domingo, 2 de febrero de 2020

Genios.

   Me gustaría decir que leo con provecho Origin of Genius. Darwinian Perspectives on Creativity, libro que publicó el muy distinguido profesor de psicología Dean Keith Simonton en 1999. Pero, apenas uno comienza su amena lectura, comprueba que la amenidad ha ido deslabazando el rigor y deshilachando la lógica. Simonton va agregando anécdotas, números y teorías, creyendo que con ellos construye un entramado de fundamentos, cuando apenas amalgama los típicos tópicos de siempre. Un ejemplo lo constituye su lista de “genios” que perdieron a sus padres en la primera o la segunda decena de vida. Sin duda, la abundancia de nombres, aturde lo suficiente como para pensar que ahí hay algo. Pero basta poner las cosas del revés para descubrir que apenas si hemos cogido un importante puñado de nada: ¿cuántos “genios” no vieron morir a uno de sus progenitores en esas décadas de su vida? O, dicho de otro modo, ¿qué porcentaje representan los mencionados respecto del total? Por supuesto, sale a relucir la disparatada historia del cociente intelectual y de qué mide exactamente, pues un número muy significativo de quienes han alcanzado a destacar de alguna manera no puntuaban demasiado alto en él y, a la inversa, hay mediocres de toda laya cuyo mayor logro consistió en obtener significativas puntuaciones en el correspondiente test. Simonton recurre al fácil criterio de considerar genio a todo aquel que ha marcado nuevos caminos para la humanidad, criterio éste que conduce a la paradoja de que corresponde a todos esos seres humanos que ni por asombro llegan a la categoría de genios, reconocer en quien posee tan singular cualidad alguien a quien seguir. El "genio", por tanto, debe hacer algo comprensible, repetible, en cierto modo, por la masa o, al menos, por los expertos del ramo, cosa que, habitualmente, lleva tiempo. Por tanto, el genio, preferentemente, tiene que haber muerto o, al menos, haber alcanzado esa edad en la que uno se vuelve indefenso. "Genio", en definitiva, constituye una categoría que sólo se reconoce a lo ya inocuo, a lo domesticado y digerible por la masa. A cambio, una vez se acepta que alguien "es" un genio, por muy deleznable copia de sí mismo que produzca, no dejará de recibir genuflexiones. Pero lo sorprendente, lo que sorprende de toda esta historia, radica en la naturalidad con que todos aceptamos como obvio que tiene que haber genios.
   La “genialidad” no constituye una cualidad innata fácilmente reconocible, cuyos orígenes se puedan remontar a la noche de los tiempos por alguna mutación extraordinaria de nuestro DNA. De hecho, no había genios antes del siglo XVIII o, por decirlo con mayor precisión, no había genialidad antes de Kant. Antes, en la época de Wolff, de Leibniz, de Descartes, de Bacon o de Llull, se aceptaba de modo general que la capacidad de los seres humanos para crear nuevos productos intelectuales procedía de la utilización adecuada de un método para ello. A ese método se lo conocía desde los tiempos de Cicerón como el ars inveniendi y se consideraba requisito imprescindible para reconocer en un algoritmo el ars inveniendi, precisamente, el hecho de que cualquiera pudiera utilizarlo, sin necesidad de poseer ninguna traza especial en su vida, en sus genes o en su cerebro. 
   En Los progresos de la metafísica desde Leibniz y Wolff, Kant concluía que la metafísica no había realizado progreso alguno desde esos tiempos porque la metafísica, en realidad, nunca había podido realizar progresos, su naturaleza no consiste en progresar. De un modo semejante, Kant concluirá que el ars inveniendi no había realizado progreso alguno desde los tiempos de Cicerón y que no los había realizado porque tal ars inveniendi constituía una suerte de ideal trascendental, una maravillosa idea que los seres humanos no pueden evitar perseguir pero que, de ninguna, de las maneras puede construirse, al menos, no científicamente. Todavía mejor si Leibniz planteó la posibilidad del ars inveniendi en su tesis doctoral, la Dissertatio de Arte Combinatoria, Kant parece emperrado en acabar con ella desde la suya, la Nova Dilucidatio, pese a que por aquel entonces tenía como razones poco más que vagas sospechas. El Kant posterior, el Kant "crítico", no puede llamar en su ayuda la falta resultados tangibles del ars inveniendi, pues se trataría entonces de una pura cuestión empírica fácilmente refutable en cuanto apareciera algún logro. Por eso Kant alude al hecho de que un ars inveniendi no podría ampararse ni en las matemáticas (que sólo tratan con números) ni en la lógica (que no permite conocimiento sintético y, por tanto, no puede implicar novedades). 
   A cambio, Kant nos legó su teoría del “genio”, ese domeñador del tenebroso ámbito de lo “en sí” que todos llevamos dentro y que, sin regla alguna, nos otorga nuevas reglas con las que pintar la realidad. Espíritu atormentado, lucha contra un género humano ajeno a los inefables motivos que le han conducido a obrar de esa manera y se mantiene, por tanto, muy cercano al loco, que usa la lógica sobre bases ajenas a la realidad. La teoría del genio cuadraba magníficamente con el espíritu de un naciente romanticismo que la adoptará como bandera y, todo hay que decirlo, con un naciente capitalismo que, a falta de poder atribuirle a sus héroes creatividad o inventiva, encuentra en la teoría del genio una manera de reconocer en ellos alguna cualidad laudable. Desde entonces, seres humanos de variada procedencia han dedicado sus vidas a acercarlas cuanto resultara posible a la imagen del genio de Kant y han adoptado la pose enfermiza y el enfrentamiento con el mundo como guías certeras de la cercana genialidad. Todo el mundo quiere que se le reconozca como genio y el mundo otorga la genialidad a cualquiera de sus triunfadores sin preguntarse si acaso los que no triunfaron no tenían los mismos rasgos que aquellos a los que se le reconoce la genialidad. Y, sobre todo, sin que nadie pregunte si de verdad Kant tenía razón, si de verdad el ars inveniendi no conduce a ninguna parte y si de verdad resulta imposible construir un algoritmo de la creatividad. ¿O sí se lo preguntó alguien? ¿alguien, tal vez, que no figura en los libros de filosofía del siglo pasado? ¿alguien, incluso, alejado del capitalismo?..

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