domingo, 3 de septiembre de 2017

Reflexiones sobre la muerte (4)

   El proceso de morir constituye un transcurso continuo de tiempo al que la precariedad de la medicina dotaba de una enorme velocidad pero que hoy se puede ralentizar a gusto de la ética médica imperante. Como resultado, colocar la línea que separa la vida de la muerte en un punto u otro se ha vuelto extremadamente problemático. La visión tradicional señalaba este punto en el momento en que el corazón dejaba de latir. Pero la mejora en las técnicas de reanimación y la necesidad de órganos para los trasplantes convirtieron esta definición en obsoleta. Un organismo cuyo corazón ha dejado de latir constituye un organismo inútil desde el punto de vista de los enfermos que esperan un donante para sobrevivir. De este modo, se trasladó la definición de muerte al cese de actividad cerebral. Esta constituye una definición paradójica y terrible: se ha muerto cuando se pueden salvar vidas. Tenemos aquí otra vez, la idea de muerte como ventaja adaptativa, como dejar espacio para individuos más plásticos, más eficaces, pero también la idea de que, si abandonamos la miope perspectiva de la conciencia, la muerte no constituye la interrupción de la vida, sino aquello que permite su continuación. Definición, por otra parte, que exige poner en claro qué significa "carencia de actividad cerebral". El cerebro se halla conformado por una serie de unidades relacionadas, todas las cuales contribuyen a la producción de sentido y a la generación de lo que llamamos "procesos conscientes". El lugar último y definitivo en el cual se localiza la vida consciente y que nos permitiría determinar el cese de la vida resulta hoy día desconocido, suponiendo, naturalmente, que exista tal cosa. De aquí que el cese definitivo de la actividad cerebral haya ido deslizándose como criterio definitorio de la muerte hacia otro punto de resistencia, a saber, los estados de coma irreversibles. 
   De nuevo nos hallamos ante un criterio extremadamente rico en significados. La irreversibilidad, constituye uno de los rasgos definitorios de la vida y, en general, de cualquier proceso biológico. La vida, en efecto, se empeña por poner orden en un entorno que carece de él y que, precisamente, como resultado de su acción, se convertirá en más caótico, más desordenado. Ese orden marca inevitablemente el tiempo, volviéndolo irreversible. Aunque hay una probabilidad, ciertamente infinitesimal, de que todas las moléculas de aire de esta habitación se coloquen debajo de un papel y lo levanten, la probabilidad de que una célula, un organismo biológico, rejuvenezca en lugar de envejecer, simplemente, no existe. Lo hecho por la vida ya no se puede deshacer o, al menos, no se puede deshacer por un simple procedimiento de “dar marcha atrás a la película”. 
   La irreversibilidad, por tanto, que aparecía como característica de la vida, ha pasado a adoptarse por la moderna medicina como rasgo definitorio de la muerte. Aquello que implica un transcurso irreversible, aquel estado que lleva irreversiblemente a la muerte, puede considerarse por sí mismo como muerte, algo que, de un modo general, puede decirse de la vida en cualquiera de sus formas. Pero hay más, en contra de lo que nos indica nuestro sentido común, el coma no constituye un estado clínico en el que los individuos permanecen "desactivados". La clasificación de comas de referencia en la práctica clínica, denominada "de Glasgow", enumera once comportamientos asociados a estos estados que servirían para clasificarlos. Sin embargo, a pesar de la variedad a que da cabida esta clasificación, la realidad se le escapa por entre los dedos. Pierre Buser (1), enumera desde un tipo de coma que realmente no puede considerarse tal, sino la simple pervivencia artificial, hasta el LIS. El LIS o locked-in syndrome, consiste en un estado que presentan algunos sujetos caracterizado por la tetraplejia, la absoluta falta de control sobre el cuerpo, la aparente insensibilidad, mientras el sujeto tiene los ojos abiertos, sigue determinados movimientos de su entorno y puede establecer una cierta comunicación con los médicos. La prensa daba cuenta hace un tiempo del caso de Christa Lilly, mujer norteamericana de 49 años en estado de coma desde 2000 y que, periódicamente (hasta un total de 12 días desde entonces a 2007), se despertaba, hablaba y comía con cierta normalidad, para recaer al poco tiempo en el coma.




   (1) "Ces comas qui ne mènent pas nécessairement à la mort", en Annales d'histoire et de philosophie du vivant, vol 4, 2001, págs. 117 y ss.

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