domingo, 30 de mayo de 2021

¿Dígameee?

  Descolgué el teléfono al segundo o tercer tono.

-¿Dígame?

- ¿Qué haces? – Me preguntó melosamente la joven voz de una chica.

- Estoy planchando.

- ¡No! – Risas.- ¡Venga! En serio, ¿qué haces?

- Planchar.

- ¿De verdad estás planchando?

. ¡Pues claro! ¿Quién quieres que lo haga? ¿tú?

- ¿Por qué te pones borde conmigo?

- Pues porque tengo una montaña de ropa que planchar y estoy aquí, perdiendo el tiempo con alguien que se ha equivocado de número.

Todo el mundo se ha equivocado alguna vez al marcar un número de teléfono, como aquella señora que me dejó un mensaje en mi buzón de voz que decía: “Pepe, no te olvides de comprar la lechuga antes de volver a casa”. Todavía me echo a temblar pensando en la que le pudo caer al pobre Pepe si acabó volviendo a su casa sin la lechuga. Antes, con los marcadores de rueda, resultaba más fácil equivocarse y se acababa conociendo gente. Después llegaron los teclados numéricos y se volvió bastante más complicado. Aún así, raro era el mes en el que cualquier teléfono recibía menos de un par de llamadas erróneas. Al cabo del tiempo aparecieron las memorias telefónicas, con lo que las llamadas más frecuentes no hacía falta marcarlas. El caso es que el número de llamadas erróneas no disminuyó sensiblemente con ello o, al menos, no lo hizo el número de las que yo recibía. Y, por supuesto, nos cayó encima esa plaga bíblica llamada teléfonos móviles. Debo decir que, probablemente, tuve uno de los primeros teléfonos móviles que circularon por España. No fue, desde luego, por deseos de estar a la última. Por aquel entonces yo vivía a caballo entre Alemania y varios puntos de la geografía española, necesitaba estar localizable, quiero decir, necesitaba un número único en el que pudieran encontrarme tan pronto como hiciera falta. Hasta tal punto formé parte de los primeros usuarios en tener un móvil en este país que el chico que me vendió el terminal pudo elegir mi número de teléfono y me ofreció uno extremadamente fácil de identificar.

   Todavía recuerdo aquel “móvil”, tenía una funcionalidad que ninguno de los móviles actuales tiene: se podía utilizar como arma de defensa personal. Con el tamaño de un ladrillo y un peso bastante superior, lo de “móvil” era pura ironía. Se necesitaba un maletín para llevarlo de un lado para otro y hombros ejercitados. Cumplió su función con eficacia, sin embargo y al cabo de cinco años lo cambié por uno algo más transportable y mucho menos utilizable en caso de peligro, con el mismo número y la misma tarjeta, del tamaño de un carnet. Al cabo de cinco años, avería mediante, lo sustituí por un Siemens, bastante más pequeño que el que tengo ahora. Fue el primer dispositivo electrónico que regalé porque estaba aburrido de él. Después de más de diez años y de pasar por las manos de algún niño pequeño, seguía funcionando como el primer día. Las caídas, los accidentes y los miles de kilómetros que llegó a acumular apenas si le produjeron un par de arañazos. Podías utilizarlo como pelota de frontón y seguía indemne. Un comercial de Telefónica me hizo una oferta que acabé aceptando y me pasé a un modelo muy de última moda a un precio razonable que no me duró ni un par de años. Finalmente, sucumbí a lo que todo el mundo de mi entorno me pedía y tengo desde hace tiempo un terminal con Whatsapp y demás inutilidades. Siempre he conservado el mismo número, simple, fácil de recordar.

   Con los modernos móviles uno ve lo que marca, almacena los números más frecuentes y sólo tiene que extraerlos de la memoria para volver a marcarlos. Insisto, tengo un número simple y fácil de identificar y recordar. Debí recibir la primera llamada preguntando por “Pipu”, hará unos 20 años. Aclararé que escribo “Pipu” para no dar el nombre, diminutivo o apodo real de la persona en concreto porque, según parece, todo el mundo lo conoce por él. “Pipu” tiene familiares, amigos y conocidos de esos que no se bajan de un burro ni con aceite hirviendo. Cuando llaman una vez, ya no dejan de llamar, les expliques como quieras explicarles que se han equivocado. Por algún motivo que nunca he alcanzado a entender, hay seres humanos que creen que si marcan cuatro o cinco veces el mismo número, acabará por ponerse la persona con la que no consiguieron entrar en contacto al marcarlo por primera vez. "Ya verás como esta vez acaban reconociendo que no soy yo el que se ha equivocado", parecen pensar. “Pipu” tiene una intensa vida social, porque la colección de teléfonos que me llaman preguntando por él es inacabable, con hombres y mujeres de todas las edades. Hasta una tienda de muebles me llamó una vez preguntando por él. Durante algunos años me dediqué a guardar cada teléfono diferente en la memoria del mío como “Pipu1”, “Pipu2”, etc. No sé cuántos llegué a contabilizar, pero sí recuerdo que acabé teniendo más números de “Pipu” que de personas a las que conocía. Todos ellos seguían el mismo patrón, llamaban insistentemente, con ansiedad, tres o cuatro veces al día, dos o tres veces a la semana, durante varias semanas. Algunas veces lo cogía y otras no. Al final, se cansaban, mandaban a “Pipu” a tomar viento o conseguían enterarse del número correcto. Una cosa que no me ha quedado clara y que tengo que preguntarle a “Pipu”, es si siempre se bebe una botella de vodka antes de dar su número de teléfono, si le da mi número de teléfono a gente con la que no quiere volver a hablar o si colabora con una asociación de ayuda a personas que padecen dislexia numérica. En medio de estas ya sé que vive en Barcelona y que tiene frecuentes contactos con italianos, porque también me han preguntado por él en dicha lengua romance. A veces, tras un bombardeo diario de varias semanas, “Pipu” desaparece de mi vida durante meses. ¿Qué quieren que les diga? Me preocupo. ¿Y si le ha pasado algo? Con el tiempo he llegado a la conclusión de que viaja. Sólo da su número de teléfono mal cuando está en Barcelona, en el extranjero acierta siempre. Hace cuatro o cinco años, el día tan temido llegó: dejé de recibir llamadas preguntando por él. Me consolé pensando que, a lo mejor, no le había ocurrido nada sino que, simplemente, había cambiando de número de teléfono. 

   Anoche, a las once y media de la noche, recibí una llamada de teléfono que no pude coger. Pasadas las doce comencé a recibir llamadas desde otro número. Una, dos, tres… Lo cogí a la cuarta. ¿Adivinan por quién preguntaron? Aunque lo hagan no serán capaces de adivinar cuántas llamadas recibí desde el mismo número después de aclarada la confusión.

domingo, 23 de mayo de 2021

Variante india.

   Siempre me ha resultado curioso ver cómo las noticias avanzan desde los rincones más ignotos de los periódicos hasta la primera plana. Después, encogen su tamaño y vuelven a hundirse en las profundidades de sus páginas hasta desaparecer. Y, durante todo ese tránsito, el número de muertos permanece constante. La India ya no está en la portada de los periódicos, pero sigue muriendo gente todos los días y cientos de miles de ellos contraen una enfermedad que los conducirá al crematorio o a sepultarse aún más, si cabe, en la miseria extrema. La culpa de todo, se nos dice, corresponde a cierta variante del virus identificada por primera vez en dos estados de la India a finales de 2020. Esa variante sigue la pauta de las mutaciones habidas hasta ahora, aumentando su capacidad de infección por presentar 13 mutaciones en la región que abre al virus las puertas para entrar en las células. Dado que, en el momento en que se diseñaron las vacunas que actualmente se están administrando a la población, no existía, no se diseñaron específicamente contra él, de modo que presenta una cierta facilidad para escapar de los anticuerpos que generan. El problema no radica tanto en la "novedad" que implica esta variante, como digo moderada, ni en que las vacunas presenten menor eficacia contra ella. La naturaleza real del problema la ha puesto de manifiesto el gobierno de Nueva Dehli esta semana al dirigirse a las empresas que dominan las redes sociales exigiéndoles que borren todo contenido que haga referencia a la "variante india". Afirman, que la OMS en ningún momento ha hablado de variante "india" (como tampoco lo ha hecho de variante "sudafricana" o "brasileña") y que tal expresión "daña la imagen del país". La imagen que el muy fanático y nacionalista gobierno de Narendra Modi desea es la que él exhibió a principios de este año, cuando se pavoneaba en los foros internacionales presumiendo de que la India había "salvado a la humanidad" con su excelente gestión de la primera oleada de la enfermedad. Los expertos llevaban meses anunciando que la llegada del virus a la India causaría no sólo una catástrofe humanitaria, sino que, además, generaría una amenaza a nivel global, porque el descontrol resultante multiplicaría las mutaciones y las irradiaría a los cuatro vientos. En la India, el segundo país más poblado del mundo, los problemas de escalabilidad que generan en Occidente las grandes crisis, se producen de cotidiano. Su tamaño sólo puede compararse a la precariedad de los medios. Un día cualquiera de un año cualquiera, no hay manera de atender las necesidades médicas de la población. Lo que merece la pena llamarse "hospital", siempre tiene carácter privado y con un número de camas que no bastaría para atender una comarca cualquiera de Europa. Hablar de condiciones higiénicas en el día a día de sus ciudadanos suena a chiste. Ha librado elogiables batallas legales para eliminar patentes abusivas de medicamentos, pero buena parte de la población diabética no ha sido diagnosticada. El mayor productor de medicamentos del mundo tiene sólo diez laboratorios en los que se puedan analizar las muestras.

   En septiembre del año pasado 80.000 personas se contagiaban cada día. Sin embargo, en febrero de este año, las cifras habían caído a 20.000. El gobierno del BNJ, como siempre, entendió lo sucedido en clave política y decidió utilizar el milagro para arrasar en las elecciones locales que han venido celebrándose a lo largo de estos meses. Convocó multitudinarios mítines en los que sus líderes se exhibieron sin mascarillas, sin distanciamiento social y sin precauciones de ningún tipo. La prensa afín calificó cualquier reunión significativa de musulmanes como "yihadismo del coronavirus", mientras se autorizaba la celebración del Kumbh Mela en el que millones de peregrinos purifican sus pecados bañándose en el Ganges, ceremonia que ya en el pasado sirvió para propagar epidemias de cólera y peste. De una transmisión en cifras admisibles para la India se pasó a los 400.000 contagiados diarios. Sin planes preventivos de ningún género, sin una cadena de suministros estable, las bombonas de oxígeno desaparecieron de los hospitales. Las pocas todavía en circulación se reparten, pero no se pueden recuperar porque el puñado de personas que podría encargarse de ello están dedicadas a seguir repartiendo las que quedan. La gente muere en las aceras, en los aparcamientos de los hospitales, en los pasillos y en unas UCIs de tamaño ridículo para países infinitamente menos poblados. Los crematorios no dan abasto y han inundado con sus instalaciones todos los espacios posibles a su alrededor. Las autoridades han tenido que autorizar la tala de árboles en las zonas urbanas para satisfacer la demanda generada.

   Al país al que se confió la fabricación de vacunas de AstraZeneca para abastecer a buena parte de Asia y Africa, lo dirige un gobierno que sólo se interesa por los inmensos beneficios que para sus amigos puede generar un mercado libre, así que decidió que a los diferentes estados se les suministraría el 50% de las vacunas que necesitasen, teniendo que apañarse ellos mismos para conseguir el 50% restante. Para facilitar la libre competencia, se liberó a las vacunas de cualquier límite de precios. La exportación ha sufrido un brusco parón. Los 27 millones de personas que han recibido una doble dosis apenas si corresponden a las élites religiosas, económicas y políticas del país. Al resto se le ha exigido darse de alta en una aplicación de funcionamiento irregular y que implica comprar móviles a los que no pueden acceder. Para empeorar la situación, se anuncia a bombo y platillo el inicio de la vacunación en sectores de la población que se desmienten con nulas explicaciones unas horas después. El caos lo controla todo. La "variante india", como la "variante brasileña", no hace referencia, por tanto, a supuestas modificaciones significativas de un virus, sino a actuaciones de unos gobiernos criminales a los que les importa mucho más cómo queden sus cuentas corrientes al término de su mandato que la vida o muerte de votantes a los que hipnotizaron inoculándoles algo peor que este virus, el odio al otro.

domingo, 16 de mayo de 2021

La ciencia de la creatividad (10. Análisis de sustancia - campo)

   La primera versión de TRIZ que se enseñó en torno a 1971, contenía como elemento básico la matriz de 39X39 parámetros o matriz de contradicciones. Puerta de entrada a lo que Altshuller llamó la “ciencia de la creatividad”, en cuanto la puso a funcionar en las aulas del Instituto de Creatividad de Azerbayán, sintió un progresivo desafecto por ella. Si han practicado con la matriz de contradicciones entenderán fácilmente por qué. Muy pronto los usuarios hacen de ella una forma, sofisticada, pero forma al fin y al cabo, de ensayo y error, aquello contra lo que se dirige TRIZ. Desde 1971, quiero decir, desde los inicios mismos de su implantación, Altshuller comenzó a buscarle una alternativa, algo ya muy patente en su obra clave, La creatividad como ciencia exacta (1979). La alternativa a la matriz de contradicciones, buscaba un proceder puramente analítico, guiado por tablas y ejemplos. Pero este modelo, lejos de suponer un rechazo de los anticipos que pueden encontrarse en Leibniz, revierten sobre él hasta límites inauditos, pues no sólo rememoran los pioneros estudios topológicos del alemán, sino que, además, introducen algo que no se encuentra en lo que podemos considerar la primera formulación de TRIZ: el ars characteristica o preocupación por el simbolismo. Altshuller, en efecto, desarrolló para esta segunda formulación de la ciencia de la creatividad, una serie de esquemas gráficos que, para entendernos, aparecen en una primera fase como grafos orientados, lo que ya por sí mismo constituye una suerte de combinatoria, y, posteriormente, estos grafos llevan a formas representativas simplificadas, quiero decir, a lo que puede entenderse a todos los efectos como pictogramas, con el triángulo como figura básica. Dice Altshuller, en una afirmación que casi parece extraída de los textos de Leibniz, del mismo modo que el triángulo permite componer todas las figuras regulares en geometría, la relación básica de dos sustancias y un campo constituye la forma más simple de relación que compone todos los sistemas técnicos. Aún más, hay numerosos pasajes en los que Altshuller hace referencia a la manipulación explícita de esos pictogramas como forma de buscar soluciones inventivas. Nos habla de eliminar uno de los elementos del esquema, de romper los vínculos presentes en él, de reemplazar un tipo de elemento por otro, de completar  un esquema incompleto, etc. Sin embargo, no podemos pasar de unos pictogramas a otros siguiendo únicamente procedimientos formales como ocurre con las matemáticas. Esto lleva a Altshuller a poner en correlación directa su nuevo modo de entender la ciencia exacta de la creatividad con la química. Las fórmulas químicas, nos dice, reflejan únicamente la composición de las moléculas, sin decirnos nada de sus propiedades magnéticas, ópticas o de densidad. No podremos inventar únicamente mediante la utilización de este lenguaje sin interpretarlo, quiero decir, sin su referencia a la lista de soluciones estandarizadas. Pero, del mismo modo, que

“...Conociendo varias reglas básicas y teniendo tablas de funciones trigonométricas es posible resolver problemas, sin los cuales se necesitarían laboriosas mediciones y cálculos. Exactamente de la misma manera, conociendo las reglas de construcción y transformación de los [esquemas] S[ustancia]-C[ampo], es posible resolver fácilmente muchas tareas difíciles de invención.” 

Ni Descartes ni Leibniz hubiesen quitado o añadido una coma a este fragmento.

   Esta reformulación de TRIZ patentizada en 1979, consiste  en un sistema clasificatorio de los problemas inventivos que, de modo inmediato, actúa como un índice referido a 76 soluciones estandarizadas. Una parte de estos problemas inventivos y de las soluciones estandarizadas pertinentes poseen un esquema formal que debería bastar por sí mismo para entender la naturaleza del problema y de su solución. Cada situación inventiva puede plantearse en términos de sustancias relacionadas a través de un campo y cada una de estas formas de relación actúa como índice de una solución estándar. La interacción de sustancias mediante un campo representa un dispositivo, el cual puede venir encerrado en un área tecnológica concreta y podemos entenderlo como una fábrica, un engranaje o un sistema organizacional en su conjunto. “Sustancia”, por tanto, designa cualquier objeto, con independencia de su tamaño o grado de complejidad, que pueda ejercer una acción. Un país o un átomo pueden considerarse “sustancias” en este sentido. O, dicho de otro modo, el entorno del sistema a analizar definirá lo que, desde él, puede considerarse una “sustancia”. “Campo”, por su parte, indica cualquier forma de interacción entre los elementos de dicho sistema, ya se trate de una relación mecánica, térmica, química, eléctrica y/o magnética, pero también puede incluir el olor, tacto, visión e, incluso, la emoción causada por la sustancia. La crítica a TRIZ de que no toma en consideración los aspectos estéticos, parece infundada si se refiere a toda ella, aunque, desde luego, pertinente si alude a la matriz de contradicciones. En cualquier caso, reviste especial interés el hecho de que una acción puede representar algo provechoso para nuestros intereses, perjudicial para ellos o insuficiente para que consigamos lo que deseábamos. Resulta, sin embargo, fundamental introducir aquí una cláusula de exclusión, en todo momento debemos tener claro cuántas sustancias y campos resultan necesarios y suficientes para la descripción completa del sistema, qué elementos del problema tienen relevancia y cuáles no.

   En definitiva, esta reformulación de TRIZ, trata de indagar más de cerca en algo que ya señalamos anteriormente, a saber, las relaciones entre lo ideal y lo real, pues, recordemos, precisamente lo que Altshuller llama “sustancias” coincide con lo que en el sistema leibniziano queda identificado como “lo real”, mientras que lo que Altshuller llama “campo”, corresponde a las relaciones, quiero decir, lo ideal del sistema leibniziano. Por tanto, hay una referencia implícita al protocolo ya explicado aquí del Resultado Final Ideal. Sin embargo, esta unidad sistemática, lejos de aglutinar apoyos en torno al análisis de sustancia - campo ha provocado reacciones encontradas. Por una parte los ingenieros parecen sentirse cómodos con un modelo mucho más simbólico, gráfico y acompañado de ejemplos prácticos. Por otra parte, presenta dos inconvenientes: la incompletud de su simbolismo y un cierto desorden en la sucesión de los ejemplos. Curiosamente se ha dedicado mucho más esfuerzo a tratar de solucionar lo segundo que a lo primero, cuando parece claro que ambos problemas se hallan intrínsecamente conectados.

   Dejo aquí una versión de las 76 soluciones estandarizadas con algunos esquemas de Sustancia - Campo.

 

domingo, 9 de mayo de 2021

Cuatro meses con Biden.

  "¿Puede nuestra democracia cumplir su promesa de que todos, que hemos sido creados a semejanza de Dios, podemos vivir vidas con respeto y dignidad? ¿Puede nuestra democracia atender a las demandas más urgentes de nuestro pueblo? ¿Puede nuestra democracia superar las mentiras, la furia, el odio y los miedos que nos han separado a unos de otros?.. Los adversarios de Estados Unidos - los autócratas del mundo - han apostado que no, porque piensan que estamos llenos de furia y división y odio. Han visto las imágenes de la masa que asaltó el Capitolio como la prueba de que el sol se está poniendo en la democracia estadounidense. Están equivocados. Tenemos que demostrarles que están equivocados. Tenemos que demostrar que la democracia todavía funciona".

Con estas vibrantes palabras terminó Joe Biden el discurso, de más de una hora de duración, ofrecido ante 200 representantes de los EEUU con motivo de sus 100 días de presidencia. Pocos oyentes estarían despiertos en ese momento después de una larga retahíla de datos, propuestas y pormenores centrados en la reforma fiscal y su extensión de los planes de sanidad. Aquí la cosa tampoco se quedó corta. Biden planea elevar la presión fiscal sobre todos los que ganan más de 400.000 dólares al año, porque los que se sitúan por debajo "ya pagan suficiente". La propuesta presidencial incluye, de hecho, bajar los impuestos de los que ganan menos y exprimir a los que se sitúan por encima de la frontera de los 400.000 dólares con objeto de obtener el dinero necesario para un ambicioso plan de estímulos a la economía y para ampliar las coberturas sociales. Lo que Biden propone a este respecto constituye una auténtica revolución en Norteamérica, nada menos que doce semanas remuneradas de baja por enfermedad y maternidad, hacer permanentes las desgravaciones fiscales por contribución a planes de salud privados y por hijos, gratuidad de matrícula en los community colleges (algo así como la Formación Profesional), ayudas para las guarderías y un nuevo sistema de cómputo del paro. En definitiva, lo más parecido al "estado del bienestar" que ha habido en los EEUU. Difícilmente estas propuestas saldrán adelante tal y como están. La negociación con las cámaras de representantes serán duras y ni siquiera todos dentro de su partido las apoyan, pero, en el contexto de la política norteamericana sorprenden por su "radicalidad" en una presidencia a la que todos hacían moderada y centrista. 

   Moderadas y muy "centradas" son las formas. Biden casi no aparece en público. Ha concedido dos ruedas de prensa en lo que lleva de mandato y sus tuits son todavía más aburridos que sus discursos. Ante los medios de comunicación aparecen, una y otra vez, los secretarios encargados de cada área y aún los responsables de cada una de las subáreas, transmitiendo una imagen de trabajo en equipo, de propuestas consensuadas, de políticas que parten de un plan bien diseñado y no de las caprichosas veleidades de un niño rico. Aún más sorprendente resulta la respuesta del público norteamericano, que parecía acostumbrado a las estridencias cotidianas de la anterior presidencia. Hasta un 52% de los ciudadanos aprueban la gestión presidencial, unos índices que no cosechaba nadie desde Barack Obama. En este afán colegiado se enmarca también la cesión a Kamala Harris, su vicepresidenta, de la patata caliente de gestionar la crisis migratoria. Se trata, desde luego, de un regalo envenenado, que canaliza las energías de Harris y libra al presidente del que ha sido el tradicional dolor de cabeza de sus antecesores en los últimos 20 años. Tampoco se la ha dejado sola ante el peligro, Biden ha propuesto un plan dirigido contra "la raíz del problema" con una generosa financiación y abierto a la negociación con los países centroamericanos implicados.

   Lo que se ha visto hasta ahora de su política internacional muestra fondos y formas muy semejantes. Su inauguración fue llamar "asesino" a Putin, una bofetada sin paliativos que dejó estupefacto al Kremlin. Desde entonces se han sucedido las expulsiones mutuas de diplomáticos, pero incluso durante ellas se nos ha mostrado a un ejecutivo ruso mucho menos envalentonado de lo que estábamos acostumbrados últimamente. Otro tanto cabe decir de Teherán. Los iraníes han reconocido públicamente la voluntad norteamericana de llegar a un acuerdo, exactamente lo que Biden prometió, pero éste se ha permitido dudar ante los medios de comunicación de "cuánto" están dispuestos a hacer los ayatolás para alcanzarlo. Una vez más, exquisitez y firmeza, planes claros y cumplimiento de promesas. Se cumple lo dicho hasta cuando se dice que no se va a hacer nada. Uno de los puntos más negros de esta administración lo constituye sus políticas con respecto al resto de América. Explícitamente Biden ha declarado que "no es una prioridad" y, más allá de las negociaciones sobre política migratoria, que habrá que ver a dónde llegan, no se ha puesto ni quitado una coma a como quedaron las cosas tras la administración Trump. Cuba y Venezuela siguen con las mismas sanciones draconianas que aquél les impuso, el resto apenas si han recibido otra atención que la prestada por el Departamento de Estado. Incluso los intentos por romper el acercamiento de algunos de ellos a China se ha encargado a generales... 

   La gestión de la pandemia sigue los mismos criterios que todo lo anterior. La vacunación ha tomado un ritmo que para sí quisieran muchos países, en unos días podría estar vacunada, al menos con una dosis, la mitad de la población y un tercio de ella ha sido vacunada con todas las dosis indicadas y ello pese a que la FDA no mostró la conmiseración habitual de la europea EMA con las grandes empresas farmacéuticas y desautorizó el uso de las vacunas de Astrazeneca y de Jansen a las primeras de cambio. Las restricciones han comenzado a levantarse y ya existen Estados en los que no se requiere el uso de las mascarillas mientras la economía da señales, ocasionalmente, de recuperar el pulso. Y, sin embargo, el equipo presidencial no lo considera suficiente. Esta semana ha sorprendido a tirios y a troyanos proponiendo la necesidad de revocar las patentes en casos excepcionales como el que vivimos. No tengo muy claro si Biden da por descontado que no va a presentarse a la reelección o si da por descontado que la va a perder. Con independencia de que esta propuesta tiene menos posibilidades de éxito que sus planes fiscales o sociales, la airada amenaza con la que ha respondido la asociación que integra a la gran industria, PHARMA, deja claro que van a comenzar de inmediato a buscar un candidato en cuya campaña invertir las cifras de las que hacen uso habitualmente en estos casos. Habrá que ver si, con el paso del tiempo, acabarán reconciliándose con Donald Trump y será él el beneficiario de su generosidad.

domingo, 2 de mayo de 2021

La ciencia de la creatividad (9. Pequeños hombres inteligentes)

   Durante la Segunda Guerra Mundial, las minas marinas se enganchaban a un lastre mediante un cable, de modo que quedaran flotando en un punto fijo y a una altura tal que impactara bajo la línea de flotación de los barcos enemigos. La estrategia para eliminar estas minas consistía en un cable sumergido arrastrado por dos barcos alejados entre sí. El cable hacía doblarse el de la mina de tal modo que ésta acababa o explotando por el aumento de la presión del agua o aflorando a superficie. 

Tomado de Karen Gadd, TRIZ For Engineers: Enabling Inventive Problem Solving,
John Wiley & Sons Ltd, Chichester, 2011, pág. 11

Si quisiéramos diseñar un cable que superase este procedimiento de desminado, habríamos de sujetar la mina a su lastre por medio de algo continuo, que se convirtiera en discontinuo justo en el momento en que el cable de los barcos desminadores entran en contacto con él. Tenemos aquí una típica contradicción como las que TRIZ reconoce, de hecho se trata de la contradicción entre continuidad y discontinuidad que aparece en la segunda antinomia kantiana. Este constituye el modelo de problemas resolubles mediante la aplicación del protocolo de los “pequeños hombres inteligentes”. Se trata, por supuesto, de una ficción puesta en marcha con un triple objetivo:

   1º) Romper la inercia psicológica, el modo habitual de pensar los problemas, ofreciéndonos una visión alternativa de lo que ocurre dentro de ellos.

   2º) Seguir una de las reglas básicas de cualquier propuesta para solucionar problemas, descomponerlos en partes simples y, de resultar posible, en sus partes más simples.

   3º) Proporcionar empatía con el problema. Puede considerarse un axioma básico que los seres humanos resolvemos mejor aquellos problemas con los que podemos identificarnos o, al menos, aquellos en los que podemos identificarnos con las partes implicadas. En Puente de nieve sobre el abismo, la esposa de Altshuller, Valentina Zhuravlyova, describía un personaje capaz de resolver ecuaciones “por el método Stanislavski”. Literalmente, se metía dentro de ellas, las vivía, identificaba la x con un señor pequeño que por mucho que se esforzaba, por mucho que se elevaba al cuadrado, al cubo, permanecía pequeño. En cuanto quisiera, la alargada y malencarada y le pondría las manos encima y lo desintegraría. Resultaba preciso, pues, resolver la ecuación para ver cómo terminaba la historia y, preferentemente, quitando de en medio aquella y tan agresiva para que el señor x pudiera vivir en paz.

   Esencialmente un pequeño hombre inteligente puede hacer cualquier cosa que hace un ser humano, puede agarrarse a otros hombres inteligentes, puede limpiar una tubería por dentro, incluso puede atrapar trozos de suciedad con las manos mientras sus pies van puliendo una superficie. Y, por encima de todo, saben cuándo ha llegado la hora de marcharse y abandonar el escenario de actuación. A veces, sin embargo, se vuelven perezosos y desean permanecer en el sitio. Entonces hay que echarlos por la fuerza. En ningún caso debe permitirse que la empatía que despiertan en nosotros nos obligue a dejarlos hacer lo que deseen, así que mejor no tomarles demasiado aprecio porque a veces habrá que disolverlos en ácido o triturarlos. Por tanto, debemos evitar que se conviertan en homúnculos, esos pequeños hombrecillos, literalmente como nosotros, que, desde aquí advertimos que se habían metido en nuestros cerebros y ya no sabemos entender una neurona o un conjunto de ellas, con independencia de su naturalidad o artificialidad, más que como un ser humano pero en pequeño. Estos pequeños hombres inteligentes de los que habla TRIZ no tienen carácter, emociones ni personalidad. Difícilmente se los podrá manejar con la habilidad suficiente si se los piensa como queriendo destacar sobre sus semejantes. Todos deben tener las mismas características y rasgos, aún más, salvo por la posición que ocupan, debe considerárselos indistinguibles unos de otros. De este modo se evita que la empatía entorpezca el funcionamiento de este protocolo. 

   En general el protocolo de los pequeños hombres inteligentes se considera un protocolo no estructurado o, al menos, no tan estructurado como otros, aunque ha habido intentos por dotarlo de cierta estructura. Esto quiere decir que hay que probar con diferentes opciones. Nuestros hombrecillos deben probar a realizar diferentes acciones para solucionar el problema y, una vez más, recordemos, cualquiera de ellos debe hacer exactamente lo que hacen los otros. ¿Qué hacen, pues, para lograr el resultado deseado? ¿cómo? ¿qué ofrecería una solución mejor, pensar que cada uno de ellos actúa inteligentemente o pensar que el sistema como un todo se comporta de forma inteligente? ¿Se necesita que se transmitan entre sí alguna información? ¿cuál? ¿Qué tipo de campos servirían para transmitir estos mensajes? ¿Qué sustancias pueden interactuar fuertemente con estos campos?

   Para volver con nuestra mina, Altshuller imaginó que los pequeños hombres inteligentes conformaban el cable que la unía al lastre. Cada uno de ellos vería venir el cable desminador y, justo en el momento oportuno, soltaría una mano del hombrecillo situado por encima de él y agarraría el cable. A continuación cogería el cable con la otra mano mientras la primera volvía a agarrarse al hombrecillo por encima de él y, finalmente, dejaría marchar el cable quitaminas mientras se volvía a agarrar con su segunda mano a su congénere. La idea se hallaba a un paso de la solución final, un sistema de puerta rotatoria como se ve en esta figura. 

Tomado de Karen Gadd, TRIZ For Engineers: Enabling Inventive Problem Solving,
John Wiley & Sons Ltd, Chichester, 2011, pág. 11
 

El cable desminador, no importa por dónde llegue, acaba entrando en la muesca que le espera en cualquier lado de la puerta. Su propia fuerza de arrastre hace girar la polea y acaba saliendo por el otro lado sin haber conseguido que la mina abandone su posición. 

   Sin duda, todo esto sonará esotérico, poco útil y alejado de cualquier campo medianamente serio. La verdad se halla en el punto opuesto. Los pequeños hombres inteligentes forman parte de la tradición de pensamiento más audaz de Occidente. Al fin y al cabo, tanto el geniecillo maligno de Descartes como el diablillo de Maxwell pertenecen a la estirpe de estos pequeños hombrecitos inteligentes. 

domingo, 25 de abril de 2021

Desmanes en las Islas Marshall.

   Propongo cambiar el nombre del Océano Pacífico, nombre que no describe nada real, por el mucho más adecuado de Océano de los Desmanes. Contábamos hace un par de entradas que los mares del mundo se convertirán, más pronto que tarde, en zonas mineras. Advertíamos que, como siempre, unos pocos acabarían ganando todo lo que los demás perderíamos. No mencionamos, sin embargo, que países como Papúa-Nueva Guinea, han encontrado en la venta de derechos mineros en sus entornos la manera de engrosar sus depauperadas arcas, aunque se haga a costa de embargar los bienes de las generaciones futuras. Las Islas Marshall constituyen otro territorio en la misma situación. Los nódulos de manganeso prometen la riqueza que no han podido traer ni el comercio de la copra ni un turismo que no acaba de arrancar. Y, ciertamente, necesitan esa riqueza.

   Los primeros occidentales que llegaron a estas islas lo hicieron capitaneados por Alfonso de Salazar, miembro de la expedición que, a las órdenes de García Jofre de Loaísa, tuvo como misión colonizar Las Molucas. La expedición, que zarpó del puerto de La Coruña, acumuló todo tipo de desastres, incluyendo la muerte de Juan Sebastián Elcano, de García Jofre y del propio Alfonso de Salazar. De las siete naves y los 450 hombres que partieron, 24 acabaron regresando a la península como prisioneros de los portugueses once años más tarde. Bajo el corto mandato de Salazar, se avistaron las Islas Marshall y se tomó posesión de las Islas Carolinas, todo ello en 1526. Por esas fechas había llegado a Nueva España Álvaro de Saavedra Cerón, primo de Hernán Cortés a quien éste envió a una expedición por el Pacífico Sur a ver qué podía encontrar para satisfacer sus ansias de grandeza. La expedición acabó llegando a la isla de Mindanao con uno solo de los tres barcos que habían partido desde Guerrero, pero ya no regresarían. Por tres veces intentaron encontrar vientos que les llevaran de vuelta hacia América sin conseguirlo. En esos intentos arribaron a Hawái, a las Islas del Almirantazgo y al atolón de Enewetak, uno de los integrantes de las Islas Marshall. Álvaro de Saavedra lo nombró “isla de los Pintados”, por la costumbre de sus habitantes de tatuarse todo el cuerpo y tomó las islas en nombre de la corona de España. Numerosas expediciones españolas las visitarían después y también una británica, al mando de John Marshall, que le daría nombre al archipiélago.

   En 1885, repito, en 1885, Alemania envió una expedición para reclamar la posesión de las Islas Carolinas, porque España nunca había llegado a ocuparlas realmente. En la península la expedición se tomó como una afrenta, se produjeron manifestaciones y se vandalizó la embajada alemana en Madrid. La prensa azuzó los ánimos del mancillado honor patrio y se forzó al gobierno poco menos que a declarar la guerra. Siete años antes, la Revista General de la Marina había publicado un artículo en el que se procedía a lo que hoy se llama una “construcción de escenarios” que trataba de modelizar lo que ocurriría si lo mejor de la flota española, completamente obsoleta, se enfrentara a un único navío como el Iltis que enviaron los alemanes a las Carolinas. El artículo sentenciaba que un buque medio de los que existían en la época hundiría sin problemas tres barcos españoles antes de que alguno pudiera hacerle daño. Tras numerosas consultas entre el gobierno y los altos cargos de la marina se llegó a la conclusión de que lo mejor era buscar un acuerdo. Se pactó con Alemania la entrega de las Islas Marshall y el libre acceso a las Carolinas, a cambio de reconocer la soberanía (por lo demás, nominal) de España sobre las mismas. Alcanzado el acuerdo, el asunto desapareció de la prensa, del indignado corazón de los patriotas españoles y, durante 13 años, nadie hizo nada por mejorar la condición de nuestra flota para que no volviera a suceder lo mismo… y así hasta 1898. Pero ésa es otra historia.

   Japón aprovechó la Primera Guerra Mundial para ocupar las Islas Marshall y sólo se marcharían con la llegada de los norteamericanos en 1944. Sin interés por el comercio de la copra y sin una idea muy clara de qué hacer con un territorio que la ONU le había cedido en fideicomiso en 1947, EEUU llevó a cabo allí 67 de las pruebas nucleares efectuadas por dicho país. En 1990, las Islas Marshall alcanzaron formalmente su independencia tras un acuerdo con EEUU por el que éstos pagarían 250 millones de dólares en compensación por las pruebas nucleares y otros 600 millones en otros conceptos. Nada de eso ha bastado para sufragar los gastos de uno de los índices de cánceres más altos del planeta. La radiación que sigue midiéndose en algunos de los islotes multiplica por mil la de Chernobyl o Fukushima, no hay fecha de cuándo podrán volver a sus islas ancestrales las poblaciones que se desplazaron como consecuencia de los experimentos nucleares y hace un par de años, la comunidad científica demostró que los índices de radioactividad en las islas superan con mucho lo establecido en los acuerdos de compensación firmados entre Majuro y Washington. Todo eso palidece ante la situación del domo de Runit. 


“La tumba”, como la denominan los isleños, terminada de construir en 1980, entierra en el cráter de una explosión, 73.000 metros cúbicos de material altamente radioactivo extraído de los diferentes atolones, incluyendo Plutonio-239. Todo ello se cubrió con una cúpula de hormigón. El derretimiento de los casquetes polares ha hecho subir el nivel del mar y el propio Departamento de Energía de los EEUU reconoce que, para finales de siglo, el domo estará sumergido. Pero el problema es mucho más inmediato, porque ya hay fisuras bajo la superficie del atolón por las que entra y sale agua del mar generando una considerable contaminación radioactiva que, obviamente, aumentará con el paso de los años. Claro que, las Islas Marshall están muy lejos. No hay motivo para interesarse por cosas que están tan lejos. Lo importante es lo cercano, lo próximo, así que podemos seguir tranquilamente, comiendo y bebiendo productos con trazas de radioactividad porque las 2.339 pruebas atómicas realizadas a lo largo de nuestra historia, todas ellas en lugares remotos, generaron partículas contaminantes que se han extendido a nivel global y se han integrado en todas y cada una de nuestras cadenas alimenticias

domingo, 18 de abril de 2021

La ciencia de la creatividad (8. Resultado final ideal)

   Uno de los rasgos distintivos de TRIZ consiste en que, a diferencia de la práctica habitual de la ingeniería, no se busca el “mejor sistema tecnológico”, ni el sistema tecnológico “óptimo”. “Optimizar”, se nos dice desde TRIZ, implica perder una enorme cantidad de recursos y de tiempo dando vueltas alrededor de soluciones no suficientemente rompedoras. O, por decirlo de otro modo, no hay nada creativo en “optimizar”. La optimización consiste en permanecer atrapados dentro de los límites de compromisos ya establecidos y que sólo a la larga, con la lenta evolución de los mismos, podrán ofrecernos algo significativamente mejor que lo existente. Nada de eso satisface a TRIZ. Desde TRIZ no se aspira ni a la optimización ni a la mejora, se aspira al ideal. Siempre y en cada momento debemos perseguir lo ideal. Aquí resuena de un modo llamativo la vieja idea leibniziana de que lo real se deja gobernar por lo ideal, pero Altshuller y su esposa, Valentina Zhuravlyova, no mencionaban a Leibniz como padre de la idea, sino al matemático George Polya en cuyo libro de 1965 Como plantear y resolver problemas, se señalaba la necesidad de “comenzar siempre por el final” (lo cual, digámoslo de paso, arroja ciertas sombras sobre el consenso existente entre los seguidores de TRIZ de que ésta no puede aplicarse a las matemáticas). Formulada así, constituye la norma básica de cualquier persona aficionada a resolver problemas de ajedrez. Ante un problema de ajedrez que termine con un mate, siempre hemos de preguntarnos en qué condiciones el rey se hallaría en mate. A partir de ahí resulta muy fácil reconstruir, marcha atrás, los pasos que hemos de seguir para llegar a ese resultado deseado. Precisamente en eso consiste el protocolo del “Resultado Final Ideal”. Ante todo, hemos de preguntarnos bajo qué condiciones el problema con el que tenemos que enfrentarnos habría dejado de existir. Si podemos encontrar la respuesta a esta pregunta, varias cosas habrán recibido una luz definitiva. En primer lugar, tendremos muy claro en qué consiste el problema y qué obstáculos existen para su resolución. En segundo lugar, aún más importante, tendremos una radiografía exacta de cuáles de nuestros planteamientos, supuestos y prejuicios formaban parte de los obstáculos para hallar dicha solución. Nada de esto quiere decir que hayamos encontrado ya el camino que nos enlaza con ella, de hecho, en TRIZ se nos anima a no preocuparnos, de entrada, por cómo vamos a llegar exactamente hasta ese resultado final idea. Nos hemos deshecho de lo que impedía encontrar dicho camino, hemos cobrado conciencia de su posibilidad y con ello ya hemos dado un significativo paso adelante. Sí, efectivamente, nuestro problema de ajedrez tenía una solución, no “es imposible” hallarla. Podemos hacer un alto en nuestro camino y, por ejemplo, utilizar una metáfora, un símbolo o una simple X para designar aquello que permite alcanzar nuestro resultado final ideal. El proceso a partir de este momento consiste, precisamente, en ir dándole rasgos a esa X.

   Altshuller proporcionó una fórmula que nos permite entender qué significa “ideal”:

Ideal=Beneficios/(Costos + Perjuicios)

Alcanzamos la “idealidad”, cuando los beneficios obtenidos con un sistema cualquiera superan ampliamente la suma de sus costos más los perjuicios que causa. Esta fórmula, parecida a la de costo-beneficio en economía, a la de eficacia en gestión de empresas y al cálculo del “valor” en ingeniería, no tiene pretensiones de arrojar exactamente una cifra matemática. Más bien se trata de que cobremos conciencia de cómo de lejos nos hallamos del ideal ya que éste sólo aparece cuando la fórmula da un valor cercano a infinito. Dicho de otro modo, el sistema técnico ideal no produce absolutamente ningún perjuicio, tiene un coste de instalación y mantenimiento cercano a cero y ofrece todos los beneficios que un sistema técnico puede ofrecer. Inmediatamente, ante esta formulación, pensamos: “imposible”. Ese “imposible” que tan rápidamente brota en nuestras mentes, indica de un modo nítido la inercia psicológica que nos cierra el camino para encontrar la solución al problema planteado. En efecto, imaginemos que tenemos una máquina del tiempo y que viajamos a principios del siglo XX. A la primera persona con la que nos topemos vamos a explicarle que tenemos relojes que no pesan nada, a los que no hay que darles cuerda, que no consumen ningún tipo de energía, que no se estropean jamás y que nos dan la hora sin el más mínimo retraso o adelanto. Oiríamos de su boca, muy probablemente, ese mismo “imposible” que nos asalta cuando hablamos del sistema técnico ideal. Y, sin embargo, precisamente en eso consisten los relojes de nuestros dispositivos móviles, en relojes que dan una hora exacta sin coste ni perjuicio alguno. Ahora ya tenemos una idea mucho más nítida de en qué consiste, la mayoría de las veces, un sistema técnico ideal: un sistema técnico cuyas funciones se han integrado en otro de nivel superior y que asume, como parte despreciable, las funciones del sistema que nos resultaba problemático. “No hay nada ideal ahí”, se me dirá, “un dispositivo móvil consume energía, pesa, se estropea y lo conforman elementos contaminantes o que cuesta verdadero sufrimiento conseguir”. Desde el punto de vista de TRIZ todas esas cuestiones, por lo demás indiscutibles, constituyen otro ejemplo de cómo el protocolo del resultado final ideal sirve para desvelar compromisos, mejoras, optimizaciones, que necesitamos superar mediante la búsqueda de un nuevo ideal y que, debido a nuestra inercia psicológica, habían permanecido hasta ahora invisibles a nuestros ojos. Efectivamente, nos acercamos a la época en que parecerá inevitable que nuestros dispositivos móviles ya sólo pueden “mejorar” y que hace falta dar un salto hacia un nuevo ideal. Aún más, si nuestros relojes parecen más ideales que los relojes que circulaban a principios del siglo XX y si nuestros dispositivos móviles no parecen tan ideales como los que circularán a principios del siglo XXII, se debe a que el resultado final ideal no constituye únicamente un protocolo de TRIZ para la creatividad, también constituye una ley de evolución de los sistemas tecnológicos: el desarrollo de los sistemas tecnológicos siempre se produce en la línea de una mayor idealidad, entendiendo esta “idealidad” en los términos de la fórmula mostrada antes.