domingo, 8 de septiembre de 2019

Agnosia visual.

   Oliver Sacks publicó El hombre que confundió a su mujer con un sombrero en 1970. Se había convertido en consultor del Centro Psiquiátrico de Bronx en 1966 y pronto sintió la necesidad de dejar constancia de su experiencia con los diferentes pacientes que trataba. Este escrito causó ya un significativo impacto pues narraba una serie de casos que, esencialmente, ponían patas arriba las creencias habituales acerca de la identidad, descubriendo en ésta un proceso de construcción, largo y complejo. Cuenta, por ejemplo, el caso de un paciente, como confesaría años después, él mismo, que se negaba a reconocer una de sus piernas como propia. Pero el título del libro viene de un ejemplo prototípico de lo que se llama "agnosia visual".
   Sacks describe el caso de un profesor de música, el “doctor P”, llegado a su consulta en aparente buen estado y con el que se podía conversar sin dificultad sobre los más diferentes temas. El análisis rutinario no desvelaba ningún tipo de síntoma y, aunque un poco distraído, difícilmente podía reconocerse en él nada parecido a un enfermo mental. Manifestaba, eso sí, tener “un problema en la vista”, como reiteradamente le habían sugerido sus amigos y familiares. La naturaleza de ese problema se puso de manifiesto cuando Sacks le pidió que volviera a calzarse tras una prueba. El doctor P se mostró incapaz de distinguir entre su pie y su zapato. Parecía no entender qué llamamos un “zapato”. Este problema se repetía a todos los niveles. Cuando quiso marcharse, en lugar de coger el sombrero intentó ponerse en la cabeza a su mujer. De un modo general no reconocía los rostros de las personas y no podía identificar a amigos, vecinos o familiares. Los actores de la televisión le resultaban indistinguibles y se le escapaban por completo el significado de sus expresiones. Confrontado con la fotografía de las dunas de un desierto las describió como 
“un río y un parador pequeño con la terraza que da al río. Hay gente cenando en la terraza. Veo unas cuantas sombrillas de colores”. 
Un guante se convirtió en sus palabras, en 
“una superficie continua  plegada sobre sí misma. Parece que tiene cinco bolsitas que sobresalen, si es que se las puede llamar así... Algún tipo de recipiente... Podría ser un monedero, por ejemplo, para monedas de cinco tamaños”. 
Sin embargo, el doctor P reconocía con absoluta precisión los sólidos regulares platónicos, las notas musicales y todos aquellos rostros que presentaban alguna particularidad característica, una nariz grande, una peca... Podía llevar una vida rutinaria sin problemas, especialmente, si acompañaba sus actividades con alguna cancioncilla, pero si sufría una interrupción, se quedaba perdido, incapaz de reconocer sus ropas, una galleta o una calle. Seguía impartiendo clases en un conservatorio gracias a su capacidad para el canto. Iba y venía con cierta normalidad, aunque no podía reconocer los lugares por los que pasaba, ni describir la orografía del terreno que pisaba, ni identificar a compañeros o alumnos. 
   El doctor P también se hallaba capacitado para la pintura. La institución en la que trabajaba solía hacer exposiciones con sus cuadros y numerosos lienzos adornaban las paredes de su casa. En ellos Sacks supo identificar una evolución nítida, desde un realismo preciosista en sus primeros momentos hasta el cubismo y, posteriormente, la abstracción feroz, algo así como el camino seguido por Kandinsky. Cuenta Sacks sus dudas a la hora de enfrentarse con esta evolución. Primero ve en ella claramente el avance de la enfermedad. La señora P le replica que se trata de una mera evolución artística. Y Sacks ya no sabe muy bien dónde termina la evolución artística y comienza la patológica, si acaso la una se puede desligar de la otra, 
“porque suele haber una lucha y a veces, aun más interesante, una connivencia entre las fuerzas de la patología y las de la creación.”
   A Sacks se lo criticó por no realizar una descripción médicamente ortodoxa de sus pacientes, por convertir historiales clínicos en narraciones literarias. Pero él ya había advertido que los historiales clínicos resultan despersonalizados, que hablan de seres humanos como de ratas de laboratorio, que 
“hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento; sólo así tendremos un «quién» además de un «qué», un individuo real, un paciente, en relación con la enfermedad... El yo esencial del paciente es muy importante en los campos superiores de la neurología, y en psicología; está implicada aquí esencialmente la personalidad del enfermo, y no pueden desmembrarse el estudio de la enfermedad y el de la identidad.”
   El caso del doctor P, constituye, como decimos, un ejemplo de manual de agnosia visual, un trastorno caracterizado por la pérdida de la capacidad para reconocer los objetos y los rostros que se ven, salvo que posean rasgos distintivos muy acusados o bien relaciones esquemáticas muy claras. La agnosia visual va acompañada de una fuerte pérdida de imaginación visual, especialmente, de la capacidad topográfica de distinguir el relieve del terreno concreto que se pisa. Suele tener una causa fisiológica, el daño, por accidente o por enfermedad, de la ruta ventral de la corteza visual, lo que se denomina la “ruta del qué” y, en efecto, los pacientes pierden la capacidad de especificar qué ven en ese momento. 
   Aunque los psiquiatras no lo mencionan, la agnosia visual tiene, sin lugar a dudas, una naturaleza contagiosa como lo demuestra su extensión entre los filósofos del siglo XX. En efecto, del mismo modo que el doctor P no podía distinguir los rostros, los filósofos vigesimicos no pudieron distinguir los textos de Heidegger de los de Leibniz, pues ambos se hallaban unidos por la relación esquemática de “responder a la pregunta por el ser”. Del mismo modo que el doctor P intentaba ponerse a su mujer por sombrero, los filósofos del siglo pasado intentaron convencernos, por ejemplo, de que en textos donde no se mencionaba la palabra “principio” se enunciaba un principio. Del mismo modo que el doctor P se quedaba bloqueado en su rutina por cualquier acontecimiento imprevisto, los filósofos vigesimicos no saben qué responder cuando se les pide que dejen de decir lo que las cosas “son” o que piensen sin reproducir imágenes, clichés y tópicos, o que comprendan que el sistema inmunitario necesita soñar. La filosofía de quienes se dijeron herederos de Nietzsche, como el doctor P, careció de imaginación, de capacidad topográfica, de sensibilidad al relieve. En definitiva, desde el siglo XIX la filosofía no ha hecho otra cosa más que interpretar los guantes como monederos. ¿Hasta cuándo durará aún esta patología?

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