir de los 40 años, la naturaleza abandona despiadadamente a las mujeres y, poco después, a los hombres. Las terapias encaminadas a evitar semejante desafecto han logrado hacer los años restantes más penosos pero no han conseguido evitar, afortunadamente, lo que millones de años de selección natural tan sabiamente han tejido. Se puede ir más allá, sin duda, pero el propósito de convertir el siglo en la esperanza media de vida, nos condena a lo que sólo puede considerarse un encarnizamiento terapéutico. La vista no aguanta, el sistema digestivo tampoco, se nos cae todo lo que no tengamos de silicona, se olvida el control de esfínteres y, al final, nos olvidamos de nosotros mismos. Si permitimos que las empresas farmacéuticas sigan en ello, tendremos otra vida en esta, sí, pero, una vez más, con el inevitable borrado de todo lo que en nosotros puede considerarse identidad personal. Y aquí encontramos un elemento clave en esta historia. Tenemos miedo a la pérdida absoluta y definitiva de conciencia, pero no a los olvidos cotidianos, a esos momentos de los que no recordamos nada, a la amnesia causada por el alcohol o las drogas. Nos aterroriza desaparecer cuando nuestra vida se halla plagada de instantes que han desaparecido para nosotros, de entrañables amigos de copas que ya no nos recuerdan, sin que nos importe demasiado. Nos hiela la sangre la posibilidad de que cese nuestro pensamiento cuando dedicamos nuestra vida a hacer todo lo posible para no pensar.