domingo, 2 de enero de 2022

El corazón de la astracanada (1 de 3)

   Hacer zapping puede producir efectos alucinógenos. Se me ocurrió la otra noche echar un vistazo a lo que transmiten las cadenas televisivas de esos mundos de Dios y me tropecé con Negación, la película que narra el juicio por libelo promovido por David Irving contra Deborah Lipstadt y Penguin Books. El Sr. Irving, bien conocido en España por tener aquí numerosos amigos (incluyendo algunos en sitios que no cabría sospechar), por haber recibido invitaciones numerosas veces para dar conferencias y por haber trabajado en la base de Torrejón de Ardoz, pertenece a esa clase de personas cuyo autoconcepto no tiene nada que ver con el concepto que cualquiera que lo conozca puede formarse de él. Alguno de sus progenitores debería haberle dicho “eso no tiene ni p… gracia, David” o “para soltar semejante cagada, mejor te callas, David”. Pero no, nadie se lo dijo en su momento y el Sr. Irving va por el mundo agrediendo verbalmente a judíos, inmigrantes, “no arios”, mujeres, homosexuales y minorías varias, creyendo que con ello da muestras de su “ingenio”. “Ingenio” de verdad tiene más bien poco y ni siquiera sus sesgos, tergiversaciones y falsedades las lleva a cabo con más interés o sutileza que la media de los “ingeniosos” que lo rodean. Durante años ha publicado todo tipo de libros “demostrando” que la genialidad de Hitler no le alcanzó para saber lo que hacían los que, teóricamente, se hallaban bajo su mando y que éstos, en contra de los deseos expresos del Führer, por su cuenta y riesgo, como tantísimas cosas que se hicieron en la Alemania nazi por cuenta y riesgo de quien las hacía, se dedicaron a asesinar judíos. Considera uno de sus “sensacionales descubrimientos” que en los campos de extermino no murieron seis millones de judíos, sino “dos o tres”. Llegó a la conclusión de que en Auschwitz no se practicaba el exterminio, Auschwitz funcionaba como un centro de “reasentamiento”, vamos, que se trataba de una urbanización residencial en la que se le daba parcelitas a gente que después, por motivos no especificados, enfermaban y morían a mansalva. Pero no contento con malgastar la vida de hermosos árboles con un discurso que no merecía ni el estiércol que los hizo crecer, el ingenioso Sr. Irving se sintió ofendido cuando Lipstadt lo llamó “negacionista”. Ciertamente, Lipstadt erró al aplicarle semejante calificativo. Lo de Irving va mucho más allá del negacionismo. Niega, por supuesto, el holocausto, pero también niega que lo haya negado, niega que haya negado que lo ha negado, niega que la sentencia del caso le fuera desfavorable, niega todas esas negaciones y pasa sus días tan ricamente escribiendo conferencias dedicadas a negar lo que en ellas niega. Hasta tal punto llega su negacionismo que se negó a que el caso contra Lipstadt y Penguin Books lo juzgase un jurado, se negó a recurrir a un abogado y acabó negando que hubiese hecho una oferta para resolverlo extrajudicialmente. Durante el juicio su “ingenio” tropezó contra los tozudos hechos que, una y otra vez, los expertos llamados a declarar por los acusados le tiraron a la cara, incluyendo un informe de 700 páginas de un arquitecto que desmontó todas y cada una de sus afirmaciones sobre Auschwitz. Irving podría haber echado mano de la hermenéutica y afirmar que “todo son interpretaciones” y que las suyas parecen tan buenas como cualesquiera otras, podía, en nombre de los procedimientos hermenéuticos, haberse carcajeado de la pretensión de uno de los historiadores que declararon contra él que afirmó que “los historiadores se preocupan por hallar la verdad”, podía haber citado el “todo vale de Feyerabend” o el eslogan de la filosofía vigesimica, n’importe quoi, pero el “ingenio” de Irving no daba para tanto. En realidad, toda su aspiración consistía en que se lo tomase como un historiador “serio”. Consideró un triunfo poder encararse con historiadores respetables, por más que éstos lo trataran como a la basura, y por eso ni se le ocurrió esgrimir argumentos que socavan la “seriedad” de la historia en particular y de las ciencias humanas en general. Se limitó a reconocer “ciertos errores”, habituales en otros “colegas historiadores” y a invocar el derecho a la libertad de expresión, derecho que no reconocía a su antagonista, la Sra. Lipstadt, para llamarlo “negacionista”. Muchos herederos de la filosofía vigesimica, muchos historiadores feyerabendianos, muchos hermeneutas, se rasgaron las vestiduras ante las cámaras hablando de esa misma libertad de expresión de que disfrutan en exclusiva quienes van por ahí embistiendo verbalmente contra los demás, aunque, eso sí, se negaron a subir al estrado para declarar a favor de Irving. Las trescientas páginas de la sentencia no dejaban lugar a muchas dudas, los demandados tenían razón al califcar a Irving de racista, antisemita, pronazi, tergiversador, falsificador, malinterpretador y claro apologeta de un extremismo político bien reconocible y no de la verdad histórica. 

   Dejé a “Deborah Lipstadt”  (Rachel Weisz) exponiendo una duda que siempre me ha atormentado, la de lo fácil que reuslta decir hoy día, en medio de una sociedad más o menos democrática, cómo nos hubiésemos comportado si hubiésemos vivido en la Alemania nazi, pero que, en realidad, habría que ver qué hubiésemos hecho de haber vivido en ella. El camino del héroe queda muy bien en la pantalla, cuando ya ha transcurrido y todo el mundo reconoce en él un héroe. Mientras llega ese momento la soledad lo rodea, muchos, muchos de sus amigos, casi todos sus familiares y conocidos, miran para otra parte. Su heroicidad depende de que alguien, algún día, pueda reconocerla y el héroe, con frecuencia, muere sin llegar a ver ni el más remoto vestigio de que se hallaba en el camino justo.

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