domingo, 13 de octubre de 2019

Real Time con Bill Maher.

   Una de estas noches, zappeando por esas televisiones de Dios, me encontré con el episodio de Real Time with Bill Maher correspondiente al 20 de septiembre del corriente. Para quien no lo conozca, se trata de un programa de sátira política basado en entrevistas a expertos y en los monólogos del propio Maher. No me puedo decir un entusiasta del personaje ni del programa, pero algunas veces me quedo a verlo cuando me tropiezo con él porque proporciona una mirada a los debates políticos de EEUU desde la mentalidad norteamericana, habitualmente distinta al modo que tenemos de considerar las cosas quienes no vivimos en aquel país, como vamos a comprobar. Maher, más o menos autoproclamado libertario, ejerce de conciencia del sector más izquierdista del Partido Demócrata siempre bajo el presupuesto de que mejor un gobierno de dicho partido que cualquier otra cosa.
   En este programa en concreto, varias cuestiones llamaron mi atención. En primer lugar, el propio Maher, todo tolerancia y multilateralismo él, no puede dejar de suponer que en cualquier país declarado musulmán rige la sharia y asociar ambos hechos con un color de piel más bien negro. En efecto, tras citar la composición del gabinete de Justin Trudeau, con más mujeres que hombres y varios miembros de la comunidad sij, comentaba, bastante consternado, su reciente foto con el rostro pintado de negro. “Lo habían invitado a una fiesta a la que tenía que ir de beduino, ¿qué esperaban?” comentó Maher. Naturalmente, ninguno de sus invitados se atrevió a indicar que, contrariamente a una creencia bastante extendida, los beduinos no son muy negros que digamos. Más bien la discusión giró en torno al carácter racista de pintarse la cara simulando ser negro. Una de las analistas, Heather McGhee, señaló que Trudeau no podía justificar que no sabía que eso era racismo cuando había un vídeo de los años 70 en YouTube denunciando precisamente este tipo de actitudes. Afortunadamente la señora McGhee no ha presenciado la fiesta de los reyes magos en nuestro país. Además de que uno de ellos, Baltasar, el “rey negro” (y, por otra parte, el favorito de los niños), sólo recientemente lo ha encarnado de verdad alguien con ese color de piel, toda su hueste va de la misma guisa para regocijo general y sin que a nadie se le ocurra estar participando en una fiesta supremacista. No creo que el país en el que no tengo más remedio que residir se halle más libre de culpas que otro cualquiera, pero, desde luego, aquí nadie se atrevería a sostener, al menos en las fechas en que escribo esto, que “los padres negros no cuidan de sus hijos”. McGhee, ella misma de color, aceptó el reto de discutir esta afirmación puesta sobre la mesa por otro contertulio basándose “en un estudio”. Y esto merece un cierto análisis. Para empezar, ¿quién demonios se dedica a estudiar el modo en que se ejerce la paternidad en función del color de la piel? ¿con los fondos proporcionados por quién? ¿con qué finalidad? Y, todavía mejor, ¿quién podría fiarse de semejante estudio? Una de las cosas que chocan en este programa y otros semejantes de las televisiones norteamericanas es la “estuditis”, un fenómeno por el cual hay estudios hechos para todo, especialmente, encuestas. Por supuesto, EEUU es un país más grande, pero en España, si uno se tuviera que creer todos los estudios y encuestas que se hacen, tendrían que habernos preguntado a cada uno de nosotros tres o cuatro veces ya. Hace décadas que existen sospechas sobre la metodología, el universo de discurso y, en definitiva, la fiabilidad de la gran mayoría de estos “estudios”, presentados en los programas de televisión poco menos que como la verdad absoluta ante la cual hay que hacer genuflexiones. El propio Maher exhibió un “estudio”, que mostraba que los ataques a Brett Kavanaugh por parte de los demócratas en la comisión que debía aceptar su nombramiento para el Tribunal Supremo había influido en la derrota sufrida por dicho partido en tres elecciones en otros tantos distritos. Recordemos que el bueno de Kavanaugh formó parte de la jauría que acorraló a Bill Clinton a propósito de su relación con Monica Lewinsky y que ahora se ha descubierto que un juvenil Kavanaugh iba poniéndole el pene en la cara a la primera chica bebida que se cruzaba con él. Durante treinta segundos los presentes en el programa llegaron casi a reflexionar sobre esa peculiaridad de la política norteamericana que consiste en mirar con desparpajo cómo el presidente mete sus misiles donde le da la gana, pero escandalizarse en cuanto su pene está donde no debe. Ciertamente, en Europa nos tomamos las cosas de otro modo y si no me creen no tienen más que pensar en el actual inquilino del 10 de Downing Street. Sarkozy ligó con Carla Bruni gracias al Elíseo y unas alzaderas. Miterrand tuvo hasta hijas secretas ocupando el mismo cargo y aquí, en España, tenemos reyes borbones que lucen con orgullo la bien ganada fama de su apellido sin que nadie lo ignore ni lo publique, por no mencionar cierto presidente del gobierno abiertamente gay mientras todo el mundo hacía como que no veía lo obvio. Eso sí, cuando un supuesto humorista se sonó los mocos en la bandera encontró con facilidad el tonto togado de turno dispuesto a ofrecerle publicidad gratuita. Sin embargo, Maher mostró en este programa a Joe Biden follándose la bandera de su país sin que nadie, que yo sepa, lo haya denunciado todavía (minuto 5 y 18 segundos). 











domingo, 6 de octubre de 2019

A vueltas con el "nuevo" terrorismo (y 4)

   Como he venido explicando, The Battle against Anarchist Terrorism, de Richard Bach Jensen, constituye un estudio histórico impactante y apasionante. Por encima de todo, realiza con eficacia el objetivo de desvelar el carácter de configuración pasajera que tienen todas las verdades que una época considera “eternas”. Los supuestos intelectuales que no dudan del carácter violento del Islam, apenas si constituyen remedos de los intelectuales decimonónicos que identificaban esa misma violencia con el anarquismo y que reclamaban la religión como perfecta narrativa para deconstruirlo. Nuestra época “de las comunicaciones”, asomó mucho antes de Internet, cuando los periódicos publicaban retratos de la finada emperatriz Elisabeth “Sissi” de Austria en las que podía reconocerse la joven cuya hermosura asombró a Europa y no la anciana anoréxica cuyo corazón traspasó el estilete de un terrorista. Y, por encima de todo, que los terroristas no se hallan en el seno de ninguna religión, de ninguna sociedad y de ninguna ideología, sino que afloran precisamente en todas las exterioridades, en el exilio de un país, de una familia, de una sociedad, de un movimiento y hasta de los grupúsculos que forman su periferia. En ese territorio de nadie, en el que nadie los reconoce ya ni ellos se reconocen en nadie, surge la necesidad de buscar algo que les confiera un cierto modo de identidad, la identidad del asesino.
   Pero, como todos los grandes libros, el de Bach Jensen no ofrece un catálogo de respuestas, sino que se asoma, apenas, a un océano de fascinantes cuestiones. La primera de ellas la he citado reiteradamente. Bach Jensen nos lanza el desafío de explicar por qué el anarquismo arraigó como lo hizo en el campo andaluz y no en el sur de Italia, un marco socioeconómicamente casi idéntico y que recibió visitas de varios anarquistas de primera línea. La pregunta se vuelve todavía más intrigante si tenemos en cuenta que el anarquismo, típico del litoral mediterráneo, tuvo dos focos muy claros en nuestro país, dos focos de características poco menos que contrapuestas: la muy burguesa, industrial y culta Barcelona y la agraria, atrasada e iletrada Andalucía. Todavía mejor, en contra de lo que postulan los primeros balbuceos explicativos, las líneas de contacto entre ambos focos ni resultan evidentes ni han podido demostrarse. ¿Ejerció Barcelona de inspiración para el movimiento anarquista andaluz? ¿cómo? ¿por qué? Desde luego, resulta difícil imaginar a los anarquistas catalanes siguiendo los espasmos de violencia en Andalucía, sobre los que los periódicos publicaban poco o nada. Si, como digo, nuestro campesinado no sabía leer ni escribir, ¿cómo se transmitió el ideario anarquista? ¿de padres a hijos? ¿de maestros a alumnos? ¿de médicos y boticarios a pacientes? ¿Por qué resultó más eficiente su transmisión que en el sur de Italia? Las cifras, en cualquier caso, parecen contundentes, cuando se expulsa a Bakunin y los suyos de la I Internacional, ya hay en Andalucía 236 federaciones locales y 516 formaciones sindicales de la órbita anarquista. Pendiente queda también, una historia documentada y aséptica, como la de Bach Jensen, de la guerra larvada en el campo andaluz entre estas formaciones, el ejército y los matones de los terratenientes, que abarcó todo el siglo XIX, con sus tomas de pueblos, sus asaltos a los cuarteles de la Guardia Civil, sus repartos de tierras y ganados, sus sitios, sus condenas a muerte y sus asesinatos selectivos.
   No se trata de la única guerra de la que no queda memoria. El inicio del siglo XX y, sobre todo, el período entre las dos Guerras Mundiales, ofreció eso que Martha Crenshaw llamaba una “cultura de la violencia”, un caldo de cultivo ideal para el terrorismo anarquista. Sin embargo, este período carece de estudios serios y el propio Bach Jensen no ha contribuido en mucho a ello. Frente a la detallada biografía de algunos de los terroristas más famosos del siglo XIX, apenas si se menciona el nombre de los del siglo XX. De hecho, vemos pasar ante nuestros ojos y sin muchas explicaciones, un apresurado resumen de magnicidios, bombas y robos que deja lo ocurrido en el siglo anterior al nivel de incidentes menores. 
   Tampoco ha querido Bach Jensen pronunciarse claramente sobre una cuestión que él mismo insinúa en su libro, los paralelismos entre terrorismo anarquista e islamista. En mi opinión, este tema merece varias matizaciones. Para empezar sigo manteniendo hoy lo que escribí hace más de una década, a saber, que todos los movimientos terroristas obedecen a una serie de patrones comunes con independencia de su origen, ideología o fines que dicen perseguir. Por otra parte, me parece que a este paralelismo en concreto se lo ha enfocado erróneamente casi cada vez que se lo ha tratado. Ersel Aydinli, por ejemplo, en un estudio aparecido el mismo año 2016, (Violent Non-State Actors. From Anarchists to Jihadists, Routledge), acaba estableciendo una semejanza entre ambos en cuatro de doce parámetros, pero lo hace partiendo de un marco teórico que no permite diferenciar entre “anarquismo” y “terrorismo anarquista” y pasando por alto cosas como la existencia de agentes provocadores infiltrados por la policía en dicho movimiento. En definitiva, algo que señalaba Bach Jensen en un artículo posterior, la única manera de saber si podemos aprender de las causas, consecuencias y medidas adoptadas contra el terrorismo anarquista del XIX para aplicarlas a los “nuevos” terrorismos, pasa por la realización de estudios que no se hallen en manos de especialistas en este o aquel terrorismo, gente que tenga una visión amplia, que busque estructuras explicativas, isomorfismos, que, en lugar de preguntar “¿cómo?” pregunte “¿por qué esto y no cualquier otra cosa?”

domingo, 29 de septiembre de 2019

A vueltas con el "nuevo" terrorismo (3)

   Hallándose en el penoso estado policial que describimos en la entrada anterior, España buscó desde muy pronto un acuerdo internacional que la ayudase a luchar contra el terrorismo. No obstante, dada la mala prensa que se había ganado a pulso, ninguna capital europea hizo caso a sus gestiones. El asesinato de la Emperatiz Elizabeth “Sissi” de Austria a manos de un ciudadano italiano al que se adscribió al anarquismo en 1898, llevó a Italia a retomar la idea española y, entonces sí, se celebró la primera cumbre contra el terrorismo en Roma. Según cuenta Bach Jensen en The Battle Against Anarchist Terrorism, (pág. 159) España, el país de las expatriaciones, las torturas y los arrestos masivos, auspició todos los artículos económicos, sociales e, incluso, espirituales que se negociaron en Roma. En ellos, se atribuía el terrorismo a la secularización que sufría el mundo, así como a las injusticias que en él se producían y exhortaba a los firmantes a construir sociedades y regímenes económicos más igualitarios y justos. Estas cláusulas pasaron a formar parte del inconsciente colectivo y prácticamente nadie duda, por lo menos en nuestro país, que las injusticias generan el terrorismo, pese al hecho, como ya dijimos, de que la mayor parte de los expatriados por España no pertenecían a las clases sociales que más podían haberlo sentido, pues a los miembros de éstas se los cazaba como perros sin que la opinión pública internacional tuviera noticia, ni interés en tenerla. De hecho, una porción muy importante de los jóvenes que se marcharon a luchar con el Estado Islámico tampoco entraban en esta categoría. Igualmente, esta teoría deja sin explicar por qué el colectivo gitano, uno de los más habitualmente sometidos a todo tipo de injusticias a lo largo y ancho de Europa, no desarrolló un potente movimiento terrorista. 
   En la época, la inclusión de semejantes propuestas en un acuerdo internacional, mostraba dos cosas. La primera, la falta de estudios académicos sobre el terrorismo. Los mandos policiales suelen impacientarse con los estudiosos de la materia porque no proporcionan la información operativa que necesitan. Tienen razón a este respecto, pero no corresponde a ellos proporcionar dicho material. Su función radica, más bien, en evitar que se necesite tales operaciones y, en caso extremo, proporcionar el marco teórico para que la información acabe teniendo un carácter operativo. De lo contrario, si se toman decisiones políticas basándose únicamente en la información policial ocurre lo que pasaba en la Europa de principios de siglo: que existía una auténtica psicosis anarquista en las sedes del poder ejecutivo de países como Alemania, Austria o España; que se tomaban decisiones políticas prácticamente a ciegas sobre sus repercusiones sociales o internacionales; y que, con mejor o peor intención, acababan adoptándose legislaciones que poco o nada contribuían a evitar futuras acciones terroristas por mucho que aplacasen conciencias. 
   La segunda conclusión, restringida a España, muestra cómo, en este país, existían, incluso dentro de los mismos aparatos del Estado, dos visiones radicalmente enfrentadas sobre el modo en que debíamos caminar por el siglo XX. Una consideraba que la solución de todos los males pasaba por más Dios, más patria (grande o chica) y más imperio. La otra pensaba que o se solucionaban las aterradores desigualdades que podían verse en la calle cada día o no iríamos a ninguna parte que mereciera la pena. Y, lo que resulta más importante, la división entre una y otra perspectiva recorría transversalmente la mayor parte de los  bandos y partidos de nuestro país, de modo que nunca los separó una trinchera sino, todo lo más, la pared de un despacho, hasta que el franquismo acabó imponiendo la primera visión mucho después del año 39. De hecho, la misma delegación que abogó por una mayor justicia social para acabar con el terrorismo propuso que se expulsara a los anarquistas a alguna isla remota, propuesta que el resto de países rechazó con ademán escandalizado. Sin embargo, tras el asesinato del presidente McKinley, la misma propuesta volvió a debatirse en los círculos políticos de los muy democráticos EEUU sin que nadie se escandalizase ya. Este magnicidio constituye, además, un buen ejemplo de lo que venimos diciendo pues, tras él, el gobierno norteamericano pasó una sucesión de leyes que endurecían la inmigración, pese a que el “anarquista” que lo ejecutó había nacido en EEUU. Se trata del género de barbaridades que solían cometerse en las precarias democracias de principio de siglo XX y en las que, afortunadamente, nuestras mucho más maduras sociedades actuales no incurren ya, pues nadie pide un endurecimiento de las leyes migratorias después de cualquier atentado u homicidio llamativo, ¿verdad?

domingo, 22 de septiembre de 2019

A vueltas con el "nuevo" terrorismo (2)

   En The Battle against Anarchist Terrorism, Bach Jensen arroja luz sobre otro aspecto de nuestro glorioso imperio, la “lucha antiterrorista”. El “problema anarquista” de España no residía en el número de seguidores de ese movimiento que había, que su causa pudiese considerarse justificada o no, que sus métodos resultasen adecuados o no, el “problema anarquista” de este país designaba, realmente, la absoluta y completa ineficacia policial para informar de un modo medianamente adecuado del grado de peligrosidad del anarquismo español. Ante la cercanía de la coronación de Alfonso XIII, en 1902, las autoridades españolas decidieron adoptar la medida de seguridad más importante que cabía en sus cabezas: suplicar reiteradamente al gobierno británico que mandara a Madrid cuantos policías pudiera (226). Cuando en mayo de 1905 este mismo rey sufrió un atentado en París, los supuestos conspiradores anarquistas, una mezcla de españoles e ingleses, acabaron libres de cargos ante la sospecha del gobierno de Lerroux de que la acción había corrido a cargo de oscuros elementos de la policía española (299). Según los datos de Turrado Vidal que cita Bach Jensen, técnicamente, la Oficina de Identificación Antropométrica se fundó en Madrid en 1896, teniendo como objetivo fundamental la identificación de anarquistas peligrosos. Pero Maura refundó dicha institución dos  veces, la primera en 1902 y la segunda en 1904, lo cual da idea de la calidad y cantidad de los datos allí almacenados. Antonio Tressols, una de las cabezas visibles de la acción policial contra el anarquismo en Barcelona, según los datos de Núñez Florencio que cita Bach Jensen, apenas si podía leer o escribir. Las causas del problema resultaban bien conocidas para los sucesivos gobiernos: un inspector que, tras largos años hubiese llegado a la élite de su carrera profesional conseguía ganar, al fin, el mínimo necesario para mantener una familia con dos hijos (314); los nombramientos en el cuerpo, incluso en los rangos inferiores, obedecían a componendas políticas; y, de hecho, los funcionarios dedicados a las tareas administrativas no tenían su puesto garantizado de por vida, se los contrataba según méritos, quiero decir, cada gobierno contrataba a sus adláteres y echaba a los del gobierno anterior. Se necesitaba más personal, mejor formado, más medios y concederle a la policía independencia para realizar sus investigaciones. Pero eso significaba cantidades ingentes de dinero, todo ese dinero que tampoco había en otras tantas partes donde se necesitaba porque los corruptos parecían necesitarlo más. Todavía peor, éstos, los corruptos que inundaban el país, podían acabar perseguidos por un cuerpo policial como el descríto, así que nadie hizo nada por realizar las reformas necesarias. Sólo podía ocurrir una tragedia o varias, y todas ellas sucedieron.
   El 7 de junio de 1896 una bomba mató a veinte personas, en su mayoría mujeres y niños, durante la procesión del Corpus Christi en Barcelona. Casualmente, las autoridades y notables de la ciudad, pasaron por allí antes de la explosión sin que les afectara. Absolutamente incapaces de identificar ninguna pista que llevara a la autoría, la policía practicó arrestos masivos de todos los elementos “radicales” de la ciudad, guardasen vínculos con el anarquismo o no. Varios centenares de personas acabaron abarrotando las cárceles y el castillo de Montjuich y sometidos a todo tipo de palizas y torturas. Tribunales militares secretos condenaron a muerte a ocho personas y a casi un centenar más a duras penas de trabajos forzados, sentando precedentes para procedimientos que se siguieron practicando hasta 1902. A un centenar largo de quienes habían pasado hasta un año en prisión sometidos a “interrogatorios” (en su mayoría ciudadanos españoles) se los llevó hasta la frontera francesa y allí se los abandonó sin un salvoconducto, una credencial y ni siquiera una cédula de identificación. En julio de 1897, el secretario del gobernador de Barcelona preguntó al cónsul británico qué papeles se necesitaban para viajar a Inglaterra. Informado de que no se necesitaba ninguno, las autoridades españolas enviaron un barco con 26 anarquistas españoles y uno italiano a Liverpool, dando cuenta a las autoridades del Reino Unido una vez el barco se hallaba a mitad de camino. En Liverpool recibió a los expatriados un comité de bienvenida anarquista hispano-británico con numerosos periodistas que dieron cuenta a la opinión pública de las torturas que habían sufrido. Pero a las mentes bienpensantes de Gran Bretaña no las escandalizó los rastros dejados en las pieles por los golpes y los hierros candentes, sino el hecho de que este grupo lo integraban miembros de la clase media catalana, ciudadanos de bien, educados y capaces de expresarse. Mientras el anarquismo se extirpaba de las mentes de los campesinos andaluces, entre las que había arraigado como en ninguna otra parte del mundo, a sangre y fuego sin que nadie se rasgase las vestiduras, el martilogio de los anarquistas burgueses desembarcados en Liverpool incendió la opinión pública británica contra el, en apariencia, régimen parlamentario español. Los rescoldos de aquel incendio no se apagaron nunca, bien al contrario, se arrojó gasolina sobre ellos durante los cuarenta años de la dictadura franquista, con lo que hoy, más de un siglo después, cualquier insinuación de que la policía española tortura o de que España tiene de democracia lo que yo de santo, se acepta de inmediato como una verdad inconmovible.

domingo, 15 de septiembre de 2019

A vueltas con el "nuevo" terrorismo (1)

   “La bella inútil” constituye el calificativo más habitual que se le adjudica a la historia. La historia, la mayor parte de las disciplinas humanas, “no sirven para nada”, “no producen plata” como ha afirmado recientemente esa luz de la ilustración llamada Bolsonaro. Resulta muy fácil hablar acerca de las razones últimas de su alergia a esta materia, pero no menos alergia presentan físicos, matemáticos, biólogos y médicos, quienes suelen comenzar a ejercer creyendo hallarse en posesión de verdades que surgieron cual brillante Minerva de la cabeza de un oscuro Saturno. Mejor no digo nada acerca esos filósofos que tanta tinta han vertido sobre la tecnología sin tener ni la más remota idea de cómo llegó a sus manos la que utilizan. Nietzsche nos pidió una historia de la locura, de la enfermedad, del resentimiento y hace cinco años, el profesor Richard Bach Jensen nos ofreció una pieza magnífica de historia del terrorismo, de sus entresijos, sus mentiras y sus  siniestras verdades. The Battle against Anarchist Terrorism. An International History, 1878-1934 (Cambridge University Press, 2014), nos ofrece un retrato lúcido y erudito de la superficie de afloramiento de nuestra época de “nuevos” terrorismos. Bach Jensen nos habla de globalización, de las redes conspirativas internacionales, de las luchas contra los lobos solitarios, de las medidas para defender nuestras aterrorizadas sociedades sólo que en tiempos que no calificaríamos de “nuestros”, de hecho, del tiempo en que nuestros tiempos se configuraron. 
   Usamos Instagram pensando que las fotografías se inventaron ayer, tuiteamos creyendo que nunca antes hubo modo de enviar mensajes cortos a todo el mundo, colgamos vídeos en YouTube, suponiendo que jamás tuvimos otra manera de crear canales de comunicación y olvidamos, como siempre, que hace ya mucho tiempo que existen seres humanos deseando, haciendo y viviendo como nosotros. Quienes habitaron la segunda mitad del siglo XIX bien pudieron describir la época que les tocó vivir como “la era de las comunicaciones”. El perfeccionamiento alcanzado por las imprentas permitió la extensión a nivel mundial de periódicos que competían por proporcionar a los lectores noticias lo más recientes, sensacionales y exóticas posible. Muy pronto, a su estela, comenzaron a proliferar publicaciones de otra naturaleza. Muchas de ellas tenían una existencia efímera e irregular, pero otras, como La Révolte, el más importante periódico anarquista de París hacia 1880, tiraba 8.000 ejemplares por número. Les Temp Nouveaux inició su andadura con 18.000 copias y no bajó de las 7.000. Aunque el bonaerense La Protesta no alcanzó semejantes niveles de difusión, presumía de hallarse en contacto directo con una red de publicaciones anarquistas de todo el mundo. Sin embargo, tuvo que afrontar una importante competencia. La circulación de publicaciones anarquistas españolas en Argentina se hallaba tan extendida que algunos grupos intentaron reclutar nuevos miembros insertando anuncios en El Productor, editado en Barcelona. La Questione Sociale, con españoles en su comité de redacción, aunque escrito en italiano, se imprimía en Paterson, New Jersey, se distribuía a lo largo de los EEUU y sus ejemplares solían alcanzar todos los países con emigración transalpina. 
   Historiadores hay, sin embargo, que afirman que el dinero para financiar tan vasta cantidad de publicaciones más o menos clandestinas no procedía de sus suscriptores ni de las arcas, siempre exangües de las agrupaciones libertarias, sino de la policía. Hablamos de una época en la que la palabra “terrorismo” iba seguida, inmediata y automáticamente no por “islamista” sino por “anarquista”. Pese a ello, las relaciones entre “terrorismo” y “anarquismo” resultan tan complejas como las que une este término con cualquier otra forma de ideología. Efectivamente, como ya expliqué en otra parte, la década de los 70 del siglo XIX vio surgir el concepto de “propaganda por la acción”, que consideraba que un asesinato, una bomba en un café, constituían el modo perfecto de llevar el mensaje revolucionario a las masas. Pero para la corriente principal del anarquismo, la que emanaba de Kropotkin y Bakunin, las masas no necesitaban ni de guías, ni  de directores. La violencia que consideraban más o menos inevitable resultaba de arrebatarle el poder a las élites y sólo podía ejercerla la masa desheredada, sin que nadie tuviera derecho a apropiársela. Pese a ello, de modo habitual, los medios anarquistas defendieron la causa de este o aquel terrorista que había atentado contra tal o cual símbolo del poder, llegándose, en muchos casos, a endiosarlos como mártires o justicieros. Claro que en esto no andaban solos los medios anarquistas, The New York Journal, propiedad de William Randolph Hearst, publicó en 1901 un editorial y un poema aprobando el asesinato del presidente McKinley, al que Hearst detestaba (pág. 241). En cuanto a los terroristas mismos, muchos de los autores de atentados “anarquistas”, en realidad los cometieron instigados por policías infiltrados, en nombre de los ideales del socialismo revolucionario o por simple deseo de venganza por agravios personales. El “anarquismo” de la mayoría de ellos se reducía al puñado de publicaciones anarquistas que aparecieron entre sus pertenencias. Pocos pasaron por la periferia de los círculos anarquistas y ninguno tuvo contacto más o menos indirecto con los grandes líderes de dicho movimiento. O, por decirlo de un modo que hoy entenderemos con facilidad, la mayoría de los terroristas anarquistas del XIX “se anarquizaron rápidamente”.

domingo, 8 de septiembre de 2019

Agnosia visual.

   Oliver Sacks publicó El hombre que confundió a su mujer con un sombrero en 1970. Se había convertido en consultor del Centro Psiquiátrico de Bronx en 1966 y pronto sintió la necesidad de dejar constancia de su experiencia con los diferentes pacientes que trataba. Este escrito causó ya un significativo impacto pues narraba una serie de casos que, esencialmente, ponían patas arriba las creencias habituales acerca de la identidad, descubriendo en ésta un proceso de construcción, largo y complejo. Cuenta, por ejemplo, el caso de un paciente, como confesaría años después, él mismo, que se negaba a reconocer una de sus piernas como propia. Pero el título del libro viene de un ejemplo prototípico de lo que se llama "agnosia visual".
   Sacks describe el caso de un profesor de música, el “doctor P”, llegado a su consulta en aparente buen estado y con el que se podía conversar sin dificultad sobre los más diferentes temas. El análisis rutinario no desvelaba ningún tipo de síntoma y, aunque un poco distraído, difícilmente podía reconocerse en él nada parecido a un enfermo mental. Manifestaba, eso sí, tener “un problema en la vista”, como reiteradamente le habían sugerido sus amigos y familiares. La naturaleza de ese problema se puso de manifiesto cuando Sacks le pidió que volviera a calzarse tras una prueba. El doctor P se mostró incapaz de distinguir entre su pie y su zapato. Parecía no entender qué llamamos un “zapato”. Este problema se repetía a todos los niveles. Cuando quiso marcharse, en lugar de coger el sombrero intentó ponerse en la cabeza a su mujer. De un modo general no reconocía los rostros de las personas y no podía identificar a amigos, vecinos o familiares. Los actores de la televisión le resultaban indistinguibles y se le escapaban por completo el significado de sus expresiones. Confrontado con la fotografía de las dunas de un desierto las describió como 
“un río y un parador pequeño con la terraza que da al río. Hay gente cenando en la terraza. Veo unas cuantas sombrillas de colores”. 
Un guante se convirtió en sus palabras, en 
“una superficie continua  plegada sobre sí misma. Parece que tiene cinco bolsitas que sobresalen, si es que se las puede llamar así... Algún tipo de recipiente... Podría ser un monedero, por ejemplo, para monedas de cinco tamaños”. 
Sin embargo, el doctor P reconocía con absoluta precisión los sólidos regulares platónicos, las notas musicales y todos aquellos rostros que presentaban alguna particularidad característica, una nariz grande, una peca... Podía llevar una vida rutinaria sin problemas, especialmente, si acompañaba sus actividades con alguna cancioncilla, pero si sufría una interrupción, se quedaba perdido, incapaz de reconocer sus ropas, una galleta o una calle. Seguía impartiendo clases en un conservatorio gracias a su capacidad para el canto. Iba y venía con cierta normalidad, aunque no podía reconocer los lugares por los que pasaba, ni describir la orografía del terreno que pisaba, ni identificar a compañeros o alumnos. 
   El doctor P también se hallaba capacitado para la pintura. La institución en la que trabajaba solía hacer exposiciones con sus cuadros y numerosos lienzos adornaban las paredes de su casa. En ellos Sacks supo identificar una evolución nítida, desde un realismo preciosista en sus primeros momentos hasta el cubismo y, posteriormente, la abstracción feroz, algo así como el camino seguido por Kandinsky. Cuenta Sacks sus dudas a la hora de enfrentarse con esta evolución. Primero ve en ella claramente el avance de la enfermedad. La señora P le replica que se trata de una mera evolución artística. Y Sacks ya no sabe muy bien dónde termina la evolución artística y comienza la patológica, si acaso la una se puede desligar de la otra, 
“porque suele haber una lucha y a veces, aun más interesante, una connivencia entre las fuerzas de la patología y las de la creación.”
   A Sacks se lo criticó por no realizar una descripción médicamente ortodoxa de sus pacientes, por convertir historiales clínicos en narraciones literarias. Pero él ya había advertido que los historiales clínicos resultan despersonalizados, que hablan de seres humanos como de ratas de laboratorio, que 
“hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento; sólo así tendremos un «quién» además de un «qué», un individuo real, un paciente, en relación con la enfermedad... El yo esencial del paciente es muy importante en los campos superiores de la neurología, y en psicología; está implicada aquí esencialmente la personalidad del enfermo, y no pueden desmembrarse el estudio de la enfermedad y el de la identidad.”
   El caso del doctor P, constituye, como decimos, un ejemplo de manual de agnosia visual, un trastorno caracterizado por la pérdida de la capacidad para reconocer los objetos y los rostros que se ven, salvo que posean rasgos distintivos muy acusados o bien relaciones esquemáticas muy claras. La agnosia visual va acompañada de una fuerte pérdida de imaginación visual, especialmente, de la capacidad topográfica de distinguir el relieve del terreno concreto que se pisa. Suele tener una causa fisiológica, el daño, por accidente o por enfermedad, de la ruta ventral de la corteza visual, lo que se denomina la “ruta del qué” y, en efecto, los pacientes pierden la capacidad de especificar qué ven en ese momento. 
   Aunque los psiquiatras no lo mencionan, la agnosia visual tiene, sin lugar a dudas, una naturaleza contagiosa como lo demuestra su extensión entre los filósofos del siglo XX. En efecto, del mismo modo que el doctor P no podía distinguir los rostros, los filósofos vigesimicos no pudieron distinguir los textos de Heidegger de los de Leibniz, pues ambos se hallaban unidos por la relación esquemática de “responder a la pregunta por el ser”. Del mismo modo que el doctor P intentaba ponerse a su mujer por sombrero, los filósofos del siglo pasado intentaron convencernos, por ejemplo, de que en textos donde no se mencionaba la palabra “principio” se enunciaba un principio. Del mismo modo que el doctor P se quedaba bloqueado en su rutina por cualquier acontecimiento imprevisto, los filósofos vigesimicos no saben qué responder cuando se les pide que dejen de decir lo que las cosas “son” o que piensen sin reproducir imágenes, clichés y tópicos, o que comprendan que el sistema inmunitario necesita soñar. La filosofía de quienes se dijeron herederos de Nietzsche, como el doctor P, careció de imaginación, de capacidad topográfica, de sensibilidad al relieve. En definitiva, desde el siglo XIX la filosofía no ha hecho otra cosa más que interpretar los guantes como monederos. ¿Hasta cuándo durará aún esta patología?

domingo, 1 de septiembre de 2019

Yoga.

   Según el hinduismo, el yoga ha existido siempre y forma parte de sus seis dárshanas o doctrinas clásicas. Sin embargo, el hallazgo de un sello con una figura antropomórfica datado en el siglo XVII a. de C. ha dado lugar a la reiterada afirmación de que se trata de una disciplina con más de 3.000 años de antigüedad.  El yoga tiene como objetivo la moksha, la liberación de las cadenas que nos atan a este mundo y a todos los anteriores y posteriores, de aquí que en diferentes escritos hinduistas aparezca descrito como “ecuanimidad”, “supresión de la actividad de la mente”, “nirvana” o “percepción de la realidad”. Puede verse que se trata de términos con los que habitualmente se describe también la meditación y, en efecto, con frecuencia se lo trata como una serie de técnicas corporales para alcanzar altos niveles de meditación. En el yoga, se supone, debe conseguirse la unión de mente, cuerpo y divinidad o, mejor aún, recuperar el estado original en el cual estos tres elementos se hallan unidos pues, realmente, no hay nada que los separe salvo el velo de maya, la apariencia cotidiana en la que vivimos. A partir de este sustrato común surgen las divergencias.
   Los elementos textuales hacen imposible discernir si el yoga nació dentro de la tradición budista, de la hinduista o si se trata de una corriente diferente a ambas y de la cual ambas se aprovecharon. Sólo puede constatarse que cuando Alejandro Magno llegó a la India, los griegos reconocieron ya la existencia de diferentes escuelas de yoga. Un siglo después, el Mahabharata,  mencionaba tres tipos y hoy día los expertos suelen hablar de seis troncos principales que se ramifican en una infinidad de formas de yoga más o menos conectadas con sus supuestos orígenes históricos. Las alambicadas distinciones entre ellos no se basan en los principios filosóficos o religiosos de las escuelas ni en los objetivos que se dicen perseguir, sino en las técnicas o, mejor aún, en los ejercicios que se practican, de modo que, en esencia, quien inventa una nueva serie de posturas se dice creador de un nuevo tipo de yoga. Eso sí, todas las modalidades del yoga tienen un rasgo común: considerarse el único yoga auténtico. Por si la cosa pareciera poco liada, durante el siglo XX el yoga abandonó el subcontinente indio para comenzar a extenderse por el mundo, hasta que, en los años 80 del siglo pasado, llegó hasta nuestros famosillos, produciéndose una auténtica explosión.
   Yoga significa en Occidente una serie de ejercicios físicos para mantener la elasticidad, por tanto, una manera de perseverar en la juventud, de perpetuar el velo de maya que el yoga en el sentido hindú pretendía romper. Como no hay muchas más posturas nuevas que adoptar, ni muchas más síntesis posibles de las antiguas tradiciones, las nuevas formas de yoga buscan recrear un entorno novedoso para las viejas prácticas, una vez más, prestando especial atención a aquello que el yoga intentaba olvidar, este mundo. Así tenemos, el Power Yoga enfocado no a suprimir la ilusión del cuerpo, sino, como dice cierta página web, a “los alumnos que buscan prácticas mucho más exigentes a nivel físico”. La desnudez de algunos yoguis indios, muchos de los cuales iban semidesnudos por el mundo, ha tenido oleadas de aceptación en los EEUU. Los gimnasios que se han sumado a ella han razonado su implantación de un modo que no resuena demasiado a los yoguis: evita que los practicantes se critiquen unos a otros por cómo van vestidos. Mención aparte merece el Brikam Yoga, que exige una sala a 40,6º de temperatura (105ºF) con un 40% de humedad. No he encontrado ningún razonamiento de por qué se alcanza “la liberación” a los 105ºF y no a los 104ºF, pero quienes lo practican aseguran que pierden peso y pueden doblarse como un elástico, cosas ambas que parecen acercarles de un modo radical a “la liberación”. El nombre procede de quien lo inventó, Bikram Choudhury, que tampoco alcanzó la liberación con él porque en 2016 lo condenaron por acoso sexual a una exempleada. 
   Muchos piensan que el yoga no es compatible con sudar, por ejemplo, quienes llevan el Active North Camp, en los alrededores de Byske. Proponen la práctica del yoga en mitad del campo, en mitad de la noche, en mitad del silencio más absoluto, apenas roto por el canto de algún pájaro despistado y el sonido de las hojas de los árboles y, como digo, sin sudor, pues en esa parte de Suecia, los días de más calor, el termómetro apenas si alcanza los 20ºC. Claro, que llegados a este punto, ¿por qué no perseguir la máxima elasticidad para nuestros hijos? Cierto investigador ruso, el padre de los partos bajo el agua, ha enriquecido las técnicas del yoga con una serie de ejercicios que se practican en algunas tribus africanas, volteando a los niños de pocos meses como si se tratara de pelotas, haciéndolos girar a toda velocidad. Del mismo país proviene también una novedosa técnica que consiste en introducir reiteradamente a los bebés en el agua agarrándolos por los tobillos.  
   Ahora nos hallamos en condiciones de entender que el yoga para los occidentales, que, llámenme pesado pero lo volveré a decir, nunca nos enteramos de nada, va de cuerpos lindos, de sitios inusuales donde practicarlo, de postureo, en definitiva, va de lo que constituye la realidad cotidiana en la que nos movemos, de imágenes. En este contexto resulta mucho menos sorprendente la noticia de que una joven mexicana, hija de una familia de medios en un país con más de 3.000 fosas clandestinas reconocidas, en el que los padres de niños con cáncer protestan por la falta de medicamentos, con casi 100 muertes violentas al día, se cayó desde una altura de 25 metros mientras practicaba yoga colgada de la barandilla de su terraza para lo que iba a constituir una nueva entrada en su canal de YouTube. Podrán pensar de ella lo que quieran, pero, a mí me parece que, después de romperse más de 110 huesos de su cuerpo y pasar 11 horas en el quirófano, esta jovencita ha conseguido acercarse mucho más a la liberación que todo el resto de los occidentales que han practicado yoga.