domingo, 8 de diciembre de 2019

Primavera que no cesa.

   En abril de 1.999, Abdelaziz Buteflika se proclamó vencedor  de las elecciones argelinas tras la retirada de todos sus contendientes. Con un programa que pasaba por dejarle las manos aún más libres al ejército y, a la vez, proclamar sucesivas amnistías para reintegrar a los islamistas, consiguió llevar la guerra civil que asolaba el país desde las puertas mismas de Argel hasta los remotos confines de la frontera sur. Amplios sectores del ejército no vieron con claridad que se tendiera la mano a los antiguos rivales y Buteflika pasó meses escuchando ruido de sables. Pero la guerra civil argelina nunca fue un enfrentamiento entre socialismo e islamismo, ni entre régimen establecido e insurgencia, ni entre laicismo y religión, nunca consistió en otra cosa más que en una disputa acerca de qué clanes tenían derecho a esquilmar el país. Ganó el clan Buteflika y se engolfó en la ardua tarea del latrocinio sin límites. Con este legado, un Buteflika cada vez más viejo y deteriorado, barrió en las elecciones de 2.004, 2.009 y 2.014 mientras Occidente aplaudía. El intento por presentar su momia a las elecciones de este año desató una oleada de protestas populares que el “amigo fiel del presidente”, el oscurísimo general Ahmed Gaid Salah, aprovechó para apartar del poder al clan Buteflika. Desde entonces las protestas no han cesado, reclamando que con ellos se marche también el propio Salah, sus candidatos de paja a las presidenciales y todo el régimen político-militar que emergió como triunfador de la guerra civil. Han pasado diez meses, continúan los arrestos arbitrarios y la represión sin mucho disimulo por parte del supuesto gobierno de transición, pero este viernes, como todos, el pueblo en masa acudió fiel a su cita con las protestas.
   Cambiamos de país aunque no de circunstancias. En 1.990 terminaron los quince años de sangrienta guerra civil de Líbano con un reajuste en el reparto del poder entre los cristianos maronitas (en franco declive), los chiíes del sur (en franco ascenso) y los suníes del norte (como siempre mirando a La Meca o, más exactamente, a Riad). Los cargos se distribuyeron en tanto que botín de guerra, siguiendo un riguroso orden sectario, y todo el mundo, otra vez, a robar lo que le correspondía. En octubre los ciudadanos volvieron a ocupar las calles pero ya no se trataba de suníes, ni chiítas ni maronitas, acudieron con banderas libanesas a reclamar un futuro para su país. Lo hicieron en Beirut, en Trípoli, en Tiro, en Sidón. Lo hicieron en los barrios de mayoría cristiana y en los que no hay casa en la que no ondee una bandera amarilla de Hezbollah. “Amal es la corrupción”, “¿quién ha enviado a nuestros jóvenes a combatir en Siria si es aquí donde están los problemas?” se ha llegado a oír en boca de algunos de los manifestantes. El régimen ha respondido como únicamente sabe hacerlo, mandando al ejército. Pero éste, que hasta ahora sólo había mordido cuando todos los dedos señalaban en la misma dirección, se negó a levantar las barricadas de los manifestantes afirmando que “nosotros también somos pueblo”. El primer ministro Saad Hariri, para desconcierto de quien lo eligió, Arabia Saudí, ha vuelto a dimitir y ahora son los jovenzuelos de Hezbollah los que tratan de aterrorizar a los manifestantes subidos por parejas en sus motos tal y como hicieron durante la última invasión israelí. Mientras algunos habitantes de los barrios bloqueados por los manifestantes se han enfrentado a ellos, el otrora señor de la guerra y actual presidente de la república, Michel Aoun, propuso en su último mensaje a la nación, que el mejor camino para solucionar la crisis pasa porque todos los descontentos emigren (sic).
   Una vez más, cambiamos de país pero no de circunstancias. También Irak ha emergido de sus últimas guerras con un reparto sectario de cargos y una política teledirigida desde Teherán. Desde julio del año pasado las protestas por la situación política y económica del país no han cesado. Primero fue la capital, después el sur, de mayoría chií. Una vez más, los detentadores del poder han hecho intervenir a las fuerzas de orden público, eficazmente entrenada por Occidente, que han matado más de 400 manifestantes en los últimos dos meses. El pasado 27 de noviembre, el consulado iraní de Nayaf fue asaltado e incendiado por una turba que gritaba contra “la injerencia extranjera”. Frente a la furibunda protesta iraní, el Gran Ayatolá Alí al Sistani, máxima autoridad del chiísmo, ha mostrado su apoyo a los manifestantes cuyas reivindicaciones, ha  afirmado, “son justas”. Unas horas después de estas palabras caía el gobierno de Adel Abdelmahdi, por lo demás un personaje a quien se consideraba capaz de frenar el sectarismo del país, algo, tal vez, innecesario ahora, que los suníes del norte han organizado paros para mostrar su apoyo a las víctimas de la represión sufrida por los chiíes del sur.
   En otra época, el rebrinque de un territorio que casi consideraba anexionado hubiese causado un maremoto en Irán. Pero el país tiene otros problemas. Siendo uno de los mayores productores de petróleo del mundo carece de tecnología para refinarlo porque se la llevaron las multinacionales tras la revolución islámica. Irán exporta petróleo pero importa gasolina. Explicarle al pueblo que la gasolina es muy cara a causa de la revolución es el gran tabú del régimen, así que, por si su importación no constituyera ya una onerosa carga para las arcas del Estado, además, se la subvenciona hasta convertirla en la más barata del mundo. La situación, insostenible desde hace décadas, ha llegado a tal punto que el gobierno se ha visto obligado a aplicar una ligera subida de su precio, lo suficiente para provocar una revuelta popular. A diferencia de lo ocurrido en Irak, Alí Jamenei, la máxima autoridad religiosa de Irán ha acusado a los manifestantes de “agentes extranjeros”. El 17 de noviembre Internet dejó de funcionar en el país y desde entonces lo hace con baja conectividad. El gobierno reconoce tres muertos durante la represión, dos de ellos, miembros de las fuerzas de seguridad, pero Amnistía Internacional eleva la cifra a más de dos centenares, la mayoría no como consecuencia de choques durante la manifestaciones, sino como resultado de las operaciones de las fuerzas de seguridad, que han llegado a sitiar localidades enteras.
   Me gustaría decirles que todo apunta a que estos movimientos populares lograrán derribar los corruptos gobiernos contra los que se manifiestan, que apuntarse a la resistencia (y no a esa mierda de resilencia que no se diferencia demasiado de un colaboracionismo oportunista) conduce inevitablemente al triunfo, que el pueblo unido, jamás será vencido. Mucho me temo, sin embargo, que también las élites en el poder lo saben y que no van a tardar demasiado en agitar banderas, credos y el fantasma del terrorismo para dividirlo de nuevo. Por si fuera poco estas revueltas no casan ni con el antiimperialismo de los supuestos progresistas, ni con la majadería de que el Islam es incompatible con la democracia, ni, mucho menos, con las indetectables virtudes democráticas del liberalismo, así que los manifestantes de Argelia, del Líbano, de Irak, de Irán, están solos, como todos los que piden algo que de verdad merece la pena, mientras nosotros los occidentales continuamos recitando esos bonitos discursos que tan bien casan con nuestros prejuicios.

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