domingo, 13 de febrero de 2022

De escarabajos y sueños.

   En el parágrafo 293 de las Investigaciones filosóficas aparece el famoso experimento mental de Wittgenstein sobre los escarabajos. Imaginemos, dice Wittgenstein, una tribu en la que cada miembro tiene una cajita con un contenido al que suelen llamar “escarabajo”. Las reglas del pudor de la tribu implican que nadie puede mirar en la caja de otro, por lo que el único modo que tiene cada miembro de la tribu de saber a qué puede llamarse “escarabajo” pasa, única y exclusivamente, por lo que hay en su caja. Aunque en la palabra “escarabajo” reconocemos el nombre de un insecto, en el juego del lenguaje de esa tribu, no existe el efecto de designación que solemos apreciar en dicha palabra cuando la utilizamos nosotros porque bien podría ocurrir que en la caja de algunos de los miembros de esa tribu hubiese hormigas, serpientes o, simplemente, nada. El contenido de la caja, concluye Wittgenstein, resulta por tanto irrelevante para el uso de la palabra que se hace en su lenguaje. Ahora sólo tenemos que generalizar dicha conclusión, las sensaciones subjetivas de cada uno de nosotros, la intimidad de nuestras conciencias, cualquier supuesto “lenguaje privado” que las describa, carece por completo de relevancia a la hora de entender el lenguaje. “Lenguaje” implica, única y exclusivamente, algo que, como la moneda, puede intercambiarse a la luz pública en un mercado y todo lo significativo, quiero decir, cualquier significado, se reduce a los acuerdos que permiten dicho intercambio. 

   Wittgenstein se cercioró de la inevitabilidad de sus conclusiones anclando en la mente de todos que “escarabajo” quería decir “dolor” y que el dolor no puede explicarse por el modelo de “objeto y designación” habitualmente utilizado. “Dolor” a todos los efectos implica la realización de una serie de comportamientos públicamente observables y reconocibles como “dolor”. El fenómeno del dolor se agota en esa manifestación pública, en el uso que se hace de este término. Por vergonzante que pueda parecer, la totalidad de filósofos vigesimicos siguieron cual rebaño de borregos a su apóstol sin reparar en su truco de mal trilero. En efecto, ¿por qué identificar a esos “escarabajos” con el dolor? ¿en serio alguien ha experimentado alguna vez su dolor como algo que sucedía “en una caja”? ¿no existe otro análogo mejor para ese escarabajo? Intentemos hallar un sustitutivo mejor. Debe tratarse de algo que nadie más que cada uno de sus dueños pueda mirar, que no se muestra a los demás, que todos sabemos en qué consiste aunque no haya una situación en la que “abramos nuestra cajita”, que designamos con un nombre, que puede presentar múltiples formas y que, simplemente, puede no hallarse “en la caja”. ¿No acabamos de describir nuestra vida onírica? ¿Acaso alguien más puede contemplar su contenido? ¿acaso podemos contemplar el contenido de los sueños de otra persona? ¿acaso podemos saber si verdaderamente otra persona sueña como lo hacemos nosotros? ¿soñamos siempre o, aún peor, existen los sueños no recordados? Apliquemos ahora lo que dice Wittgenstein a propósito de sus escarabajos. Los sueños, de acuerdo con Wittgenstein, carecen por completo de significado a menos que los narremos en un lenguaje público. En esa manifestación pública, nuestro sueño adquiere su significado y lo hace porque existen reglas convencionales que permiten adjudicar ese significado al sueño. Si un sueño no se hace público, no existe o, al menos, carece de cualquier relevancia. Un compañero de carrera me contó una vez que había soñado con las oposiciones al cuerpo de profesores de secundaria y las oposiciones consistían en una piscina donde tiraban a los opositores y éstos se iban ahogando. Según Wittgenstein, en el momento en que me lo contó y sólo en el momento en que me lo contó, este sueño adquirió el significado del agobio y la angustia implicados en prepararse unas oposiciones. Antes de contármelo, mi compañero de carrera no podía conocer el significado de ese sueño, aún más, dicho sueño ni siquiera existía o ni siquiera tenía relevancia para su vida. Como tal, el sueño en sí, carecía de cualquier cosa merecedora de que se le aplicase el término “significado” porque todo lo relevante se reduce a lo que se conforma con las reglas comunes aprobadas por convención. ¿De verdad carecen de relevancia los sueños si no se verbalizan públicamente? ¿De verdad afrontamos con el mismo temple los días en que hemos tenido pesadillas que los días en los que hemos tenido sueños felices? ¿De verdad miramos igual a la cara a esa persona con la que hemos tenido un inesperado sueño erótico? ¿De verdad que nada tan público como la ciencia ha surgido de la experiencia íntima de un sueño? Las respuestas de Wittgenstein resultan extravagantes entre otras cosas, porque con indiferencia de a qué cultura hagamos referencia y a qué época, una constante de las vivencias humanas consiste en asumir que los sueños constituyen un lenguaje, un lenguaje a través del cual recibimos mensajes de los dioses, los antepasados, el inconsciente o los mecanismos de archivado de los recuerdos. Un lenguaje, definitiva y absolutamente, privado. Por sorprendente que pueda parecer, esta observación tan trivial mete a cualquier wittgensteniano en un brete, porque, para demostrar lo erróneo de semejante creencia, habríamos de recurrir a una definición general de qué entendemos por lenguaje. Pero, si hubiese una definición general de lenguaje, podría haberla también de sus términos, por ejemplo, del significado general de cada palabra y la teoría del uso y desuso caería por su propio peso. Por tanto, tenemos, por un lado, a buena parte de la humanidad convencida de que los sueños constituyen un cierto tipo de lenguaje y, por otra, a los filósofos del lenguaje diciendo que eso debe considerarse un error porque sus libros sagrados prohíben la existencia de lenguajes privados. La única salida consistiría en aludir a los reiterados fracasos para encontrar la manera en que surgen los sueños. Pero, claro, entonces, por contraste, habría que sacar a la luz el oscuro secreto que tanto tiempo llevan tratando de ocultar los esbirros de la filosofía del lenguaje vigesimica: que no hay por qué medir todas las relaciones humanas con las reglas del mercado; que si nos empeñamos en convertir la metáfora de las palabras como monedas en un modelo explicativo, entonces habrá que dejar claro, de una vez por todas, lo que Victor Klemperer testimonió, que detrás de cada nuevo uso de las palabras, como detrás de cada nueva impresión de billetes, se encuentra siempre la planificada estrategia de un poder establecido.

domingo, 6 de febrero de 2022

La decadencia de Occidente.

   En 1918, Ostwald Spengler publicó la que, para su fortuna, se ha convertido en la obra por la que se le recuerda, Der Untergang des Abendlandes. Si, como propuse una vez, los libros se clasificaran por un coeficiente entre el número de citas y el número de lecturas, éste, probablemente, figuraría a la cabeza de dicho ranking. Se lo ha citado hasta la saciedad, pero dudo muchísimo que todos los que lo han hecho se hayan leído algo más que la introducción de este mamotreto de más de 500 alucinógenas páginas en las que se amalgaman explosivamente Hegel y Nietzsche. Spengler, sin nada que recuerde algún criterio fiable, va metiendo las culturas, los períodos históricos, las etapas de cada período y los momentos de cada etapa en floridas categorías creadas ad hoc y, a estos cajones de sastre, se los hace girar en el tiovivo del eterno retorno para acabar proponiendo que el estado de cada cultura corresponde a una etapa por la que todas tienen que pasar una y otra vez, pues, aquí viene el fantástico Mediterráneo descubierto por Spengler, las civilizaciones, como los seres vivos, nacen, maduran y mueren. El motor de semejante transformación resulta tan vaporoso como la voluntad de poder, las razones últimas de por qué tiene que haber semejante ordenación y no cualquier otra, posee la misma solidez que las que se aportan para explicar los triunfos deportivos, las predicciones que destilan las ideas de Spengler se convierten en certeras por la misma razón por la que "Los Simpsons" aciertan siempre y, por supuesto, la clave de todo, no se toca por ni por asomo. Y la clave de toda teoría de la historia consiste en aclarar si la mueven mecanismos inexorables que hubiesen producido los mismos resultados de no haber existido Jesucristo, Mahoma o Gandhi o si, por el contrario, el aleatorio surgir de personalidades, cambia el decurso de los acontecimientos de modo decisivo. Porque si se opta por decir que “los dos”, no se habrá explicado verdaderamente nada hasta que se elabore un modelo preciso de cómo ambos factores interactúan y de los resultados que cabe esperar de dicha interacción en cada momento histórico. El “modelo” de Spengler consistió en oscilar convenientemente entre un punto de vista y otro. En La decadencia de Occidente todo se narra en un sentido fatalista en el que los individuos quedan atrapados en las maquinaciones de un destino inevitable que nos hubiese proporcionado cesarismo aunque César no hubiese existido. Pero hay otros escritos de Spengler, otros escritos, como dije, por los que, para su fortuna, no se lo recuerda, en los que reclama un nuevo César que saque a Europa de su catastrófico destino. La decadencia de Occidente en particular y la obra de Spengler en general, forman parte del esfuerzo de un cierto sector de la intelectualidad alemana de entreguerras por dejar bien sentada la idea de que, abdicado el Kaiser, todo era relativo. Ese relativismo sin complejos, las premoniciones de la caída de la civilización occidental, el vaticinio del advenimiento de grandes imperios fuera del ámbito de la cultura nacida en Grecia, desarmó conceptualmente a la República de Weimar y permitió el ascenso del nazismo mientras los intelectuales miraban, relativamente, para otro lado. Conscientes de ello, los nazis premiaron a Spengler con una amplia condescendencia y le hicieron todo tipo de propuestas hasta cansarse. Al final, hartos de los menosprecios del ya director de los Archivos Nietzsche, acabaron censurándolo. Spengler no rechazó a los nazis por su violencia, por su ideario ni por lo que se proponían hacer. Los rechazó por matar a algunos de sus amigos de la Sturmabteilung (SA) y, sobre todo, porque él admiraba a Mussolini, el nuevo César, ante quien, a juicio de Spengler, Hitler parecía una copia ridícula. Si por Spengler hubiese sido, Occidente todo habría salido de su decadencia llevando pantalones bombachos e invadiendo Abisinia.

   En estos días en que los vientos del Este traen tambores de guerra, me acuerdo mucho de Spengler leyendo a los asalariados de Putin, a quienes ven en este obvio ejemplo de guerra-imagen el "acontecimiento" que marca la llegada de una nueva era y a quienes afirman que Occidente ha perdido su papel central en la historia. Nadie parece acordarse de que, en 1683, los turcos estaban sitiando Viena, que en 1853 una coalición de la que formaba parte esta vez el imperio otomano, Francia y Gran Bretaña, fracasó estrepitosamente en su intento de doblegar al zar y que en 1941, Japón humilló sin muchos problemas a Gran Bretaña y Holanda ocupando sus posesiones coloniales. ¿Por qué nadie ha caracterizado semejantes “acontecimientos” como señales claras del hundimiento de Occidente? Spengler y sus correligionarios, actuales y pretéritos, no loan el fin de las deleznables prácticas occidentales para con los otros, proclaman el fin de lo más defendible, de lo más justificable racionalmente, de lo poco que Occidente ha hecho por mejorar las condiciones vitales de todos los que vivimos en este planeta. No aspiran a superar la democracia con un régimen en el que el estado de derecho impere sobre el voto, en el que se le proporcione a todos los ciudadanos información fidedigna y educación crítica para que puedan ejercer el poder directamente sin necesidad de representantes, no. Tienen una fobia desesperada contra la democracia porque tratan de ocultar su absoluta ineptitud para encontrar soluciones creativas aferrándose a lo viejo, a lo periclitado, a lo que ya se ha ensayado mil veces terminando en fracaso absoluto siempre, como la “nueva” solución para los viejos problemas. Sirven a las democracias ligth, a las dictaduras híbridas, a las neo-oligarquías, tapan lo que ocurre en las zonas agrícolas de China con el brillo de sus megalópolis, la pobreza milenaria de los ciudadanos indios con el fulgor de sus cifras macroeconómicas, las favelas con la opulento poderío de los brasileños evangélicos, naturalmente, blancos. Ojalá hubiesen arrinconado en la historia ya y para siempre al mundo occidental un puñado de lejanas potencias con nuevas ideas sobre cómo mejorar la vida de la inmensa mayoría de seres humanos. Pero ni siquiera el empuje de las que van surgiendo se debe a ellas. 

   La decadencia de Occidente no generó fascinación por las verdades contenidas en esas páginas que nadie leyó, generó fascinación porque enuncia un oscuro y funesto impulso de la mentalidad occidental, el ansia de decaer. Desde que dejó de haber territorios por colonizar, anida en nuestros corazones el deseo de desaparecer de la historia, de hacernos a un lado, de precipitarnos en la nada, como si, conscientes de nuestros pecados, quisiéramos, por fin, recibir justa penitencia en manos de aquellos a los que, durante tantos siglos, hemos maltratado. Casi lo conseguimos con la Segunda Guerra Mundial y, desde entonces, entendemos cualquier tropiezo, cualquier tormenta en un vaso de agua, como el síntoma que todos esperábamos de que el festín ya acabó. Basta asomarse a las páginas de los periódicos de estos días para comprobarlo. Putin declara que le tiene terror, pánico, a la OTAN y que jamás haría nada contra ningún país integrado en ella, lo ha certificado con hechos dejando impunes a los turcos cuando le derribaron un avión en Siria, mataron a sus mercenarios en Libia, alteraron los términos de la pax rusa en el Cáucaso y hasta le han escupido a la cara un propuesta de mediación con Occidente. Y, sin embargo, semejante reconocimiento de las propias miserias, lo hemos percibido como una amenaza terrible de Moscú. Putin ha visitado, tembloroso, una China de la que le separan incontables disputas fronterizas sin que a Pekín le importe lo más mínimo porque sabe que Rusia ya no encierra para ella la menor amenaza, política, militar, económica o de cualquier índole. Esa foto, esa humillante foto de Putin admitiendo su propia insignificancia, la hemos recibido con el pavor de quien oye las trompetas del Apocalipsis. Habrá que ver qué cara se nos queda cuando vayamos a entregarle las llaves de Kiev y él salga huyendo despavorido.

domingo, 30 de enero de 2022

Papúa Occidental.

   Aunque los navegantes portugueses, españoles e ingleses arribaron en varias ocasiones a la isla de Nueva Guinea durante los siglos XVII y XVIII, en realidad, poco se exploró de ella hasta el siglo XIX. En 1828, Holanda reclamó formalmente la parte occidental de la isla, Alemania hizo lo mismo con la parte nororiental en 1884 y por esas fechas Gran Bretaña asumió como propia la parte suroriental. Sin embargo, los primeros actos administrativos de Holanda sobre el terreno se retrasaron hasta 1898, entre otras cosas, porque el mosaico de lenguas, culturas y etnias de la isla había propiciado una especie de guerra permanente entre poblados que hacía muy difícil su pacificación y dominio. Tampoco les duró mucho la alegría. A finales de 1941, los japoneses iniciaron la campaña de ocupación de lo que entonces se conocía como las Indias Orientales Neerlandesas y, para prepararla, se presentaron ante los pueblos autóctonos como liberadores frente al poder colonial europeo. Muchos líderes nacionalistas colaboraron abiertamente con los japoneses empezando por Koesno Sosrodihardjo, más conocido como Sukarno. Aprovechando la debacle japonesa de 1945 y antes de que los aliados pudieran volver, Sukarno declaró la independencia del nuevo país. Los Países Bajos no estaban en aquellos momentos para ningún esfuerzo bélico pero airearon a los cuatro vientos la colaboración de Sukarno y los suyos con los japoneses e iniciaron una campaña diplomática que incluyó exigir a las tropas japonesas aún en las islas y a las cercanas tropas británicas actuar como mantenedoras del orden hasta la efectiva llegada de su ejército. Los japoneses no estaban muy por la labor y británicos y holandeses no consiguieron desembarcar tropas antes de finales de 1945, cuando la revolución indonesia estaba ya en pleno auge. Tras carnicerías y matanzas sin cuento por parte de todos los bandos en conflicto, en 1949, viendo peligrar su imagen de tolerancia y austeridad que tan buenos negocios les permiten hacer, los holandeses decidieron, no sin amargo resentimiento, reconocer la independencia del país. Para resarcirse, la metrópolis preparó una bomba de relojería. Recuperó el mito de una Nueva Guinea Occidental prácticamente no hollada por los europeos, para no entregar dicho territorio a la naciente república. Los problemas internos de Indonesia, que estuvieron a punto de hacerla implosionar en sus primeros años de vida, y la obstinación de una parte de la clase política holandesa por mantener algo de la grandeza pasada, dejaron la cuestión en un limbo durante trece largos años. Finalmente, en 1962 se firmó el “Acuerdo de Nueva York”, por el cual los Países Bajos cedían el control de Nueva Guinea Occidental a un mandato de la ONU, el cual se lo entregaría a Indonesia si los pobladores del territorio lo deseaban. En realidad, el acuerdo se hizo al dictado de Yakarta, pues, el supuesto mediador, la administración norteamericana de Kennedy, estaba convencido de que negarle lo que pedían hubiese precipitado la caída de Indonesia en la órbita comunista. Por tanto, todo el mundo miró para otro lado cuando la “consulta” consistió en que Sukarto eligiera a su arbitrio un millar de jefes tribales y los presionara hasta conseguir que aceptasen unirse a la República de Indonesia y allí permanecieron, con la mirada fija, cuando las tropas de Indonesia llegaron arrasando todo lo que amagó con alguna oposición. Desde entonces, los habitantes de esa mitad de la isla, en donde se hallan ubicadas algunas de las minas de oro y cobre más grandes del mundo, se quejan de trato discriminatorio por parte de las autoridades indonesias, de que la riqueza que se extrae de sus tierras no deja en ellas más que contaminación, de violaciones masivas, de robo de alimento a los campesinos, de reasentamientos forzosos, de asesinatos extrajudiciales, de torturas, etc. etc. Por si su carácter remoto no supusiese ya un obstáculo, las autoridades indonesias han mantenido a Papúa Occidental cerrada al acceso de la prensa durante décadas con lo que nadie conoce demasiado bien la realidad sobre el terreno.

   En 1963 se creó el Movimiento Papúa Libre (OPM) que, un poco como la propia nación que dice defender, aglutina de un modo más bien heterogéneo una serie de grupos guerrilleros que controlan pequeños focos y sin ningún comandante o estructura de mando común, una pléyade de grupos que convocan actos y protestas en todas partes de Indonesia y un puñado de líderes, la mayoría en el exilio, que tratan de dar a conocer la causa papuana en el interior y el exterior del archipiélago. Durante dos décadas, el OPM llevó a cabo acciones de sabotaje contra las instalaciones y el personal de la omnipotente compañía minera Freeport Indonesia, con base en Arizona, pero en 1996 secuestraron varios europeos e indonesios matando a dos de ellos. A comienzos de este siglo se iniciaron los asesinatos de miembros de la policía y el ejército indonesios. En 2019 una amplia campaña de protestas populares generó asaltos a edificios oficiales y enfrentamientos con las fuerzas del orden que causaron la muerte de, al menos, una treintena de personas. El pasado martes, tres soldados murieron en otro ataque contra un puesto del ejército en medio de rumores de un nuevo salto cualitativo en los enfrentamientos, de un incremento de las tropas indonesias, de más condenas por actos de “rebelión” y “traición” que apenas si suponen exhibir la bandera independentista, de acusaciones del gobierno indonesio de vínculos del OPM con el ISIS, de progresiva deriva del secesionismo en un movimiento de tintes raciales… Por no faltarle nada, a este conflicto no le falta ni Puigdemont, que va por ahí apoyando hasta las peticiones de independencia de los adolescentes. Pero mientras unos hacen el payaso y otros alardean de las maravillas de un destino turístico para mochileros aventureros, la sangre lleva medio siglo derramándose y la catástrofe se sigue cociendo a fuego lento, hasta que un día explote en las pantallas de nuestros televisores y nos obliguen a preguntarnos cómo llegó a ocurrir.

domingo, 23 de enero de 2022

Patrick Quinlan.

   En agosto de 1961, 155 soldados irlandeses bajo mandato de la ONU llegaron a la ciudad minera de Jadotville (hoy Likasa), en sur del Congo. Respondían a la petición del ministro de exteriores belga de proteger a sus ciudadanos en el volátil contexto de la independencia. Declarado propiedad privada del rey Leopoldo II de Bélgica en la Conferencia de Berlín de 1885, escenario de algunas de las peores prácticas coloniales de las muchas que Europa llevó a cabo en África, en 1950 el gobierno belga aún contemplaba un “plan de los 30 años” que otorgaría carta de nacionalidad al Congo entre “1980 y 2000”. Las descolonizaciones británicas y francesas pusieron a Bélgica en la tesitura de adelantar algo sus planes. En 1960, Patrice Lumumba del Movimiento Nacional Congoleño, como primer ministro, y Joseph Kasa-Vulu. de la Alianza de los Bakongo, como Jefe de Estado, encabezaron una independencia envuelta en sublevaciones militares, matanzas de colonos, venganzas interétnicas y atrocidades de todo género. Para mejorar las cosas, empresas mineras francesas y belgas, temerosas de perder sus concesiones, apoyaron a líderes locales que proclamaron la secesión de dos regiones particularmente ricas, Kasai del Sur y Katanga. Las tropas congoleñas se las acabaron apañando por sí mismas, tras unas cuantas matanzas de civiles, para terminar con las pretensiones de Kasai del Sur. Katanga, donde se hallaba ubicada Jadotville, era otra cuestión. Allí, Moïse Tshombe, líder regional, recibió de las empresas europeas dinero en abundancia, instructores militares para su “gendarmerie”, un fuerte contingente de mercenarios franceses, belgas, holandeses y sudafricanos y abundante armamento, incluyendo, al menos, tres aviones de combate. El gobierno de Lumumba, por su parte, reclamó el apoyo de la ONU que, en una muestra de inusual presteza, desplegó tropas sobre el terreno durante el mismo año 1960. Sin embargo, rápidamente surgió un desacuerdo entre Lumumba y el Secretario General de la ONU en aquel momento, Dag Hammarskjöld. El primero quería que las tropas de la ONU combatiesen contra los secesionistas, mientras que el segundo consideraba éste un asunto interno y que el despliegue debía tener como única finalidad el mantenimiento del orden público. Hammarskjöld accedió a que los cascos azules participaran en el desarme de los mercenarios que servían del lado katangués a cambio de una mediación personal sobre el terreno entre Lumumba y su rival, Tshombe.

   En medio de todo este complejo panorama, el Comandante Patrick Quinlan y sus hombres de la compañía “A” del 35º batallón se desplegaron en Jadotville. Muy pronto percibieron lo enrarecido del ambiente. Los colonos belgas a los que, supuestamente, habían ido a proteger, no los veían con buenos ojos, la población autóctona se mostraba más bien hostil hacia ellos y de todas partes llegaban rumores de movimientos de tropas y presencia de mercenarios. Quinlan, como los soldados bajo su mando, carente de experiencia en combate, no se fiaba ni un pelo de los motivos por los cuales se les había ordenado desplegarse allí, de modo que puso su unidad a cavar trincheras y colocó sus recursos de acuerdo con lo que decían los manuales al uso. El 13 de septiembre, mientras la mayoría de soldados participaba en una misa matinal, un contingente formado por varios miles de “gendarmes”, mercenarios y campesinos, armados con morteros de 81 mm, cañones de 75 mm  y apoyados por un avión, cayó sobre ellos. Para defenderse, los irlandeses sólo tenían pistolas, fusiles, unas cuantas ametralladoras de la Primera Guerra Mundial, morteros de 60 mm y un par de vehículos acorazados que fueron rápidamente puestos fuera de combate por el avión katangués. Sin embargo, la disciplina, los conocimientos estratégicos de Quinlan, su hábil uso de los morteros y las siempre eficaces ametralladoras Vickers, lograron frenar, una tras otra, las sucesivas oleadas de más de 600 hombres que los sitiadores lanzaron sobre ellos. Que los sitiadores no eran unos ineptos lo demostró las numerosas bajas que causaron en el contingente de 500 soldados suecos, irlandeses y gurkhas indios, que, en varias ocasiones, intentaron romper el cerco de Jadotville sin conseguirlo. No obstante, estas maniobras atrajeron tropas del asedio. Viendo la obstinación de la compañía “A” por mantener su posición y las numerosas bajas sufridas, los sitiadores enviaron a Quinlan una propuesta de alto el fuego y posterior rendición. La rechazó en primera oferta, pero, finalmente, careciendo de órdenes claras, incapaz de ponerse en contacto con sus superiores, ya casi sin municiones ni agua, acabó aceptándola tras cuatro días de duros combates contra fuerzas muy superiores. Siguió el criterio que le había guiado hasta aquel momento, salvar la vida de sus hombres, aunque éstos deseaban seguir combatiendo. Lo logró con creces, sólo tuvo que lamentar siete soldados irlandeses heridos. Las cifras hablan de hasta 300 sitiadores muertos y muchos más heridos. Su pericia constituye un ejemplo de manual de lo que se llama “defensa de perímetro”. Al día siguiente, el 18 de septiembre de 1961, el avión del Secretario General de la ONU se estrelló a unos 378 kilómetros de allí, cerca de un aeródromo en Ndola. Todos sus ocupantes, incluyendo a Dag Hammarskjöld, murieron. Calificado por la investigación oficial como “accidente”, numerosos indicios señalan que, con toda probabilidad, el aparato fue derribado por uno de los aviones de combate manejados por los mercenarios al servicio de Katanga. Nadie lamentó demasiado la desaparición de Hammarskjöld, que siempre pareció más interesado por la paz que por su cargo y que tenía iniciativas propias sobre todos los asuntos. Su "accidente" sirvió de ejemplo para todos los que después ocuparon su cargo, ninguno de los cuales ha hecho demasiado por desvelar lo acaecido. Pero el resto de los personajes nombrados hasta aquí tampoco acabaron mucho mejor. 

   Lumumba, histórico luchador por la independencia, se volvió hacia la URSS, lo cual hizo que Kasa-Vulu lo destituyera el 5 de septiembre, lo detuviera y lo torturara. Para los servicios secretos belgas no fue suficiente, así que lo hicieron caer en manos de los mercenarios a las órdenes de Tshombe, quienes lo volvieron a torturar, lo ejecutaron, quemaron su cuerpo y lo disolvieron en ácido. Tshombe debió pensar que le había ido mejor, hasta que un secuestro lo sacó de su exilio dorado en España y lo condujo ante un tribunal argelino que lo juzgó por crímenes de lesa majestad. Murió en una remota prisión de Argelia, donde no pudo contar a nadie todo lo que sabía. Kasa-Vulu terminó destituido tras el golpe de Estado de Joseph Désire Mobutu, el que llegaría a ser uno de los dictadores más longevos y corruptos de África, lo cual no es poco decir. Ni siquiera los valerosos irlandeses tuvieron un final meritorio. En realidad, se los había enviado allí para que los capturaran y, de este modo, sus vidas sirvieran de moneda de cambio de cualquier mercenario que pudiera terminar en manos de los tropas de la ONU y conminado a hablar ante la prensa occidental. Nadie esperaba que entendieran como parte de su deber defender la posición y, mucho menos, que Quinlan hiciera todo cuanto estuviese en su mano por salvar a sus hombres. Aquella demostración de honor militar brillaba demasiado en medio del inmenso estercolero al que se conoce como "crisis del Congo". Oficialmente el cerco de Jadotville se convirtió en una "rendición vergonzante", contra Quinlan se levantaron acusaciones de maltrato de sus subordinados, se archivaron sus recomendaciones de medalla y el término “Jadotville Jack” se utilizó en la jerga militar para burlarse del ejército irlandés. Pese a ello, en cuanto regresaron a su país, los miembros de la compañía “A” iniciaron una obstinada reclamación de sus méritos, que sólo tuvo éxito medio siglo después, cuando su gobierno (y una película) reconocieron públicamente su valor en el cumplimiento del deber. Demasiado tarde para Quinlan, fallecido en 1997.

domingo, 16 de enero de 2022

El corazón de la astracanada (3 de 3)

   Con el Senado encolerizado por el asunto de la vestal desposada y el tema religioso, la guardia pretoriana de los nervios por el trato que daba a uno de sus esclavos y el populacho que sólo le sonreía cuando le regalaba pan, Heliogábalo comenzó a pender de un hilo. Pero continuar o no en el poder no dependía de él, de lo que hiciese o de lo que dijese. El poder real lo venían ejerciendo su madre y, aún más, su abuela, que lo utilizaban como pantalla para tapar sus tejemanejes. El pobre Heliogábalo, con algo así como 18 años, pasó los últimos meses de su vida sospechando que su abuela y su madre intentaban asesinarlo. En 221 su abuela se dio cuenta de que o hacía algo o tras apiolar a Heliogábalo, la guardia pretoriana iría a por ella, así que promovió una rebelión que encumbró a otro de sus nietos Alejandro Severo, aunque en la maniobra tuviera que entregar también a su hija, la madre de Heliogábalo. Julia Mesa mostró así su pertenencia, por méritos propios, a una larga lista de mujeres que, entre bambalinas, ejercieron el poder de un modo no menos despótico que sus mucho más visibles maridos e hijos y entre las que se encuentran Livia Drusilla, Cornelia o Agripina la menor. No tengo la más mínima duda de que el docudrama las saca de la invisibilidad habitual, hablando de su desprecio supino por las necesidades de los ciudadanos romanos, de su jugueteo sin escrúpulos con la vida de inocentes y de su ambición desmedida, pero yo no llegué tan lejos. Me quedé donde se afirmaba que la ley romana amparaba la violación, consecuencia de que la propia historia de Roma comenzaba con la violación de una mujer por parte de un sujeto de obvia mentalidad sexista y machista, el dios Marte. Oír semejante patochada de la boca de una presunta historiadora a las tres de la madrugada significaba que uno de los dos, o ella o yo, habíamos llegado al límite alucinatorio más allá del cual no se regresa, así que decidí acostarme.

   Heligábalo tiene un enorme interés no por su trascendencia, ni por su homosexualidad, ni por su transexualidad, ni por el papel que las mujeres jugaron en su vida. Tiene un enorme interés como problema, como paradigma del problema de la historia. A su muerte, algo que se había convertido en tradición por entonces, se decretó su damnatio memoriae. Teóricamente significaba que todos los testimonios de su vida debían borrarse del espacio público romano, monumentos, imágenes, inscripciones y, supuestamente, incluso su nombre. La realidad, por supuesto, tenía otra naturaleza. En algunos casos, como el presente, antes de que el edicto senatorial se hiciese efectivo en todo el imperio, ya se había dictado la damnatio memoriae contra otro emperador. Pero, más allá de la declaración del Senado, había otro género de damnatio memoriae mucho más extendida y habitual, consistente en que los historiadores se lanzaban a sacar todo tipo de trapos sucios del emperador muerto para congraciarse con el que acababa de llegar al poder, al cual, de nuevo, pondrían de vuelta y media en cuanto tuviese un sucesor. Aclarar qué y cuánto de lo que ha llegado hasta nosotros constituyen hechos históricos y qué y cuánto hay que atribuir a las maniobras de los historiadores para ganarse mecenas poderosos, forma parte de la tarea primigenia que debe emprender quien quiera dedicarse a la historia de Roma. De un modo general, cualquier historiador debe realizar, antes del inicio de su investigación, esta misma tarea, con independencia del periodo histórico que va a estudiar: separar minuciosamente, aunque no necesite declararlo de modo explícito, las fuentes que va a considerar fiables de las que no va a considerar incluidas en esa categoría, lo que puede entenderse como metáforas, exageraciones y modos de hablar, de lo que debe aceptarse como relato literal y especificar los criterios de semejante deslinde. Lo que diferencia al historiador riguroso del mero hermeneuta consiste precisamente en eso, en que el hermeneuta parte del carácter sagrado de la “obra”, del “autor”, de la “historia”, del “sujeto histórico”, del “lenguaje”, y se dedica buscar el origen (la Urspung nietzschiana) de semejantes entidades. El historiador tiene siempre presente que tales hechos no tienen una naturaleza última, que antes de la historia que cuenta la “obra” de un historiador, hay la historia que la ha hecho aflorar, que antes del “autor” hay la narración de cómo aceptó poner su firma en un escrito, que toda historia tiene su genealogía, que a los sujetos históricos los produce la narración de la historia, no la preceden, y que los idiomas sólo existen en la cabeza de los filólogos. Sólo cuando se han tomado decisiones respecto de esta Herkunft puede comenzar la otra tarea, mucho más simple, de interpretar lo ocurrido. La función de un historiador no consiste en interpretar los hechos históricos, eso lo hacen los barberos, los taxistas y hasta los filósofos. La función de un historiador consiste en explicar qué va a considerar hechos históricos y por qué. Su rigor no depende de lo que cuenta, depende de esa decisión y de mantenerse fiel a ella hasta las últimas consecuencias. De lo contrario se cae en el n’importe quoi, en considerar a Heliogábalo gay o transexual, manipulado por mujeres o defensor de las mismas, a Hitler se lo interpreta como genio o como idiota, los campos de concentración se vuelven centros recreativos y los nobles de las marcas hispánicas se convierten en fervorosos nacionalistas. Sin duda, la historia nació como una mercancía destinada a venderse en los mercados. Sin duda, muchos estómagos han podido alimentarse desde el tiempo de los romanos procediendo a intercambiar hechos por dinero. Sin duda, tal actitud merece respeto, pues todos queremos comer caliente tres veces al día. Pero eso, no nos engañemos, ni merece el calificativo de “progresista”, ni de riguroso, ni, por supuesto, permite hablar de “ciencia” en ningún sentido, ni, muchísimo menos, sirve para defender a nadie más que a quienes tienen el poder de ejercer de mecenas. 

domingo, 9 de enero de 2022

El corazón de la astracanada (2 de 3)

   Cuando terminé de ver Negación, se había hecho muy tarde, pero decidí cambiar de canal un par de veces antes de apagar el televisor. Y, entonces, ocurrió la catástrofe. Me topé de manos a boca con una producción de la que, no sé cómo, había oído hablar y había decidido no ver de ninguna de las maneras. Pero a las dos de la mañana, un poco intoxicado ya por Negación, caí en esa situación en la que uno no quiere mirar pero no puede apartar la vista de la pantalla. Ante mis ojos había aparecido “El corazón del imperio”, serie “documental” sobre la antigua Roma. Concederé que no vi comenzar ni terminar el capítulo, así que le daré el beneficio de la duda y supondré que al comienzo o al final aparece el famoso cartelito de “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”. La serie pretende narrar “otra” historia de Roma, aunque el resultado se describe mejor diciendo que narra la historia de otra Roma, no de la que realmente existió. Las partes dramatizadas se han rodado “en latín”, cosa un tanto llamativa porque, obviamente, no hay registro alguno de cómo sonaba el latín del siglo III. Tal y como suena en la serie el “latín” parece lo que sale de la boca de un español cuando lee, medio en guasa medio en serio, un texto en italiano. A partir de este momento todo va a peor. Heliogábalo, he aquí el eslogan publicitario de este capítulo, “protagonizó la primera boda gay de la historia”. A él se debió la admisión, también por primera vez en la historia, de dos mujeres en el Senado y, por supuesto, el patriarcado romano encarnado por los senadores, se escandalizó hasta el punto de acabar rápidamente con él. Y ya directamente en el n’importe quoi hermenéutico, se califica a Heliogábalo también de  transexual. Hasta aquí nada que merezca mucho la pena dado que el director de la serie se ha hecho famoso escribiendo novelitas de romanos que el público español ha bendecido como parte de la “verdadera” historia de Roma. El problema radica en que en el metraje de esta serie aparecen (seré bueno y diré) numerosos historiadores proporcionando supuesta seriedad a la dislocada narración de la misma.

   Recapitulemos. Como “Heliogábalo” se conoció, mucho después de su muerte, a Vario Avito Basiano, nombrado sumo sacerdote del dios El-Gabal de Emesa (la actual Homs de Siria) durante su infancia. Su abuela, Julia Mesa, sobornó dos legiones y su madre se inventó que había nacido de una relación ilegítima con Caracalla para que se lo nombrase emperador a la edad de 14 años. Así llegó a Roma aquel hijo de Oriente que por poco si provoca una sublevación de las tropas que lo acompañaron hasta allí por su declarada intención de eliminar todo el panteón de dioses romanos y sustituirlo por el culto a El-Gabal. La serie y sus sesudos historiadores, toman por la verdad absoluta lo que se narra en la Historia Augusta, un conjunto de escritos, quizás de diferentes historiadores, que comenzaron a circular dos siglos después de la subida al trono de Heliogábalo. Los expertos coinciden en que mucho de lo que se narra en la Historia Augusta sólo merece el calificativo de ficción. Contiene todo tipo de exageraciones, inexactitudes y distorsiones, pero, para diferentes etapas históricas, constituye el único documento que las narra, así que los historiadores (los que de verdad merecen ese nombre, claro), tienen una relación de amor/odio con ella. Existen, al menos, otras dos fuentes documentales sobre los cuatro escasos años que Heliogábalo ocupó el trono, aunque ninguna de ellas nos ofrece información de primera mano de lo que realmente ocurrió en los entresijos del poder. 

   Sin duda, para las generaciones de Tik-Tok, acostumbradas a entender por “historia” puras narraciones noveladas, cuando no filmadas, ver a un emperador romano ataviado de mujer casándose les inducirá a entender de dónde y por qué venía el escándalo del Senado. Para quienes vimos a John Hurt interpretar a Calígula vestido de odalisca, la “primera boda homosexual de la historia”, casi que nos parece un síntoma de recato y moderación y otro tanto le debió parecer al Senado. Históricamente, cosa que los “historiadores” de la serie parecen ignorar, no hay datos que confirmen fehacientemente dicha boda. Sí hay constancia histórica de que Heliogábalo se casó cinco veces con mujeres en los cuatro años que ocupó el trono imperial y que a todas ellas las utilizó como juguetes ocasionales. También consta que una de esas bodas, insisto, con una mujer, causó el escándalo del Senado que la serie le atribuye a la “boda gay”, la que consumó con la vestal Julia Aquila Severa, para “producir niños parecidos a dioses”, según recoge Dion Casio en la Historia romana, (LXXX, 9) y que en la serie no se menciona ni por equivocación para no manchar de realidad los disparates que se cuentan. La vestales romanas, refresquemos la memoria de subvencionados “historiadores”, entraban a su sagrado servicio entre los seis y los diez años. Hijas de patricios y de singular hermosura, debían mantenerse vírgenes y consagrarse al estudio de los rituales propios de los dioses. Caso de demostrarse su falta al voto de castidad a ellas se la enterraba en vida y a su amante se lo torturaba hasta la muerte. Puede entenderse el escándalo que causó en el Senado esta boda, más si tenemos en cuenta que Heliogábalo abandonó a Julia Severa para casarse con otra mujer, aunque unos meses más tarde, volvió con ella. A la guardia pretoriana, aunque acostumbrada a proteger a los emperadores, y, por tanto, harta de ver de todo, tampoco le debió gustar mucho semejante boda. Probablemente también tomaron como muestra de recato y mesura su “boda gay”, pero, al parecer, los pretorianos no soportaban que Heliogábalo llamara a uno de sus esclavos, con el que no se casó, “mi marido” o que se refiriera a sí mismo como “la reina” de dicho esclavo. Para empeorar las cosas, menudearon todo tipo de rumores acerca de que el emperador buscaba por las noches locales en los que emplearse como prostituta y que había ofrecido una enorme fortuna al médico que le dotara de órganos sexuales femeninos. En base a semejantes rumores, ciertos sectores del transexualismo lo reclaman ahora como un precedente histórico. Los “historiadores” de la serie (por llamarlos de algún modo), no dejan escapar tan jugosa anécdota y, como hemos dicho, en un cambio de plano, Heliogábalo “el gay” se transforma en Heliogábalo “el transexual”, una identificación lo suficientemente frívola como para alentar las sospechas de que la serie oculta un discurso tránsfobo.

   No hay nada de malo en calificar de “gay” o de “transexual” el comportamiento de Heliogábalo… a menos que uno quiera entender algo. Esa división entre heterosexualidad, homosexualidad, bisexualidad, tan bonita y todos esos floridos derivados que ha engendrdo este siglo XXI, proceden del siglo XIX europeo. Transportarlos a otra época y a otros continentes muestra la cerrazón de mente que produce el eurocentrismo, nada más. Los ejércitos antiguos fomentaban las relaciones sexuales entre los soldados como una forma de mantener la disciplina, no hay más que abrir la Ilíada para tener noticia de las prácticas en Grecia y las inclinaciones públicas y privadas de alguien como Julio César, por no mencionar casos como los de Tiberio o el ya citado Calígula, han formado parte del cotilleo habitual de los historiadores de Roma. Pese a ello, de Calígula se cuenta que organizó una fiesta en la que obligó a prostituirse a todas las patricias romanas para recaudar dinero con el que llenar las arcas públicas. Por eso se me pusieron los pelos como escarpias cuando a cierta “historiadora” jovencita que aparece en la serie se le hace la boca agua con el menú de una de las bacanales de Heliogábalo y comparte con los espectadores con qué gusto habría participado en ella. Pues, ¿qué quieren que les diga? por mucho que me protegiese el patriarcado romano, yo no hubiese participado en la bacanal de un emperador ni por todo el jamón del mundo.

domingo, 2 de enero de 2022

El corazón de la astracanada (1 de 3)

   Hacer zapping puede producir efectos alucinógenos. Se me ocurrió la otra noche echar un vistazo a lo que transmiten las cadenas televisivas de esos mundos de Dios y me tropecé con Negación, la película que narra el juicio por libelo promovido por David Irving contra Deborah Lipstadt y Penguin Books. El Sr. Irving, bien conocido en España por tener aquí numerosos amigos (incluyendo algunos en sitios que no cabría sospechar), por haber recibido invitaciones numerosas veces para dar conferencias y por haber trabajado en la base de Torrejón de Ardoz, pertenece a esa clase de personas cuyo autoconcepto no tiene nada que ver con el concepto que cualquiera que lo conozca puede formarse de él. Alguno de sus progenitores debería haberle dicho “eso no tiene ni p… gracia, David” o “para soltar semejante cagada, mejor te callas, David”. Pero no, nadie se lo dijo en su momento y el Sr. Irving va por el mundo agrediendo verbalmente a judíos, inmigrantes, “no arios”, mujeres, homosexuales y minorías varias, creyendo que con ello da muestras de su “ingenio”. “Ingenio” de verdad tiene más bien poco y ni siquiera sus sesgos, tergiversaciones y falsedades las lleva a cabo con más interés o sutileza que la media de los “ingeniosos” que lo rodean. Durante años ha publicado todo tipo de libros “demostrando” que la genialidad de Hitler no le alcanzó para saber lo que hacían los que, teóricamente, se hallaban bajo su mando y que éstos, en contra de los deseos expresos del Führer, por su cuenta y riesgo, como tantísimas cosas que se hicieron en la Alemania nazi por cuenta y riesgo de quien las hacía, se dedicaron a asesinar judíos. Considera uno de sus “sensacionales descubrimientos” que en los campos de extermino no murieron seis millones de judíos, sino “dos o tres”. Llegó a la conclusión de que en Auschwitz no se practicaba el exterminio, Auschwitz funcionaba como un centro de “reasentamiento”, vamos, que se trataba de una urbanización residencial en la que se le daba parcelitas a gente que después, por motivos no especificados, enfermaban y morían a mansalva. Pero no contento con malgastar la vida de hermosos árboles con un discurso que no merecía ni el estiércol que los hizo crecer, el ingenioso Sr. Irving se sintió ofendido cuando Lipstadt lo llamó “negacionista”. Ciertamente, Lipstadt erró al aplicarle semejante calificativo. Lo de Irving va mucho más allá del negacionismo. Niega, por supuesto, el holocausto, pero también niega que lo haya negado, niega que haya negado que lo ha negado, niega que la sentencia del caso le fuera desfavorable, niega todas esas negaciones y pasa sus días tan ricamente escribiendo conferencias dedicadas a negar lo que en ellas niega. Hasta tal punto llega su negacionismo que se negó a que el caso contra Lipstadt y Penguin Books lo juzgase un jurado, se negó a recurrir a un abogado y acabó negando que hubiese hecho una oferta para resolverlo extrajudicialmente. Durante el juicio su “ingenio” tropezó contra los tozudos hechos que, una y otra vez, los expertos llamados a declarar por los acusados le tiraron a la cara, incluyendo un informe de 700 páginas de un arquitecto que desmontó todas y cada una de sus afirmaciones sobre Auschwitz. Irving podría haber echado mano de la hermenéutica y afirmar que “todo son interpretaciones” y que las suyas parecen tan buenas como cualesquiera otras, podía, en nombre de los procedimientos hermenéuticos, haberse carcajeado de la pretensión de uno de los historiadores que declararon contra él que afirmó que “los historiadores se preocupan por hallar la verdad”, podía haber citado el “todo vale de Feyerabend” o el eslogan de la filosofía vigesimica, n’importe quoi, pero el “ingenio” de Irving no daba para tanto. En realidad, toda su aspiración consistía en que se lo tomase como un historiador “serio”. Consideró un triunfo poder encararse con historiadores respetables, por más que éstos lo trataran como a la basura, y por eso ni se le ocurrió esgrimir argumentos que socavan la “seriedad” de la historia en particular y de las ciencias humanas en general. Se limitó a reconocer “ciertos errores”, habituales en otros “colegas historiadores” y a invocar el derecho a la libertad de expresión, derecho que no reconocía a su antagonista, la Sra. Lipstadt, para llamarlo “negacionista”. Muchos herederos de la filosofía vigesimica, muchos historiadores feyerabendianos, muchos hermeneutas, se rasgaron las vestiduras ante las cámaras hablando de esa misma libertad de expresión de que disfrutan en exclusiva quienes van por ahí embistiendo verbalmente contra los demás, aunque, eso sí, se negaron a subir al estrado para declarar a favor de Irving. Las trescientas páginas de la sentencia no dejaban lugar a muchas dudas, los demandados tenían razón al califcar a Irving de racista, antisemita, pronazi, tergiversador, falsificador, malinterpretador y claro apologeta de un extremismo político bien reconocible y no de la verdad histórica. 

   Dejé a “Deborah Lipstadt”  (Rachel Weisz) exponiendo una duda que siempre me ha atormentado, la de lo fácil que reuslta decir hoy día, en medio de una sociedad más o menos democrática, cómo nos hubiésemos comportado si hubiésemos vivido en la Alemania nazi, pero que, en realidad, habría que ver qué hubiésemos hecho de haber vivido en ella. El camino del héroe queda muy bien en la pantalla, cuando ya ha transcurrido y todo el mundo reconoce en él un héroe. Mientras llega ese momento la soledad lo rodea, muchos, muchos de sus amigos, casi todos sus familiares y conocidos, miran para otra parte. Su heroicidad depende de que alguien, algún día, pueda reconocerla y el héroe, con frecuencia, muere sin llegar a ver ni el más remoto vestigio de que se hallaba en el camino justo.