domingo, 8 de enero de 2023

15 de diciembre de 2.022: un país sin universidades públicas.

   En medio de toda la bronca política por la reforma del Consejo General del Poder Judicial; en medio de la vergüenza propia y ajena de ver cómo delincuentes confesos quedaban eximidos de cualquier responsabilidad pública y, particularmente, política; en medio del bochornoso espectáculo de ver cómo comenzaba la agonía de la democracia nacida en 1976; sin que nadie lo percibiera, otra bomba política y social pasaba el trámite parlamentario: la reforma universitaria. Esta reforma universitaria nació como el proyecto estrella de Manuel Castells, “el desconocido”. De Castells alguien tendría que escribir un libro, no en tanto que ministro ni en tanto que sociólogo, sino en tanto que fenómeno social. Catalán de pura cepa nacido en Castilla, pionero heroico en la introducción de conceptos largamente conocidos por todos, incansable escritor acerca de la trivialidad o la nada, destacó en los años ochenta de la mano de un marxismo sociológico que de Marx ya no guardaba nada y que convertía en luchas sociales por la liberación las protestas de unas clases obreras que se sentían defraudadas porque la promesa de que se convertirían en “clase media” no acababan de materializarse. En cuanto oyó a cuatro intelectuales de tertulia hablar de “globalización” se subió al concepto y largó una parrafada de más de mil páginas en tres volúmenes en donde hablaba de lo divino y de lo humano, sin explicar nada, sin predecir nada, pero, eso sí, repitiendo los tópicos típicos que todo el mundo quería oír. Fue un boom. Las universidades de EEUU se dieron de tortas por él, las revistas de toda laya discutían si nos hallábamos ante el nuevo Weber o el nuevo Spencer (más bien habría que compararlo con Spengler) y hasta la televisión pública le dedicó una serie de programas para que fuera improvisando sobre la marcha desvelándonos los secretos del acontecer. Creo que la “serie” se quedó en tres programas después de que la audiencia la abandonara, cansada de oírle recitar innumerables veces las mismas papanatadas envueltas de palabros de moda. El siglo XXI, sobre el que ha escrito más que nadie, le pilló un poco a contrapié. Se había convertido en un promediador de ideas y de corrientes, en un profeta de lo ya ocurrido, que intentaba mantener su estatus intelectual y acumular contratos en el proceloso mundo universitario norteamericano. Por si acaso, había echado la caña en la política española. Podemas exigió para su Ilustrísima un ministerio. Podría haber sido ministro de la vivienda o de la información o de la transformación digital o de cualquiera de esas cosas sobre las que, supuestamente, sabía tanto por haberse llevado toda su vida escribiendo sobre ellas, pero le dieron un ministerio sobre el que sabía muchísimo más, el  “Ministerio de Universidades”.

   Castells llegó a la cartera ministerial augurando cambios, transformaciones y, como todos los ministros que han tenido que ver con el tema, poner a la universidad española a la vanguardia de la excelencia académica. Bueno, lo de “llegó” es un decir. Llegar, llegar, llegó tarde y bien poco. Se pasó la mayor parte del tiempo de su mandato en los EEUU cumpliendo sus compromisos, ganándose sobresueldos que dejaban en calderilla lo que cobraba como ministro y tratándose una enfermedad porque el pobre parece que está pachucho. Cada vez que volvía a Madrid proponía una nueva versión de la ley de Universidades que prometió en su primer día en el cargo. La primera de ellas puso de uñas a los rectores, que lo amenazaron con largar a sus perros como hicieron en 2010 cuando los recortes presupuestarios llegaron a la universidad y se fraguó lo que acabó siendo Podemas. La segunda, puso de uñas a los profesores, convertidos tras las últimas reformas en becarios del catedrático de turno. La tercera, a los sindicatos. Hasta las limpiadoras universitarias acabaron soltando pestes de él. Castells dimitió in absentia “por problemas de salud” dejando un legado ministerial que parece presagiar cómo se juzgará su legado en la sociología a poco que pasen unas décadas.

   A Castells le sucedió Joan Subirats, catalán como el castellano Castells, economista, con mucho menos pedigrí intelectual, pero con solera política forjada en décadas de conchabeos y apaños en el Ayuntamiento de Barcelona. Tal y como llegó al cargo tuvo muy claro lo que tenía que hacer. Su reforma universitaria otorga bienes en función del poder que cada cual tiene. A los sindicatos les promete acabar con la precariedad, a los profesores plazas estables y el pastizal y el poder derivado de todo ello se lo entrega a manos llenas a los rectores que obtienen todo cuanto pudieran pedir y más. Se han convertido en virreyes para que hagan y deshagan a su antojo, contratando, despidiendo, imponiendo reglas y criterios para ello y utilizando su ilustrísima y magnífica potestad para adoptar posturas institucionales sobre los temas que más les apetezcan: el poder judicial, la independencia de Cataluña, la defensa de la unidad de España, los toros, el cine o cualquier indeseable que se atreva a denunciar su completo y arbitrario nepotismo. Lisa y llanamente, no existe límite alguno a su poder. Gracias a esta ley, los problemas endémicos de la universidad española desde hace siglos se perpetuarán varios siglos más, con la esperanza, ni siquiera disimulada por nadie, de que acabe muriéndose pronto por ellos y sólo quienes tengan dinero puedan costear los estudios universitarios de sus hijos en alguna universidad privada con más reconocimiento que las podridas universidades públicas. Un paso más, al cabo, en la denodada lucha de los políticos españoles de todo el arco parlamentario por exacerbar sin remedio las desigualdades sociales. Gracias a Castells, gracias a Subirats, gracias a este gobierno “sociocomunista”, gracias a todos los gobiernos que los precedieron, si volviera a nacer un Cajal en este país, tendría que escuchar cómo los miembros de los tribunales de oposición a una plaza universitaria se cachondeaban de sus teorías, esas que le valieron un premio Nobel, hasta el momento en que su padre decidiera echarle una mano.

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