domingo, 22 de marzo de 2020

Chomsky (1 de 2).

   En 1957, un jovenzuelo llamado Avram Noam Chomsky, publicó Estructuras sintácticas, un apresurado resumen de su tesis doctoral, poniendo patas arriba el campo de la lingüística. Frente al conductismo imperante, Chomsky proponía que en el aprendizaje de la lengua materna intervienen una serie de mecanismos innatos que permitirían adquirir competencias lingüísticas a una velocidad que ningún conductista podía explicar. Pero Chomsky también se opuso al estructuralismo europeo, señalando la necesidad de contar con la creatividad del sujeto hablante para entender cómo surge el significado. En esta primera fase, la teoría de Chomsky acertaba a elaborar una dicotomía destinada al éxito obtenido por muchas otras tales como infra y superestructura o paradigma y anomalía, la distinción entre estructura profunda y estructura superficial. Si decimos, por ejemplo, “Juan le ha puesto los cuernos a Pepita y ella se ha enterado”, “Pepita ha descubierto que Juan la engaña” y “Juan es un adúltero y su esposa lo sabe”, suponiendo que la esposa de Juan se llame Pepita, tenemos tres enunciados con una misma estructura profunda y diferentes estructuras superficiales. Hasta aquí, todo muy fácil, muy intuitivo y muy simple. El problema, como siempre, aparece si uno comienza a escarbar en los detalles. Para empezar, ¿a qué se le puede llamar “la misma estructura profunda”? Dado que no resulta observable, la estructura profunda se convierte en un constructo, constructo en el que todos podemos coincidir a la hora de caracterizarla, pero, del hecho de que todos coincidamos en describir esa estructura profunda no se deduce ni que esa estructura profunda exista, ni que esa estructura profunda constituya la única posible, ni que tengamos algún modo de dilucidar cuál de las estructuras profundas imaginables resulta la correcta. Todavía peor, aunque Chomsky nunca dejó de señalar al sujeto que profiere un enunciado como el detentador último de lo que dicho enunciado significa (y a ello dedicó largos estudios sobre las ambigüedades lingüísticas), queda la nada despreciable tarea de establecer en qué consiste la creatividad de dicho sujeto si, como también afirma Chomsky, se limita a utilizar reglas inexorables.
   A matizar su teoría hasta encontrar una solución precisa a dichos problemas ha dedicado Chomsky el resto de su vida. Se puede discutir largamente acerca del éxito de semejante empresa, pero resulta difícil mostrar desacuerdo en que las sucesivas matizaciones, más que un afinamiento de las ideas iniciales para dotarlas de rigor y precisión, han mostrado un movimiento de ida y vuelta sobre determinadas cuestiones, contribuyendo a hacerlo todo más confuso. A partir de 1965, por ejemplo, Chomsky introdujo lo que se llama la teoría de la “X-barra” que, para decirlo de un modo rápido, descompone los sistemas categoriales en árboles de decisión cada uno de cuyos ramales añade una mayor determinación a los anteriores. Presentado como un gran progreso y adoptado incluso por desarrollos ajenos a la gramática generativa, desde 1973 se le introdujeron sucesivas limitaciones hasta que el propio Chomsky la abandonó en su programa minimalista de 1995. Este programa minimalista, de hecho, suponía una reelaboración crítica de su teoría de revisión y ligamento que, a su vez, suponía una reelaboración crítica de la gramática transformacional. De este modo, Chomsky, que irrumpió cual profeta, prometiendo rigor, cientificidad y casi matematización en el siempre confuso terreno de la lingüística, ha ido dejando un rastro de herejías cada vez más proclives a la guerra santa en algo que se parece ya a una sucesión interminable de trincheras y campos minados. Y, entre tantas vueltas y requiebros, las cuestiones originales, a saber, la de cuánta creatividad añade el sujeto y la de qué leyes inmutables y comunes, comparables con las leyes perceptivas de la Gestalt, hay en el lenguaje, permanecen sin responder. 
   Pese a ello, nadie puede negar la influencia de Chomsky. Más que darle la razón el tiempo puede decirse que los tiempos se han vuelto a su favor. El innantismo, tan enquencle a principios de los 60 del siglo pasado, ha ido ganando vigor, casualmente, de modo paralelo al desmadramiento de la industria farmacéutica. Que haya algo innato en el lenguaje ha alentado la búsqueda de un gen encargado precisamente de él y su promesa cientificista no sólo arrebató a los lingüistas, sino que a ella intentaron subirse desde los psicólogos cognitivos hasta los fundadores de la Programación Neurolingüística, como ya conté aquí hace algún tiempo. Chomsky, además, ha empleado sin pudor, modelos cuya apariencia formal les da cierto carácter esotérico en un campo donde la masa la constituyen gente de formación humanística a los que una variable les produce un mareo asemejable al éxtasis. Los que se inician en el generativismo lingüístico, por tanto, se dotan de un lenguaje que sólo ellos parecen entender y que el resto prefiere no discutir para no confesar que no entienden nada, mientras piensan para sus adentros que se hallan ante un ejemplo palmario de cómo alguien puede forjarse una carrera exitosa cogiendo enormes puñados de aire.

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