domingo, 12 de febrero de 2023

Abbas I, el Grande.

   En 1588, un golpe de estado de una de las tribus que integraban el ejército colocó como Shah de Persia a Abbas I, a la sazón, de 16 años. Quizás pensaron que sería fácil controlarlo y que, en el peor de los casos, podrían quitarlo de en medio como habían hecho con su madre y su hermano mayor. La situación de su reino no era mucho mejor. Los otomanos habían aprovechado el caos que precedió a su ascenso para apoderarse de diversos territorios y otro tanto había ocurrido con los uzbekos, además de la propia guerra civil entre tribus, ocasionalmente apaciguada pero siempre presente. El Estado tenía bases débiles, por decir que existía. Apenas un infante, confinado en palacio por quienes lo habían aupado al cargo, consiguió conspirar contra ellos y asesinar a su líder. A partir de entonces ejerció el poder sin discusión aunque con particular perspicacia. Comenzó por firmar una paz con los otomanos que, aunque humillante, le concedía tiempo para reorganizar los asuntos internos. Financió una milicia propia basada en los que hasta entonces habían sido esclavos (en su mayoría caucasianos) y con una política sutil, pero persistente, fue apartando de todos los cargos a los miembros de las tribus que hasta entonces habían ejercido el poder en la sombra y bajo los focos. De este modo, Persia se inició en el proceso de formación de un Estado moderno con una administración claramente centralizada y dependiente de la corona, tal y como estaba ocurriendo en Europa por aquellas fechas.

   Diez años después de su llegada al poder, contaba ya con un ejército capaz de enfrentarse a los uzbekos por los territorios que estos habían ocupado en tiempos de sus predecesores, en una campaña que, claramente, habría de servir como experiencia previa a su inevitable enfrentamiento con el imperio otomano. Este comenzó en 1603 y terminó en 1618 con un tratado en el que los otomanos reconocían el control de Abbas sobre todo el Cáucaso. La posterior ofensiva otomana solo sirvió para sufrir una nueva derrota de su ejército ante los persas y la entrada de Abbas en Bagdad.

   Aunque Persia había mantenido buenas relaciones con los reyes mogoles, estos habían utilizado el desconcierto en el reino que precedió a la llegada de Abbas al poder para hacerse con Kandahar. En 1622, aprovechando las derrotas que había infligido a los otomanos, Abbas lanzó un ataque relámpago para recuperar esta ciudad clave en el comercio con Oriente. Ese año, con ayuda de los ingleses, logró también arrebatarles a los portugueses el control de otro enclave de vital importancia, el estrecho de Ormuz.

   Gran estratega, paciente y diplomático cuando las condiciones lo exigían, tenaz en la persecución de sus objetivos, orador carismático, Abbas I también fue despiadado, brutal y paranoico. Sus arrebatos de cólera y su carácter vengativo son tan legendarios como sus triunfos militares. A los georgianos, levantiscos durante todo su reinado, los deportó en masa siempre que tuvo ocasión y a los armenios los trató a su capricho, como rebaño, a los hijos de uno de sus rivales los castró, a una embajadora que le enviaron los georgianos la torturó hasta la muerte, la disciplina de su ejército se basaba en castigos salvajes y desmesurados, mató o cegó a varios de sus hijos, chiita de religión, ejerció toda la crueldad que estuvo a su alcance contra los sunitas, etc. etc. Sin embargo, aunque implacable contra los cristianos de Georgia y Armenia, Abbas comprendió la importancia de ganarse el favor de los reinos europeos contra el común enemigo otomano. No solo eso, hay testimonios de su profundo conocimiento de la historia y la teología cristianas. Se le atribuye la afirmación de que prefería “el polvo de las suelas de los zapatos del más bajo cristiano al más alto personaje otomano". A cambio de ayuda contra ellos, a los españoles les ofreció derechos comerciales y la oportunidad de predicar el cristianismo en Irán. Envió embajadas a diferentes capitales de Europa y acogió a cuanto viajero europeo quiso pasar por sus tierras. Pero fueron los ingleses quienes colaboraron directamente con él a través de los hermanos Shirley y sus aportaciones para la reorganización del ejército persa, particularmente de su artillería.

   Deseoso de expresar visualmente el poder de su reino, como se estaba haciendo en Europa, en 1598, trasladó la capital a Isfahan a la cual procuró todo un plan de urbanismo que incluía la construcción de mezquitas, como las de Masjed-e Shah y Masjed-e Sheykh Lotfollah, palacios como el de Chehel Sotoun y plazas como la de Naghsh-i Jahan. También la dotó de una escuela de pintura, de la que salieron Reza Abbasi y Muhammad Qasim, de centros de producción de cerámica y del tejido de alfombras que, junto con la seda, se convirtieron en dos poderosos motores de la economía de la ciudad y del país. A pesar de la decidida fe del monarca, el arte de la época muestra costumbres más bien relajadas y con frecuencia a él mismo se lo veía paseando por las calles y bazares de la ciudad, departiendo con la gente.

   Siempre temeroso de conjuras, envuelto en un miedo a las conspiraciones que le llevó a arremeter contra sus hijos y sumido permanentemente en el arrepentimiento, la vida de Abbas no fue ningún camino de rosas. Murió en 1629, dejando como sucesor a su nieto, Mohammed Baqir Mirza, un personaje cruel e introvertido que continuó la larga saga de shahs incapaces de la que Abbas constituye una notable excepción.

   Al reinado de Abbas I pertenece el despertar en Europa de la imagen de un reino persa, lejano, exótico y fascinante, que ya no dejaría de reaparecer como cliché en todo género de orientalismos que hemos padecido. Pero esa imagen, que tanto arraigaría en nuestra cultura, no tiene un origen perdido y oscuro en la noche de los tiempos coloniales, sino que afloró como consecuencia de una estrategia planificada y dirigida desde la misma corte persa. Estrategia, para más inri, que buscaba, consciente y deliberadamente, forjar una identidad propia, al menos desde un punto de vista militar, inspirada por la europea.

domingo, 5 de febrero de 2023

Otra de herejes.

   Un siglo después de la ejecución de Dulcino y la condena de los “franciscanos espirituales”, en 1414, Jan Hus acudió al Concilio de Constanza para defender sus ideas. Nacido en 1369 en Bohemia, Hus dedicó buena parte de su vida a criticar las corruptelas de la Iglesia. En buena medida sus ideas procedían de los planteamientos de John Wyclif (1324-1384), teólogo de la Universidad de Oxford y preceptor de Ricardo II, que había sostenido, como lo habían hecho tantos un siglo antes, que la Iglesía debía abandonar todas las riquezas materiales y sus poderes temporales. La gracia de Dios, afirmaba Wyclif, otorgaba la autoridad, por lo que cada cristiano tenía tanto derecho como cualquier otro a interpretar la Biblia y a administrar los sacramentos. En la verdadera Iglesia, la “iglesia invisible”, no había jerarquías ni cargos y, más pronto que tarde, acabaría por asumir el papel de la Iglesia que hasta ese momento había existido y que, para más inri, se había zambullido en el Cisma de Occidente, con un papa en Roma y otro en Avignon. Wyclif no se cortó un pelo y comparó el cisma con dos perros que se pelean por un hueso. Sus seguidores, a los que acabó conociéndose como “lolardos”, iniciaron una amplia campaña de predicación declarándose en contra de las leyes que limitaban el salario de los campesinos y participando en asaltos contra propiedades nobiliarias o eclesiásticas. No obstante, Wyclif se cuidó mucho de apoyar la revuelta campesina que se desató en Inglaterra en 1381, lo cual le permitió seguir contando con el apoyo de sus numerosos amigos de la corte hasta su muerte en 1384.

   Hus no tuvo tanta suerte. Predicador incansable como Wyclif, defensor de una vuelta de la Iglesia a sus orígenes como los “franciscanos espirituales”, declarado enemigo de cualquier forma de acumulación de riqueza por parte de la jerarquía eclesiástica, sus ideas prendieron como la pólvora en las clases populares de una Europa asolada por las plagas y que contemplaba el Cisma como el triste espectáculo de una institución que no tenía nada que ofrecerles. Pero su rey, Wenceslao IV, apoyaba decididamente a Alejandro V, el tercer papa, elegido supuestamente para acabar con el Cisma. Cuando Hus atacó la venta de bulas papales en Bohemia, sus seguidores sacaron una procesión con una imagen del papa ricamente vestido y una imagen de Jesús semidesnudo. Tres de ellos, casualmente, de entre los más humildes, acabaron ejecutados y la condena cayó sobre las doctrinas de Hus. Las revueltas que siguieron no le convenían nada a Wenceslao, que decidió actuar como mediador y buscar una reconciliación entre las posturas de Hus y el papado (particularmente “su” papado). El Concilio de Constanza tuvo como objetivo acabar con el Cisma y, de paso, con todas las herejías que habían surgido a su sombra. A Hus se le prometió un salvoconducto hasta él y la oportunidad de defender libremente sus ideas, sin embargo, se lo detuvo nada más llegar y se lo instó a abjurar de sus doctrinas bajo la amenaza de quemarlo, cosa que sucedió el 6 de julio de 1415. Dos meses antes, a Wyclif se lo había declarado hereje post mortem. Pero las llamas que acabaron con la vida de Hus se extendieron rápidamente mucho más allá de las orillas del lago Constanza.

   Como hemos señalado, las ideas de Hus, al igual que las de Wyclif en Inglaterra, calaron sobre todo entre las clases más humildes. En Bohemia ese estrato lo ocupaba mayoritariamente la población autóctona porque las élites las formaban colonos llegados desde Alemania que fundaron las grandes ciudades y se asentaron en ellas como prósperos comerciantes. Hus se convirtió en un mártir religioso y, sobre todo, en un referente social y en un líder nacional. La nobleza bohemia protestó enérgicamente contra su muerte y por toda respuesta, obtuvo la promesa de Segismundo, a la sazón, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico de exterminar a todos los seguidores de Hus y de Wyclif. El 30 de julio de 1419, los husitas se adueñaron de Praga, asaltando el Ayuntamiento y los conventos, en un levantamiento que sólo pudo apaciguarse por vía de un acuerdo de paz que duró hasta el año siguiente. En 1420, el papa Martín V declaró una auténtica cruzada contra los husitas que comenzó con la sonora derrota de los cruzados en la batalla de Sudoměř en la que 400 husitas mandados por Jan Žižka resistieron el asalto de 2000 soldados imperiales. Buena parte del éxito de esta batalla se atribuye a los “vagones de guerra” husitas, carros de caballos con parapetos y troneras. Los sucesivos asaltos de las tropas imperiales a las ciudades tomadas por los seguidores de Hus no tuvieron tampoco demasiado éxito y hacia finales de año, Žižka y los suyos podían permitirse lujos como expulsar a la población de origen alemán de los territorios husitas.

   En 1421 y 1422 hubo otras tantas cruzadas con resultados no muy distintos de la primera. Pero los husitas se habían dividido desde muy pronto en dos sectores, los taboritas y los utraquistas. Los utraquistas encarnaban la nostalgia por la Bohemia “originaria” antes de la llegada de los colonos alemanes. Nobles de diferente rango constituían la espina dorsal de este sector del movimiento. Los taboritas, por contra, miraban hacia el futuro, de hecho, hacia un futuro muy cercano en forma de fin del mundo. Mucho más radical y popular, los miembros de este sector rechazaban el pago de impuestos a los nobles y reclamaban la desaparición de la servidumbre. Mientras el talento militar de Žižka hizo salir victoriosos a los husitas de los primeros embates imperiales, ambos sectores se apoyaron mutuamente. Pero cuando llegó la oportunidad de administrar el territorio ganado todo cambió y en 1423 se enfrentaron por primera vez en el campo de batalla. Este enfrentamiento interno no frenó el impulso del husismo, que, a partir de 1425, comenzó a ganar territorios y a saquear fuera de Bohemia, llegando hasta Gdansk en 1433, pese a que contra ellos se siguieron lanzaron cruzadas en 1427 y 1431. Incapaz de vencerlos, Segismundo abrió la vía negociadora y en 1433, los utraquistas volvieron al seno de la Iglesia y ayudaron a las tropas imperiales a derrotar a los taboritas un año después. No obstante, éstos consiguieron resistir tres años más hasta la toma de su último bastión en 1437. Muy pocos taboritas sobrevivieron a sus derrotas en el campo de batalla, pues la costumbre de las tropas imperiales y de sus antiguos camaradas utraquistas consistía en pasarlos a cuchillo a las primeras de cambio. No obstante, 20 años más tarde se formó la Hermandad Moravia a la que muchos consideran la primera iglesia evangélica de la historia. De hecho, Lutero recuperó buena parte de las ideas de Wyclif y de Hus, los declaró mártires de su causa y asumió que sus críticas tenían la misma actualidad en el siglo XVI que habían tenido en el siglo XV. El paralelismo no termina aquí porque Lutero también acabó dejando en la estacada las reclamaciones campesinas como habían hecho Wyclef y los utraquistas y, para acabar de rematarlo, la espantosa catástrofe que supuso la Guerra de los Treinta Años comenzó precisamente con el levantamiento en 1618 (y posterior ejecución a manos imperiales) de la nobleza bohemia que tantos beneficios había acabado sacando de las guerras husitas.

   Si contamos las cinco cruzadas contra los husitas más la cruzada contra los dulcinistas, las cinco cruzadas nórdicas, la cruzada contra los cátaros y alguna que otra más, resulta que la mayoría de cruzadas no tuvieron nada que ver ni con el Islam ni con la defensa de ninguna "tierra sagrada". De hecho, como hemos relatado, la mitad de estas cruzadas se llevaron a cabo contra quienes pedían, entre otras cosas, justicia social. Por eso no deja de sorprender que en el siglo XX los teólogos de la liberación pidieran una Iglesia del pueblo, ¿alguna jerarquía eclesiástica defendió alguna vez al pueblo cuando tuvo que elegir entre éste y sus privilegios?

domingo, 29 de enero de 2023

Una de herejes.

   Resulta muy curioso ver cómo entienden los filósofos a Santo Tomás de Aquino (1224-1274), el significado de su filosofía y, sobre todo, constatar cómo lo descontextualizan para, de ese modo, conseguir no enterarse de nada. Según cuentan los filósofos, de la noche a la mañana y por influjo divino, la Iglesia se dio cuenta de la riqueza doctrinal del aristotelismo, pasando de su condena a aprobarlo y abrazarlo de la mano de Santo Tomás. Recordemos además, que, por alguna razón que los filósofos no desvelan, a Santo Tomás se lo enseñaba como uno entre tantos de los filósofos medievales hasta la llegada del siglo XIX, que si se siguen las citas que de él hacen los filósofos anteriores a esa época, poco destaca respecto de muchos otros escolásticos anteriores y/o posteriores y que su recuperación en el siglo XIX se hizo para depurar los ritos eclesiásticos de cierto cartesianismo mal disimulado. Quienes vivieron entre el siglo XVI y el XVIII tenían muy claro por qué se ninguneaba a Santo Tomás, porque sus escritos iban dirigidos a defender a la alta jerarquía eclesiástica, porque sus problemas se identificaban con los del papado, porque su objetivo último consistía en procurar nutrirlo conceptualmente y, sobre todo, porque ese trabajo en favor de quienes ejercían el poder religioso lo hizo explícitamente en contra de otros, de otros que peleaban por otra iglesia posible, de otros que enarbolaban el platonismo como emblema, de otros, en definitiva, que, en muchos casos, llevaban hábitos franciscanos. La Iglesia abrazó la filosofía de Santo Tomás porque siempre tuvo muy claro lo que representaba la figura de San Francisco de Asís (1181-1226): un síntoma. “El Padre Francisco” constituyó el síntoma manifiesto de que a principios del siglo XIII había ya dos iglesias, una, la del mensaje de salvación, dirigido a pobres y oprimidos y otra, la de la institución, hecha por y para la opulencia. Las instituciones admiraron su labor proselitista a la vez que temieron el hecho por el que esa labor resultó exitosa, la exigencia de volver al cristianismo original no con palabras sino con hechos. San Francisco de Asís predicaba con el ejemplo, con el ejemplo de su extrema pobreza y humildad y, evidentemente, las altas jerarquías querían muchos predicadores de palabra como él, pero muy pocos ejemplos, vamos, lo que acabamos encontrando en Santo Tomás.

   Mientras San Francisco vivió, seguirle el juego constituía una buena manera de tapar las vergüenzas del cristianismo y quizás alguno pensó que, tras su muerte, con su canonización, acabarían definitivamente salvaguardadas. Nada más lejos de la realidad. A la sombra de San Francisco los problemas para la Iglesia crecieron como champiñones. El primero se llamó Joaquín de Fiore (1135-1202). A Fiore se debe un descubrimiento que muchos atribuyen a Fichte, a Schelling, a Hegel o a Peirce, según su grado de ignorancia, el de que, si uno deja de lado los detalles, los hechos y nimiedades semejantes, bastan tres números para explicar toda la historia de la humanidad. Según Joaquín de Fiore habíamos vivido la época del Padre (Antiguo Testamento), la época del Hijo (Nuevo Testamento) y desde el cambio de milenio se vivía la época del Espíritu Santo, última esperada porque el mundo se acabaría en 1260, con lo cual, entre prórrogas y penaltis, llevamos un milenio de vida extra. Lejos de loar una época pasada como el paraíso perdido, Joaquín de Fiore caracterizaba el fin de la historia con su momento culminante, el punto más elevado, en el cual la Iglesia alcanzaría su perfección suprema identificándose con toda la humanidad. Además, por supuesto, a Joaquín de Fiore las reglas franciscanas le parecieron relajadas y poco estrictas y propuso un franciscanismo más radical que el del propio San Francisco. La Iglesia consideró que ya se habían traspasado unas cuantas líneas rojas y condenó varias doctrinas de Joaquín de Fiore, aunque no a él mismo. De hecho, en varias ocasiones se ha reivindicado su figura y en el siglo XVII alcanzó el rango de beato. Pero su condena, lejos de aplacar los ánimos de los franciscanos, los encendió. Una minoría, eso sí, extremadamente activa, la consideró una demostración de que, efectivamente, no podía entenderse por verdadera Iglesia la existente, sino la porvenir y que la orden franciscana, lejos de una orden más, constituía el embrión de esa Iglesia futura de la que había hablado Joaquín de Fiore. El “joaquinismo” se convirtió en la bandera de los franciscanos a los que se conoció, entre otros nombres, como “franciscanos espirituales”. 

   Los “franciscanos espirituales” incluían un magma de ideas y de personajes que iba desde un versión tradicionalista que defendía el voto de pobreza como marca distintiva de la orden, hasta quienes, como Ubertino da Casale, resultaban ya difícilmente distinguibles de los fraticelli. De entre éstos destacaron los Hermanos Apostólicos. Si los “franciscanos espirituales” radicalizaron las ideas de San Francisco hasta el borde mismo de la herejía, los Hermanos Apostólicos se zambulleron en ella sin muchos miramientos. La defensa de la pobreza se convirtió en la exigencia de una vida austera, casi ascética, aunque, eso sí, de un marcado proselitismo. Renunciaron a la propiedad privada, declararon que todo debía pertenecer a la comunidad y que la Iglesia se había alejado definitivamente de lo que Cristo había predicado por lo que no dudaron en acusar de hereje al mismísimo papa. El movimiento lo fundó Gherardo Segalelli (circa 1240 - 1300) el año en que Joaquín de Fiore fijó el fin del mundo, 1260, más o menos la época en la que Santo Tomás se ganaba el favor papal atacando a quienes habían criticado los crecientes ingresos de las órdenes supuestamente “mendicantes”. Mientras Santo Tomás redactaba la Summa Theologica, las andanzas de los Hermanos Apostólicos llegaron a escandalizar a los mismos franciscanos, que favorecieron sucesivas órdenes para capturar a sus líderes. Segalelli pasó varios años en prisión, hasta que la Inquisición lo quemó. Pero su muerte sólo sirvió para traer a primera línea a Davide Tornielli, más conocido como Fray Dulcino (1250-1307).

   Predicador apasionado, feroz crítico de la Iglesia, Dulcino lanzó todo tipo de dardos contra el sistema feudal, argumentando que la Iglesia y no los “herejes”, necesitaba de “purificación”, particularmente de su riqueza y poder temporal. Estas ideas atrajeron a un gran número de seguidores, especialmente entre los siervos y los campesinos pobres hasta el punto de que las autoridades temieron una revolución popular. Se dice que, bajo su mandato, los Hermanos Apostólicos llegaron a contar con varios miles de seguidores atrincherados en los valles piamonteses. Clemente V lanzó contra ellos una cruzada que finalmente logró derrotarlos en 1307. A los “dulcinistas”, como ya se los conocía, se los pasó por las armas inmediatamente, pero a Dulcino se lo dejó vivo para que contemplara la tortura y muerte de todos sus seguidores antes de sufrirlas él mismo. Tras defenestrar el dulcinismo, la jerarquía eclesiástica se dirigió contra los “franciscanos espirituales”, condenando sus ideas en 1318. Pero aquí no termina la historia, porque en el Piamonte se siguió pasando por la hoguera a dulcinistas, como poco, hasta 1330. Siete años antes, la Iglesia había declarado "Santo" a Tomás de Aquino.

domingo, 22 de enero de 2023

Regresión.

    Como ya he dicho por aquí, no comulgo demasiado con la iglesia freudiana. Freud nos convenció “científicamente” de que tenemos algo que nació en las petites perceptions de Leibniz y que entusiasmó al idealismo alemán y al romanticismo, el “inconsciente”. Desde entonces todos quedamos convencidos de tener uno, lo cual nos permite echarle a él la culpa de la mitad de nuestros pecados. No obstante, de un modo u otro, desde luego nada “científico”, Freud encontró algo, a lo mejor algo que todos esperábamos escuchar o algo lo suficientemente vago como para que todo el mundo pueda reconocerse en ello, o simplemente, algo que tiene una explicación diferente a la que él le dio, pero, en cualquier caso, algo. Un ejemplo lo tenemos en el concepto de “regresión”. Según Freud, el desarrollo psicológico de los individuos no va en línea recta, sino que, con frecuencia, se intercalan etapas en las que el individuo retorna a estados mentales anteriores en forma de comportamientos inmaduros, sueños o fantasías impropias del estado de desarrollo psíquico en el que se encuentra. No queda claro en Freud si debemos entender esta regresión como un intento por parte del sujeto de resolver determinados conflictos emocionales, como una consecuencia inevitable de traumas o deseos reprimidos o si hablamos de un simple mecanismo de defensa para protegerse de la ansiedad. Dicho de otro modo, no queda claro si enfrentamos un proceso normal en la adaptación a los cambios o un proceso patológico que debemos evitar a toda costa. Todo vale según y depende para que todo y nada quede explicado, lo cual permite asociar el concepto con cualquier situación que el sujeto viva como estresante y que desate en él dudas acerca de su capacidad para manejar las emociones que le generan. En ese saco caben desde la muerte de un ser querido, una enfermedad grave, una violación o el divorcio de los padres hasta “cambios significativos en la vida de una persona” tales como una mudanza o el fin de una relación. Por supuesto, la “regresión” no designa algo que pueda observarse, se trata de un constructo, que, supuestamente, da cuenta de una multiplicidad de comportamientos sin que exista regla ni criterio que permita enlazarlo con ellos. Morderse las uñas, expresarse en términos infantiles, ver dibujos animados, disfrutar de los relatos estereotipados, sentir miedo a la oscuridad, imaginar monstruos, buscar figuras parentales para resolver los problemas o sentir celos hacia los hermanos, constituyen otras tantas conductas del estado de regresión. Superar la regresión implica acudir a un profesional, que para eso se inventó el psicoanálisis, para llenar las consultas de los psicoanalistas. El profesional de turno nos desvelará algo que nadie más puede alcanzar y que, por tanto, nadie más podrá corroborar o refutar, a saber, la situación estresante o traumática que ha causado la regresión. Hablar acerca de ella, he ahí el núcleo de todo tratamiento psicoanalítico, disolverá el problema como azucarillo en el café. Pero, eso sí, para ello se requiere la colaboración del paciente. Resulta bastante curioso que en el psicoanálisis suele mencionarse la autocompasión como un paso previo para lograr salir de la regresión, entendiendo por “autocompasión” la capacidad para comprender que los momentos de debilidad y de dificultades forma parte del proceso de crecimiento personal. Y, naturalmente, tenemos la aceptación, el gran remedio que ya inventaron los estoicos y que consiste en comprender que “las cosas son como son” y nadie tiene en sus manos la posibilidad de cambiar el “ser” de las cosas. En resumen, la regresión se produce por nuestra negativa a aceptar que vivir consiste en enfrentar desafíos, que el “ser” forma parte del mapa que continuamente vamos generando para orientarnos en el mundo, pero que en la realidad, en el territorio, no hay nunca nada sólido, duradero, permanente durante mucho tiempo… gracias a Dios.

   Aunque Freud utilizó el concepto de regresión para explicar lo que ocurría en determinadas etapas del desarrollo psicológico de los individuos, en El miedo a la libertad, aparecido nada menos que en 1941, Erich Fromm lo utilizó para explicar procesos colectivos, más en concreto, el ascenso del fascismo. La Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión habrían funcionado como situaciones estresantes desencadenando una regresión colectiva. El constructo “regresión” daría cuenta así del auge de movimientos políticos y sociales que ensalzaban la vuelta a una época anterior, que idealizaban un pasado inexistente y, en particular, utilizaban la violencia como forma de superar los problemas de la época presente. Según Fromm el fascismo ofrecía la promesa de una identidad y un sentido de pertenencia que les había sido arrebatado a los individuos por el desarrollo de la modernidad. A Fromm le corresponde el mérito de haber visto en el fascismo algo más que una forma de gobierno o un acontecimiento histórico. Se trataba de un fenómeno cultural y social enraizado en la psique de los individuos que viven en determinados períodos de cambios particularmente traumáticos o acelerados. En consecuencia, si, como parece, la velocidad de los cambios históricos se ha incrementado en el último siglo, entonces debemos prepararnos para continuos pasos por etapas regresivas… o madurar de una puñetera vez. En las ideas de Fromm hay encerrada una auténtica filosofía de la historia que pocos han querido desarrollar, lo que podríamos llamar una historia anudada. A diferencia de lo que nos enseñó el cristianismo y a diferencia de la concepción tradicional, la historia ni constituye un proceso lineal marcado por un inicio y un fin, ni un proceso circular en el que todo termina donde empezó. En contra de lo que pensaba la Ilustración, cada paso hacia adelante no anuncia más pasos hacia adelante, sino el aumento de la probabilidad de que se produzca una regresión. Regresión que, más pronto o más tarde, acabará por conducirnos un paso más allá de donde nos encontrábamos. Por eso hay autores que han propuesto el carácter cíclico o espiral de la historia, porque siempre hay parecidos entre los avances y las recaídas. Más acertado parece decir que nuestro deambular por la historia sigue una trayectoria semejante a la que trazan los planetas en el cielo nocturno, van en una dirección hasta que comienzan a marchar hacia atrás para volver al sentido original. Se los llamó “planetas”, precisamente, porque “planeta” en griego, significa “errante”. Sólo que su regresión tiene un carácter puramente aparente, pues se debe a la composición del movimiento del astro en cuestión con el de la tierra. 

domingo, 15 de enero de 2023

15 de diciembre de 2.022: un país sin futuro.

   Para una persona como yo, la locura siempre es una posibilidad. Debo haber caído definitivamente en ella porque veo cosas que nadie más parece ver. Comencé a escribir la primera de estas entradas mientras mi ventana temblaba por la prueba de sonido de una actuación que el Ayuntamiento había programado en la plaza donde vivo. Se trataba de un mago, de esos que te hacen creer que es algo natural que las cosas desaparezcan, que hay que triturar periódicos para que te aplaudan y que uno pueda adivinar las cartas que van a salir de una baraja sin que esté marcada. Venía a recordarles a los tiernos infantes la proximidad de las navidades y a sus padres la proximidad de las elecciones municipales. Unos y otros se arremolinaron alrededor de las luces, la música y los globos gratis. Ningún adulto daba señas de querer estropear el momento alzando su voz en público contra lo que estaba pasando. Ni siquiera había nadie que llevase un folio en blanco. Los cimientos de este país están minados por bombas de relojería que hacen “tic, tac, tic, tac…” mientras todos paseamos fingiendo que no oímos nada. Pero esas bombas de relojería llevan ahí ya varios años y su ritmo no se ha acelerado en los últimos meses ni parece que la hora fijada para la explosión se haya adelantado. Las orejas de la estanflación que los estómagos agradecidos del putinismo avisan que se ven desde hace tiempo parecen clavadas en el horizonte. La economía crece mientras la presión inflacionaria disminuye, el milagro que todo neoliberal considera imposible. El año 2.022 se ha llevado por delante buena parte del poder adquisitivo de los españoles, pero, para celebrarlo, éstos se han lanzado a una vorágine consumista estas navidades como no se recuerda otra desde mucho antes de la pandemia. El tsunami de los precios energéticos que amenazaba con dejar Europa en la oscuridad y el frío se dispone a abandonarnos con menos estragos de los causados por el “efecto 2.000”. En las calles se respira placidez, la opinión pública está adormecida, la tensión que precede a cualquier estallido social resulta imperceptible. Cuando yo estaba a punto de jubilarme el país vivía embelesado por los amoríos de un torero y una tonadillera y ahora, 150 años después, todo el mundo vive pendiente de lo que otra tonadillera le canta a un torero de los tiempos modernos, quiero decir, a un futbolista. La calma chicha, la somnolencia de la opinión pública, llega al punto de que la corrupción ocupa uno de los últimos puestos entre las preocupaciones de los españoles, sólo por delante de la sequía y del cambio climático. A los ciudadanos de este país les preocupa tener un trabajo del que no los despidan la primera semana de bajada de ventas, les preocupa quedarse sin la pensión de la abuela y cuánto les va a costar su próximo coche sobredimensionado. Y los políticos no dicen ni una palabra de eso. Pero una cosa es que a los ciudadanos no les preocupe lo que ocurre en el Parlamento y otra cosa muy distinta que el vitriolo que emana de su púlpito, que repiten ad nauseam todas las pantallas y que amplifican cada día a primera hora de la mañana las radios del país acompañando a la gente a sus trabajos no acabe por envenenarlos. 

   La crisis institucional, la tensión, el lenguaje incendiario, las campanas del apocalipsis golpista, poner a la democracia al borde del abismo, enterrar principios básicos para su buen funcionamiento, no ha obedecido a ninguna crisis social, política o económica, a ninguna demanda ciudadana, a ninguna exigencia de la calle, a nada que a la gente le importe más que la cerveza que se toma a media mañana. La situación del país no pone en riesgo nuestra democracia, son quienes supuestamente la encarnan, sus progenitores, quienes están ahí y ganan un cuantioso sueldo y, aún más, un cuantioso sobresueldo gracias a ella, los que la han estrangulado, con mayor responsabilidad cuanto más elevado es su cargo. Todavía peor, no lo han hecho por desidia, por estulticia ni por inconsciencia. Había una consigna dirigida desde lo más alto para incendiar el mes de diciembre y así hacernos tragar a todos enormes sapos tóxicos con tiempo suficiente para que los hayamos digerido cuando lleguen las próximas convocatorias electorales. Ni hipocresía les queda a esta pandilla barriobajera de parlamentarios que exhibe sin disimulo su afán por arramblar con todo y hasta hablan de “apaciguar Cataluña” horas antes de que las autoridades catalanas proclamen 2.023 como el año de la independencia otra vez. No existe un solo problema en este país, por pequeño, simple y miserable que sea, que pueda llegar a resolverse con bien para todos sin que antes resolvamos el más grande y significativo de los problemas que tenemos, el de mandar al paro a esta generación de políticos. Pero, como decía, parece que yo soy el único esquizofrénico que padece esta alucinación. Esta entrada, al igual que las anteriores, la van a leer una docena de personas, la mayoría de EEUU. Lo que ocurre aquí, aquí no le importa a nadie y otra vez las alimañas airearán pavores que todo buen nacido debe sentir y otra vez se llenarán las urnas de votos confiados en que todo cambie y volverán a estrangular la democracia un poco más hasta que alguien, alguien muy universitario y muy premiado, busque excusas de por qué se murió.

domingo, 8 de enero de 2023

15 de diciembre de 2.022: un país sin universidades públicas.

   En medio de toda la bronca política por la reforma del Consejo General del Poder Judicial; en medio de la vergüenza propia y ajena de ver cómo delincuentes confesos quedaban eximidos de cualquier responsabilidad pública y, particularmente, política; en medio del bochornoso espectáculo de ver cómo comenzaba la agonía de la democracia nacida en 1976; sin que nadie lo percibiera, otra bomba política y social pasaba el trámite parlamentario: la reforma universitaria. Esta reforma universitaria nació como el proyecto estrella de Manuel Castells, “el desconocido”. De Castells alguien tendría que escribir un libro, no en tanto que ministro ni en tanto que sociólogo, sino en tanto que fenómeno social. Catalán de pura cepa nacido en Castilla, pionero heroico en la introducción de conceptos largamente conocidos por todos, incansable escritor acerca de la trivialidad o la nada, destacó en los años ochenta de la mano de un marxismo sociológico que de Marx ya no guardaba nada y que convertía en luchas sociales por la liberación las protestas de unas clases obreras que se sentían defraudadas porque la promesa de que se convertirían en “clase media” no acababan de materializarse. En cuanto oyó a cuatro intelectuales de tertulia hablar de “globalización” se subió al concepto y largó una parrafada de más de mil páginas en tres volúmenes en donde hablaba de lo divino y de lo humano, sin explicar nada, sin predecir nada, pero, eso sí, repitiendo los tópicos típicos que todo el mundo quería oír. Fue un boom. Las universidades de EEUU se dieron de tortas por él, las revistas de toda laya discutían si nos hallábamos ante el nuevo Weber o el nuevo Spencer (más bien habría que compararlo con Spengler) y hasta la televisión pública le dedicó una serie de programas para que fuera improvisando sobre la marcha desvelándonos los secretos del acontecer. Creo que la “serie” se quedó en tres programas después de que la audiencia la abandonara, cansada de oírle recitar innumerables veces las mismas papanatadas envueltas de palabros de moda. El siglo XXI, sobre el que ha escrito más que nadie, le pilló un poco a contrapié. Se había convertido en un promediador de ideas y de corrientes, en un profeta de lo ya ocurrido, que intentaba mantener su estatus intelectual y acumular contratos en el proceloso mundo universitario norteamericano. Por si acaso, había echado la caña en la política española. Podemas exigió para su Ilustrísima un ministerio. Podría haber sido ministro de la vivienda o de la información o de la transformación digital o de cualquiera de esas cosas sobre las que, supuestamente, sabía tanto por haberse llevado toda su vida escribiendo sobre ellas, pero le dieron un ministerio sobre el que sabía muchísimo más, el  “Ministerio de Universidades”.

   Castells llegó a la cartera ministerial augurando cambios, transformaciones y, como todos los ministros que han tenido que ver con el tema, poner a la universidad española a la vanguardia de la excelencia académica. Bueno, lo de “llegó” es un decir. Llegar, llegar, llegó tarde y bien poco. Se pasó la mayor parte del tiempo de su mandato en los EEUU cumpliendo sus compromisos, ganándose sobresueldos que dejaban en calderilla lo que cobraba como ministro y tratándose una enfermedad porque el pobre parece que está pachucho. Cada vez que volvía a Madrid proponía una nueva versión de la ley de Universidades que prometió en su primer día en el cargo. La primera de ellas puso de uñas a los rectores, que lo amenazaron con largar a sus perros como hicieron en 2010 cuando los recortes presupuestarios llegaron a la universidad y se fraguó lo que acabó siendo Podemas. La segunda, puso de uñas a los profesores, convertidos tras las últimas reformas en becarios del catedrático de turno. La tercera, a los sindicatos. Hasta las limpiadoras universitarias acabaron soltando pestes de él. Castells dimitió in absentia “por problemas de salud” dejando un legado ministerial que parece presagiar cómo se juzgará su legado en la sociología a poco que pasen unas décadas.

   A Castells le sucedió Joan Subirats, catalán como el castellano Castells, economista, con mucho menos pedigrí intelectual, pero con solera política forjada en décadas de conchabeos y apaños en el Ayuntamiento de Barcelona. Tal y como llegó al cargo tuvo muy claro lo que tenía que hacer. Su reforma universitaria otorga bienes en función del poder que cada cual tiene. A los sindicatos les promete acabar con la precariedad, a los profesores plazas estables y el pastizal y el poder derivado de todo ello se lo entrega a manos llenas a los rectores que obtienen todo cuanto pudieran pedir y más. Se han convertido en virreyes para que hagan y deshagan a su antojo, contratando, despidiendo, imponiendo reglas y criterios para ello y utilizando su ilustrísima y magnífica potestad para adoptar posturas institucionales sobre los temas que más les apetezcan: el poder judicial, la independencia de Cataluña, la defensa de la unidad de España, los toros, el cine o cualquier indeseable que se atreva a denunciar su completo y arbitrario nepotismo. Lisa y llanamente, no existe límite alguno a su poder. Gracias a esta ley, los problemas endémicos de la universidad española desde hace siglos se perpetuarán varios siglos más, con la esperanza, ni siquiera disimulada por nadie, de que acabe muriéndose pronto por ellos y sólo quienes tengan dinero puedan costear los estudios universitarios de sus hijos en alguna universidad privada con más reconocimiento que las podridas universidades públicas. Un paso más, al cabo, en la denodada lucha de los políticos españoles de todo el arco parlamentario por exacerbar sin remedio las desigualdades sociales. Gracias a Castells, gracias a Subirats, gracias a este gobierno “sociocomunista”, gracias a todos los gobiernos que los precedieron, si volviera a nacer un Cajal en este país, tendría que escuchar cómo los miembros de los tribunales de oposición a una plaza universitaria se cachondeaban de sus teorías, esas que le valieron un premio Nobel, hasta el momento en que su padre decidiera echarle una mano.

domingo, 1 de enero de 2023

15 de diciembre de 2.022: un país sin poder judicial.

   En el mismo paquete legislativo que suprimía los delitos de sedición y de malversación, el gobierno presentó una reforma del Consejo General del Poder Judicial que sólo exigía para la elección de sus representantes en el Tribunal Constitucional una mayoría simple y no los dos tercios antes establecidos. Esta reforma laminaba la necesidad de acuerdos entre partidos para la elección de candidatos al órgano encargado de mantener dentro de los límites constitucionales, entre otras cosas, las leyes aprobadas por el Parlamento. Gracias a ella, si un día corremos la misma desgracia que Italia y acabamos con una mayoría parlamentaria neofascista o directamente fascista, sólo tendrá que aguardar a la oportuna renovación del Tribunal Constitucional para que éste deje de oponer resistencia alguna a sus deseos. Sólo una pandilla de irresponsables podía, primero, idear semejante reforma y, segundo, amalgamarla con un paquete de medidas que muestran bien a las claras la inexistencia de vergüenza entre nuestra clase política. Pero si los partidos que forman parte del gobierno demostraron con esta actuación carecer de los requisitos mínimos para dirigir ni siquiera una república bananera, la oposición no se quedó atrás. Aunque el pleno estaba convocado casi con una semana de antelación, el PP sólo presentó un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional un día antes de su celebración y nada menos que pidiendo la suspensión cautelar del mismo. A partir de ese momento todo lo que pudiera venir después sólo podía revestir el carácter de tragicomedia. A la petición del PP se sumó Vox, con un escrito que “argumentaba” que la función principal del Tribunal Constitucional consistía en “salvaguardar la unidad de España”. Podemas se unió a la fiesta de la antidemocracia presentando un recurso ante dicho tribunal en el que pedían la recusación de dos de sus miembros bajo el “argumento” de que el proyecto de ley alteraba el procedimiento para la renovación de sus cargos (cosa que los mismos interesados habían pedido insistentemente), lo cual implicaba “un evidente conflicto de intereses”.

   El pleno se inició con la petición de Ciudadanos de suspenderlo hasta que el Tribunal Constitucional hubiese tomado una decisión y, ante la negativa de la presidenta de la cámara, compararon su actuación con la de los independentistas con ocasión del referéndum de 2017. PP y PSOE se acusaron mutuamente de protagonizar un golpe de estado. En el PP no es nada nuevo, pues su desconocimiento de la Constitución llega al punto de que ya acusaron de “golpe de estado” a la moción de censura que llevó al poder a Pedro “el hermoso” en junio de 2018. Pero los portavoces del PSOE y del gobierno no les fueron a la zaga, afirmando que como al PP le falló el golpe de estado “con tricornios ahora lo intenta con togas”. La sesión toda fue una esperpéntica competición entre los diferentes grupos políticos por ver quien sumía al país en una crisis institucional más grave. Mientras tanto, conservando un cierto vestigio de la serenidad que se les supone a los padres de la patria, el Tribunal Constitucional decidía que la denuncia del PP no podía tratarse en una sala sino en el pleno del organismo y se aceptaba la petición del “sector progresista” de aplazar la decisión hasta el lunes 19 con objeto de analizar los sesudos “argumentos” presentados por unos y por otros. Esos cuatro días fueron aprovechados por el PSOE para inundar las redes sociales con el eslogan anticonstitucional de que todos los poderes deben quedar sometidos a lo que diga el Congreso, presentando como epítome de la democracia arramblar con la división de poderes y llegando a calificar cualquier decisión que tomara el Tribunal Constitucional como “injerencia”. Podemas, sin embargo, se esforzó por distanciarse del PSOE haciendo alarde de cómo tergiversar las leyes para saltárselas. Después de argumentar que el jueves el Tribunal Constitucional no podía decidir por haber un conflicto de intereses por parte de sus miembros, volvió a argumentar que el lunes tampoco podía decidir porque ya había pasado el trámite parlamentario al que aludía la denuncia del PP. Aún más, evidenciando que su grado de desconocimiento del significado de la palabra “vergüenza” sólo puede compararse con su grado de desconocimiento de lo que significa la palabra “ridículo”, apelaron a la Unión Europea con el fin de “salvar la democracia española” compitiendo en semejante intento con Vox, también autoproclamada vanguardia de la defensa de la democracia. 

   La Comisión Europea por toda respuesta emitió un comunicado en el que recordaba lo obvio, lo básico, lo que cualquier persona con dos dedos de frente sabe, que algo así como una reforma de uno de los poderes del Estado debe pactarse y no someterse a la votación de una cámara de representarse como si de un cambio de festividades se tratase. El Tribunal Constitucional, haciendo uso de las competencias que le corresponden y que el propio gobierno le reconoció al negarse a recurrir el fallo, dictaminó la suspensión cautelar de la reforma del Consejo General del Poder Judicial en el Senado, con lo cual, paraba la tramitación de la ley hasta proceder al estudio detallado de su contenido y de las alegaciones presentadas. El hecho de que, finalmente, en el Consejo General del Poder Judicial se llegara a un apaño que permitirá renovar, por fin, un Tribunal Constitucional en funciones desde hace meses, no evita que todo el daño que esta caterva de politicastros de todo el arco político podían hacer a la democracia ya está hecho. A partir de ahora, nadie que tenga la más remota idea de lo ocurrido, dudará de que el poder judicial en este país está politizado hasta el tuétano, de que tiene tanta independencia como el existente en Polonia y de que, por tanto, vivimos en una democracia afuncional. Ni uno solo de los responsables de hacer esta conclusión inevitable está capacitado para ejercer otro cargo público que no sea el de barrendero en una democracia real y eso incluye a todos y cada uno de los miembros del gobierno y de la oposición en todas sus formas hasta el nivel de dirigente provincial.