domingo, 8 de junio de 2014

Un desastre llamado amor (y 4)

   No tengo muchas ganas de seguir hablando de algo tan triste como el amor, la verdad. Hay, sin embargo, un par de cosas que no me gustaría que se quedaran en el tintero. La primera arroja un atisbo de esperanza sobre esta tragedia. Sinceramente, me llena de alegría saber que, con toda probabilidad, me moriré antes de que el primer ser humano clonado pise la faz de este planeta. Junto a semejante desmán, dicen que en este siglo se desvelarán los secretos del cerebro. Si a ello unimos el afán de la industria farmacéutica por meterse en los más insignificantes acontecimientos de nuestras vidas, parece alumbrarse un futuro en el que se vacunará a la población contra el amor como hoy se hace contra la difteria. Por supuesto, eso no extinguirá la enfermedad. Unas píldoras maravillosas, revertirán el efecto de la vacuna durante ocho horas, con objeto de que quienes quieran estar enamorados, las tomen tres veces al día. ¿Se lo imaginan?  Podrá elegir a la persona que desee. Ya no habrá más enamoramientos desafortunados, no más amores imposibles, se acabó aquello de “siempre me gustaron los hombres altos y fíjate con qué tapón he acabado”. ¿Prefire las rubias? Busque a una que le plazca, con buena posición social, que le guste el fútbol, como la quiera, podrá negociar con ella los términos de la relación y luego, mirándose ambos a los ojos y acompañada con fresas y champán, ingerir la primera dosis de la píldora mágica. El más profundo amor se apoderará de ustedes hasta que un día decidan no tomar su dosis diaria aconsejada. Ya no habrá dudas acerca de si me quiere realmente o no. Se acabaron los engaños, ni un solo matrimonio se romperá “porque me enamoré de otro/a”. Para ello tendría que dejar de tomar su dosis y tomarla con otra persona, algo absurdo de hacer sin consentimiento mutuo, salvo casos de sadismo. Ni un solo corazón roto más. Al dejar de tomar la cápsulita en cuestión desaparecerán todas las penas y dolores asociados al amor. El amor no correspondido pasará a la historia como el sarampión. La gente leerá los melodramones decimonónicos y no entenderá nada. Por fin se dejarán de representar esas óperas trágicas y romanticonas del XIX. Al cabo de veinte años de relación, el amor será “como el primer día” si la dosis tomada ha permanecido constante. Incluso podrá haber una píldora del amor pediátrica, para que los niños quieran a sus padres y abuelos como es debido. Por supuesto, habrá gente que abuse del fármaco y, en un acto final de desesperación, se tomen todo un bote mezclado con alcohol. Podrá decirse de ellos con toda propiedad que “murieron de amor”. El amor llegará en el momento oportuno, en la dosis apropiada, del modo deseado y con la persona adecuada. Nos hallaremos ante una época en que, realmente, el amor contribuirá a la felicidad de los seres humanos y buena parte de sus penalidades habrán dejado de ser una amenaza, como ocurrió con la sífilis. ¿No le parece un futuro prometedor? ¿No es hermoso? ¿No le produce rabia, como a mí, no llegar a conocer esa época?
   Seguro que ha respondido que no. Creo haber mostrado que el amor es una desgracia, un obstáculo, un impedimento, algo nocivo o, cuando menos, improductivo, inútil. ¿Por qué no deshacernos de él? Aquí está encerrada la única enseñanza hermosa de todo esto. Nos han enseñado desde pequeñitos que útil es lo mismo que eficiente, que necesitamos cosas que nos permitan alcanzar otras, que el valor de algo se mide por su precio, que todo lo importante debe servir para algo. Hasta las palabras tienen que tener un uso y si no lo tienen son insignificantes. El caso es que todo lo insignificante tiene valor, que lo verdaderamente necesario es lo que no tiene utilidad, precio, ni significado alguno. Estamos rodeados de cosas inútiles, por las que no pagaríamos nada, carentes de cualquier uso reconocible y sin las que no podemos pasar. Si no me cree, mire en los cajones de su casa. Con toda probabilidad, encontrará fotografías viejas, llaves de casas que ya no habita, la entrada de aquella película, pequeños objetos a los que nadie podría adjudicarle funcionalidad alguna. ¿Por qué coleccionamos ese montón de inutilidades? ¿Por qué no tiramos todas esas cosas sin uso, inútiles? Hay un motivo muy simple, para nosotros tiene su importancia que estén en ese cajón una importancia que no puede cuantificarse en un precio, que no puede fijarse en su capacidad para producir nada. Y aquí hallamos la clave de todo: nos matamos cada día por cosas extremadamente útiles que, en cuanto nos permiten pararnos a pensar un momento, descubrios que no nos importan lo más mínimo. A cambio, dejamos constantemente de lado cosas a las que sólo raramente acabamos por otorgarle su verdadera importancia para nosotros. La esencia de los seres humanos radica precisamente en esto, en que no podemos vivir sin cosas que carecen de cualquier utilidad productiva, como el arte, el amor... o la filosofía.

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