domingo, 14 de septiembre de 2014

El ajedrez y la inteligencia.

   Me he desenganchado del ajedrez dos veces en mi vida. La primera fue en mi adolescencia. Me di cuenta de que jugaba al ajedrez para machacar a mis rivales. Me lo había advertido uno de mis maestros en el colegio y me dio tanta rabia tener que darle la razón que dejé de jugar. Años después cayeron en mis manos programas que jugaban decentemente a este juego. Me volví a enganchar. Leí estudios de aperturas, pasé largas horas jugando y, en los ratos libres, resolvía problemas. Llegué a ir siempre con unos cuantos recortes con problemas en la cartera para aprovechar cada segundo que tuviera y echarles un vistazo. El ajedrez fue para mí una droga. No podía controlarlo. Dedicaba más tiempo y energías mentales al dichoso jueguecito que a los temas sobre los que debía estar trabajando. Me desenganché entonces por segunda vez. Aunque esporádicamente juego alguna partida, procuro no emocionarme demasiado y ser piadoso con mi rival si es humano. Buena parte de esta nueva actitud la debo al hecho de haberme iniciado en  la práctica del Go, pero ésta es otra historia.
   Hay multitud de mitos y de creencias en torno al ajedrez que son erróneas. Una de ellas correlaciona el ajedrez con la inteligencia. Se piensa que los buenos jugadores son muy inteligentes o, a la inversa, que si alguien es muy inteligente, tiene que jugar bien al ajedrez. La verdad es que no sé de dónde viene semejante creencia. Un buen jugador de ajedrez, como un buen matemático, un buen músico o un artista, es alguien que tiene la capacidad de saber colocar cada pieza en el sitio justo, en el momento oportuno. Naturalmente, buena parte de esa capacidad es producto de la práctica, aunque cuánta práctica se necesite ya no es una cuestión de práctica. Poco más cabe dedudir de semejante capacidad.
   Tomemos el caso del más mítico de los jugadores de ajedrez, Bobby Fischer, campeón mundial entre 1972 y 1975, que dejó de serlo por desavenencias con la federación, no por derrota. Sus partidas incluyen jugadas inesperadas, auténticas bombas lógicas, que descolocaban a sus rivales y los sometían a la tortura china de efectuar profundos análisis con la amenaza del tiempo encima. Es frecuente leer, en los estudios sobre esas partidas, que, en realidad, tal o cual movimiento restablecía la igualdad sobre el tablero, pero para llegar a esa conclusión se necesita la calma y tranquilidad que no se tiene durante el desarrollo de un torneo. Fischer, por tanto, no ganaba a sus rivales, los fundía. Ninguno volvió a hacer nada destacado tras enfrentarse con él. 
   A Fischer se le adjudicó un coeficiente intelectual de 184, superior al de Albert Einstein, con lo que su caso no sólo aclara las relaciones entre ajedrez e inteligencia, también nos permite deducir qué relación hay entre dicho coeficiente y un comportamiento inteligente. De Fischer se dice que se arrancó todas las muelas convencido de que los soviéticos habían metido micrófonos en ellas. Leontxo García, cuenta que Fischer acudió a una entrevista con él completamente empapado, en un día en que no había llovido. Y éstas son sólo dos de las anécdotas que jalonan una existencia, cuando menos, singular. Si en vez de pertenecer a la vida de un campeón de ajedrez, fuesen parte de las ocurrencias de nuestro vecino, tendríamos muy claro el calificativo que merecen.
   ¿Era Fischer muy inteligente? Pues depende de para qué. Sin embargo, tan profunda es la creencia de que el ajedrez desvela secretos acerca de la inteligencia que los primeros informáticos que se enfrentaron a la tarea de hacer que un ordenador aprendiera este juego lo hicieron con unas esperanzas bastante remotas. Tenían motivos para ello, el primer movimiento que realizó un programa creado para jugar al ajedrez fue... ¡abandonar! Treinta años después, circulaban programas que barrían del tablero a cualquier ciudadano medio. Todavía recuerdo las bravatas de Gary Kasparov, a quien muchos señalan como el heredero de Fischer, diciendo que, pese a ello, él siempre podría ganarle a cualquier programa de ordenador. El ajedrez, aseguraba Kasparov, era producto de la inteligencia humana, por tanto de la intuición, de la capacidad para encontrar respuestas no previstas, nada programable. Sus bravatas duraron siete años. En 1996, Deep Blue le ganó por primera vez una partida, al año siguiente, una nueva versión de Deep Blue ganó el torneo contra Kasparov. Deep Blue carecía de intuición, de capacidad innovativa, era pura fuerza bruta, pero se portó, desde luego, como Fischer, porque Kasparov ya no volvió a levantar cabeza. Sin embargo, en la época en que un supercomputador en paralelo era capaz de derrotar al vigente campeón del mundo de ajedrez, no había máquina capaz de igualar la capacidad del cerebro humano para reconocer un rostro. Y es que en el ajedrez,  nada es lo que parece, como veremos en la siguiente entrada.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Métodos de riego

   Lo malo del regreso de las vacaciones es que los políticos también regresan a la actividad (es un decir). Este año, antes de que ninguno haya podido tener el primer ocurrendo, ha entrado en escena nuestro heroico Super Mario Draghi para anunciar lo que a nadie se le puede estar escapando: que tras la brutal poda de la crisis, el arbusto de la economía crece débil y paliducho. Para vitaminarlo y mineralizarlo, Super Mario trae bajo el brazo una caja de herramientas. Hay quienes argumentan que son medidas tibias y cobardes. Por el contrario, yo pienso que Super Mario ha demostrado toda su valentía. La caja de herramientas que está dispuesto a abrir, está asentada en “una mayoría confortable”. Dicho de otro modo, las ha sacado adelante en contra de la opinión de quienes tienen que dar el visto bueno para que continúe en el cargo (léase, los alemanes). Básicamente se trata de comprar títulos y bonos respaldados por la deuda privada en manos de los bancos. En definitiva, se trata de regar de dinero a los bancos a la vez que se penaliza su posibilidad de mantener ese dinero “congelado”. La esperanza es que comiencen a prestar dinero de una vez. El trasfondo de estas decisiones merece la pena ser analizado.
   En primer lugar, tenemos, de nuevo, al lobo de la deflación asomando las orejas. Como ya dijimos en otra entrada, el capitalismo es inflacionario, necesita de la inflación como un burro necesita de una zanahoria delante de sus ojos para andar. El BCE, que fue creado para controlar la inflación, se encuentra ahora con la paradoja de que tiene que fabricarla. Por supuesto, las mentes cuadriculadas no se las manejan muy bien con las paradojas y ésta es una de las razones para que los alemanes se opongan a cualquier medida en dicha dirección. La otra es que ya lo hicieron en un pasado y ningún político que se precie cambiará nunca de rumbo por mucho que los hechos hayan demostrado que va camino del precipicio. Pero hay una último motivo en esta actitud alemana que no es tan pueril. Hace ya tiempo que se vienen cuestionando los instrumentos que miden la masa monetaria en circulación en Europa. Echar dinero en un mercado cuya masa monetaria no se conoce con exactitud es una medida mucho más arriesgada de lo que la prudencia (alemana) puede aconsejar.
   Un segundo aspecto a considerar es que estas medidas vienen a producirse unos años después de que las adoptaran Japón, EEUU y Reino Unido. Hay quienes ven en semejante retraso, pruebas de la inoperatividad de las instituciones europeas. Yo más bien creo que es una muestra de sensatez... si se sacan las lecciones oportunas de lo que ha ocurrido en estos países. Porque lo que ha ocurrido es que, tras unos meses de cierta euforia el enfermo vuelve a tener constantes vitales planas. ¿Por qué? Supongamos que las medidas de Super Mario consiguen, al fin, despertar el ansia de los bancos por prestar dinero. Supongamos que hay un empleado de banca en una mesa esperando ansiosamente que alguien se siente ante él para darle un préstamo. Supongamos que un joven emprendedor se sienta, en efecto, allí, con el deseo de conseguir dicho préstamo. Supongamos, finalmente, que dicho joven emprendedor es, por ejemplo, promotor inmobiliario. Quiere construir casas. El empleado, sin hacer muchas preguntas, comenzará a rellenar mecánicamente las casillas del formulario para dar el préstamo. En una de ellas pondrá: plan de negocio. “¿Plan de negocio?” preguntará al joven emprendedor. “¿Plan de negocio?” responderá éste. “Sí, ¿a quién le va a vender las casas? ¿cómo? ¿en qué plazo?” ¿Qué puede responder el joven emprendedor? ¿a quién le va a vender las casas? ¿a los parados? ¿a quienes ya tienen una hipoteca que se les come más de la mitad de su sueldo?
   La idea de Draghi es que si se les facilita dinero a los bancos, éstos se lo prestarán a sus mejores clientes, los cuales generarán empleo, trabajo y, por fin, la recuperación económica. En resumen, es la vieja idea neoconservadora, tantas veces refutada ya, de que lo mejor para la economía es que los ricos tengan cada vez más dinero. Lo cierto es que si la mayoría de los ciudadanos carece de poder adquisitivo, ningún cliente de un banco, por muy rico que sea, podrá vender nada y si su banco tiene la más mínima sospecha de que ésta es la situación, ni locos le prestarán dinero, más bien se lo quedarán para aprovisionar el aumento de la morosidad. Cuando, en ciertos momentos de la historia, los Estados han recurrido a la máquina de hacer billetes, la inflación se ha desbordado de modo inmediato porque los Estados inyectaban dinero en todos los niveles de la sociedad. Por supuesto, obtenían crédito de los bancos, pero también realizaban ellos mismos obra pública y regaban las clases más pobres con ayudas y subvenciones de todo tipo. Pero si la inyección de dinero se produce únicamente en las  capas más altas de la economía, en los grandes actores, el efecto durará lo que dure la frescura de la tinta en los billetes. Super Mario, como sus antagonistas alemanes, como la mayor parte de los economistas que ejercen influencia sobre los gobiernos, siguen sin querer enterarse de que la recuperación tras una crisis no es un asunto de macroeconomía, sino de microeconomía. Quienes necesitan un estímulo no son los bancos, son las cuentas de cada ciudadano de a pie. Si este problema se solucionara, si se mejorara la capacidad adquisitiva de cada hogar europeo, el otro supuesto problema, el problema financiero, se esfumaría como las tinieblas con la salida del sol.

domingo, 31 de agosto de 2014

NFL

   La única cosa buena que tiene la llegada de septiembre, es que comienza la liga de football americano. Mi interés por esta forma de espectáculo nació mucho antes de que hubiese ninguna cadena en España que transmitiera los partidos. Después pude contemplar uno o dos con cierta regularidad, después vinieron los resúmenes... El año pasado acabé viendo cuatro partidos cada semana, más otro de la liga universitaria y la totalidad de las Bowls. Al principio lo que atrae, por supuesto, son los trompazos que se pegan los jugadores. He visto alguno de los que no me cabe la menor duda, que me hubiesen matado de recibirlo yo. Tampoco hay lugar para mucho más porque, cuando uno comienza a contemplar partidos, tiene muchas dificultades para localizar el balón y entender lo que ha sucedido en la media docena de segundos que dura cada jugada. Poco a poco, con las repeticiones y si tienen suerte de oír buenos comentaristas, podrán ir entendiendo qué va pasando. No hay que desanimarse si uno se pasa toda una temporada en esta tesitura. A este nivel, el football americano aparece como el típico deporte de los EEUU, una pantomima para que todo se resuelva en el cara a cada entre dos jugadores. ¡Hasta han conseguido que el baloncesto se convierta en eso!
   El enganche se produce cuando uno se da cuenta de que, en realidad, estamos ante el deporte más en equipo de los que se practican en Norteamérica. En una jugada, cada jugador tiene una función específica, función que debe cumplir a la perfección si quiere que la jugada salga adelante. Ningún quarterback puede lanzar, ningún running back puede correr, si no hay media docena de jugadores que bloquean a los defensas rivales e impiden que los alcancen. Hasta los más alejados del balón tienen un papel que, de progresar la jugada, puede ser definitivo. Estos detalles, que yo alcancé a comprender sobre la tercera temporada que pude ver, tienen aún un trasfondo tras ellos. Existe, en efecto, otro nivel en el juego, un nivel que, más allá de los golpes y las jugadas espectaculares, lo hace definitivamente atractivo. En el fondo, todo es un juego psicológico o intelectual, una especie de endiablado ajedrez en cuatro dimensiones.
   La temporada de la NFL es la más corta de todos los juegos de masas. Un equipo que llegue a la final, apenas habrá jugado 20 partidos. En la primera semana de febrero todo ha terminado, hasta siete meses después. Pues bien, una de las tareas que acometen los equipos técnicos de cada equipo es revisar todas y cada una de las jugadas defensivas y ofensivas realizadas durante la temporada, así como las jugadas que han realizado el resto de equipos de la competición. Es un trabajo exhaustivo, meticuloso, que lleva a una serie de tomas de decisiones en la temporada siguiente. Si un equipo elije una jugada concreta en un momento concreto de un partido es porque hay toda una serie de razones para elegir esa jugada en ese momento concreto de ese partido y de esa temporada. Algunas se repiten insistentemente. Otras son casi secretas y aparecen en el momento más inesperado. La mayoría van orientadas a preparar una sorpresa para el rival. Hay quienes se quejan de que el juego ha convertido a los jugadores actuales en una especie de robots, con poca o ninguna capacidad de decisión sobre el juego. Es cierto, pero eso no lo empequeñece nada si uno lo toma como lo que son al fin y al cabo, peones de una partida de ajedrez con 20 asaltos.
   Una de las cuestiones que más echan para atrás a quienes tratan de iniciarse en este juego es la infinidad de reglas que lo controlan. Tengo entendido que el reglamento del football americano es más gordo que el Quijote. En cierta ocasión vi un partido en el que hubo una jugada. El reloj siguió corriendo, el minuto y algo que quedaba para el final del segundo cuarto se consumió y los jugadores se fueron al vestuario. Nadie se quejó, nadie protestó. Durante la semana se montó un enorme escándalo porque un periodista deportivo descubrió que, en ese tipo de situaciones, el reloj tenía que pararse, con lo que el equipo atacante hubiese tenido más posibilidades de anotar. Ni los miles de espectadores, ni los árbitros, ni los cuerpos técnicos, ni los comentaristas de la radio y la televisión se dieron cuenta. Conociendo el nivel de lectura medio de los norteamericanos, dudo muchísimo que los miles de espectadores que llenan los estadios en medio de un frío glacial, tengan un conocimiento exhaustivo del reglamento más allá de algunas reglas básicas.
   En esencia, lo que hay que saber es que en este deporte, a diferencia del rugby, está permitido lanzar el balón una vez con la mano hacia delante en cada jugada y que cada equipo tiene cuatro oportunidades para avanzar diez yardas. El resto, es simplemente cuestión de ver partidos (si tienen la posibilidad, con los magníficos comentarios que pueden oírse en las cadenas mexicanas), tener paciencia y, sobre todo, jugar al Madden NFL, jueguecito que sólo se diferencia del football real en que no duelen los golpes.
   Otro día, cuando estén enganchados a este espectáculo puro, ya les hablaré de los jugadores universitarios que ven truncada su carrera por una invalidez, de los ríos de esteroides que circulan por los vestuarios, de la cojera sistemática de todos los jugadores retirados o de las trifulcas entre los mismos. Aunque, en realidad, todo esto se lo pueden imaginar si les indico un detalle: es el deporte que más dinero mueve en el mundo.

domingo, 24 de agosto de 2014

Irak o de la codicia

   En 2003, Errol Morris dirigió The Fog of War, un documental largo, basado en una exhaustiva entrevista con Robert Macnamara (no confundir con su tocayo, Fabio, que cantaba con Almodóvar ataviados ambos con faldas), Secretario de Defensa de los EEUU entre 1961 y 1968, es decir, durante la escalada de la guerra de Vietnam. Macnamara, que venía de la Ford, llevó a las junglas asiáticas los procedimientos que habían permitido aumentar la producción de coches. Cuarenta años después, seguía mostrando su extrañeza porque el aumento de producción de muerte en Viertnam no hubiese conducido a la victoria. Menciono esto porque he visto anunciado un documental que pretende hacer algo parecido con Donald Rumsfeld. En él se puede ver al bueno de Donald sonriendo y encogiéndose de hombros mientras declara que, por errores de inteligencia, resulta que en Irak no había armas de destrucción masiva. Desde luego, es un ejemplo perfecto de “fog of war”, de niebla de la guerra, de cómo se puede seguir retorciendo una mentira, veinte años después, para que nadie se pregunte dónde está la verdad.
   Donald Rumsfeld y Dick Cheney son dos buenos prototipos de algo que todos conocemos, desalmados que entran en política con el único fin de hacer negocios. Si eso ocurre en un país como España, a lo que se llega es a que se le pase al Ayuntamiento de turno una factura de diez mil euros por poner un parquecito infantil con columpios que cuesta seis mil. Pero si de lo que estamos hablando es del Imperio, entonces el dinero se consigue a base de defenestrar países enteros y, con ellos a sus habitantes. Rumsfeld y Cheney llevaron a cabo un adelgazamiento brutal del ejército de los EEUU con el único fin de que muchas de sus labores fueran externalizadas en forma de jugosos contratos, particularmente hacia Halliburton, empresa que los ha tenido a ambos en nómina desde hace medio siglo. Obviamente, los réditos que podían obtener por ello se multiplicarían si, en medio de tal proceso, se declarara una guerra. Hicieron, pues, todo lo posible por encontrar una y, no hay que decirlo, la consiguieron. Convirtieron una dictadura feroz en una pesadilla sin fin.. Al primer acto de este proceso se le conoce como “guerra de Irak”. Rumsfeld llevó a cabo una incansable labor vendiéndola como una guerra barata, rápida y que proporcionaría un botín desbordante para todos sus amigos, desde la industria armamentística hasta las compañías petrolíferas, sin olvidar que Sadam Husein poseía un arsenal biológico que en cualquier momento podía usar, es decir, sin olvidar que también subirían las acciones de las empresas farmacéuticas con las que siempre ha tenido tan buenos contactos. El mismo “error” de disolver el ejército iraquí, tantas veces reseñado, fue, en realidad, un producto más de la codicia de estos personajes, que vieron en tal decisión la oportunidad para aumentar sus beneficios contratando empresas para formar y equipar al nuevo ejército. Y otro tanto cabe decir de la “arriesgada” decisión de equipar las tribus suníes del Norte.
   Los primeros enviados del gobierno norteamericano que llegaron a Irak intentando engrosar su curriculum y no su cuenta corriente, descubrieron muy pronto que era imposible lograr la menor apariencia de normalidad sin el beneplácito de Teheran, cuyos servicios secretos han penetrado hasta el tuétano la nueva administración iraquí. Desde entonces, los antaño archienemigos, tratan de buscar un terreno de entendimiento. EEUU quiere irse de Irak ahora que ya ha esquilmado todo lo que podía. La condición es que el país permanezca unificado para dar la apariencia de que no ha hecho lo que realmente ha hecho. A Irán la integridad o no de su vecino le importa relativamente poco. Lo que le interesa es que nunca más vuelva a ser un país estable. Más allá de la retórica acerca de la protección de los chiíes y sus santos lugares, temen a un rival con el que ya han tenido varias guerras y, sobre todo, la posibilidad de que los chiíes encuentren la manera de vivir en paz libres de la teocracia de los ayatolás. De ninguna manera puede desvincularse de los intereses iraníes la veloz retirada del ejército ante el avance del Estado Islámico. Un ejército, no lo olvidemos, formado en su mayoría por chiíes, bajo el mando de oficiales chiíes y de unas autoridades civiles chiíes. De hecho, ésta es la única manera de explicar ciertas bombas colocados en barrios ferreamente controlados por milicias chiíes y sistemáticamente atribuidos a suníes.
   Pero este bonito vals de los enamorados entre los antiguos enemigos es contemplado con preocupación por una serie de invitados que no quieren ser de piedra. Nuestros buenos amigos, las monarquías del golfo, han inspirado y financiado generosamente ese Estado Islámico cuyos métodos merecieron una reprimenda nada menos que de la dirección de Al Qaeda. No está claro si se ve en ellos lo que el wahabismo haría de no impedírselo las buenas costumbres o es que más terror que su salvaje proceder causa la idea de acabar teniendo frontera común con Irán. En cualquier caso, sólo los kurdos parecen ahora preparados para hacer frente a esta horda salvífica. Desde luego, sus servicios no serán gratis. Ya tienen los campos petrolíferos de Kirkuk y una salida al mar para su petróleo, conseguida gracias a arrojar a los cascos de los caballos turcos a sus correligionarios del PKK. Muy pronto tendrán la independencia, saludada con entusiasmo por todos aquellos que ven la oportunidad de renovar los negocios hechos en Irak a cambio de muertos.
  Si Ud. es un padre de familia iraquí, que sólo desea vivir en paz y que sus hijos vayan a la universidad, a estas alturas habrá visto su casa destrozada por los tanques norteamericanos, sus hijos reventados por los coches bomba de las guerras sectarias y la vida de lo que queda de sus seres queridos amenazadas con el degüello por quienes vienen ofreciendo el paraíso. Y todo con el fin de que las cuentas corrientes de Rumsfeld, de Cheney y de su camarilla pase de los cientos de miles a los cientos de millones de dólares.

domingo, 17 de agosto de 2014

Yo, por mi hijo, mato

   Hace un par de semanas, conducía de vuelta a casa en medio de una hermosa tarde veraniega. Paré al llegar a una rotonda porque en su interior había dos o tres vehículos, encabezados por uno de esos todoterrenos enormes que compra la gente que jamás pisa el campo. De pronto, el todoterreno frenó en seco. Su conductora, una señora ya entrada en años, había visto a una jovencita que esperaba en una acera a mi izquierda. La joven, tampoco sin correr demasiado, se acercó al todoterreno e inició el proceso de abrir la puerta para subirse. La maniobra me favoreció, porque pude continuar mi marcha sin esperar al resto de coches que pretendían hacer la rotonda, pero aquella situación me dejó pensando. La diferencia de edad entre las dos mujeres y ciertos rasgos físicos no dejaban mucha duda acerca de su parentesco. Al fin y al cabo, entre parar la circulación en una rotonda y que una joven tenga que dar cuatro pasos más para subirse al coche en medio de una tarde veraniega, no hay color. Rápidamente se me vino a la mente una afirmación repetida con frecuencia por estos lares: “yo, por mi hijo, mato”.
   En cierta columna de El País pude leer que esta afirmación, “yo, por mi hijo, mato”, es el principio del fascismo. Tenía razón, pero la idea no estaba bien desarrollada. Mucho más claro aparece en Platón. Platón, no lo olvidemos, era griego, conocía bien el significado de la familia en todas las riveras del Mediterráneo. Por eso no dudó en afirmar que la familia era el cáncer de cualquier Estado. Lleva a la acumulación de riquezas y de poder, a la corrupción y, sobre todo, a anteponer los intereses particulares sobre los intereses comunitarios. Tan convencido estaba, que no dudó en cortar por lo sano y en su república ideal, simplemente, no existía la familia. Los matrimonios eran temporales. Los hijos nacidos de ellos se entregaban inmediatamente al Estado que los educaba a todos por igual. Los padres no volvían a ver a sus hijos y, a lo sumo, podían identificarlos con una generación. Se creaba así la ficción útil de que todos ellos debían ser defendidos como si de sus hijos se tratase. A lo mejor fueron estos principios los que Platón trató de poner en práctica, por dos veces, en Siracusa y, claro, lo apiolaron.
   La sociedad española vive algo así como un platonismo invertido, en el que si no se mata por los hijos, es que uno, realmente, no los quiere. De este modo, si yo veo a mi hijo al pie de una rotonda o en medio de una calle, me paro y lo recojo. Obstaculizo el tráfico durante no importa cuánto tiempo, pero lo recojo. Y si mi hijo le ha pegado una pedrada a un adulto, que éste no intente decirle una palabra, porque yo me encaro con él y hago que le suplique disculpas a mi hijo, a mamporros si hace falta. A mi hijo, en todo caso, le reñirá su maestra... si tiene una grabación nítida en la que se ve claramente lo que ha hecho. Porque si lo único que tiene son pruebas circunstanciales, tales como que mi hijo estaba en la clase en la hora del recreo y ese día en esa clase, desapareció dinero de las maletas de sus compañeros, ya me encargaré yo de amenazar el centro con una denuncia si se atreven a acusarlo de algo. Yo, por mi hijo, mato. Mato a quienes él lesione, robe o agreda de algún modo. Mato a quienes quieran educarlo de otra manera que no sea divirtiéndolo, mato a quienes quieran inculcarle el menor género de regla moral de valor universal, mato a quien se atreva a ostentar ante él una verdad que le incomode lo más mínimo.
   Lo más sorprende de este modo de pensar es que se hace pasar por cariño paternal cuando se trata de simple egoísmo. Nadie tiene toda la razón del mundo por el hecho de ser rico, blanco, judío o mi hijo. Ponerse ciegamente de parte de alguien es adoptar la vía de la mínima resistencia, negarse a buscar la verdad, acatar una autoridad infalible para no tener que preocuparse demasiado. Durante la mayor parte del tiempo, es la manera perfecta de evitar problemas, confrontaciones y desagradables enfados. Aún mejor, cuando éstos son inevitables, resulta extremadamente fácil echarle la culpa al otro, al impaciente que nos pita desde el coche de atrás, a la ineficacia del centro en el que se educó nuestro hijo, al maestro que no cumplió el deber que yo tuve a bien inventarme para escabullir mis propios deberes o al mamarracho que se queja por la pedrada de un pobre niño que ya ve Ud. qué daño puede haberle hecho. En medio de la cálida condescendencia paternal, de esta dulce nube de irresponsabilidad, se va encubando el terrible huevo de una serpiente. Porque lo que no quiere apreciar ninguno de los que mata por sus hijos, de los que defienden lo indefendible, de quienes se paran en mitad de una calle o una rotonda para evitar que el tierno adolescente de una zancada más, es el mensaje que está trasmitiendo. Un mensaje, por lo demás, muy claro, a saber, que ninguna regla, ninguna norma, ninguna ley, vale nada cuando yo me encapricho en lo contrario. Y esto, amigos míos, es lo último que un padre debe enseñar a un hijo al que quiera, porque es, en estado puro, el ácido que disuelve cualquier forma de convivencia humana, incluyendo la familiar.

sábado, 9 de agosto de 2014

La tentación de la esclavitud

   En las dos entradas anteriores vimos cómo el determinismo genético, al igual que el resto de determinismos, lejos de basarse en “hechos científicos”, sigue a la espera de que aparezca algún hecho en la ciencia que le preste cierto apoyo.  La espera de los deterministas dura ya 25 siglos. No es exactamente una crítica. A mí me parece que un hombre debe luchar hasta lo imposible por aquello en lo que cree. Pero también me parece que un hombre debe saber cuándo, aquello por lo que lucha, es imposible. Veinticinco siglos de sospechas no confirmadas debieran haber bastado para abrirnos los ojos. Sin embargo, seguimos obstinándonos en que debe haber algo que determine nuestro comportamiento, como no determina el comportamiento de una partícula elemental. ¿Por qué?
   Decía Sartre que el ser humano tiene miedo a la libertad y que se inventa todo tipo de cadenas para evitar reconocerlo. No hay más que ver a un niño pequeño para comprender en qué consiste ese miedo. Puede alejarse algo de los seguros brazos de su madre para explorar el ancho mundo, pero en cuanto juzga difícil el regreso, corre angustiado al punto en que la dejó. No nacemos amando ni deseando la libertad. Nacemos con el deseo de seguridad, como desvalidos primates que somos. El amor a la libertad hay que enseñarlo, hay que inculcarlo en las cabezas, de lo contrario las sociedades se plagan de treintañeros que viven con sus padres.
   Sí, es cierto, quien más quien menos, habla de su libertad, de su derecho a tomar decisiones por sí mismo y todas esas cosas. Tómese la molestia en señalarle el correlato inevitable de la libertad, la responsabilidad, y podrá ver cómo demuda el color de sus mejillas. El miedo a la responsabilidad, el terror a ser responsables, no es sino otro aspecto de ese atávico miedo a la libertad de que hablaba Sartre. Nadie está libre de ese miedo. Hay quienes ambicionan cargos con capacidad de decidir, quienes dicen anhelar esa responsabilidad. Ninguno de ellos cuenta sus noches de desvelos ante la exigencia de tomar una decisión clave y, sobre todo, ninguno de ellos tardará más de dos minutos en echarle la culpa a otro de todo lo que ha ocurrido tratando de eludir esa responsabilidad que tanto ambicionaba. Y, aquí llegamos al punto clave. Haga un repaso somero de todos sus fracasos, de todas sus decisiones desastrosas, de todos los errores que ha cometido en la vida. Analícelos detenidamente. ¿De cuántos fue Ud. el único y verdadero responsable? La respuesta que acaba de dar es exactamente la misma que han dado todos los lectores que han llegado hasta este párrafo. De hecho, es la que yo daría. En el fondo, yo no fui responsable de engañar a mi mujer, ni de traicionar a mi mejor amigo, ni de arañar aquel coche. Fueron las circunstancias, las compañías, mis mejores intenciones, la emoción del momento, la sociedad, los funcionarios, el sistema, el mundo o el big bang. ¿No sería maravilloso que ésta fuese la realidad? ¿No sería maravilloso que, realmente, no fuésemos responsables de nada porque no fuésemos libres?
   La democracia directa es técnicamente posible. Bastaría abrir una página en facebook en la que colocar todas las propuestas de leyes que cada cual tuviera a bien inventarse. Se podría hacer lo mismo con el monto del dinero recaudado o con los tratados a firmar con otros países. Un gabinete jurídico se encargaría de ver el ajuste de lo propuesto con unos principios constitucionales mínimos, emitiendo un dictamen al respecto. Por supuesto, tal dictamen sería susceptible de revisión por quien quisiera hacerlo, presentando alegaciones al mismo. Una votación previa daría forma definitiva a la propuesta de ley o de gasto o de tratado para que ésta fuese votada antes de pasar automáticamente a entrar en vigor. La votación se realizaría a través de Internet. Se pondría una fecha tope para que todo el mundo emitiera su voto. Con certificados digitales, DNI electrónicos o cualquier otro procedimiento se podría garantizar la limpieza de la votación. Cada cuatro o cinco años se votaría la formación de un gobierno cuya única tarea sería garantizar la ejecución de lo aprobado. Ya tenemos nuestra democracia directa diseñada. ¿Qué ocurriría si entrara en vigor? Dígamelo Ud. ¿Cuántas veces visitaría esa página web para leer las nuevas propuestas legislativas o hacer las suyas propias? ¿Cuántas veces participaría en las votaciones correspondientes? Es más fácil ser dirigido, es más fácil ser gobernado, es más fácil estar sometido a un sistema corrupto y después quejarse por su corrupción sin hacer nada para cambiarlo.
   Juan Crisóstomo Arriaga escribió una ópera titulada Los esclavos felices y yo creo que es verdad, los seres humanos hemos sido educados para ser esclavos felices. Piénselo, un esclavo no tiene que preocuparse del futuro, no tiene que pensar en qué ocurrirá mañana, no tiene que apechugar con la responsabilidad de sus acciones, nada de lo que haga tendrá una consecuencia definitiva sobre su vida porque, simplemente, ésta no le pertenece. Entre tomar las riendas de nuestra vida y construirla a nuestro gusto sin tener en cuenta más que nuestra propia voluntad de decidir y agachar la cabeza ante lo dado y pensar que, hagamos lo que hagamos, las cosas sólo cambiarán si está escrito que cambien, ésta última es la mejor opción, la más simple, la más fácil, la más gustosa, la más... liberadora. 

domingo, 3 de agosto de 2014

Refutación del determinismo genético (y 2)

   La teoría de la evolución actualmente aceptada como estándar dentro del campo de la biología proviene de la década de los sesenta del siglo pasado. A Darwin se le añadió todo lo que él no llegó a conocer, básicamente, las leyes de Mendel y la deriva genética. Se suele citar también a los efectos del aislamiento, aunque, la verdad sea dicha, eso ya estaba en los escritos de Darwin. La deriva genética es el modo en que un gen se expande o desaparece de una población dada en la que había individuos portadores del mismo. Cuando se suma al aislamiento, produce lo que se llama especiación alopátrica o alopátrida. En efecto, tomemos una población a la que llamaremos E0. De ella vamos a sacar todos los individuos portadores del gen C que podamos identificar y los vamos a colocar al otro lado de una barrera geográfica. Crearemos así una población a la que llamaremos EC. La población original se habrá modificado y, por tanto, la llamaremos E0-C. Es obvio que en E0-C el gen C será inexistente. Incluso en el caso de que algunos individuos sigan portando ese gen C de modo recesivo (es decir, que no se muestre) o que, simplemente, hayan escapado a nuestra redada, ese gen acabará por hacerse tan minoritario que, con toda probabilidad, se volverá insignificante, a efectos estadísticos, en E0-C. Ahora bien, ¿qué ocurrirá en la población EC? Exactamente lo contrario. Todos los individuos lo portan. Si, por azar, un individuo o una pequeña subpoblación careciese de él, en pocas generaciones desaparecerían diluidos en un mar de individuos con ese gen C. Este fenómeno es el que puede provocar que, a partir de una población dada, surjan dos especies diferentes. ¿Qué probabilidad hay de que en EC acabe habiendo un porcentaje del gen C menor que en E0-C? Esencialmente ninguna. En realidad, sería absolutamente contrario a todas las teorías y observaciones de la dinámica de poblaciones.
   El determinismo genético o biológico sostiene que nuestro comportamiento es resultado de los genes y que el ambiente influye poco o nada en él. Ahora bien, si los seres humanos tenemos comportamientos que calificamos de criminales, tiene que haber un gen o genes que lo determinen. Supongamos que fuésemos por los barrios marginales más peligrosos, apresando a los peores delincuentes que en ellos viviesen. Serán, sin duda, personas con genes que les han conducido a comportarse de un modo abyecto. Hoy estoy un poco sádico, no nos conformaremos, pues, con esto. Vamos a hacerlos todavía más viles con objeto de que se supriman todos los individuos que tengan ese gen de la criminalidad en uno solo de sus alelos. Recluyamos a quienes así hemos capturado en la más sucia, maloliente y oscura bodega de un barco que podamos encontrar. Tendremos, de este modo, una jauría de ladrones, asesinos, terroristas, prostitutas y chulos, embrutecida hasta límites indescriptibles y férreamente controlados por la sociedad criminal que los moldeará y hará de sus mentes las más perversas que jamás hayan existido. Tomemos ese barco y hagámosle emprender una travesía larga como ninguna otra, en la que, a todas las penalidades antedichas, habrá que añadirle la falta de agua y de alimentos, aunque, eso sí, la abundancia de alcohol. Si este cargamento llegase a alguna costa ignota, ¿cuál sería la calidad humana de los que allí arribaran? No es bastante. Poblemos esos territorios de aborígenes que no tarden mucho en darse cuenta de la escoria con la que han de enfrentarse y que, por tanto, los capturen o maten en cuanto traten de escapar. Quitemos de esas tierras la vegetación, el agua, las lluvias, el suelo fértil, hasta hacer de sus vidas una lucha diaria por la supervivencia. ¿Qué más podemos hacerles? ¡Ah, sí! Hagámosles esclavos. No necesariamente para toda la vida, pero sí, digamos, por cinco, diez o quince años. Serán sometidos a la privación completa de libertad, tratados como cosas, vendidos, comprados o regalados como ganado. ¿Quedará algún rasgo de humanidad, de civilización, de moral, en estas gentes? 
   Ahora vamos a permitirle a nuestros determinista genético, que haga una predicción acerca de cómo sería una sociedad o un Estado nacido a partir de semejante colonia penal. Recuérdese, aquí está lo peor de lo peor, lo más vil y despreciable de una sociedad, sazonado por un inhumano proceso de embrutecimiento que los ha llevado desde oscuras bodegas a desiertos plagados de peligros. Todos y cada uno de ellos son portadores del gen (o los genes) de la criminalidad. El puñado de guardianes o de comerciantes que acaben asentándose allí, no tendrán el menor significado estadístico a efectos de genes. ¿Cómo será esa sociedad en un futuro? ¿cómo serán sus gentes? ¿habrá alguna ley que la gobierne? ¿Acaso no será la más criminal de todas las sociedades criminales?
   La respuesta a estas preguntas, la respuesta real, histórica y obvia, es que un par de siglos después de su fundación, esa sociedad  tiene índices de criminalidad por debajo de los que existen en el país del que salieron aquellos criminales. De hecho, es una democracia parlamentaria, la voluntad popular siempre ha sido respetada y, jamás, ha iniciado una guerra ofensiva contra nadie. En realidad, no hemos hablado de un caso hipotético, hemos descrito la fundación de Australia. La gran deportación de criminales se efectuó desde el Reino Unido que, a cifras del año 2013, tenía una población reclusa de 149 presos por cada 100.000 habitantes, a Australia que se mantenía en los 130 presos por cada 100.000 ese año. La inmensa mayoría de los 21 millones de australianos proceden de la población carcelaria británica. Bajo ningún concepto puede considerase que hayan dado lugar a una sociedad criminal ni en la que impere la ley del más fuerte. Tiene, como cualquier otro Estado, puntos bastante oscuros en su historia, en especial, relacionados con el trato que recibió la población aborigen. Por desgracia, el maltrato de las minorías no es patrimonio de quienes nunca han pretendido que por sus venas corra sangre “limpia”. 
   ¿Cómo puede explicar semejante anomalía en la dinámica de poblaciones un determinista genético? ¿Cómo puede ser, si los genes nos determinan, que los descendientes de criminales hayan mostrado un comportamiento más honesto que sus antepasados? ¿Cómo explicar que el gen o los genes de la criminalidad se diluyeran en la población en la que todos los individuos lo tenían y se reprodujera allí donde pocos debieron quedar con él? ¿Qué explicación darle a este fenómeno contrario a todo lo que se puede observar en el modo en que los genes se distribuyen dentro de una población en la naturaleza?
   No hay que ser demasiado inteligente para comprender que la criminalidad, como el resto de comportamientos humanos, hay que explicarlos por algo más complejo que la simple apelación a los genes.

domingo, 27 de julio de 2014

Refutación del determinismo genético (1)

   El determinismo genético o, al menos, biológico, es, actualmente, la forma de determinismo más en vigor. Es ampliamente espoleada por los medios de comunicación de masas, vitoreada por las ciencias sociales y poco menos que dogma en filosofía. Podemos definir de un modo estándar el determinismo genético y, en última instancia, el biológico, como la afirmación de que todo lo que somos, tanto desde el punto de vista de nuestro aspecto como desde el punto de vista conductual, es resultado de nuestros genes. Por tanto, nada hay en nosotros que no sea consecuencia directa de la información que está contenida en ellos. Dicho todavía de otro modo, somos el único resultado posible de nuestros genes. Demostrar que estas afirmaciones son paparruchadas resulta absolutamente trivial. No me gusta hablar de cosas triviales, pero, dado el coro de papagayos que se ha montado en torno a ellas, voy a exponer 21.000.250 casos que demuestran lo insostenible de tal planteamiento. Esta cifra, por supuesto, aproximada, es el resultado de sumar dos grupos de casos. El primero, el que expondré hoy, son alrededor de 250. Para el próximo día dejaré el segundo grupo, conformado, como digo por 21 millones de casos.
   Una consecuencia del determinismo genético o biológico (para lo que voy a decir aquí da igual un calificativo u otro) es que todos los individuos con los mismos genes deben tener apariencias y comportamientos absolutamente idénticos, dado que los genes y sólo los genes, determinan lo que somos. Por tanto, bastará con hallar un caso de apariencias y comportamientos heterogéneos partiendo de los mismos genes para haber refutado cualquier pretensión de determinismo genético. Para hallar un ejemplo tal sólo hay que querer buscarlo. La diversidad de comportamientos con la misma base genética es la norma en la naturaleza, ni siquiera una excepción. Hasta tal punto es la norma que, como digo, no voy a presentar un ejemplo contra la igualdad de apariencias y comportamientos partiendo de los mismos genes, voy a presentar unos doscientos cincuenta y dos. 
   Los macrófagos son grandes células del sistema inmunitario innato que miden desde los 10 hasta los 30 μm. Su estructura varía significativamente con el estado de su actividad. Penetran en el tejido conectivo, median en la reacción inflamatoria y pueden proliferar. Su función es la de fagocitar (engullir) sustancias extrañas al organismo y agentes infecciosos. Algunas partes de los mismos son presentados por el macrófago en la membrana celular para que otras células del sistema inmunitario las reconozcan y preparen una reacción contra ellas. A veces, cuando el objetivo a engullir es demasiado grande, varios macrófagos se unen para formar una célula polinucleada antes de comenzar la fagocitosis. Un macrófago suele presentar un núcleo de bordes irregulares y numerosas vesículas de gran tamaño encargadas de la digestión y procesamiento de las sustancias fagocitadas. La vida media de un macrófago es de cuatro a seis meses.
   Las neuronas han perdido la capacidad de dividirse o reproducirse de cualquier manera, de modo que cuando mueren, no son reemplazadas. A cambio, la mayoría de las neuronas viven tanto como los individuos cuya materia gris constituyen. Tienen tres partes claramente diferenciadas. Por un lado están las dendritas, prolongaciones del cuerpo celular, cortas, muy numerosas y con aspecto ramificado. Por otro, el cuerpo celular propiamente dicho, con un núcleo perfectamente redondeado y grandes cantidades de mitocondrias (orgánulos encargados, digamos, de producir energía). Finalmente, el axón es una prolongación del cuerpo celular extremadamente largo. Cada neurona tiene uno y es el encargado de establecer conexión con otras neuronas a través de la sinapsis, es decir, el espacio que queda entre la terminación del axón de una neurona y el comienzo de las dendritas de otra. La neurona presenta una enorme excitabilidad eléctrica hasta el punto de que la señal química enviada a través de la sinapsis provoca que se genere una corriente eléctrica que atraviesa el axón hacia la neurona inmediatamente vecina. Su tamaño es muy variable, pero pueden llegar a alcanzar los 150 μm sin contar el axon. Contándolo, algunas neuronas humanas miden más de un metro.
   Podríamos seguir con los linfocitos, leucocitos, glóbulos rojos, las células sinoviales, gliales, musculares, epidérmicas, etc. etc. Me permitirán resumir diciendo que cada tipo tiene su función, apariencia, comportamiento y longevidad característicos. Si quitamos algunas proteínas que aparecen en la membrana celular, mis macrófagos son idénticos a los suyos. Sin embargo, insisto, mis macrófagos son extremadamente diferentes de mis neuronas. Lo mismo cabe decir del resto de tipos de celulares. ¿Qué tienen en común mis macrófagos y mis neuronas? ¿qué tienen en común todas las células que me constituyen? Muy simple: su material genético. Es una obviedad que todas las células de un organismo adulto provienen de la división de un óvulo fecundado, por lo que todas las células de nuestro cuerpo tienen exactamente el mismo contenido genético. Sin embargo, un organismo adulto está conformado por una serie de conjuntos de células extremadamente diferentes entre sí. Supongamos que el código genético fuese un manual inequívoco de instrucciones de acuerdo con un determinismo férreo. ¿Cómo se podría producir esta diferenciación celular? Recordemos, todas las células provienen de una sola y, según el determinismo genético, todas las decisiones se toman en base, exclusivamente, al genoma. ¿Cómo podría ocurrir, por tanto, que unas células "decidan leer" una secuencia del mismo y otras no? Resulta obvio concluir que las células no se limitan a "leer" lo contenido en su ADN. Ocurre exactamente lo contrario. Lo que la célula “lee”, en primer lugar, son las señales que le envían las células que le rodean, establece la posición que ocupa como resultado de las primeras divisiones celulares y, en base a toda esa información, elige las partes del genoma que va a tomar en cuenta e inhibe el funcionamiento del resto. Y en este proceso de regulación de genes juegan un papel fundamental los transposones y toda su enorme carga de azar. Si se quiere hablar de determinación, ésta viene del modo en que la célula interpreta las señales de su entorno y del azar, no de los genes. En definitiva, la pregunta de si dos individuos con el mismo genoma pueden tener apariencias y comportamientos diferentes halla, a nivel celular, una respuesta trivial: por supuesto que sí.
   Nuestro determinista genético o biológico puede emprender ahora la tarea de demostrar que, si bien a nivel celular, el código genético puede dar lugar a comportamientos y apariencias diversos, a nivel de organismo pluricelular ocurre exactamente lo inverso. Si algún determinista se embarca en la tarea de demostrar eso, sólo me cabe desearle mucha suerte... La va a necesitar.

domingo, 20 de julio de 2014

Programación Neurolingüística (y 4. ¿Qué queda?)

  Si repasa la primera entrada de este tema, podrá observar que me negué a definir la PNL como una “teoría”. Más bien se trata de una amalgama de observaciones, generalizaciones empíricas y técnicas diversas. Nunca se ha hecho gran cosa para sistematizarlas, más allá de esa “N” y esa “L” que figuran en sus siglas. La “N” pretende hacer referencia a la neurología, pero de ella apenas si se toma una confusa alusión a la formación de redes neuronales y el disparate, por lo demás, tan fácil de escuchar, de que los hemisferios cerebrales están especializados en determinadas funciones o aptitudes. En cuanto a la “L” se refiere a la lingüística o, para ser más precisos, a la corriente que en la época de su nacimiento dominaba por completo semejante campo del saber, la gramática generativa. Lo único que hay de gramática generativa en la PNL son múltiples metáforas construidas sobre la famosa distinción entre la estructura profunda y la estructura superficial del lenguaje, nada más. La verdad es que no siento pudor alguno en confesar que no soy capaz de resumir de un modo conciso qué teoría acerca del lenguaje sostiene hoy Noam Chomsky (algo que sí podría hacer y, muy fácilmente, si de sus teorías políticas se tratase). Bandler se dio cuenta del giro que estaban tomando los acontecimientos lingüísticos mucho antes y no tardó en alejarse de la gramática generativa con la excusa de que, bueno, en el fondo, tampoco había tanto de ella en la PNL. De modo que, después de todos los fuegos artificiales, sólo nos hemos quedado con la “P”, la cual, no deja de ser, una vez más, una metáfora, una vaga analogía, una alusión a un objetivo. ¿Merece, pues, cuatro entradas tanto humo? 
   Durante mucho tiempo, la cuestión de qué es la realidad y cómo la construimos, en quién y por qué confiamos, qué poder tienen las creencias, fueron cuestiones filosóficas. Alguien, durante el siglo XX, decidió que su existencia sería más fácil si desertara de tales cuestiones y se dedicase a hablar del ser de los entes o de cómo se usan las palabras. Las grandes cuestiones de la filosofía quedaron en manos de psudocientíficos de la mente, truhanes y especialistas en marketing (espero que me agradezcan haber intentado hacer distinciones entre unos y otros) que, dicho sea de paso, han avanzado más en esas cuestiones en un siglo de lo que la filosofía hizo en veinticinco. Ha llegado la hora de reclamarles la devolución de lo que es nuestro. Pero, para conseguir tal restitución, no estaría mal que primero nos informásemos de qué han venido haciendo hasta ahora. 
  La vida, por lo demás, bastante infeliz, de Richard Bandler, puede seguirse sin muchas complicaciones por Internet. Grinder ha llevado una existencia mucho más gris. Dicen las malas lenguas que la razón está en que fue reclutado por la CIA mucho antes de conocer a Bandler. La “pseudociencia new age” que ambos crearon se imparte con todo lujo de detalles en las academias para interrogadores del ejército de EEUU. Personal de seguridad de sus aeropuertos fue instruido en sus técnicas más básicas tras los atentados de 11 de septiembre de 2011. Se habla de cursos que adiestran en PNL a altos cargos de gobiernos de diferentes países, a espías, estrategas... Si uno lee algo sobre el tema, pronto empezará a recordar lo que ha leído apenas hable con personal de ventas u observe detenidamente algunos anuncios. Casi se puede oír la voz de Erikson a través del soniquete de las operadoras que ofrecen seguros por teléfono. Como siempre en la PNL resulta difícil distinguir qué es realidad y qué es ficción, qué es lo que estamos percibiendo y qué es lo que creemos percibir, qué está ocurriendo y qué es lo que queremos o tememos que ocurra.
  En 1961, William S. Burroughs, inició su Nova Trilogy, una serie de novelas en torno a la capacidad para controlar la mente por medios psíquicos, sexuales, farmacéuticos y subliminares, entre otros. En el segundo volumen, The Ticket That Exploded, aparece explícita la idea que movió toda su obra, a saber, que el lenguaje es un virus. Un virus que penetra en nuestros cerebros y atrapa nuestra existencia, provocando alucinaciones tales como la constancia de las cosas. Un virus sin el que no podemos ya entendernos, porque no deja de hablar y de hablarnos en un infinito relato interior, espasmódico, caótico y definitorio. Y es que, ese relato interior, nos constituye, porque el ser humano tiene miedo al silencio. Pese a ello, y durante mucho tiempo, ni para la filosofía, ni para la psicología, ni para la ciencia, ha existido. 
  En marzo de 2012, Gerd Kempermann del centro de Terapias Regenerativas de Dresde publicó un artículo titulado "Youth Culture in the Adult Brain", en la revista Science. Mostraba Kempermann cómo ratones genéticamente idénticos  se van diferenciando en su comportamiento por la experiencia adquirida. Aunque el entorno en el que vivían era el mismo, el jugar con unos juguetes y no con otros, meterse en unos laberintos y no en otros, iba creando configuraciones en sus cerebros que los predisponían para nuevos aprendizajes. Iniciaban así una deriva que los iba haciendo cada vez más diferentes. En realidad, se trataba, simplemente, de la confirmación de algo que Ramón y Cajal había dicho hace ya tiempo, que somos los arquitectos de nuestro propio cerebro. Y nuestro cerebro, no lo olvidemos, está continuamente creando una red, una malla, en la que desarrollamos nuestro comportamiento cotidiano. A esa malla solemos llamarla “realidad”.

domingo, 13 de julio de 2014

Programación Neurolingüística (3. Las críticas)

   Woody Allen asegura haber asistido a terapia durante más de 30 años. Le hubiese salido más barato darle a su psicólogo un porcentaje de las ganancias de sus películas que pagarle sesión a sesión. ¿Se imaginan Uds. la cara del terapeuta de Woody Allen cuando se enteró de que tenía un competidor que prometía curar a los pacientes en veinte minutos? Más de uno se sintió, en efecto, incómodo con la nueva verdad emergente. Por una lado, su popularidad prometía atraer a consulta mareas humanas. Por otro, la velocidad de sus curaciones mandaría más de la mitad de los colegiados al paro. Mientras la curva de la PNL se mostraba ascendente, pocos se atrevieron a hablar contra ella. A finales del siglo pasado la tendencia cambió y, con la resaca, aparecieron las primeras críticas hacia técnicas concretas, tales como el acceso ocular. Esas primeras críticas se trocaron, con el paso al nuevo siglo, en estudios que ponían en duda la “cientificidad” de la PNL, pero aún pasaría una década hasta que alguien se atreviese a calificarla de “pseudociencia new age”.
   Que los psicólogos rechacen una teoría por no ser científica es algo así como poner multas por exceso de velocidad en las 500 millas de Indianápolis. Recordemos, la historia de la psicología del siglo XX estuvo dominada, básicamente, por dos corrientes: el psicoanálisis y el conductismo. Los “centenares de casos de curación por la palabra” de que hacía gala Freud, se reducen, en realidad, a ocho casos clínicos. Ocho casos que, si son leídos sin maldad, llevan a la conclusión de que Freud empleó más tiempo en convencer a sus pacientes de que tenían una enfermedad que en “curarlos”. Todo lo cual no es óbice para que la inmensa mayoría de los psicólogos que viven de tratar a pacientes hagan uso de técnicas enraizadas, de modo más o menos lejano, en las creadas por el padre del psicoanálisis.
   La otra gran corriente fue, como digo, el conductismo. El conductismo condujo a la psicología a las ansiadas riveras de la cientificidad al módico precio de renunciar al estudio de lo que se suponía que era su objeto de atención, la psique. El detenido análisis de gráficas, el estudio pormenorizado de tasas de refuerzo y complejas fórmulas matemáticas creadas ad hoc permitieron, por ejemplo, que tras largas sesiones, un niño que tenía fobia a las ratas, paladeara su postre favorito mientras acariciaba una. Logro este, que fue exhibido con orgullo por los secuaces de Skinner, pero que, al común de los mortales, no podía dejar de causarle inquietud.
   ¿Que la PNL no cura? Pues miren, si yo tuviese que elegir entre un señor que no me va a curar después de cinco años de tratamiento y un señor que no me va a curar en una sola sesión, personalmente lo tendría muy claro. ¿Que las técnicas de PNL que funcionan no son invento de Bandler y Grinder? Eso ya lo pueden leer negro sobre blanco en sus escritos.
   En realidad, las miserias de la PNL están allí donde se hallan sus grandezas. Bandler y Grinder no sólo modelizaron a los terapeutas más famosos de su época, también hicieron lo propio con magos, hipnotizadores, estafadores y charlatanes de todo tipo. Por otra parte, la propia PNL es claramente invasiva, hay que enseñar al sujeto a manipular su propia mente y, para ello, nada como manipularla delante de sus ojos. La línea entre sacar lo mejor de una persona y convencerla de que ha sufrido una epifanía en presencia de su terapeuta es muy delgada. Bandler no tuvo mucho inconveniente en cruzarla y sus epígonos se lanzaron a tumba abierta tras él. Aún peor (si cabe), su promesa de curar en una sesión amenazó las prácticas de la psicología tradicional, pero también a los propios “maestros” de la PNL. Buena parte de la terapia consiste en dotar al sujeto de una serie de herramientas para que intervenga sobre sí mismo cada vez que se le presente un problema. Dicho de otro modo, paciente tratado, paciente que no vuelve. Rápidamente Bandler se dio cuenta de que el negocio no iba a estar en curar a nadie, de modo que trató de convertir la PNL en una especie de marca comercial de la que había que expulsar al propio Grinder. No, si la PNL había de convertirse en un negocio, el dinero habría de venir de otro sitio, de los seminarios, las conferencias y los libros que se hicieran basados en ella. El ascenso de la PNL es indisociable de la proliferación de libros de autoayuda que, de un modo más o menos descarado, tomaban sus enseñanzas de ella.  Hoy día es fácil encontrar cursos de PNL que por el "asequible" precio de 2000€ prometen tocar el cielo con la mano a todos los que se inscriban en él. Como comentaba una persona habitual de estos cursos, si pagas 2000€ por un curso de unas cuantas horas, o te autoconvences de que has visto el rostro de Dios o le confiesas a todo el mundo que eres tonto de capirote. Los partidarios de la nueva fe argumentarán que autoconvencerse es, en realidad, la clave de toda mejora personal. Ahora bien, ¿creer que se poseen todos los recursos para alcanzar un objetivo conduce a alcanzar el objetivo? Sin duda, sí... O puede que no... O, quizás, depende...

domingo, 6 de julio de 2014

Programación Neurolingüística (2. Las técnicas)

   Piense en una experiencia de su pasado. Puede ser agradable o desagradable, trascendental o trivial, no importa. Digamos, el momento en que comprendió que iba a morir su madre o el sabor del trozo de chocolate que tomó ayer. Le recomiendo que sea algo agradable, de ese modo será más fácil que culmine el proceso que vamos a seguir. Cierre los ojos y recuerde ese momento. Hágalo con todos los detalles que pueda poner en él. Párese en la luz, en los colores de las cosas, en los sabores, en los gestos de las otras personas (si las había), en las sensaciones que le provocó, en lo que pensó, etc. Ahora quiero que haga esa imagen más luminosa. Mucho más luminosa. Aún más. Hágala brillar como si fuese ella misma una fuente de luz. Aumente la intensidad de los colores. Tome el mando a distancia y ponga el contraste en su nivel más alto. Contemple esa imagen. Y ahora, agrándela. ¿Lo ha hecho? Pues agrándela aún más. Mejor aún, proyéctela en el techo de la habitación donde se encuentra y consiga que la imagen ocupe todo el techo. Siéntase como un pequeño mosquito que puede volar dentro de esa imagen. Ahora vamos a ir quitándole brillo, vamos a quitarle contraste, incluso el color. Poco a poco la imagen se irá volviendo una imagen en blanco y negro, sin brillo, borrosa. ¿Lo ha conseguido? Bien, pues hágala más pequeña. Todavía más. Aún más. Tiene que llegar a ser como si estuviera en la luna y Ud. la contemplara desde la tierra. Tiene que ser tan diminuta que casi no se vea qué ocurre en ella.
   El aumento de la intensidad, del brillo, del colorido y del tamaño de una imagen, conlleva, para la mayoría de las personas, un aumento de la intensidad con que se viven las emociones que despierta esa imagen. Por el contrario, la disminución de esas cualidades, implica un alejamiento emocional de la misma. Si todo ha ido como es habitual, conforme ha ido haciendo la imagen más pequeña, las emociones que despertaba en Ud. se le tienen que haber ido entre los dedos como granos de arena. Nos hallamos, de hecho, ante el ejemplo prototípico de lo que pretende hacer la PNL. Por si le interesa, a las diferentes cualidades de la imagen la PNL las llama “submodalidades”. El manejo de las mismas permite manejar las propias emociones. De hecho, no se trata de un ejemplo cualquiera, acaba de adquirir Ud. una herramienta básica para habérselas con todos esos recuerdos desagradables que preferiría no tener y que le hacen sentir mal cada vez que afloran en su mente. La próxima vez que uno de ellos lo haga, quítele brillo, quítele colorido, disminuya su tamaño, déjelo sin voz o todavía mejor, varíe la velocidad de reproducción, póngalo a toda pastilla para que suene esa típica voz de cristobita… Aquí aparece una de esas maravillosas frases de Bandler que le hicieron ganar todo el dinero que se gastó después en cocaína: si puede reírse de ello, puede cambiarlo. Por último, si Ud. ha seguido las indicaciones que figuran más arriba y lo ha hecho con seriedad, ha entrado en trance en el sentido que la PNL le otorga a esa palabra.
   Como puede ver, se trata de tomar el control de las cualidades, por tanto, de la forma en que nuestro cerebro construye la realidad, adquiriendo conciencia de la estructura de las imágenes que formamos y el modo en que lo hacemos y del discurso que acompaña este proceso y que se imbrica con él. Como terapia, la PNL pretendía aplicar este modo de operar a todo tipo de trastornos, particularmente las fobias. El larguísimo tratamiento psicoanalítico a la búsqueda de los orígenes de cada fobia para curarla con la magia de la palabra o el sin fin de sesiones para asociar el estímulo que desencadenaba el comportamiento fóbico con otro comportamiento menos lesivo para una vida “normal”, se transformó, con la PNL en una breve charla con el paciente, de apenas veinte minutos, durante el cual se indagaba cómo éste desarrollaba su comportamiento fóbico y cómo podía tomar control de él manipulando las submodalidades. Bandler entró por la puerta grande de la psicología terapéutica, cual elefante en una tienda de cerámicas, con la pregunta: “¿si no puedes curar la fobia en una sesión, a qué dedicas las demás?”

domingo, 29 de junio de 2014

Programación neurolingüística (1. Los orígenes)

   Cuenta la leyenda que, hacia principios de los setenta, Richard Bandler, que había estudiado matemáticas, informática y psicología, conoció a John Grinder, anglicista y lingüista. De este encuentro en la Universidad de California nació lo que se conoce como Programación Neurolingüística (PNL). De modo rápido se la puede definir como un conjunto de técnicas para manipular la mente a la búsqueda del mejoramiento personal. Bandler y Grinder comenzaron por modelizar los métodos terapéuticos de Friz Perls, Virginia Satir, y Milton Erikson entre otros. 
   Perls, que había escapado de la Alemania nazi por sus vínculos con grupos antifascistas, convirtió las enseñanzas de la Gestalt en una forma de terapia, haciendo de su piso de New York la cabeza de puente gestaltista en el nuevo mundo. El caso es que su mujer, Laura Perls acabó quedándose con el piso y con una visión de lo que estaba haciendo mucho más cercana a sus orígenes europeos. Friz, se dedicó a mezclar estos principios con lo mejor de la filosofía continental anterior a la guerra, es decir, con las teorías de Wilhelm Reich, Otto Rank, Edmund Husserl, Martin Buber, Jan Smuts (padre del concepto de “holismo”) y Kurt Lewin, además de William James y John Dewey. Con este bagaje se mudó a la costa oeste, en donde, en plena mutación del movimiento beat en contraculturalismo hippie, se había instalado la moda del crecimiento personal. Fue en los seminarios de Perls, donde Bandler vio la luz. 
   En cuanto a Virginia Satir y Milton Erikson, fueron dos de los terapeutas más famosos de su época, la primera conocida por su labor en la terapia familiar y el segundo por su uso generalizado de la hipnosis como método terapéutico. Aquí hay que aclarar que lo que Erikson llamaba “hipnosis” estaba bastante lejos de lo que después Hollywood hizo con este concepto. En esencia, para Erikson, por "hipnosis" puede entenderse todo género de trance en el que se desconecta el análisis de la práctica totalidad de los canales de información que llegan hasta nosotros, salvo uno concreto. Si ha vivido esa experiencia que consiste en conducir absorto en sus pensamientos hasta llegar a su destino, momento en el que repara que, verdaderamente, no sabe lo que ha ocurrido durante el trayecto, ha estado en estado de trance tal y como lo entiende Erikson. De modo semejante, las palabras más usadas para inducir un fenómeno de hipnosis son “érase una vez…” Un cuento, una narración interesante, hacen que no reparemos en lo que ocurre a nuestro alrededor y esto, precisamente, define la hipnosis en el sentido que nos hallamos explicando. El mismo Erikson solía utilizar narraciones plagadas de metáforas, cuentos ejemplares o historias cotidianas, en las que el paciente solía encontrar la solución que iba buscando a sus problemas. Por supuesto, existen otras formas de hipnosis que implican una pérdida de conciencia más profunda. No obstante, pese a su fama de hipnotizador, no siempre hacía uso de ella. De hecho, la terapia eriksoniana se caracterizaba por su extrema flexibilidad, hasta el punto de que analizando sus seminarios y escritos uno puede llegar a dudar que ahí exista una teoría uniforme o una metodología real. Pertenece a Bandler y Grinder el mérito de haber modelizado sus trabajos descubriendo lo que había en común al abordaje de los diferentes casos.
   A estos mimbres faltaba por añadirle un par de cosillas más. La primera, cómo no, la lingüística que, dada la época de la historia norteamericana de la que estamos hablando, resulta lo mismo que decir la gramática generativa de Noam Chomsky, con su promesa de convertir a esa disciplina en una ciencia (formal más que empírica) y que aspiraba a llegar al núcleo mismo de las estructuras del lenguaje. Esa formalización parecía por entonces vinculable a otra disciplina en plena ebullición, la informática, con lo que la cuestión se convirtió en si había algún modo de hacer de la gramática generativa una forma de programar la mente. Y ya, sólo nos queda la guinda, la semántica general de Alfred Korzybski, expuesta en ese libro para todos y para nadie llamado Science and Sanity: An Introduction to Non-Aristotelian Systems and General Semantics, del que ya hemos hablado en este blog.

domingo, 22 de junio de 2014

Ocho provincias andaluzas (2 de 2)

   Sevilla tiene un color especial. Hacia finales de febrero, la luz cambia, se comienza a adivinar la primavera y las tonalidades hacen que suba un grado la temperatura de la sangre. Poco después desflora el azahar y el centro se inunda de una fragancia que hace que la ciudad entre por los cincos sentidos. Además, el sevillano es simpático y amable. Tiene una bonita ciudad que enseñar y le encanta hacerlo. Otra cosa es que sea integrador. El único género de integración que se conoce en Sevilla es la asimilación completa. O uno le hace las correspondientes genuflexiones a los ídolos de la tribu (especialmente a los que son de madera y se dan un garbeo anual por la ciudad) o puede prepararse para dar explicaciones, muchas. Un ejemplo típico es la fiesta por antomasia, la feria de Sevilla. Hay tres modos de divertirse en ella: teniendo dinero bastante para ser socio de una caseta privada; haciendo sacrificios para pertenecer a la categoría anterior; o siendo del tipo de personas a las que le encantan los empujones de gente borracha. Si Ud. no pertenece a ninguna de estas categorías, la feria de Sevilla es un deambular sin sentido esquivando caballos con jinetes a punto de caerse al suelo y torbellinos de albero.
   Tanta feria, tanto azahar, tantas tonalidades de luz, y tanta guasa, hacen del sevillano un chauvinista que no tiene la menor duda de vivir en el mejor sitio del mundo, de hecho, en el ombligo del mundo. Para el sevillano el mundo se divide en Sevilla y el extranjero. Y ésta es una clave que pocos conocen para entender lo que ocurre por estas latitudes: Andalucía no existe. “Andalucía” es el nombre que los sevillanos le dan a la provincia homónima de Sevilla y a los territorios que los sevillanos invaden periódicamente, esto es, la aldea de El Rocío, Matalascañas, Valdelagrana, Rota, Punta Umbría y demás playas “sevillanas”. A estos territorios les corresponde el calificativo de terra nullius, es decir, tierras improductivas y sin habitantes hasta que llegan nuestras hordas civilizatorias. No obstante, pese a su ombliguismo, el sevillano sabe reconocer lo bueno cuando lo ve. Es el caso del carnaval de Cádiz. A pesar de que conoce lo que se siente en Cádiz hacia la capital de Andalucía, el sevillano ve las chirigotas y comparsas y confiesa: “la verdá e que tiene grasia lo hoio” (la verdad es que tienen gracia los jodidos). Del mismo modo, en nuestra época de pizza con champán, muchos sevillanos viajaron al extranjero y podía Ud. comprobar cómo, con la expresión de quien se ha convencido de que la tierra se mueve, declaraban: “Praga es bonita, muy bonita”... Lo cual no evitaba que Sevilla siguiera siendo "lo mehó der mundo" (lo mejor del mundo).
   El sevillano visita Málaga, Cádiz, Granada, Almería y son ciudades que le gustan, que le agradan, sin que por eso pueda abandonar una expresión de profunda pena... la que le produce el que haya gente que no pueda vivir en Sevilla. Propiamente, el sevillano no odia a nadie, ya sea malagueño, gaditano u onubense. Es lógico, sólo en rara ocasión repara en su existencia. Si Ud. tiene ganas de pelearse con alguien diga en Huelva, en Málaga o en Cádiz que es de Sevilla o, mejor aún, intercale en su conversación un par de “miarma”(1), no tendrá que hacer nada más. En la época en que las matrículas de los coches llevaban distintivos provinciales, era tradición rayar los coches sevillanos allí donde aparcaran.
   Aprendí todo esto la primera noche que salí a tomar copas por Cádiz. Casi fui de pelea en pelea por poco más que abrir la boca y no decir “pisha”(2). Cádiz es genial, además de preciosa. Todo lo que acabo de narrar respecto de ese ente inexistente llamado "Andalucía", se repite en la provincia de Cádiz. Pasé unos maravillosos meses en El Puerto de Santamaría. No he conocido otro lugar en el mundo en el que resulte más fácil dejarse llevar por el dulce transcurrir de la vida. De hecho, en todo el tiempo que estuve allí no conseguí leer ni una sola página. El comienzo no fue, sin embargo, fácil. No sé cuántas veces se repitió el mismo diálogo:
- ¿De dónde eres? - Me preguntaban.
- De Sevilla.
- ¿Pero de Sevilla capital? - Gesto malhumorado.
- No, de un pueblo cercano.
- ¡Ah! Porque los de Sevilla capital son todos unos saborio (desabridos).
   Después descubrí que había algo peor que ser de Sevilla capital, ser de la cercana capital, Cádiz. En Jerez, en El Puerto de Santamaría, en San Fernando y, me parece que en toda la provincia de Cádiz, no pueden ver a los gaditanos de la capital. A poco que se identifiquen se les raya el coche y se les pega si se ponen medianamente gallitos. La excusa es que Andalucía es muy grande, con gente que ha llegado aquí de diferente procedencia y en diferentes épocas, algo que ha dejado una profunda marca en la lengua. Pero todo esto es, únicamente, una excusa. Me contaron que en Oviedo las señales de tráfico no indican “A Gijón”, sino “A la playa” y que la gente de Gijón, cuando las matrículas tenían distintivos provinciales, se iba a Girona a matricular el coche para que tuviera una “GI” y no una “O” de Oviedo en la placa. Si uno visita Castilla-León, podrá ver el nombre de Castilla tachado en los carteles cuando entra en León y el de León tachado cuando entra en Castilla. En Sabadell no hablan de Barcelona, sino de “el paseo marítimo”, y mejor no mencionemos lo que se dice en Murcia de Cartagena, en Tenerife de las Palmas o viceversa... Parafraseando un diálogo de la película Europa uno podría decir que “esto es España, aquí todo el mundo odia a todo el mundo”. Por eso no está de más que alguien haya sacado unas risas de tanto odio sin sentido.




(1) “Miarma” (en castellano, “mi alma”), es una típica expresión de Sevilla capital, que no significa nada y que acompaña todo. El camarero le dirá, “ya voy, miarma”; si Ud. tiene un accidente, la persona que lo auxilie, le preguntará: “¿te has hecho daño, miarma?”; y el juez le sentenciará: “te han caído veinte años cárcel, miarma”.
(2) Aplíquese todo lo dicho respecto de “miarma”, sólo que en el ámbito geográfico de Cádiz capital.

domingo, 15 de junio de 2014

Ocho provincias andaluzas (1 de 2)

Confieso que yo también me he reído con Ocho apellidos vascos, la película dirigida por Martínez-Lázaro que ha pulverizado todos los récords de taquilla en este país. Con todo, no es una obra maestra y ni siquiera está a la altura del talento de quienes se hallan tras ella. Porque tras ella están Borja Corbeaga y Diego San Juan, artífices de la genial criatura llamada Vaya semanita. Este programa de humor de la ETB, ponía semanalmente en solfa todos los temas de la actualidad política y social del País Vasco, encadenando sketches a cada cual más desternillante. Todavía me acuerdo de la anciana, ya muy arrugadita, a la que le sale un atracador que le pide “el dinero y las joyas”. La buena anciana le da el bolso, los pendientes, el anillo, el piercing del ombligo, el de la lengua y le pregunta al navajero: “¿quiere también el del pezón?” Naturalmente el chorizo pone cara se asco y sale corriendo. Con todo, lo más sorprendente del programa solían ser las continuas puyas al nacionalismo vasco en todas sus vertientes. Y no se puede decir que el programa cojeara de alguna ideología política. Al lehendakari socialista Patxi López, le dieron hasta en el carné de identidad. Con cuentagotas, el programa llegó al resto de cadenas nacionales. Esté haciendo lo que esté haciendo, me siento a ver cualquier capítulo que pillo, por muy antiguo que sea.
Pero si del norte la cosa venía bien, lo que han recogido del sur tampoco está mal. Alfonso Sánchez y Alberto López, más conocidos como “Los compadres” o “er culebra” y “er cabesa”, son un dúo humorístico sevillano que ha demostrado moverse a sus anchas en ese proceloso mundo artístico ajeno a la industria audiovisual. Industria que, en Andalucía, como cualquier otra industria, casi no existe. Saltaron a la fama colgando cortos en Youtube de monólogos a dos, de ahí pasaron a visitar los estudios de televisión para asaltar, finalmente, los cines. El mundo es nuestro es una descacharrante parodia del mundo sevillano que por atreverse se atreve hasta con la Semana Santa. Producida mediante el micromecenazgo, alcanzó éxito de crítica y público dentro de los límites que la industria permite fuera de ella. Comparado con lo que hacen en Ocho apellidos vascos, estamos, más bien, ante un paso atrás. 
En cuanto a este fenómeno cinematográfico, tiene un arranque espectacular, que da paso, abruptamente, a la típica comedieta romántica, eso sí, aderezada por un par de golpes geniales. Para mí, el más destacable es el que da título a la película y que lo dice todo: “ella ya salió con uno del sur, pero tenía sus ocho apellidos vascos, a pesar de ser de Vitoria”. Afirmaba ese señor que engrandece cada fotograma en el que aparece, Karra Elejalde, que la película iba a hacer mucho bien a la ciudadanía. Y es verdad. Porque la guasa a propósito de “los del sur (del País Vasco)”, tiene su correlato en otro chiste que sólo podemos entender los del sur (de España): “Que no, que soy vasco... Y en todo caso, de ser andaluz, sería sevillano, no de Córdoba”. El siempre dicharachero entorno del Movimiento de Liberación Nacional Vasco, por boca del crítico cinematográfico de Gara, descalificó la película por “costumbrismo tardofranquista”, porque el protagonista utilizara un acento vasco “de chiste” (para hacer chistes) y porque “hicieran de vascos gente que no era vasca”. Sin duda, a Gara le sorprendió (como a mí, todo hay que decirlo), que el papel de la protagonista recayera en la madrileña Clara Lago, habiendo actrices vascas con un palmito que no desmerece en nada al de la señorita Lago y que, de hecho, pasaron por Vaya semanita. Pero tal agravio, por mucho que pueda dolerle a la izquierda abertzale, no es nada comparado con el caso de Dani Rovira. Yo no sé si la familia y los amigos del malagueño han vuelto a dirigirle la palabra después de oírle decir (reiteradamente además) “miarma” en la pantalla grande.
Si Ud. pregunta a la gente por la calle en el corazón de la irredenta Guipúzcoa si prefiere que su hija se case con un andaluz o con un alavés, haciendo de tripas corazón, la mayoría le contestará que, puestos a que se case con un “no vasco”, por lo menos con alguien que cierta sangre vasca tendrá. Pero si Ud. pregunta en Huelva, en Córdoba, en Granada y, sobre todo, en Málaga, si la gente prefiere que su hija se case con un ex-miembro de ETA o con un sevillano, casi todo el mundo preferirá al vasco porque, como le explicarán, gudari se puede dejar de ser, el que nace sevillano, ya es sevillano “pa toa su vida” (para toda su vida). La única excepción es Cádiz. No porque a los gaditanos les agraden los matrimonios mixtos (es decir, con sevillanos), no. La razón es que cualquier padre gaditano confiará ciegamente en la educación que le ha dado a su hija y que consiste, entre otras cosas, en sacarle los ojos al primer sevillano que la mire.

domingo, 8 de junio de 2014

Un desastre llamado amor (y 4)

   No tengo muchas ganas de seguir hablando de algo tan triste como el amor, la verdad. Hay, sin embargo, un par de cosas que no me gustaría que se quedaran en el tintero. La primera arroja un atisbo de esperanza sobre esta tragedia. Sinceramente, me llena de alegría saber que, con toda probabilidad, me moriré antes de que el primer ser humano clonado pise la faz de este planeta. Junto a semejante desmán, dicen que en este siglo se desvelarán los secretos del cerebro. Si a ello unimos el afán de la industria farmacéutica por meterse en los más insignificantes acontecimientos de nuestras vidas, parece alumbrarse un futuro en el que se vacunará a la población contra el amor como hoy se hace contra la difteria. Por supuesto, eso no extinguirá la enfermedad. Unas píldoras maravillosas, revertirán el efecto de la vacuna durante ocho horas, con objeto de que quienes quieran estar enamorados, las tomen tres veces al día. ¿Se lo imaginan?  Podrá elegir a la persona que desee. Ya no habrá más enamoramientos desafortunados, no más amores imposibles, se acabó aquello de “siempre me gustaron los hombres altos y fíjate con qué tapón he acabado”. ¿Prefire las rubias? Busque a una que le plazca, con buena posición social, que le guste el fútbol, como la quiera, podrá negociar con ella los términos de la relación y luego, mirándose ambos a los ojos y acompañada con fresas y champán, ingerir la primera dosis de la píldora mágica. El más profundo amor se apoderará de ustedes hasta que un día decidan no tomar su dosis diaria aconsejada. Ya no habrá dudas acerca de si me quiere realmente o no. Se acabaron los engaños, ni un solo matrimonio se romperá “porque me enamoré de otro/a”. Para ello tendría que dejar de tomar su dosis y tomarla con otra persona, algo absurdo de hacer sin consentimiento mutuo, salvo casos de sadismo. Ni un solo corazón roto más. Al dejar de tomar la cápsulita en cuestión desaparecerán todas las penas y dolores asociados al amor. El amor no correspondido pasará a la historia como el sarampión. La gente leerá los melodramones decimonónicos y no entenderá nada. Por fin se dejarán de representar esas óperas trágicas y romanticonas del XIX. Al cabo de veinte años de relación, el amor será “como el primer día” si la dosis tomada ha permanecido constante. Incluso podrá haber una píldora del amor pediátrica, para que los niños quieran a sus padres y abuelos como es debido. Por supuesto, habrá gente que abuse del fármaco y, en un acto final de desesperación, se tomen todo un bote mezclado con alcohol. Podrá decirse de ellos con toda propiedad que “murieron de amor”. El amor llegará en el momento oportuno, en la dosis apropiada, del modo deseado y con la persona adecuada. Nos hallaremos ante una época en que, realmente, el amor contribuirá a la felicidad de los seres humanos y buena parte de sus penalidades habrán dejado de ser una amenaza, como ocurrió con la sífilis. ¿No le parece un futuro prometedor? ¿No es hermoso? ¿No le produce rabia, como a mí, no llegar a conocer esa época?
   Seguro que ha respondido que no. Creo haber mostrado que el amor es una desgracia, un obstáculo, un impedimento, algo nocivo o, cuando menos, improductivo, inútil. ¿Por qué no deshacernos de él? Aquí está encerrada la única enseñanza hermosa de todo esto. Nos han enseñado desde pequeñitos que útil es lo mismo que eficiente, que necesitamos cosas que nos permitan alcanzar otras, que el valor de algo se mide por su precio, que todo lo importante debe servir para algo. Hasta las palabras tienen que tener un uso y si no lo tienen son insignificantes. El caso es que todo lo insignificante tiene valor, que lo verdaderamente necesario es lo que no tiene utilidad, precio, ni significado alguno. Estamos rodeados de cosas inútiles, por las que no pagaríamos nada, carentes de cualquier uso reconocible y sin las que no podemos pasar. Si no me cree, mire en los cajones de su casa. Con toda probabilidad, encontrará fotografías viejas, llaves de casas que ya no habita, la entrada de aquella película, pequeños objetos a los que nadie podría adjudicarle funcionalidad alguna. ¿Por qué coleccionamos ese montón de inutilidades? ¿Por qué no tiramos todas esas cosas sin uso, inútiles? Hay un motivo muy simple, para nosotros tiene su importancia que estén en ese cajón una importancia que no puede cuantificarse en un precio, que no puede fijarse en su capacidad para producir nada. Y aquí hallamos la clave de todo: nos matamos cada día por cosas extremadamente útiles que, en cuanto nos permiten pararnos a pensar un momento, descubrios que no nos importan lo más mínimo. A cambio, dejamos constantemente de lado cosas a las que sólo raramente acabamos por otorgarle su verdadera importancia para nosotros. La esencia de los seres humanos radica precisamente en esto, en que no podemos vivir sin cosas que carecen de cualquier utilidad productiva, como el arte, el amor... o la filosofía.

domingo, 1 de junio de 2014

Un desastre llamado amor (3)

   De la novia de mi amigo Pepe no podía decirse que fuese poco agraciada, era fea. De hecho, era fea, antipática y contrahecha. Sin embargo, como ella se encargaba de recordarle en cuanto había la menor ocasión, Pepe no fue su primer novio, tampoco el último. Platón debe figurar como el primero en dejar constancia de la existencia de fenómenos como la ex-novia de mi amigo Pepe. Decía Platón que no nos enamoramos de una persona, nos enamoramos de una idea, de un ideal que creemos descubrir en esa persona. Esa idea, ese ideal, trasciende su apariencia física o caracteriológica y nos impulsa a sacar lo mejor de todos nosotros. Platón lo expresa de un modo mucho más poético de lo que pueda hacerlo yo y queda muy hermoso. Me parece, no obstante, que la consecuencia resulta clara: nadie puede enamorarse de un ser humano de carne y hueso. La mujer de nuestras vidas no nos araña cuando se encuentra en esa maravillosa semana de cada mes y le dices “buenos días”. El príncipe azul no se hurga en la nariz mientras el semáforo permanece en rojo. El próximo lunes por la mañana, tal y como suene el despertador, hágase una fotografía y, a media tarde, cuando ya merezca el calificativo de persona, juzgue si realmente alguien puede enamorarse de eso. En realidad todos los sabemos. Durante la fase de seducción tratamos de ocultar los aspectos que juzgamos más criticables de nuestro cuerpo o nuestra personalidad. Incluso cuando afirmamos “yo quiero que me quieran tal y como soy”, pensamos que mejor mostramos algunas de las cosas que somos hoy y otras más adelante.
   De los seres humanos reales, de estos pequeños seres egoístas y vanidosos, no hay manera de enamorarse. Tenemos que engañar y, sobre todo, engañarnos a nosotros mismos, forjarnos un ideal inexistente acerca de otra persona que nos lleve a quererla, que nos mueva, que nos arrebate. Y aquí viene una de las partes más divertidas del amor. Ese ideal, esa idea, no se encuentra en la otra persona. En ella, a lo sumo, hay trazas, algún rasgo que, vagamente, lo recuerda, un cierto aire de familia. Platón decía que ese ideal se hallaba en otro mundo, en el mundo de las ideas, de las cosas eternas y perfectas. Si renunciamos a creer en él, entonces el proceso del enamoramiento resulta mucho más claro. Porque, si abandonamos el platonismo, la única respuesta que nos queda, pasa por reconocer que ese ideal que creemos hallar en el otro, en realidad, nos pertenece en exclusiva. Nos enamoramos de la idea que tenemos de nosotros mismos y la proyectamos en otra persona. Esto explica lo de “la media naranja”, el “tenemos muchas cosas en común” o el tierno “tengo la sensación de conocerte desde siempre”. ¡Y tanto! Lo/a hemos visto cada mañana reflejado/a en el espejo. En común tenemos todas las cosas que pensamos que se hallan en nosotros. Y desde luego, si a la imagen de media naranja le hacemos una fotocopia, resultará difícil que no se parezca al original. Lo diré de un modo más fácil, nos enamoramos de una persona inventada, inventada por mi y que, por tanto, tiene los caracteres más hermosos de la humanidad, quiero decir, mis características.
   Esta mentira, este engaño primordial, constituye un requisito imprescindible para que haya enamoramiento. Sin la forja de un ideal, sin la búsqueda de puntos comunes donde no los hay, sin el descubrimiento de un semejante en alguien que, realmente, se diferencia notablemente de nosotros, no hay enamoramiento posible. Y, sin embargo, en este punto de partida se halla ya contenido el punto final. Después de descubrir en el otro que “en el fondo” es igual que yo, después de crear un ideal que ni por asomo se parece a la persona real, después de proyectar la imagen que tenemos de nosotros mismos sobre el otro, después de eso, llegamos a la lógica conclusión de que hay que "sacar lo mejor" de nuestra pareja aunque ella no se halle interesada en tal esfuerzo, quiero decir, hay que destruir cualquier arista, cualquier asomo de divergencia, cualquier intento de alejarse de ese ideal que hemos descubierto en ella. No se trata ya de que el otro “en el fondo” se parezca a mí, es que hay que cambiarlo para que consiga serlo plenamente. Resulta divertidísimo ver (desde fuera) a ese hombre que babeaba con la ropa atrevida que vestía su actual esposa, regañándola para que no se ponga ropa atrevida. Y esa chica a la que todo el mundo advertía que su novio era un juerguista incorregible, ¿recuerdan? Pues ahora no para de abroncarle para que no se vaya de juega con sus amigotes. ¿Ven a esa chica llorando? Llora porque un seductor incorregible la sedujo y la dejó abandonada a las primeras de cambio, exactamente como ella le vio hacer con muchas otras. ¿Y el cuarentón que se volvió loco por una veinteañeras? Seguro que lo conocen. La dejó la semana pasada, no aguantaba más sus gustos musicales, su forma de hablar y a sus amigos/as... veinteañeros. ¿Enloquecemos todos? No, simplemente nos negamos a aceptar que el amor de verdad, el amor por un ser humano de carne y hueso, tal y como es, con sus legañas y sus mocos, su mal humor y sus malos olores, sus vicios, bajezas, miserias y grandezas, ese amor, muy pocos llegan a conocerlo alguna vez en sus vidas.

domingo, 25 de mayo de 2014

Un desastre llamado amor (2)

   Cualquiera que se haya enamorado sabe que este arrebato de las narices suele hacer que nos enamoremos de la persona menos indicada en el momento más inoportuno. Tal hecho constituye, a mi entender, todo el meollo del asunto. Dicen los psicólogos que el enamoramiento consiste en un comportamiento adaptativo. En efecto, al amor de nuestras vidas lo descubrimos al llegar a un sitio nuevo o al encontrarnos en una situación nueva con alguien que ya conocíamos. Esto me lleva a pensar que, en contra de lo que suele decirse, sí podemos enamorarnos a voluntad, a lo mejor no de una persona concreta, pero sí que nos cabe elegir el momento. Si no me cree, haga lo siguiente. Dedíquese a dormir menos de la cuenta. No le pido que se pase una semana sin dormir, más bien se trata de ese proceso por el que el cansancio se va acumulando progresivamente, quiero decir, dormir una o dos horas menos de lo habitual durante días. Añada a eso una mayor intensidad en su trabajo. Tampoco se trata de someterse a una presión brutal, pero sí de incorporar una cantidad limitada de estrés inexistente hasta ese momento en su vida. Múdese de piso, de ciudad o de país o bien cambie de profesión. Procure hacer esto en esas semanas en las que es evidente que se avecina una nueva estación del año, últimos días de verano, el otoño o, mejor aún, la primavera. Si ha llegado hasta aquí, tiene elevadísimas probabilidades de enamorarse o, cuando menos, de obsesionarse con alguien a quien hasta ahora no le había prestado atención o que acaba de entrar en su vida. Eso sí, le  garantizó que esa persona no le convendrá para nada.
   Si por su profesión, por su familia o por su vecindario, se relaciona Ud. con trescientas mujeres diferentes al cabo del mes, acabará enamorado de la que más le puede hacer sufrir. Una persona cariñosa, leal, dispuesta a cambiar por nosotros, atenta, reúne todos los rasgos de una persona que nos deja fríos. A los seres humanos nos interesa toda aquella persona de la que tenemos la certeza absoluta que nos puede chulear con cierta frecuencia. Volvemos así a un tema sobre el que ya hemos hablado en este blog: los seres humanos hacemos todo lo posible para huir de la felicidad. Ningún modo mejor para conseguirlo que enamorarnos de alguien de quien tenemos la seguridad que no nos va a echar la menor cuenta o, mejor aún, que nos prestará atención únicamente para fustigarnos con su látigo. Todo lo demás, ni da morbo, ni resulta sexy, ni nos atrae. Por eso nos gusta tanto el amor, por eso nos quedamos atrapados en la miel de su recuerdo cual golosos moscardones, por eso nos parece insípida una vida sin amor, porque se trata de la descripción perfecta de una vida feliz y a nada le tememos tanto como a la felicidad. No, hay que enamorarse, enamorarse mucho y de alguien que nos pueda hacer pasar penalidades sin cuento. Y si al final resulta que esa persona parecía algo que acabó no siendo, si resulta que sus miradas insultantes escondían el deseo ardoroso de estar con nosotros, ya nos encargaremos nosotros mismos de hacerle pagar por sus pecados y convertir la relación en un infierno porque “he cambiado”.
   Bien, supongamos que les digo que aprendemos a amar del mismo modo que aprendemos otros comportamientos y, por tanto, que también podemos aprender a desenamorarnos. Sí, sí, puede desembarazarse de esos sentimientos cuando quiera, como ya hemos visto que puede adquirirlos. Todo se halla bajo su control. Aún más, resulta extremadamente fácil si podemos evitar ver con frecuencia a la persona de la que nos hemos enamorado.  Sacar a una persona de sus pensamientos, incluso de sus sueños, puede hacerse si uno realmente lo desea, se trata de una simple cuestión de voluntad. Una vez se ha dado este paso, lo demás se sigue de suyo. Si consigue dejar de ver a una persona, de pensar en ella, de soñar con ella, aún más, si tiene la voluntad de borrar su número de móvil, su correo electrónico y sus fotos, los sentimientos que un día despertó se irán al cabo de poco de tiempo, como lágrimas en la lluvia. Volverá a verlo/a y se preguntará: ¿de verdad yo me enamoré de éste/a? Pero, claro, he  pasado de puntillas por el obstáculo mayor que existe para todo esto: querer. Sólo hay algo más común y poderoso que el deseo de enamorarse, el deseo de no perder el amor por esa persona que no puede o no quiere ser nuestra. Diría aún más, el amor nos atrae tanto, por el riesgo que implica de lo que, en realidad, más le gusta a los seres humanos en este mundo: sentirse desgraciados por amar. Quien considera que la persona a la que ama resulta inalcanzable se aferra a ese sentimiento como un náufrago a un salvavidas, piensa que al fin ha encontrado lo que tanto andaba buscando, algo que le permita mantenerse eternamente alejado de la felicidad. Y si no me creen, no tienen más que recordar esa situación que todos hemos vivido. Todos hemos tenido ese/a amigo/a destrozado/a por un amor imposible, ese amigo antes alegre, chistoso, que ahora tiene siempre las lágrimas aflorando en sus ojos, ese amigo que anda sin poder levantar la cabeza del suelo... Y cuando llevamos dos meses consolándolo, intentando que no se emborrache cada día, vigilando que no se tire a las vías del tren, llega ese momento en el que uno ya no puede más y le suelta: “Mira, Pepe, tu novia era fea, muy fea, de hecho, era más fea que cualquiera de las tías que están bebiendo los vientos por ti, así que haz el favor de sonarte el moquillo y enrollarte con cualquiera de los bombones que hay en esta discoteca que ya no te aguanto más, hombre”.