domingo, 12 de febrero de 2023

Abbas I, el Grande.

   En 1588, un golpe de estado de una de las tribus que integraban el ejército colocó como Shah de Persia a Abbas I, a la sazón, de 16 años. Quizás pensaron que sería fácil controlarlo y que, en el peor de los casos, podrían quitarlo de en medio como habían hecho con su madre y su hermano mayor. La situación de su reino no era mucho mejor. Los otomanos habían aprovechado el caos que precedió a su ascenso para apoderarse de diversos territorios y otro tanto había ocurrido con los uzbekos, además de la propia guerra civil entre tribus, ocasionalmente apaciguada pero siempre presente. El Estado tenía bases débiles, por decir que existía. Apenas un infante, confinado en palacio por quienes lo habían aupado al cargo, consiguió conspirar contra ellos y asesinar a su líder. A partir de entonces ejerció el poder sin discusión aunque con particular perspicacia. Comenzó por firmar una paz con los otomanos que, aunque humillante, le concedía tiempo para reorganizar los asuntos internos. Financió una milicia propia basada en los que hasta entonces habían sido esclavos (en su mayoría caucasianos) y con una política sutil, pero persistente, fue apartando de todos los cargos a los miembros de las tribus que hasta entonces habían ejercido el poder en la sombra y bajo los focos. De este modo, Persia se inició en el proceso de formación de un Estado moderno con una administración claramente centralizada y dependiente de la corona, tal y como estaba ocurriendo en Europa por aquellas fechas.

   Diez años después de su llegada al poder, contaba ya con un ejército capaz de enfrentarse a los uzbekos por los territorios que estos habían ocupado en tiempos de sus predecesores, en una campaña que, claramente, habría de servir como experiencia previa a su inevitable enfrentamiento con el imperio otomano. Este comenzó en 1603 y terminó en 1618 con un tratado en el que los otomanos reconocían el control de Abbas sobre todo el Cáucaso. La posterior ofensiva otomana solo sirvió para sufrir una nueva derrota de su ejército ante los persas y la entrada de Abbas en Bagdad.

   Aunque Persia había mantenido buenas relaciones con los reyes mogoles, estos habían utilizado el desconcierto en el reino que precedió a la llegada de Abbas al poder para hacerse con Kandahar. En 1622, aprovechando las derrotas que había infligido a los otomanos, Abbas lanzó un ataque relámpago para recuperar esta ciudad clave en el comercio con Oriente. Ese año, con ayuda de los ingleses, logró también arrebatarles a los portugueses el control de otro enclave de vital importancia, el estrecho de Ormuz.

   Gran estratega, paciente y diplomático cuando las condiciones lo exigían, tenaz en la persecución de sus objetivos, orador carismático, Abbas I también fue despiadado, brutal y paranoico. Sus arrebatos de cólera y su carácter vengativo son tan legendarios como sus triunfos militares. A los georgianos, levantiscos durante todo su reinado, los deportó en masa siempre que tuvo ocasión y a los armenios los trató a su capricho, como rebaño, a los hijos de uno de sus rivales los castró, a una embajadora que le enviaron los georgianos la torturó hasta la muerte, la disciplina de su ejército se basaba en castigos salvajes y desmesurados, mató o cegó a varios de sus hijos, chiita de religión, ejerció toda la crueldad que estuvo a su alcance contra los sunitas, etc. etc. Sin embargo, aunque implacable contra los cristianos de Georgia y Armenia, Abbas comprendió la importancia de ganarse el favor de los reinos europeos contra el común enemigo otomano. No solo eso, hay testimonios de su profundo conocimiento de la historia y la teología cristianas. Se le atribuye la afirmación de que prefería “el polvo de las suelas de los zapatos del más bajo cristiano al más alto personaje otomano". A cambio de ayuda contra ellos, a los españoles les ofreció derechos comerciales y la oportunidad de predicar el cristianismo en Irán. Envió embajadas a diferentes capitales de Europa y acogió a cuanto viajero europeo quiso pasar por sus tierras. Pero fueron los ingleses quienes colaboraron directamente con él a través de los hermanos Shirley y sus aportaciones para la reorganización del ejército persa, particularmente de su artillería.

   Deseoso de expresar visualmente el poder de su reino, como se estaba haciendo en Europa, en 1598, trasladó la capital a Isfahan a la cual procuró todo un plan de urbanismo que incluía la construcción de mezquitas, como las de Masjed-e Shah y Masjed-e Sheykh Lotfollah, palacios como el de Chehel Sotoun y plazas como la de Naghsh-i Jahan. También la dotó de una escuela de pintura, de la que salieron Reza Abbasi y Muhammad Qasim, de centros de producción de cerámica y del tejido de alfombras que, junto con la seda, se convirtieron en dos poderosos motores de la economía de la ciudad y del país. A pesar de la decidida fe del monarca, el arte de la época muestra costumbres más bien relajadas y con frecuencia a él mismo se lo veía paseando por las calles y bazares de la ciudad, departiendo con la gente.

   Siempre temeroso de conjuras, envuelto en un miedo a las conspiraciones que le llevó a arremeter contra sus hijos y sumido permanentemente en el arrepentimiento, la vida de Abbas no fue ningún camino de rosas. Murió en 1629, dejando como sucesor a su nieto, Mohammed Baqir Mirza, un personaje cruel e introvertido que continuó la larga saga de shahs incapaces de la que Abbas constituye una notable excepción.

   Al reinado de Abbas I pertenece el despertar en Europa de la imagen de un reino persa, lejano, exótico y fascinante, que ya no dejaría de reaparecer como cliché en todo género de orientalismos que hemos padecido. Pero esa imagen, que tanto arraigaría en nuestra cultura, no tiene un origen perdido y oscuro en la noche de los tiempos coloniales, sino que afloró como consecuencia de una estrategia planificada y dirigida desde la misma corte persa. Estrategia, para más inri, que buscaba, consciente y deliberadamente, forjar una identidad propia, al menos desde un punto de vista militar, inspirada por la europea.

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