domingo, 25 de abril de 2021

Desmanes en las Islas Marshall.

   Propongo cambiar el nombre del Océano Pacífico, nombre que no describe nada real, por el mucho más adecuado de Océano de los Desmanes. Contábamos hace un par de entradas que los mares del mundo se convertirán, más pronto que tarde, en zonas mineras. Advertíamos que, como siempre, unos pocos acabarían ganando todo lo que los demás perderíamos. No mencionamos, sin embargo, que países como Papúa-Nueva Guinea, han encontrado en la venta de derechos mineros en sus entornos la manera de engrosar sus depauperadas arcas, aunque se haga a costa de embargar los bienes de las generaciones futuras. Las Islas Marshall constituyen otro territorio en la misma situación. Los nódulos de manganeso prometen la riqueza que no han podido traer ni el comercio de la copra ni un turismo que no acaba de arrancar. Y, ciertamente, necesitan esa riqueza.

   Los primeros occidentales que llegaron a estas islas lo hicieron capitaneados por Alfonso de Salazar, miembro de la expedición que, a las órdenes de García Jofre de Loaísa, tuvo como misión colonizar Las Molucas. La expedición, que zarpó del puerto de La Coruña, acumuló todo tipo de desastres, incluyendo la muerte de Juan Sebastián Elcano, de García Jofre y del propio Alfonso de Salazar. De las siete naves y los 450 hombres que partieron, 24 acabaron regresando a la península como prisioneros de los portugueses once años más tarde. Bajo el corto mandato de Salazar, se avistaron las Islas Marshall y se tomó posesión de las Islas Carolinas, todo ello en 1526. Por esas fechas había llegado a Nueva España Álvaro de Saavedra Cerón, primo de Hernán Cortés a quien éste envió a una expedición por el Pacífico Sur a ver qué podía encontrar para satisfacer sus ansias de grandeza. La expedición acabó llegando a la isla de Mindanao con uno solo de los tres barcos que habían partido desde Guerrero, pero ya no regresarían. Por tres veces intentaron encontrar vientos que les llevaran de vuelta hacia América sin conseguirlo. En esos intentos arribaron a Hawái, a las Islas del Almirantazgo y al atolón de Enewetak, uno de los integrantes de las Islas Marshall. Álvaro de Saavedra lo nombró “isla de los Pintados”, por la costumbre de sus habitantes de tatuarse todo el cuerpo y tomó las islas en nombre de la corona de España. Numerosas expediciones españolas las visitarían después y también una británica, al mando de John Marshall, que le daría nombre al archipiélago.

   En 1885, repito, en 1885, Alemania envió una expedición para reclamar la posesión de las Islas Carolinas, porque España nunca había llegado a ocuparlas realmente. En la península la expedición se tomó como una afrenta, se produjeron manifestaciones y se vandalizó la embajada alemana en Madrid. La prensa azuzó los ánimos del mancillado honor patrio y se forzó al gobierno poco menos que a declarar la guerra. Siete años antes, la Revista General de la Marina había publicado un artículo en el que se procedía a lo que hoy se llama una “construcción de escenarios” que trataba de modelizar lo que ocurriría si lo mejor de la flota española, completamente obsoleta, se enfrentara a un único navío como el Iltis que enviaron los alemanes a las Carolinas. El artículo sentenciaba que un buque medio de los que existían en la época hundiría sin problemas tres barcos españoles antes de que alguno pudiera hacerle daño. Tras numerosas consultas entre el gobierno y los altos cargos de la marina se llegó a la conclusión de que lo mejor era buscar un acuerdo. Se pactó con Alemania la entrega de las Islas Marshall y el libre acceso a las Carolinas, a cambio de reconocer la soberanía (por lo demás, nominal) de España sobre las mismas. Alcanzado el acuerdo, el asunto desapareció de la prensa, del indignado corazón de los patriotas españoles y, durante 13 años, nadie hizo nada por mejorar la condición de nuestra flota para que no volviera a suceder lo mismo… y así hasta 1898. Pero ésa es otra historia.

   Japón aprovechó la Primera Guerra Mundial para ocupar las Islas Marshall y sólo se marcharían con la llegada de los norteamericanos en 1944. Sin interés por el comercio de la copra y sin una idea muy clara de qué hacer con un territorio que la ONU le había cedido en fideicomiso en 1947, EEUU llevó a cabo allí 67 de las pruebas nucleares efectuadas por dicho país. En 1990, las Islas Marshall alcanzaron formalmente su independencia tras un acuerdo con EEUU por el que éstos pagarían 250 millones de dólares en compensación por las pruebas nucleares y otros 600 millones en otros conceptos. Nada de eso ha bastado para sufragar los gastos de uno de los índices de cánceres más altos del planeta. La radiación que sigue midiéndose en algunos de los islotes multiplica por mil la de Chernobyl o Fukushima, no hay fecha de cuándo podrán volver a sus islas ancestrales las poblaciones que se desplazaron como consecuencia de los experimentos nucleares y hace un par de años, la comunidad científica demostró que los índices de radioactividad en las islas superan con mucho lo establecido en los acuerdos de compensación firmados entre Majuro y Washington. Todo eso palidece ante la situación del domo de Runit. 


“La tumba”, como la denominan los isleños, terminada de construir en 1980, entierra en el cráter de una explosión, 73.000 metros cúbicos de material altamente radioactivo extraído de los diferentes atolones, incluyendo Plutonio-239. Todo ello se cubrió con una cúpula de hormigón. El derretimiento de los casquetes polares ha hecho subir el nivel del mar y el propio Departamento de Energía de los EEUU reconoce que, para finales de siglo, el domo estará sumergido. Pero el problema es mucho más inmediato, porque ya hay fisuras bajo la superficie del atolón por las que entra y sale agua del mar generando una considerable contaminación radioactiva que, obviamente, aumentará con el paso de los años. Claro que, las Islas Marshall están muy lejos. No hay motivo para interesarse por cosas que están tan lejos. Lo importante es lo cercano, lo próximo, así que podemos seguir tranquilamente, comiendo y bebiendo productos con trazas de radioactividad porque las 2.339 pruebas atómicas realizadas a lo largo de nuestra historia, todas ellas en lugares remotos, generaron partículas contaminantes que se han extendido a nivel global y se han integrado en todas y cada una de nuestras cadenas alimenticias

domingo, 18 de abril de 2021

La ciencia de la creatividad (8. Resultado final ideal)

   Uno de los rasgos distintivos de TRIZ consiste en que, a diferencia de la práctica habitual de la ingeniería, no se busca el “mejor sistema tecnológico”, ni el sistema tecnológico “óptimo”. “Optimizar”, se nos dice desde TRIZ, implica perder una enorme cantidad de recursos y de tiempo dando vueltas alrededor de soluciones no suficientemente rompedoras. O, por decirlo de otro modo, no hay nada creativo en “optimizar”. La optimización consiste en permanecer atrapados dentro de los límites de compromisos ya establecidos y que sólo a la larga, con la lenta evolución de los mismos, podrán ofrecernos algo significativamente mejor que lo existente. Nada de eso satisface a TRIZ. Desde TRIZ no se aspira ni a la optimización ni a la mejora, se aspira al ideal. Siempre y en cada momento debemos perseguir lo ideal. Aquí resuena de un modo llamativo la vieja idea leibniziana de que lo real se deja gobernar por lo ideal, pero Altshuller y su esposa, Valentina Zhuravlyova, no mencionaban a Leibniz como padre de la idea, sino al matemático George Polya en cuyo libro de 1965 Como plantear y resolver problemas, se señalaba la necesidad de “comenzar siempre por el final” (lo cual, digámoslo de paso, arroja ciertas sombras sobre el consenso existente entre los seguidores de TRIZ de que ésta no puede aplicarse a las matemáticas). Formulada así, constituye la norma básica de cualquier persona aficionada a resolver problemas de ajedrez. Ante un problema de ajedrez que termine con un mate, siempre hemos de preguntarnos en qué condiciones el rey se hallaría en mate. A partir de ahí resulta muy fácil reconstruir, marcha atrás, los pasos que hemos de seguir para llegar a ese resultado deseado. Precisamente en eso consiste el protocolo del “Resultado Final Ideal”. Ante todo, hemos de preguntarnos bajo qué condiciones el problema con el que tenemos que enfrentarnos habría dejado de existir. Si podemos encontrar la respuesta a esta pregunta, varias cosas habrán recibido una luz definitiva. En primer lugar, tendremos muy claro en qué consiste el problema y qué obstáculos existen para su resolución. En segundo lugar, aún más importante, tendremos una radiografía exacta de cuáles de nuestros planteamientos, supuestos y prejuicios formaban parte de los obstáculos para hallar dicha solución. Nada de esto quiere decir que hayamos encontrado ya el camino que nos enlaza con ella, de hecho, en TRIZ se nos anima a no preocuparnos, de entrada, por cómo vamos a llegar exactamente hasta ese resultado final idea. Nos hemos deshecho de lo que impedía encontrar dicho camino, hemos cobrado conciencia de su posibilidad y con ello ya hemos dado un significativo paso adelante. Sí, efectivamente, nuestro problema de ajedrez tenía una solución, no “es imposible” hallarla. Podemos hacer un alto en nuestro camino y, por ejemplo, utilizar una metáfora, un símbolo o una simple X para designar aquello que permite alcanzar nuestro resultado final ideal. El proceso a partir de este momento consiste, precisamente, en ir dándole rasgos a esa X.

   Altshuller proporcionó una fórmula que nos permite entender qué significa “ideal”:

Ideal=Beneficios/(Costos + Perjuicios)

Alcanzamos la “idealidad”, cuando los beneficios obtenidos con un sistema cualquiera superan ampliamente la suma de sus costos más los perjuicios que causa. Esta fórmula, parecida a la de costo-beneficio en economía, a la de eficacia en gestión de empresas y al cálculo del “valor” en ingeniería, no tiene pretensiones de arrojar exactamente una cifra matemática. Más bien se trata de que cobremos conciencia de cómo de lejos nos hallamos del ideal ya que éste sólo aparece cuando la fórmula da un valor cercano a infinito. Dicho de otro modo, el sistema técnico ideal no produce absolutamente ningún perjuicio, tiene un coste de instalación y mantenimiento cercano a cero y ofrece todos los beneficios que un sistema técnico puede ofrecer. Inmediatamente, ante esta formulación, pensamos: “imposible”. Ese “imposible” que tan rápidamente brota en nuestras mentes, indica de un modo nítido la inercia psicológica que nos cierra el camino para encontrar la solución al problema planteado. En efecto, imaginemos que tenemos una máquina del tiempo y que viajamos a principios del siglo XX. A la primera persona con la que nos topemos vamos a explicarle que tenemos relojes que no pesan nada, a los que no hay que darles cuerda, que no consumen ningún tipo de energía, que no se estropean jamás y que nos dan la hora sin el más mínimo retraso o adelanto. Oiríamos de su boca, muy probablemente, ese mismo “imposible” que nos asalta cuando hablamos del sistema técnico ideal. Y, sin embargo, precisamente en eso consisten los relojes de nuestros dispositivos móviles, en relojes que dan una hora exacta sin coste ni perjuicio alguno. Ahora ya tenemos una idea mucho más nítida de en qué consiste, la mayoría de las veces, un sistema técnico ideal: un sistema técnico cuyas funciones se han integrado en otro de nivel superior y que asume, como parte despreciable, las funciones del sistema que nos resultaba problemático. “No hay nada ideal ahí”, se me dirá, “un dispositivo móvil consume energía, pesa, se estropea y lo conforman elementos contaminantes o que cuesta verdadero sufrimiento conseguir”. Desde el punto de vista de TRIZ todas esas cuestiones, por lo demás indiscutibles, constituyen otro ejemplo de cómo el protocolo del resultado final ideal sirve para desvelar compromisos, mejoras, optimizaciones, que necesitamos superar mediante la búsqueda de un nuevo ideal y que, debido a nuestra inercia psicológica, habían permanecido hasta ahora invisibles a nuestros ojos. Efectivamente, nos acercamos a la época en que parecerá inevitable que nuestros dispositivos móviles ya sólo pueden “mejorar” y que hace falta dar un salto hacia un nuevo ideal. Aún más, si nuestros relojes parecen más ideales que los relojes que circulaban a principios del siglo XX y si nuestros dispositivos móviles no parecen tan ideales como los que circularán a principios del siglo XXII, se debe a que el resultado final ideal no constituye únicamente un protocolo de TRIZ para la creatividad, también constituye una ley de evolución de los sistemas tecnológicos: el desarrollo de los sistemas tecnológicos siempre se produce en la línea de una mayor idealidad, entendiendo esta “idealidad” en los términos de la fórmula mostrada antes.

domingo, 11 de abril de 2021

¿Hay alguien fuera?

   Mario Moretti, fundó las Brigate Rosse en 1970 y las lideró hasta su encarcelamiento una década después. Su fotografía colgó durante todo ese tiempo de las paredes de los cuarteles de la policía, las estaciones de trenes y los aeropuertos. Ya en la cárcel concedió una entrevista en la que contaba cómo había viajado por toda Europa, preferentemente en avión, para contactar con otros grupos terroristas. Cuando las periodistas le preguntaron si se había disfrazado o si se había afeitado su conocido bigote, les respondió que, en realidad, reconocer a una persona a la que sólo se ha visto en fotografías resulta extremadamente difícil. Si no te han avisado que va a pasar por ahí, decía, puede empujarte y no te vas a dar cuenta. Pues bien, en la búsqueda de civilizaciones extraterrestres intentamos reconocer en una calle atiborrada de gente a alguien a quien solo conocemos por una caricatura. Como llevamos un cierto tiempo intentándolo y no lo hemos conseguido, la opinión cualificada se ha dividido entre quienes piensan que esa persona no existe y quienes creen que deberíamos añadirle color a nuestra caricatura. Los argumentos sobre los colores que deberíamos añadirle resultan reveladores. Dado que nuestra civilización consume cada día cantidades ingentes de energía, señalan algunos, una civilización por delante de la nuestra debe consumir más, con lo que debe haber podido sacar esa energía de su sol, de las estrellas o de toda la galaxia. Dado que nosotros tenemos satélites orbitales alrededor de la tierra, argumentan otros, una civilización por delante de la nuestra debe tener más satélites artificiales, lo cual puede detectarse cuando su planeta se sitúe en la línea que une a su sol con nuestros observatorios. Dado que nosotros irradiamos por el espacio interestelar una enorme cantidad de información, apuntan los terceros, cualquier otra civilización tecnológicamente adelantada debe mandar más señales. En el siglo XIX, visionarios que creyeron poder adivinar el futuro, anunciaron que, en el siglo XX, la gente se desplazaría en globos que transportarían varios centenares de personas. Su mentalidad, fascinada por las posibilidades abiertas por los hermanos Montgolfier, les llevó a la conclusión “evidente” de que en el futuro, inevitablemente, habría más, más grandes y capaces de volar más lejos. Por algún “extraño” motivo, en el siglo XX los globos se convirtieron en una curiosidad y por algún “extraño” motivo, varias décadas buscando rastros de vida extraterrestre han concluido en fracaso. Y sin embargo, la posibilidad de que toda nuestra enorme y fantástica galaxia haya nacido únicamente para albergar a esta miserable criatura llamada ser humano parece tan retorcidamente perversa que casi no merece que la tomemos en cuenta. Todo indica, por tanto, que hemos cometido un error en nuestros razonamientos, pero, ¿cuál?

   Comencemos por la famosa ecuación de Drake. La ecuación de Drake estima la probabilidad de que existan otras formas de vida en la galaxia como el producto de siete factores, que incluyen la fracción de estrellas con planetas en su órbita, el número de dichos planetas orbitando en la "zona habitable", la parte de esos planetas en los que puede haberse formado vida, etc. En una ecuación en la que siete factores se multiplican, un error de décimas en la estimación de uno de ellos conduce a una desviación exponencial respecto de la realidad. No digamos ya si, como ocurre en la ecuación de Drake, unos factores dependen de otros, porque entonces los resultados de la ecuación, con independencia de su valor exacto, carecerán por completo de sentido. A todo esto hay que añadir que cualquier cálculo que efectuemos a estas alturas de la historia debe considerarse, como poco, precipitado. Las noticias acerca de exoplanetas descubiertos, que tan bien quedan en los informativos cuando no hay noticias que comentar, callan acerca del hecho evidente de que las hipótesis empleadas para buscarlos, por muy correctas que puedan parecernos ahora, no han tenido, ni tendrán en un futuro inmediato, corroboración empírica. Mejor no hablemos de lo que se llama “zona de habitabilidad” de una estrella, porque, dependiendo de diferentes circunstancias, las temperaturas en superficie de un planeta situado en dicha zona puede variar desde un centenar de grados bajo cero hasta centenares de grados sobre él. La ecuación de Drake, por tanto, sólo sirve para subrayar lo que ya sabemos por lógica, la improbabilidad de que no haya otra civilización en la galaxia aparte de la nuestra.

   Pero, ¿por qué no hemos podido encontrarlas? Tomemos la hipótesis de que, con instrumentos más potentes, podremos detectar los satélites artificiales alrededor de un exoplaneta. Si la civilización se encuentra más avanzada que nosotros, naturalmente tendrá más satélites en uso o, como habría razonado el siglo XIX, tendrá globos que transportarán a millares de personas. La lógica de tal razonamiento radica en suponer que la única solución posible siempre consiste en “más”. ¿Cuánto podemos avanzar en ese “más”? En apenas siglo y medio desde la revolución industrial hemos esquilmado buena parte de los recursos del planeta y lo hemos contaminado hasta un punto de no retorno. ¿Cuánto duraremos de seguir resolviendo los problemas con “más”? ¿otros 150 años? ¿Acaso todas las civilizaciones tecnológicamente avanzadas se hallan condenadas a desaparecer en un lapso de tres siglos desde el inicio de la revolución tecnológica? ¡No! responden nuestros obcecados expertos, porque habrán encontrado fuentes para obtener más energía… En realidad, como resultará obvio a finales de este siglo, las civilizaciones que se hallen unas décadas por delante de nosotros, sabrán ya que el “más” nunca soluciona ningún problema, sino que, simplemente, desplaza hacia el futuro la solución. Una civilización tecnológicamente por delante de nosotros no tendrá “más” satélites geoestacionarios que nosotros, habrá encontrado una manera diferente de resolver los problemas para los que instalamos satélites geoestacionarios. Y no tendrán problemas de recursos, porque habrán aprendido una manera diferente de producir energía, con huellas ecológicas mucho menores. Y, por supuesto, no despilfarrarán esa energía irradiando información en todas las direcciones del espacio, sino que harán llegar cada bit a su destinatario exacto, sin que nada se pierda haciéndolo llegar donde no hay nadie interesado en recibirlo. Así que cualquier civilización que se halle un poco por delante de nosotros, habrá creado un aislante informacional en su entorno y, desde luego no, cosa irrisoria, para esconderse y revelar su presencia sólo cuando nos hallemos preparados, sino porque de ese modo hace un uso mucho mejor de los recursos a su alcance de lo que se puede lograr con la fuerza bruta del “más”. Por tanto y, en resumen, cualquier civilización que nos haya adelantado, tecnológicamente hablando, nos resultará irreconocible porque no habrá ningún detalle en ella de la caricatura con la que la buscamos, la cual, digámoslo de paso, constituye una ridícula parodia de nosotros mismos. El habernos embarcado en la búsqueda de una civilización como la nuestra cuando ni siquiera sabemos cómo se ve nuestra civilización desde más allá del sistema solar, revela el catetismo de nuestros intentos. ¿Qué trazas, qué huellas, qué aspecto muestran las señales que emitimos desde la tierra cuando nos alejamos suficientemente de ella? Mientras no tengamos una respuesta a esta pregunta haríamos mejor encendiendo nuestras chimeneas con los billetes empleados en la búsqueda de vida extraterrestre. Y, desde luego, no porque no haya nadie ahí fuera.

domingo, 4 de abril de 2021

Ciencia en un cubo.

   Hace unas semanas, una entrevista con Alexandra Elbakyan en The Wire Science, levantó de nuevo una polémica sobre la que quisiera pronunciarme aquí, porque después digo unas cosas y la gente va contando por ahí que he dicho otras. Así que, para evitar interpretaciones que distorsionen mis palabras quiero dejar claro que NUNCA, JAMÁS, le he recomendado a nadie que se instale Telegram. Es cierto que esta aplicación se puede encontrar fácilmente en Google Play y que su instalación en ordenador, en móvil y en tablet resulta extremadamente sencilla. Es cierto que si uno se la instalara en los diferentes dispositivos, automáticamente se sincronizarían entre sí. Es cierto que, con independencia de cuáles puedan ser sus intereses, con toda seguridad, encontrará un canal que le mantendrá informado de un modo constante de todo lo que se va moviendo en ese campo de interés. Es cierto que no hay más que irse al icono situado arriba a la derecha, que es una lupa, para buscar los canales y que, para mantenerse vinculado a uno sólo hay que pulsar la pestaña de “Join Chanel”. Pero que NO se les ocurra hacer nada de esto. Si lo hacen, antes de que se den cuenta, tendrán las puertas abiertas a toneladas de contenidos inaccesibles de otro modo y se encontrarán descargando películas y libros, obteniendo enlaces para la retransmisión en directo de eventos deportivos, etc. Les recuerdo que el hecho de que a los clubes de fútbol se les subvencione directa e indirectamente con el dinero que ha pagado Ud. en concepto de impuestos, que muchos de ellos lleven décadas sin pagarle a la Seguridad Social o a Hacienca, que evadan impuestos descaradamente con fichajes, traspasos y todo tipo de operaciones en cantidades tales que podría hacer disminuir la presión fiscal sobre el común de los mortales, nada de eso le exime a Ud. de pagar por ver el sudor y las lágrimas de unos deportistas, igualmente evasores de los impuestos que Ud. paga, de los que viven, literalmente, decenas de miles de familias en este país. Y otro tanto cabe decir del cine. Es verdad que cada película obtiene beneficios antes de estrenarse por la publicidad encubierta que lleva. Es verdad que esa publicidad encubierta resulta despreciable comparada con la publicidad ideológica que encubren. Es verdad que, por ello, reciben el apoyo explícito de muchos Estados. Por supuesto que sólo se les permite arañar con sus críticas la piel del capitalismo, la coraza del pensamiento único, la armadura de nuestros sistemas democráticos de pega, para dejar claro que quien tiene dinero para financiar una película puede permitirse el lujo de criticar lo que quiera. Pero Ud. amigo mío, tiene que pagar por tragarse toda esa propaganda, para que así la respete y le sepa mejor al vomitarla. Y no me venga con el cuento de que entonces nada de esto es cultura sino pura y simple mercancía. La cultura, como todo el mundo sabe, no ha llegado a ser lo que es gracias a quienes, como Ud. han aprovechado cualquier resquicio para expandirla. Al secretismo, al control de lo que se publica, a los derechos de autor, debemos la expansión de la pintura, de la escultura y de la escritura. La cultura humana ha alcanzado los niveles que caracterizan a nuestra especie, gracias a quienes tanto se han esforzado por dejar sin ella a los que no pueden pagarla. La educación sí, la educación puede ser libre y gratuita, pero ¿los libros? Quien no pueda pagar un libro que no lo lea o que espere a que se traduzca y lo compre una biblioteca cercana, quiero decir, que se pudra esperando. ¡Los libros para quienes pueden pagarlos, puñetas! O a ver si va a ser Ud. de esos que pretenden que Gutenberg hizo más por los libros que Torquemada. ¿Dónde llegaríamos por aquí? ¿a que cualquiera pudiera realizar investigaciones sin estar sometido a la disciplina de una institución? ¿a que nuestras democracias permitiesen investigadores no subvencionados? ¿qué sería lo siguiente? ¿el pensamiento libre?

   Y, por supuesto, las revistas. La señorita Elbakyan ha soltado, nada menos, que ¡el comunismo es más acorde con la ciencia! ¿De dónde habrá sacado semejante herejía? ¿de cualquiera de los libros de filosofía de la ciencia del siglo XX? ¿de un curso elemental sobre historia de la ciencia? Está muy equivocada la Srta. Elbakyan. La ciencia no se basa en la publicidad, en compartir los resultados, en la colaboración. La ciencia se basa en el ocultismo, en aceptar las cosas sin crítica, en la autoridad de quien paga y manda. La ciencia consiste en que si un laboratorio recibe fondos obtenidos de todos los ciudadanos con el objetivo de realizar una investigación, para que los resultados de la misma lleguen a todos los ciudadanos, debe permitir que una empresa privada, como Nature, Wyler o Elsevier, se lleven una buena tajada, quiero decir, nos hagan pagar a todos otra vez por lo que ya hemos pagado. El pago doble, he ahí el santísimo corazón del capitalismo con el que quieren acabar los anarquistas violentos. Que sí, que el negocio de las publicaciones científicas promueve el sensacionalismo en ciencia, que importa más publicar pronto algo desconcertante, que algo que pueda considerarse científicamente asentado, que oculta a los ojos de todos, por ejemplo, los resultados poco alentadores de medicamentos fabricados por las empresas que tantos anuncios insertan en las revistas científicas. Pero, ¿qué es eso? ¿qué es la insignificancia de que las revistas científicas hayan abierto las puertas a fraudes cada vez más frecuentes en ciencia comparado con la magnitud de los beneficios...económicos para ellas? Debe haber cada vez más revistas científicas, cada vez más especializadas, con tiradas diarias, que cobren cada vez más por sus artículos, que exijan artículos cada vez más breves, más plagados de imágenes, cada vez con menos fórmulas, cada vez más impactantes y que sólo puedan consultar unos cuantos. ¡Así progresa la ciencia! ¡Así progresará más rápido! Por tanto, NO se les vaya a ocurrir JAMÁS, acceder a sci-hub.se, la página de la Srta. Elbakyan en la que pueden obtener gratuitamente una enorme cantidad de artículos científicos. Este deseo mío se ve ayudado por un buen número de servicios de Internet que bloquean dicha dirección mostrando que, entre la luz del saber y la oscuridad de las tinieblas, han elegido el lado correcto. Quienes NO lo tienen tan claro son los servicios gratuitos de VPN como https://www.4everproxy.com/, https://free-proxy-list.net/web-proxy.html., http://free-proxy.cz/en/web-proxylist/ o el explorador Opera con VPN incorporado, que siguen permitiendo el acceso a este sitio y muchos otros bloqueados. 

   Si, pese a mi advertencia, se empecinan en instalarse Telegram, NI SE LES OCURRA unirse al canal @scihubot para tener de modo inmediato, directo y gratuito en sus dispositivos el artículo que pidan en cuanto le suministren el DOI correspondiente. Como ya les he explicado, habrían elegido el lado equivocado de la lucha entre el bien  y el mal. No les voy a decir nada si, además, se unen también al canal @libgen_scihub_bot, la versión para Telegram de sitios perversos como como http://libgen.rs, https://libgen.me o http://en.bookfi.net desde los que pueden acceder a una infinidad de libros científicos y técnicos. ¡NO hagan semejante cosa! ¡líbrense de la pesadilla de una cultura para todos y gratuita! ¡apártense del infierno del saber libre!

Bien, ya he dicho lo que tenía que decir, que nadie me venga ahora con la milonga de que he dicho lo que no he dicho.

domingo, 28 de marzo de 2021

Fiebre del oro (marino).

   Se llama Patania II, mide 12 metros de largo, cuatro de alto  y pesa 35 toneladas. Es la heredera del prototipo Patania I, probado con éxito en 2017 y debería haber pasado sus ensayos en marzo de 2019. Un fallo en el cableado que une el aparato con el barco, los retrasó al año pasado y la Covid-19 hizo lo propio hasta este año.  En esencia se trata de una aspiradora, diseñada para trabajar varios kilómetros bajo la superficie del mar. Obviamente no se la ha diseñado para recoger la abundante basura marina, sino para recolectar nódulos polimetálicos. Estos nódulos se forman en los fondos marinos, generalmente por capas sucesivas de metales varios acumulados en torno a un núcleo de coral o incluso un diente de tiburón. La mayoría tienen tamaños microscópicos, pero existe una gran cantidad de ellos de entre 3 y 10 centímetros y no resulta extraño encontrarlos de 20 centímetros y más. Aunque no está clara la causa de su aparición, se han propuesto varios mecanismos que pueden originarlos y, se supone, que en cada uno han intervenido todos o un número variable de los mismos. Casi un 30% de su peso se debe al manganeso, pero también contienen níquel, cobre, cobalto, hierro, silicio y aluminio, entre otros minerales imprescindibles para nuestros dispositivos tecnológicos, por ejemplo, las baterías de los coches eléctricos. Como digo, abundan en el fondo marino recubriendo el suelo. Una estimación de 1981 señala que podría haber hasta quinientos mil millones de toneladas repartidas por los mares y océanos del mundo, aunque, por supuesto, existen zonas donde la densidad es exuberante, como en una región cerca de las Islas Cook, en torno a la Isla Diego García en el Indico, en la zona de las Islas Juan Fernández, en la llanura abisal frente al río Loa en Chile y en la Zona Clarion-Clipperton a medio camino entre Hawaii y las Islas Clipperton. 

   Identificados en 1868, los nódulos polimetálicos despertaron el interés como recurso minero hace ya varias décadas, pero muy poco se había avanzado hasta la fundación de la Global Sea Mineral Resources (GSR), una filial del grupo belga DEME, que lleva años demostrando su habilidad para firmar contratos con gobiernos de todo el mundo, desde Egipto hasta Argentina, mientras lanza proclamas acerca de la protección del medio ambiente y “el beneficio de la humanidad”. En 2013 firmó un contrato de 15 años para operar en 76.000 Km2 de la Zona Clarion-Clipperton con la International Seabed Authority (ISA), encargada de organizar y controlar la explotación de los recursos de los fondos marinos situados más allá de las aguas territoriales de cada país. La autoridad de este organismo ha sido reiteradamente criticada por los EEUU, la única potencia marítima que no ha firmado la Convención de las Naciones Unidas sobre la Leyes del Mar (UNCLOS por sus siglas en inglés) de la cual emana la autoridad de la ISA. De hecho, los EEUU han pleiteado reiteradamente por obtener excepciones sobre algunos de sus principios básicos como la exigencia de permisos y tasas para la explotación del fondo marino, la redistribución de la riqueza obtenida y la imposición de leyes sobre la transferencia tecnológica. La actitud de los EEUU contrasta poderosamente con la de China, que intervino sistemáticamente en el desarrollo de la UNCLOS, participó en los organismos que han ido tomando forma a partir de ella y ha ido adecuando su propia legislación a los acuerdos adoptados. Tan entusiasta actitud resulta sin duda paradójica, pues hablamos de un país con 18.000 Km de costa, que no le permiten abrirse a ningún océano, sino a cuatro mares poblados de islas pertenecientes a otros países, algunos de ellos tradicionalmente poco amigables. Muchos analistas señalan que el multilateralismo chino en lo referente al mar, ha sufrido un brusco giro en la estela de los numerosos incidentes, reivindicaciones y litigios con sus vecinos que se han venido produciendo en los últimos años.

   GSR apenas si constituye la punta de lanza de una oleada de empresas con intereses semejantes. Detrás de ella ya se han lanzado la chipriota Green Minerals AS, propietaria de minas en el Congo y que ha obtenido permisos para operar en la plataforma continental entre Noruega y Groenlandia, y la suiza Allseas, con prospecciones en varias partes del mundo. Tampoco los nódulos polimetálicos constituyen el único atractivo. A la espera de tecnologías que permitan su utilización se hallan una infinidad de montículos oceánicos ricos en cobalto y los sulfuros metálicos de las chimeneas hidrotermales. La canadiense Nautilus Minerals, por ejemplo, ha conseguido, después de 30 años, firmar un acuerdo con las autoridades de Papúa-Nueva Guinea para excavar, con robots teledirigidos, el fondo marino, bombeando a la superficie el lodo rico en minerales obtenido. En total, la ISA ha asignado ya 29 áreas de explotación, algo así como un millón y medio de kilómetros cuadrados de fondos marinos a otras tantas empresas, muchas de las cuales esperan la puesta a punto de herramientas que hagan rentables estos y otros negocios. Su impaciencia sólo es comparable con el tamaño de las advertencias que han lanzado múltiples grupos ecologistas y científicos sobre los daños que vehículos como el Patania II podrían causar en los fondos oceánicos. La Zona Clarion-Clipperton, por ejemplo, no sólo ha atraído la atención minera, también se trata de una zona de abundante fauna y flora marina en la que cada misión exploratoria descubre nuevas especies. Apenas se ha estudiado un 2% de todos los fondos marinos, por lo que se conoce muy poco sobre las especies que los habitan, los equilibrios de su entorno y las consecuencias que podría traer su alteración. La minería en tierra se ha demostrado catastrófica desde el punto de vista de los ecosistemas en los que se ha desarrollado, la amenaza que supone su vertiente marina podría convertir esos desastres en fútiles incidentes. Ciertamente, se han diseñado prototipos para la recolección de los nódulos que minimizan el movimiento de los sedimentos, la cantidad de suelo marino que se iza a los barcos, el resto de perturbaciones que la aspiración provoca, las pérdidas de los componentes hidráulicos, el ruido y las vibraciones que producen. Con los prototipos utilizados para los ensayos, se han logrado avances significativos, pero nadie puede prever qué ocurrirá con sus herederos, máquinas de mayor tamaño y operatividad, especialmente cuando éstas no se presenten en forma de intrusos aislados, sino como hordas a la captura de cuanto se ponga al alcance de sus aspiradoras y a la merced de todo tipo de accidentes como los que se pueden producir en alta mar. Por fortuna y, por los motivos mencionados más arriba, EEUU y China apoyan a quienes piden una moratoria en la explotación de los fondos marinos hasta que se hayan desarrollado suficientes estudios sobre ellos. Nadie debe llamarse a engaño, por razones diferentes ambas potencias se han rezagado en el desarrollo de tecnologías propias para dicho fin y aprovecharían una moratoria para ponerlas a punto. No hay, pues, fuentes independientes en este litigio que puedan informar a la opinión pública, con mediana imparcialidad, de lo que nos aguarda. Tampoco hay mucho tiempo. En junio de este año, la asamblea anual de la ISA podría dar luz verde definitiva a la minería comercial marina. Como siempre, las razones profundas para las advertencias ecologistas de lo que acabará afectándonos a todos se harán evidentes después de que unos cuantos hayan conseguido beneficios económicos del tamaño del desastre causado.  

domingo, 21 de marzo de 2021

Exploradores (2 de 2)

   La actitud exploratoria de los mamíferos forma parte de su repertorio de comportamientos instintivos. Soltados en un nuevo entorno, la mayoría se embarca en un febril rastreo de todos los itinerarios posibles. A los seres humanos nos hizo salir de África, colonizar Europa y Asia, saltar a América y recorrer sus 20.000 Km largos de Norte a Sur a un ritmo medio de 10 Km por año, como si a cada generación le hubiese faltado tiempo para buscar nuevos horizontes. Por entonces apenas si había comenzado una expansión aún más sorprendente, la que nos llevó a ocupar todo lo ocupable en las islas del Pacífico, alejándonos de la tierra salvadora hacia el ancho mar ignoto en el que las probabilidades de encontrar algo en lo que echar raíces apenas si resultaba comparable con los riesgos de permanecer en las islas de las que procedíamos. Así llegamos a la isla de Pascua, un montoncito de arena negruzca a 2.000 Km de la isla más cercana. Tocamos sus playas, quizás, en torno al siglo XIII, cuando ya se había producido el cambio más trascendental de nuestra existencia y que apenas se menciona en los libros de historia, el cambio que redujo progresivamente el número de exploradores hasta convertirlos en una minoría, cada vez más ínfima. En el siglo XIX eran ya tan pocos que se los glorificó, se quiso ver en ellos la culminación de los ideales románticos del hombre audaz, atrevido, inventivo, capaz de superar los mayores obstáculos gracias a sus ambiciones personales. Eran la cristalización, en última instancia, de los más altos valores del mundo cristiano, occidental, blanco y capitalista y de su heroica lucha contra el salvajismo de pueblos primitivos. Actuaban, pues, como científica vanguardia de la llegada del progreso a tierras lejanas para arrebatárselas a la miseria... La realidad, por supuesto, era otra, mucho más oscura y salvaje que los pueblos que en ocasiones trataron de apiolarlos. 

   El explorador siempre fue un hombre de límites, transita de las montañas en las que impera la ley de la supervivencia a los valles de refinadas costumbres, de las selvas impenetrables a las amplias avenidas de las ciudades, de inhóspitos desiertos de hielo a confortables habitaciones de hotel, llevando siempre su juego de te y sus botas llenas de barro. La polémica entre Speke y Burton, por ejemplo, fue la polémica entre el lago Victoria y el Tanganika como fuente del Nilo, sí, pero también y sobre todo, fue la polémica entre un oficial del ejército británico que ascendió rangos de acuerdo con el reglamento y un Burton, que se alistó en todos los conflictos de los que tuvo noticia pero que no participó en ninguno más que promoviendo algún motín. Siempre lo rodeó un aura de peleas, duelos e insubordinaciones, se fue del corazón mismo del victorianismo, el Trinity College, echando pestes de quienes lo dirigían y no dudó en documentar, como fiel notario y ocasional participante, las costumbres sexuales de todas las culturas que conoció. La controversia acompaña habitualmente al explorador, casi que podríamos decir que es su casa. Pelea porque se le reconozca cada logro, cada mérito, cada primicia con la misma ferocidad con que pelea por su vida en sus periplos. Mueve huestes combatientes a su favor y en contra de sus rivales y alienta cualquier medio que pueda hundirlos. No es difícil atribuirle hambre de fama, gloria, honores. Suelen aparecer en recepciones y galas con el pecho henchido de mal disimulada arrogancia mientras arramblan con los canapés. Ríen los chistes con plena conciencia de a quién hay que reírselos y cuentan anécdotas picantes que sonrojan a empingorotadas damas. Pero en todo ello apenas si hay una fachada. Incluso aquellos que logran convencerse a sí mismos de que todo es una cuestión de fama o de dinero, puede vérselos haciendo mediciones chapuceras, reclamaciones faltas de fundamento, echando misteriosamente tierra, en el momento más inoportuno, sobre sus propios logros. Minucioso en los detalles, Amusen no tuvo el detalle de avisar a nadie de su cambio de planes, ni de comprobar si efectivamente Cook o Bealy habían llegado al Polo Norte. Peleados en todo, Cook y Bealy coincidieron en hacer mediciones poco creíbles cuando no imposibles. Ni siquiera Speke hizo algo más que hervir agua para calcular de mala manera la altura del lago Victoria. El corcusido en el que convierten el cénit de sus carreras sólo cabe entenderlo de una manera. Algunos lo saben con absoluta certeza, otros sólo lo barruntan, pero, al final, todos alcanzan en algún momento a comprender que su hogar ya sólo puede ser la exploración, que se han convertido en hombres de frontera, cuyo lugar en el mundo se encuentra en la continua fuga. Ajenos a la cultura en que se educaron, extranjeros en la cultura a la que llegan, el tránsito es su patria. Fallan asentando sus logros porque sólo así tendrán una excusa para volver. Cada risotada en una fiesta obedece al cálculo de cuánto podrá obtener para su próximo proyecto. Cada libro que venden, cada conferencia que dan, es un día menos para la siguiente partida. Cada seguidor que reclutan en la pugna por una reclamación añade recursos a su próximo viaje. En la soledad de los bullicios convocados en su honor, toman conciencia de que no desean mayor honor que un trozo seco de carne de perro, mientras contemplan un glaciar jamás contemplado por otro ser humano.

   Sacrifican animales a los que les ponen nombre y con los que juegan, utilizan a otros seres humanos como peones en una partida contra el destino, tratan cualquier ser vivo a su alrededor con la sensibilidad de una flecha lanzada hacia su objetivo. Sería absurdo calificar de inhumano a quien han dedicado su vida a buscar la singularidad de lo único, lo inigualable, lo imposible de imitar por cualquier otro ser humano. Por eso siempre se ve en ellos algo desagradablemente silvestre, altivez más o menos disimulada, un desdén connatural o algo de ofensiva conmiseración. Son el acusador dedo contra cada uno de quienes, muchísimo antes que ellos, se rindieron porque las condiciones no eran las adecuadas, porque las circunstancias no favorecían sus planes, porque no tenían a su alcance los medios necesarios. Los exploradores están más allá de todos nosotros, más allá del cansancio y más allá de la palabra “imposible”. 

   Sin embargo, un verdadero explorador no es un aventurero. No se lanza a la nada armado únicamente con su arrojo. Cada exploración es el resultado de un análisis minucioso, de una pormenorizada planificación, de un estudio de los detalles más nimios. El explorador acumula toneladas de pequeños saberes acerca de la forma de hacer nudos, de las pieles más adecuadas para el frío, de los mejores repelentes de mosquitos. Tampoco son viajeros. No se buscan a sí mismos ni siguen los caminos trillados. El explorador va siempre hacia lo que ningún mapa indica, huyendo de sus zonas de confort como de la muerte. Habrá noches tan oscuras en las que ni siquiera el profundo conocimiento que poseen de sus fortalezas y debilidades consiga alumbrarlos, noches en las que los piojos, las garrapatas y las sanguijuelas parezcan llevarse no su sangre, sino la luz del universo, como esos que vendrán detrás y que se llevarán los premios que nunca les darán a ellos. Asomarán entonces los fantasmas de la derrota, la amargura de la insensatez que gobernó la elección de sus vidas, la eterna pregunta de si no los ha atrapado definitivamente la locura. Pero habrá otras noches, noches en las que, racimos de estrellas que nunca antes se habían acercado a ningún ser humano, bajarán para acariciar sus sueños con la promesa de que, muy pronto, podrán beber hasta saciarse del cáliz de la ambrosía.

domingo, 14 de marzo de 2021

Exploradores (1 de 2)

   El próximo viernes se cumplirán dos siglos del nacimiento de Sir Richard Francis Burton. Diplomático, traductor, orientalista, espía, antropólogo, erotómano, políglota y, ocasionalmente, poeta, alcanzó fama mundial por su faceta de explorador y, más concretamente, por su expedición a la región de los grandes lagos africanos. Acompañado de John Hanning Speke, alcanzó en febrero de 1858 el lago Tanganika tras sufrir innumerables penalidades. Con Speke ya había explorado el interior de lo hoy conocemos como Somalia. Si en aquella ocasión las tribus locales secuestraron a Speke y le proporcionaron once heridas, al lago Tanganika llegó ciego y sordo de un oído por culpa de un escarabajo que se le metió en él. Allí, sin embargo, la suerte cambió. Burton cayó enfermo y Speke lideró la exploración del lago Victoria. La amarga rivalidad que estas exploraciones generó entre ambos ha producido material abundante para artículos, libros y películas y dividieron a la sociedad británica de la época entre partidarios de uno y otro. Sin embargo, casi se queda en una pelea de patio de colegio si se la compara con la pugna entre Cook y Peary por la conquista del Polo Norte o con la de Scott y Amusen por el Polo Sur.

   Contaba Roald Amusen que con ocho años dejaba la ventana de su dormitorio abierta a los vientos de su Noruega natal para acostumbrarse a las inclemencias del territorio que él habría de conquistar, el Polo Norte. Pero el Polo Norte cayó, según la prensa, en las manos de Cook o de Peary justo cuando Amusen culminaba los preparativos para alcanzarlo. Sin pensárselo mucho, decidió poner rumbo al Sur, ocultándoselo a todo el mundo. Los fondos para su iniciativa se vieron reducidos drásticamente, hasta el punto de que Amusen tuvo que hipotecar su casa y todos sus bienes. Robert Falcon Scott, el hombre al mando del proyecto británico de conquista del Polo Sur, le envió materiales para que realizaran observaciones simultáneas en ambos polos y trataba, infructuosamente, de concertar un encuentro con él. En ningún momento se le escapó que todo el mundo lo consideraría un traidor y un tramposo si triunfaba y que difícilmente podría escapar de la cárcel si fracasaba. Sabiendo lo que había en juego, Amusen planificó minuciosamente los detalles, asegurándose de que cada perro, cada trineo, cada gramo de alimento se hallase en sus mejores condiciones en el momento en que se lo pudiera necesitar. El 9 de septiembre, desde Madeira, mandó un cable a Scott, que ya había zarpado en medio de enorme publicidad, para comunicarle el cambio de rumbo. El 15 de enero de 1911 Amusen llegaba a la bahía de las Ballenas. Tras numerosos preparativos y mejoras en los trineos que llevaban, el 19 de octubre Amusen y su equipo iniciaron el viaje hacia el Polo Sur que culminaron el 14 de diciembre, no sin sembrar el recorrido con tres veces más depósitos de provisiones para la vuelta de lo que haría Scott, marcar concienzudamente su situación y sellar los depósitos de queroseno para que el viento, al tumbarlos, no lo desparramara, como acabó ocurriéndole al británico. Tras recuperar fuerzas unos días, consiguieron regresar sanos y salvo a su base. Otra suerte le cabría a la expedición de Scott y, desde luego, no porque no hubiese tenido presagios de lo que iba a ocurrir.

   El 31 de julio de 1901, con 33 años, Scott había zarpado rumbo a la Antártida al mando de la nave Discovery. Con el arrojo que se esperaba de los oficiales de su graciosa majestad, pero sin preparación alguna, con perros y esquíes que nadie sabía utilizar y anteponiendo los formalismos de la marina a la eficacia práctica, el Discovery acabó atrapado en el hielo, la mitad de la tripulación regresando antes de tiempo y buena parte de las observaciones científicas comprometidas por el modo en que se las obtuvo. La prensa, sin embargo, convirtió a Scott en un héroe popular, magnificando sus logros y callando el desastre en el que estuvo a punto de convertirse su misión. El mismo debió verse como un héroe porque se tomó a mal que otro, Ernest Shackleton, anunciara en 1906 sus planes para alcanzar el Polo Sur. Scott le exigió a Shackleton que no utilizara las áreas exploradas por él para su expedición y eso originó retrasos en el intento de Shackleton que acabaron por conducirle al fracaso. Shackleton se quedó a 180 Km del Polo Sur. Scott pareció tener ante sí un camino alfombrado hacia su objetivo. Decidió que sería mucho más honroso recorrer sólo una parte de él tirado por perros y dejó el resto para trineos motorizados, caballos y tracción humana, por la que sentía especial predilección. Muy pronto los ponis comprados sin especial supervisión se demostraron un problema y otro tanto ocurrió con los trineos motorizados, pero ni eso ni tener conocimiento de la presencia de Amusen le hizo cambiar de planes. El 31 de octubre de 1911 emprendió camino al Polo Sur. Llegó a él el 17 de enero de 1912 para encontrar allí la bandera noruega y una carta que Amusen había dejado para su rey por si le sucedía algo en el viaje de regreso. El 17 de febrero, durante la vuelta a la base, Scott perdió uno de sus hombres como consecuencia de una caída. Circunstancias varias hicieron infructuoso el previsto encuentro con el grupo encargado de llevarles suministros. Scott y los tres miembros de su equipo que le acompañaban se encontraron en mitad del hielo a temperaturas por debajo de los 40ºC y con 670 Km que recorrer hasta la salvación. El 16 de marzo, uno de ellos, incapaz ya de caminar, abandonó la tienda en la que se encontraban y se dejó morir congelado. El 19 de marzo, los tres supervivientes de la expedición montaron su último campamento a escasos 20 Km de un punto de suministro, pero no pudieron avanzar más. Se supone que Scott, el último en fallecer, lo hizo el 23 de marzo de 1912.

   La muerte de Scott y los suyos arrojó largas sombras sobre el triunfo de Amusen. De acuerdo con la tradición imperial británica de tapar los despropósitos con el heroísmo individual que trata de remediarlos, a Scott, al que ya se había convertido en héroe para ocultar los desmanes de la expedición Discovery, se lo transformó en icono nacional. Acabó teniendo más monumentos en Gran Bretaña que Amusen en Noruega, se le dedicaron poemas y loas sin límite y hasta un cráter en la Luna tiene su nombre. Con el correr del tiempo las aguas fueron amainando y en la década de los 70 del siglo pasado se inauguró una línea de revisión de su figura que lo tildó de incompetente en el mejor de los casos. En los últimos años algunos de los argumentos esgrimidos para esa revisión han sido puestos en tela de juicio, la deficiente planificación llevada a cabo por Scott, no.

   Hoy día se pueden hacer bonitas excursiones a las cabañas erigidas por la expedición Discovery, a la tumba de Scott y su equipo y al mismísimo Polo Sur con estancia en modernos habitáculos de fibra de vidrio cálidamente acondicionados, deliciosas comidas y snowkiting por el módico precio de 70.000€. Claro, que si Ud. es de esos pobretones que no suele dejar esa cantidad como propina en el parking, siempre tiene la posibilidad de irse al lago Tanganika por mucho menos.