domingo, 16 de febrero de 2020

Reyes desnudos (2. Cómo criar cisnes negros)

China carecía de un sistema de sanidad universal semejante a los europeos hasta 2009. El modelo actual se implementó en tres años a partir de esa fecha y, de hecho, se crearon no uno sino dos sistemas sanitarios, el rural y el urbano. Esta duplicidad tenía como objetivo frenar la migración desde el campo hasta la ciudad pues, el traslado de expediente entre ambos sistemas resulta extremadamente costoso. Sus efectos reales sobre la migración, sin embargo, no se han podido constatar y existen enormes bolsas de campesinos que, de modo irregular, viven en las ciudades, frecuentemente ocupando los empleos más bajos y peor pagados, tales como taxistas o mensajeros, sin cobertura sanitaria. Con todo, ninguno de los dos sistemas ofrece atención gratuita. El paciente tiene que pagar un cierto porcentaje del coste de los medicamentos y de las pruebas que se le efectúan. Qué porcentaje concreto depende de la región y aún de la localidad, correspondiendo a las autoridades que las rigen establecer ese porcentaje. En los hospitales rurales no suele sobrepasar el 40%, pero en algunas ciudades el paciente puede tener que pagar de su bolsillo el 75% de la factura total y en las consultas externas no baja del 50%. El dinero recaudado se reparte entre el hospital y los médicos, por lo que no existe incentivo para un tratamiento riguroso de los historiales médicos. Resulta habitual que cuando un paciente tiene que ir dos veces al hospital y le atienden dos médicos diferentes, se le repitan pruebas ya realizadas con objeto de multiplicar los beneficios, aunque ello sature los departamentos correspondientes y genere, con frecuencia, diagnósticos contrapuestos. Por otra parte, las familias con suficientes recursos suelen empeñar fuertes sumas de dinero en el mantenimiento con vida de parientes mayores hasta los límites de lo que en Occidente se consideraría ensañamiento. Y, para acabar de rematarlo, no faltan los médicos que recomiendan tratamientos caros y poco eficaces para enfermedades triviales. Todo esto resulta más comprensible si tenemos en cuenta que en los tres años en que se implementó el modelo de sanidad existente, como resulta natural, no dio tiempo a que se licenciara la cantidad de personal sanitario necesario, con lo que se optó por integrar en el sistema a muchos médicos que practicaban, con mejor o peor fe, la tradicional medicina china. Además, la aparición de una red de hospitales completamente privados, sobre todo en las grandes urbes de las zonas especiales, ha arramblado con el personal más preparado y de mayor experiencia, lo cual ha ido en detrimento del sistema público.
En cualquier caso, las condiciones de los profesionales de la medicina en China, se hallan bastante alejadas de lo ideal. La escasez de personal se ha suplido con jornadas laborales interminables, la tópica paciencia oriental, desaparece cuando se trata de esperar sin hacer nada a que llegue el momento de que se los atienda y resulta normal que los pacientes aguarden apoyados en el marco de la puerta abierta de la consulta en la que el médico atiende a otro paciente. El tiempo de atención se reduce, en consecuencia, a unos pocos minutos. Las amenazas y agresiones al personal de los hospitales se han multiplicado en los últimos años hasta convertirse en una auténtica plaga y apenas constituye la punta del iceberg del descontento popular. De todos modos, aunque tengan que esperar largas horas ante el mostrador de admisión, aunque tengan que pagar pruebas por duplicado y aunque la atención recibida no siempre cumpla unos mínimos, los pacientes prefieren recorrer decenas de kilómetros para que se les trate una gripe en el hospital antes que acudir a los centros de atención primaria. El Estado dejó de financiar estos centros mucho antes de implantar el actual sistema y aunque se los ha reactivado, la falta de ingresos de unos pacientes que desconfían de ellos ha generado un círculo vicioso de personal poco cualificado, carencia de medios y escasa asistencia.
Ahora ya podemos resumir. Tenemos una masa de población migrante remisa a acudir a los hospitales porque eso podría iniciar el expediente para su deportación y que, por su trabajo, recorre las ciudades de una punta a otra mientras puedan mantenerse en pie. Tenemos una red primaria de asistencia inexistente. Tenemos unos hospitales cotidianamente saturados, en los que la intimidad brilla por su ausencia y el contacto con otros pacientes comienza ya en las colas de recepción. Tenemos el lógico deseo por parte de los directivos de esos hospitales de ahorrar cuanto se pueda en material fungible, como mascarillas y guantes, entre otras cosas porque la práctica totalidad del mismo se importa. Tenemos médicos que se guían más por los intereses pecuniarios que por los criterios diagnósticos. ¿Qué faltaba en este inmenso bosque seco para generar un pavoroso incendio?

domingo, 9 de febrero de 2020

Reyes desnudos (1. Los virus de la corona)

   Los coronavirus conforman una familia de virus cuyos ancestros nos acompañan desde el 3.000 a. de C. aproximadamente. Se trata de retrovirus, quiero decir, su material genético consta de una única cadena de RNA, que, en general, causan enfermedades más bien triviales como el resfriado común. Suelen mantener una cápsula proteínica fácilmente reconocible y transmitirse sin acumular demasiadas mutaciones. Su vía de contagio habitual la constituyen las pequeñas gotículas de moco  que el paciente infectado lanza al ambiente como consecuencia de la tos o los estornudos. Normalmente, éstas acaban en las manos del sujeto que va a recibir la infección, el cual, accidentalmente, las pone en contacto con su mucosa. Dicho de otro modo, el resfriado, cosa que no parece saber mucha gente, se transmite a través de las manos, con lo que una buena higiene de éstas evita más contagios que cualquier tipo de mascarilla.
   Hace unos años comenzaron a descubrirse familias de coronavirus mucho menos benignos de los que habitualmente nos aquejan. En noviembre de 2003 saltó a la fama el SARS Co-V, un coronavirus de contagio más bien difícil,  que infectó a más de 8.000 personas con una tasa de mortalidad en torno al 10%. La Organización del Miedo Sistemático (también conocida como WHO, Whole Hysteric Organisation) alertó a medio mundo sobre la terrorífica expansión de un virus al que pareció sentarle muy mal el clima de latitudes ajenas a Cantón, lugar donde apareció. Pero la caja de las alegrías para la OMS se había abierto. Un par de años después volvía a la carga con el espanto de una forma de gripe capaz de exterminar a media humanidad y transmitida por las pobres aves que han soportado vivir con nosotros. La terrible gripe A, por la que se sacrificaron miles de inocentes pajarillos, que iba a poner en un brete a los sistemas de salud de todo el mundo y que infló los beneficios de las compañías farmacéuticas gracias a una campaña de vacunación extra, pasó por nosotros con tasas de infección y de mortalidad en niveles simplemente inapreciables. De ella, sin embargo, se extrajo la conclusión de que mejor volver a los coronavirus.  Ocho años más tarde apareció el MERS, enfermedad de contagio más bien improbable, aparentemente incapaz de vivir lejos de los mocos de los camellos de la península arábiga, pero que no por eso se libró de que la OMS lanzara sus apocalípticas campanas al vuelo.
   Desde principios de este año la OMS ha encontrado otra ocasión para provocar el pánico mundial. Cómo no, se trata de un coronavirus que, de nuevo, provoca un tipo de neumonía particularmente grave. Rápidamente los sesudos expertos le atribuyeron contagio “por el aire”, los periódicos se apresuraron a dar cifras de muertos en bruto y los medios de comunicación mostraron gráficos que exhibían brutales tasas de expansión. En lo que parecía un acto de prudencia, la OMS se negó a declarar la pandemia, ante la “ejemplar” reacción de las autoridades chinas. Pero cuando éstas enclaustraron a los 11 millones de habitantes de Wuham, el organismo internacional “se vio obligado” a alertar a todo el mundo de la catástrofe que se nos venía encima. China, mostrando la envidiable capacidad productiva que la ha convertido en una potencia mundial, ha levantado unos cuantos hospitales en diez días ante el asombro del mundo y la ira cada vez menos disimulada de sus ciudadanos. Mientras los medios más “alternativos” intentan vincular el surgimiento del nuevo virus con la guerra comercial con los EEUU y los gobiernos de diferentes países ponen a trabajar los laboratorios financiados con dinero público con objeto de conseguir una vacuna que comercializarán las empresas privadas, el público en general ya sabe más de la nueva enfermedad que de su vecino y hablan de coronavirus hasta los/as alumnos/as de los parvularios.
   Si en medio de toda esta histeria uno analiza fríamente los datos que van llegando, la realidad que se descubre no cuadra mucho con la reacción que se ha logrado generar. En primer lugar hay que constatar que la noticia del surgimiento de este nuevo virus ocupó las portadas de los medios de comunicación desde los primeros días, cuando los infectados no sobrepasaban la treintena, algo, sin duda, bastante sorprendente. En segundo lugar, si, contamos no las cifras de muertos en bruto sino en comparación con las cifras de afectados, aparece una enfermedad que mata a menos del 2% de todos los que infecta, lo cual supone una tasa de mortalidad por debajo de la gripe común. En tercer lugar, si se compara su expansión no con el SARS o con el MERS, enfermedades, como ya he dicho, poco contagiosas, resulta que ésta se expande más lentamente que, de nuevo, la gripe común. En cuarto lugar, a un ritmo de unos 1.000 infectados por día, habrá alcanzado a la totalidad de la población china en algo así como... ¿un millón de días? En quinto lugar, parece que necesita, como mínimo la misma intimidad con quien ya se halla infectado que la gripe para que se transmita, lo cual hace que las medidas de confinamiento más bien refuercen su capacidad de contagio que su aislamiento. En sexto lugar, todo induce a pensar que hay un número desproporcionado de contagiados entre el personal médico chino. En definitiva, ¿qué ocurre realmente en China? ¿a qué viene todo este escándalo, todo este alboroto, toda esta ira? ¿por qué tenemos que habérnoslas ahora precisamente con esto y no con cualquier otra cosa?

domingo, 2 de febrero de 2020

Genios.

   Me gustaría decir que leo con provecho Origin of Genius. Darwinian Perspectives on Creativity, libro que publicó el muy distinguido profesor de psicología Dean Keith Simonton en 1999. Pero, apenas uno comienza su amena lectura, comprueba que la amenidad ha ido deslabazando el rigor y deshilachando la lógica. Simonton va agregando anécdotas, números y teorías, creyendo que con ellos construye un entramado de fundamentos, cuando apenas amalgama los típicos tópicos de siempre. Un ejemplo lo constituye su lista de “genios” que perdieron a sus padres en la primera o la segunda decena de vida. Sin duda, la abundancia de nombres, aturde lo suficiente como para pensar que ahí hay algo. Pero basta poner las cosas del revés para descubrir que apenas si hemos cogido un importante puñado de nada: ¿cuántos “genios” no vieron morir a uno de sus progenitores en esas décadas de su vida? O, dicho de otro modo, ¿qué porcentaje representan los mencionados respecto del total? Por supuesto, sale a relucir la disparatada historia del cociente intelectual y de qué mide exactamente, pues un número muy significativo de quienes han alcanzado a destacar de alguna manera no puntuaban demasiado alto en él y, a la inversa, hay mediocres de toda laya cuyo mayor logro consistió en obtener significativas puntuaciones en el correspondiente test. Simonton recurre al fácil criterio de considerar genio a todo aquel que ha marcado nuevos caminos para la humanidad, criterio éste que conduce a la paradoja de que corresponde a todos esos seres humanos que ni por asombro llegan a la categoría de genios, reconocer en quien posee tan singular cualidad alguien a quien seguir. El "genio", por tanto, debe hacer algo comprensible, repetible, en cierto modo, por la masa o, al menos, por los expertos del ramo, cosa que, habitualmente, lleva tiempo. Por tanto, el genio, preferentemente, tiene que haber muerto o, al menos, haber alcanzado esa edad en la que uno se vuelve indefenso. "Genio", en definitiva, constituye una categoría que sólo se reconoce a lo ya inocuo, a lo domesticado y digerible por la masa. A cambio, una vez se acepta que alguien "es" un genio, por muy deleznable copia de sí mismo que produzca, no dejará de recibir genuflexiones. Pero lo sorprendente, lo que sorprende de toda esta historia, radica en la naturalidad con que todos aceptamos como obvio que tiene que haber genios.
   La “genialidad” no constituye una cualidad innata fácilmente reconocible, cuyos orígenes se puedan remontar a la noche de los tiempos por alguna mutación extraordinaria de nuestro DNA. De hecho, no había genios antes del siglo XVIII o, por decirlo con mayor precisión, no había genialidad antes de Kant. Antes, en la época de Wolff, de Leibniz, de Descartes, de Bacon o de Llull, se aceptaba de modo general que la capacidad de los seres humanos para crear nuevos productos intelectuales procedía de la utilización adecuada de un método para ello. A ese método se lo conocía desde los tiempos de Cicerón como el ars inveniendi y se consideraba requisito imprescindible para reconocer en un algoritmo el ars inveniendi, precisamente, el hecho de que cualquiera pudiera utilizarlo, sin necesidad de poseer ninguna traza especial en su vida, en sus genes o en su cerebro. 
   En Los progresos de la metafísica desde Leibniz y Wolff, Kant concluía que la metafísica no había realizado progreso alguno desde esos tiempos porque la metafísica, en realidad, nunca había podido realizar progresos, su naturaleza no consiste en progresar. De un modo semejante, Kant concluirá que el ars inveniendi no había realizado progreso alguno desde los tiempos de Cicerón y que no los había realizado porque tal ars inveniendi constituía una suerte de ideal trascendental, una maravillosa idea que los seres humanos no pueden evitar perseguir pero que, de ninguna, de las maneras puede construirse, al menos, no científicamente. Todavía mejor si Leibniz planteó la posibilidad del ars inveniendi en su tesis doctoral, la Dissertatio de Arte Combinatoria, Kant parece emperrado en acabar con ella desde la suya, la Nova Dilucidatio, pese a que por aquel entonces tenía como razones poco más que vagas sospechas. El Kant posterior, el Kant "crítico", no puede llamar en su ayuda la falta resultados tangibles del ars inveniendi, pues se trataría entonces de una pura cuestión empírica fácilmente refutable en cuanto apareciera algún logro. Por eso Kant alude al hecho de que un ars inveniendi no podría ampararse ni en las matemáticas (que sólo tratan con números) ni en la lógica (que no permite conocimiento sintético y, por tanto, no puede implicar novedades). 
   A cambio, Kant nos legó su teoría del “genio”, ese domeñador del tenebroso ámbito de lo “en sí” que todos llevamos dentro y que, sin regla alguna, nos otorga nuevas reglas con las que pintar la realidad. Espíritu atormentado, lucha contra un género humano ajeno a los inefables motivos que le han conducido a obrar de esa manera y se mantiene, por tanto, muy cercano al loco, que usa la lógica sobre bases ajenas a la realidad. La teoría del genio cuadraba magníficamente con el espíritu de un naciente romanticismo que la adoptará como bandera y, todo hay que decirlo, con un naciente capitalismo que, a falta de poder atribuirle a sus héroes creatividad o inventiva, encuentra en la teoría del genio una manera de reconocer en ellos alguna cualidad laudable. Desde entonces, seres humanos de variada procedencia han dedicado sus vidas a acercarlas cuanto resultara posible a la imagen del genio de Kant y han adoptado la pose enfermiza y el enfrentamiento con el mundo como guías certeras de la cercana genialidad. Todo el mundo quiere que se le reconozca como genio y el mundo otorga la genialidad a cualquiera de sus triunfadores sin preguntarse si acaso los que no triunfaron no tenían los mismos rasgos que aquellos a los que se le reconoce la genialidad. Y, sobre todo, sin que nadie pregunte si de verdad Kant tenía razón, si de verdad el ars inveniendi no conduce a ninguna parte y si de verdad resulta imposible construir un algoritmo de la creatividad. ¿O sí se lo preguntó alguien? ¿alguien, tal vez, que no figura en los libros de filosofía del siglo pasado? ¿alguien, incluso, alejado del capitalismo?..

domingo, 26 de enero de 2020

Una de espías.

   Las novelas, el cine y la televisión han envuelto en una aureola de glamour el mundo de los espías. Pintados como héroes románticos desengañados, pistoleros extraordinarios y amantes incomparables, sus vidas parecen llenas de aventuras, de escenarios exóticos y de hazañas increíbles. Es cierto que ha habido espías así. La vida de Sidney Reilly, por ejemplo, supera con mucho cualquiera de estas notables características. Como buen espía, ni siquiera hoy se sabe con certeza cuándo nació ni cómo y dónde murió. “Sidney Reilly”, fue la identidad que adoptó tras casarse con una dama británica cuyo marido “casualmente” murió una semana después de modificar un testamento previo para dejarle a ella toda su fortuna. Por aquel entonces ya se había visto envuelto en otro turbio incidente que implicó la muerte de un agente anarquista y la desaparición de los cuantiosos fondos para la causa que custodiaba. Reilly trabajaba desde bastante antes para los servicios secretos zaristas, pero por aquella época había comenzado a hacer lo propio con los británicos. Poco tiempo después obtuvo cuantiosos beneficios ayudando a los japoneses a atacar Port Arthur dando inicio a la guerra ruso-japonesa de 1904-5. A partir de ese momento prácticamente no hubo escándalo, complot o incidente diplomático con el que no se haya relacionado a Reilly. Se lo sitúa tras las  líneas alemanas durante la Primera Guerra Mundial a la vez que promovía actos de sabotaje en los EEUU para que entrasen en el conflicto y se esforzaba por descarrilar la revolución bolchevique. Reilly, que nunca había tenido más ideales que los saldos de sus cuentas corrientes, encontró en la destrucción del comunismo ruso un motivo por el que jugarse la vida más allá del beneficio económico que pudiera proporcionarle. A principios de 1918 complotó para matar a Lenin y promover un golpe de Estado, pero los socialistas revolucionarios se le adelantaron y el plan se vino abajo. Felix Dzerzhinsky, el jefe de los servicios secretos bolcheviques, lanzó entonces una feroz campaña de persecución contra los opositores en general y contra Reilly en particular. Cuentan los agentes británicos que contactaron con él por aquel entonces que, en medio de redes que se desmoronaban por los golpes policiales y con fotos suyas colgadas en cada poste de Rusia, Reilly lucía tranquilo, sin preocupación aparente y controlando en todo momento la situación. Lograron sacarle sano y salvo, pero ya no dejó de pensar en esta, que bien pudiera considerarse su única operación fallida y en los que habían quedado atrás por su culpa. Volvió a Rusia en 1925 para no regresar jamás. Hay testigos de su ajusticiamiento en un bosque, pero su última esposa aseguraba tener pruebas de que seguía con vida en 1932 y existe quien especula con que el carácter chapucero de su actuación en el complot para matar a Lenin respondió, en realidad, a un cambio de bando que se habría sellado con su retorno. Casualmente o no, en esa época los servicios secretos rusos dieron un sorprendente salto en eficacia y sutileza. De poco más que defender lo que tenían a mediados de los años 20, a principios de los 30 habían echado el anzuelo en las sociedades secretas de la Universidad de Cambridge. De allí salieron Donald Maclean, Guy Burgess, Anthony Blunt, John Cairncross y, por supuesto, "Kim" Philby. 
   Reclutado por el servicio secreto británico cuando ya trabajaba para el KGB, el primer destino de Philby fue España. Aquí anduvo, en plena guerra civil, entre Sevilla, Córdoba y Lisboa, pasando información a los soviéticos sobre el alto mando franquista. Eso no impidió que Franco, con la perspicacia que lo caracterizaba, impusiera personalmente sobre su solapa la Cruz Roja del Mérito Militar en 1938. Pero Philby no era Reilly ni un héroe de película. Aunque el KGB pensó utilizarlo para asesinar a Franco, desecharon esa posibilidad por el escaso arrojo de Philby. El valor de Philby radicaba en algo mucho más útil para un espía y que lo hace poco susceptible de aparecer en una gran pantalla: su discreción. Aunque difícilmente podía ignorarse su existencia cuando estaba presente, su capacidad para deflectar las sospechas sobre sus verdaderas actividades rozó lo funambulesco. De una lista de actividades dudosas, un agente de la CIA encargado de escrutar el comportamiento de Philby no fue capaz de señalar ni una. Tras un primer interrogatorio y que se le apartara de cualquier actividad, el servicio secreto británico acabó desdiciéndose, limpiando su historial y asignándole un nuevo puesto en Beirut. Incluso cuando resultó evidente su deserción a la URSS, muchos no pudieron evitar sentirse sorprendidos. 
   No obstante, estas dos figuras señeras del espionaje y muchos otros casos semejantes que pudieran citarse a este respecto, debe evitarse el sesgo que introducen. Si de Philby, si de los cinco de Cambridge, si de Reilly, se ha escrito y filmado tanto, se debe precisamente, a que de ninguna de las maneras constituyen el caso estándar. Por definición, un espía es la persona a la que no ves ni aunque la tengas delante. Su aspecto debe ser anodino, su modo de actuar trivial y su vida cotidiana debe carecer, en apariencia, de cualquier aliciente. Ni un tono de voz, ni un acento, ni un gesto, ni una gota de sudor, debe en ningún momento hacer sospechar del sentido de sus actuaciones. La inmensa mayoría de ellos pasan la vida alejados de la acción directa, de los teatros de batalla y de las grandes hazañas, rodeados de papeles, de ordenadores, de hastío y de soledad. Quienes los conocen bien no suelen describirlos con mucho cariño. Con frecuencia su obcecación supera a su inteligencia, su capacidad para adular a los superiores a sus capacidades de análisis, sus dotes para seguir la corriente a su creatividad. Más burócratas que héroes, hay algo que, sin embargo, todos ellos deben tener si quieren seguir en activo y, en ocasiones, vivos: la habilidad de narrar.

domingo, 19 de enero de 2020

Marketing y filosofía (1)

   Decía Gilles Deleuze que allí donde existe estilo puede hablarse de filosofía. Deleuze constituye un puerto imprescindible para quien quiera llenar su bodegas de algo más que palabrería recorriendo los procelosos mares del saber filosófico del siglo pasado. Desgraciadamente, ésta, quizás la más espúrea de sus aportaciones, ha pasado a dominar el acervo común y ahora tenemos “filosofía” hasta en la sopa. Hay la filosofía de tal o cual entrenador de fútbol, la filosofía de contratación de jugadores, la filosofía del cine y, por supuesto, la danza, el flamenco y el marketing pueden identificarse con géneros distintos de filosofía. Hemos llegado a esta situación, entre otras cosas, me temo, porque ha habido un complot deliberado para reducir a los filósofos a una especie de reservas indias, de las que, a cambio de aportar comida con cierta regularidad, se espera que se abstengan de salir, ocupándose de problemas reales y molestando con sus impertinencias. Con objeto de que los demás no noten demasiado la reclusión, se ha procedido a multiplicar la palabra, ya vacía de contenido, caracterizando el discurso de quienes, en nuestro presente inmediato, han asumido la tarea de procurar nuevos conceptos, nuevas realidades y nuevas teorías con las que orientar a la humanidad.  De entre todos los nuevos forjadores de pensamiento, como ya he ido dejando claro por aquí, siento particular predilección por los especialistas en marketing. 
   En principio, filosofía y marketing se presentan como dos disciplinas esencialmente en fuga la una de la otra. Esos filósofos que llevan un siglo preguntando por el sexo de las interpretaciones, siguen aferrados a la idea de que, aunque efectivamente “todo son interpretaciones”, ellos se hallan en pos de cierta cosa “verdadera”, en pos de cierta “esencia”, a punto de levantar el velo de Maya, por mucho que jamás se permitirían hablar de sus íntimos anhelos en semejantes términos. El marketing trata de la moda, de lo trivial y aparente, de aquello que, por definición, no debe preocupar a un filósofo... Y mientras tanto se preocupan de ir vestidos a la última, acudir al concierto del artista más publicitado del momento y de realizar ese viaje de ensueño que han visto en anuncios explícitos o no. Estas pobres gentes que se creen herederos de Nietzsche se aferran, incluso con desesperación, a su fe en el “ser”, en las medicinas y en las inmunitas sin tener la menor idea de cómo tales ideas, que componen la realidad en la que viven, han llegado a sus cabezas. 
   Puede comprenderse, por lo que vengo diciendo, que las “inmunitas” me fascinan. Lea las siguientes dos palabras y trate de evitar completar los puntos suspensivos: L. Casei... ¿Ha conseguido evitarlo? Hasta los médicos recomiendan la marca de leche fermentada en cuestión porque “refuerza nuestro sistema inmunitario”. Existe, incluso, una patente que protege las “inmunitas”. Pero, aunque haberlas haylas, como las meigas, nadie las ha visto ni las verá nunca. Las “inmunitas” las metió en nuestra cabeza una extraordinaria campaña publicitaria de la todopoderosa empresa alimenticia Danone, hasta el punto de volvernos ciegos para preguntas obvias como: si las “inmunitas” refuerzan nuestro sistema inmunitario, ¿por qué no se venden en farmacias? ¿por qué no las financian los sistemas de salud pública? ¿por qué se compran en supermercados como vulgares yogures? Apenas podemos entrever más allá de nuestras anteojeras habituales y las preguntas comienzan a multiplicarse: ¿cuántas "inmunitas" pueblan nuestra realidad cotidiana? ¿sólo hacen referencia a lo que comemos, a lo que bebemos, a lo que ingerimos? ¿por qué nos resulta tan difícil verbalizar qué buscamos en esta vida y, sin embargo, enunciamos como verdades inamovibles la marca de pilas que dura más, el detergente que, científicamente, ha comprobado lavar más blanco o la marca de coches más seguros?
   Acudan a los libros de psicología intentando responder a la cuestión de qué motiva a los seres humanos, de cómo pensamos, de  qué despierta nuestras emociones. Se encontrarán con teorías interminables, de mayor o menor base empírica, pero que no parecen mostrar el menor progreso en décadas y que, por encima de todo, ofrecen una utilidad práctica escasa o nula más allá de un par de recetas que mi abuela ya me habría dado si se las hubiese pedido. Acudan con las mismas preguntas a un libro de marketing, por muy penoso que pueda parecer, no sólo le pondrán un puñado de ejemplos brillantes de cómo han llevado a decenas de clientes a pensar que necesitaban cosas que dudosamente podrían necesitar algún día, no sólo le explicarán cómo han despertado emociones en gente que no lloró ni el día que se les murió la madre, no sólo le aclararán qué motiva a los seres humanos, sino que, además, le ofrecerán el modo en que puede hacerse todo eso en países culturalmente muy alejados de nosotros, tanto que la filosofía del siglo pasado trató de convencernos de que existía una barrera de inconmensurabilidad levantada entre ellos y nosotros. Va acercándose la hora, si los filósofos no quieren contemplar el fin de su estirpe refugiados en sus cómodas reservas, de abandonar nuestras altiveces metafísicas y acudir con humildad a los especialistas en marketing suplicando enseñanzas. 

domingo, 12 de enero de 2020

¿Qué significa "normalidad" en España?

   Cada septiembre, el Consejero/a de Educación de turno aparece en los medios de comunicación saludando el inicio de las clases con la admonición de que “el curso ha comenzado con normalidad”. En esas fechas hay colegios cuyos techos se caen, miles de alumnos/as tienen por aulas módulos prefabricados al borde de derrumbarse tras el primer empujón, la mayor parte de los centros no tienen las plantillas completas, no hay dinero suficiente para contratar más personal docente, de limpieza o de secretaría, las partidas para pagar la luz y el agua de los centros no están disponibles, etc. etc. etc. Para acabar con estos problemas, que en Andalucía son endémicos de la herencia socialista (y en otros lugares de España de la herencia  de otros), la alianza de gobierno popular-ciudadana-voceadora, ha hallado la solución: adelantar siete días la “normalidad”. 
   Una "normalidad" muy semejante ha dominado la formación del actual gobierno. Es “normal”, por ejemplo, que éste se base en una coalición, como lo demuestra que Europa esté llena de ellas. Como siempre, hemos llegado veinte años tarde a la moda de los gobiernos de coalición, desconocidos hasta ahora en nuestra democracia. Lo que no se entiende muy bien, si esto es tan “normal”, es por qué Pedro Sánchez, “el renacido”, se obstinó en no “normalizar” el país durante meses hasta el punto de forzar otras elecciones. Y, sobre todo, si uno da vueltas por lo que hay en otros países se da cuenta de que las coaliciones se constituyen para obtener mayorías suficientes para gobernar. En cambio, esta coalición tan “normal”, apenas si alcanza para vivir en un suspiro después de haber tenido que pactar hasta con el demonio para conseguir la veintena larga de votos que va a necesitar para sacar adelante cualquier proyecto de ley. 
   He aquí la estructura de un gobierno "normal": 18 ministros y ¡cuatro vicepresidencias! Más que un gobierno, esto parece una de esas empresas públicas que tanto abundan en este país y que tienen más directivos que empleados. De hecho, el nombre de cada vicepresidencia recuerda el memorandum de actividades de algunas de estas empresas. La vicepresidenta de “relaciones con las cortes y memoria democrática”, ¿qué ministerios tiene adscritos? ¿y el resto? ¿no tienen “memoria democrática”? ¿no tienen “relaciones con las Cortes”? Normal parece que al vicepresidente de “agenda 2030" se le saltaran las lágrimas tras la votación que daba luz verde a la formación de gobierno. Miraba a su pareja, la ministra de Igualdad y susurraba: “tenemos asegurado el pago de nuestra mansioncita”. Y la ministra de Igualdad le respondía entre sollozos: “ya no somos descastados”. Contemplando esta escena, la vicepresidenta de “reto demográfico” sonreía pensando: “seguro que estos van a por otra parejita”. Muy clara, sin embargo, está la vicepresidencia económica. Habrá quien sospeche que “el renacido” no se fiaba de su ministra de Hacienda, pero poner a dos personas para hacer lo mismo a mí me parece lógico después de que el mago Tamariz renunciara al cargo. Total, lo único que tienen que conseguir es un presupuesto "normal", que arroje un diluvio de dinero sobre Cataluña, que les ponga hilo telefónico a los de Teruel, que proporcione un aluvión de euros a las políticas sociales para que el vicepresidente del área tenga relumbrón, que recorte los 8.000 millones de euros que pide Bruselas y que supere un trámite parlamentario que va a dejar el de la formación de gobierno a nivel de pelea en el aula de parvulario.
   Por cierto, hablando del hilo telefónico de Teruel (de cobre, la fibra óptica no saben ni que existe), no puedo dejar de mencionar, dentro de esta "normalidad" que nos embarga, la que se ha montado en las redes sociales por la colaboración de Teruel Existe en la formación de gobierno. Hay quien ha amenazado con no ir a Teruel, quien ha propuesto boicotear sus productos y quien ha distribuido un mapa de España con Teruel tachada... Bueno, quien ha intentado distribuir un mapa con Teruel tachada, pero en el que, en realidad, aparecía tachada Cuenca. ¡Lógico! ¿cómo van a tachar Teruel del mapa de España si Teruel no existe? Y lo mismo lo demás, el que dice que no va a ir a Teruel, ¿ha intentado ir alguna vez? ¡A Teruel no hay manera de llegar ni aunque se quiera! A Ciudad Real uno puede llegar hasta en avión, pero ¿a Teruel? El último que intentó ir a Teruel acabó descubriendo América y después, claro, la historia se cambió para que Teruel siguiera sin existir. ¿Boicotear los productos de Teruel? ¿Acaso los productos de Teruel se importan a la península? Si estas pobres criaturas siguen viendo el Un, dos tres porque todavía no les ha llegado la TDT. Lo único que piden es una línea de ADSL al consistorio para que  puedan reunirse allí a ver algún partido de fútbol los días que no se coman los cables los mapaches. Pero las críticas a sus reclamaciones son muy reveladoras. Buena parte de los españoles no las han entendido, ya que consideran que Teruel también vive en condiciones "normales". Y ahora ya podemos atisbar qué significa "normal" en España. "Normal" es una palabra que se utiliza en nuestro país para designar lo que en otros países de nuestro entorno se considera precario.

domingo, 5 de enero de 2020

El apocalipsis ahora.

   El final de la guerra de Vietnam ofreció la oportunidad a un consagrado Francis Ford Coppola de llevar la novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas al cine. Dicen las malas lenguas que el gran aliciente de este proyecto radicaba para Coppola en que podría superar a su ídolo, Orson Welles, que abandonó una idea parecida por el elevado coste del proyecto. Esa hybris le costó cara. Sin mucha previsión, Coppola se vio envuelto en uno de los rodajes más tumultuosos de la historia del cine. Primero no conseguía encontrar a nadie dispuesto a irse a Filipinas a rodar; después al protagonista, Martin Sheen, le dio un infarto nada más comenzar; los helicópteros, propiedad del ejército filipino, iban y venían del rodaje al bombardeo de la guerrilla del Frente Moro; Marlon Brando se negó a leer ni una línea del material que le pasaba Coppola y se dedicó a improvisar; y, en mitad de la selva, de la lluvia y de un rodaje que se le había ido de las manos, Coppola se encontró sin ideas de cómo demonios terminar la película. Al final, se lo zampó el corazón de las tinieblas y optó por lo mejor que podía hacer, dedicarse a rodar su entorno. Las imágenes iniciales de la selva en llamas, Martin Sheen bebido haciéndose una herida al golpear un espejo, la ceremonia del toro descuartizado y, sobre todo, el ya inencontrable final en blanco y negro con el cuartel de Kurtz explotando, las tomó de materiales desechados o de otros, para componer secuencias que forman parte del imaginario colectivo. 
   Si en los años cuarenta el Departamento de Estado pidió a Hollywood una serie de documentales con el explicativo título “Por qué luchamos”, Apocalypse Now podría haber llevado como subtítulo “Por qué no deberíamos haber luchado”. En ella hay auténticas cargas de profundidad contra la participación norteamericana en la guerra de Vietnam. El propio hecho de situar allí la novela de Conrad constituye una de ellas. El corazón de las tinieblas narra, en el áspero estilo del autor de origen polaco, el salvajismo, la barbarie, la ambición y el endiosamiento ante la falta de cualquier cosa que sonara a ley de los supuestos agentes civilizadores belgas en el Congo. Y precisamente a eso se equiparaba la defensa del american way of life.
   La famosa "Cabalgata de las valquirias" de Wagner, que acompañaba a las imágenes de los Stukas alemanes que se proyectaban a los cadetes en las escuelas militares durante el nazismo, actúa como banda sonora del asalto del Noveno Aerotransportado a un pueblo controlado por el ejército de Vietnam del Norte. Para más inri, presenciamos, aterrados, el desalojo de un colegio mientras se acercan las “fuerzas de liberación”. “Fuerzas de liberación” que, por lo demás, no tienen otro proyecto de futuro para la localidad que hacer surf. En mitad de la locura de un combate sin frentes, el Teniente Coronel William "Bill" Kilgore (un impactante Robert Duvall) suelta su famoso discurso sobre el napalm. Cuando termina, incluso él mismo parece arrepentido de su delirio y masculla la mayor declaración pacifista de que es capaz: “algún día terminará esta guerra”.
   Remontando el río, adentrándose en su propio oscuridad, el capitán Willard se asoma casi a la clarividencia. “Charlie”, dice, “sólo necesita un puñado de arroz y algo de carne de rata para seguir combatiendo”. Los americanos, por contra, necesitaban barbacoas, chuletas, cerveza y chicas Playboy para sentirse en casa y cuanto más en casa se sentían, más lejos se sabían de su hogar. Kurtz expresará lo mismo de otra manera. Cuenta que un día fueron a vacunar niños a un poblado. Cuando volvieron, el Vietcom les había cortado los brazos a los niños y los había amontonado en una pila. En ese momento Kurtz comprendió que si tuviera un puñado de hombres dispuestos a hacer precisamente eso, la “victoria” estaría al alcance de la mano, aunque esa “victoria” no podría consistir más que en el exterminio de todos los autóctonos, reflexión que, efectivamente, resumía las aspiraciones “civilizadoras” del Kurtz de la novela.
   Leo que los combatientes del Estado Islámico tenían por costumbre grabarse rodeados de cabezas cortadas de sus víctimas y no puedo evitar acordarme del endiosado coronel Kurtz y su improvisado ejército de indígenas y desertores dispuestos a cualquier cosa por él. De hecho, me pregunto si esos vídeos no iban dirigidos precisamente a esa parte de nuestras mentes en que ha quedado grabada la película de Coppola, porque nadie como Joseph Conrad conocía el poderoso influjo que la locura, la oscuridad y las tinieblas, ejercen sobre los seres humanos. Para unos jóvenes tan confusos como el capitán Williard, que no saben si ven, sueñan o desvarían con la selva en llamas y que cada mañana se levantan murmurando, “mierda, Saigón” (o París, o Londres, o Barcelona), el asesinato y la búsqueda interior llevan al mismo sitio: el corazón de las tinieblas. Al igual que el Kurtz de la novela y de la película, el califato consiguió otorgar un sentido, un programa, un objetivo a unas carnicerías sin fin en Siria y en Irak, en las que el sentido, el programa y el objetivo no pueden apreciarse por ninguna parte, aunque el designio propuesto no consistiese en otra cosa más que en precipitar el apocalipsis.