domingo, 24 de abril de 2022

La estupidez de los estúpidos (2 de 2).

   En su informe, sobre lo acontecido el 13 de abril de 1919, Dyer afirmó haber disparado contra "potenciales" integrantes de una insubordinación armada, versión aceptada por el gobernador del Punjab, Michael O'Dwyer, que calificó su acción de "correcta". A la prensa británica llegó una nota del gobierno de Lloyd George de la que se había caído la palabra "potenciales". Dyer habría protegido la vida de sus hombres de una turba armada disparando contra ella. El recuento de muertos y los detalles del "heroísmo" de Dyer, comenzaron a llegar lentamente a la prensa británica en los días siguientes. Winston Churchill y Herbert Henry Asquith encabezaron la reacción política que acabó desembocando en la "comisión Hunter", encargada de establecer una verdad que nadie desconocía a las alturas del mes de junio de 1919 en que se constituyó. Por si acaso, el propio Dyer se encargó de ratificarla. Ante la comisión Hunter declaró que no recibió ninguna provocación por parte de la multitud concentrada en el jardín de Jallianwala, sino que había acudido allí con la intención de disparar contra ella; que, de haber podido, habría utilizado las ametralladoras de sus vehículos blindados para hacerlo; y que el objetivo de su acción era dar al Punjab en particular y a la India en general, una lección que no olvidase para que se mantuviera "en paz". Dyer nunca cambió esta versión, aunque, posteriormente, trató de embellecerla aduciendo justificantes variopintos que iban desde el asalto a la misionera británica de las vísperas hasta una genérica "violación de nuestras mujeres". El gobernador O'Dwyer pidió para él, no un castigo sino una condecoración y a esta idea se unieron numerosos miembros del ejército británico, intelectuales y hasta una cuestación pública de un periódico que logró reunir para él 26.000 libras de la época y que Dyer recogió tranquilamente a su llegada a Inglaterra, por supuesto, sin castigo alguno. Aunque la comisión Hunter condenó unánimemente su acción, no era una corte de justicia. Los encargados de hacer efectivo un castigo, el  gobernador, el ejército, el virreinato o el gobierno de Londres, miraron para otra parte. Eso sí, le dejaron bien claro a Dyer que no había puesto para él en la India en la que había nacido y en la que vivía su familia. Se marchó a la metrópolis, donde pudo recibir de primera mano los aplausos que le dedicaron, entre otros, Rudyard Kipling. El propio Parlamento había votado contra la condena de Dyer después de un enardecido discurso de Churchill, a la sazón, Secretario de Estado para la Guerra, en el que describió la matanza en sus términos más crudos y la calificó como “una monstruosidad increíble”. Buena parte de la opinión pública en Gran Bretaña y casi todos los británicos de la India consideraban a Dyer un héroe por haber salvado el gobierno de su graciosa majestad sobre la India. El ínclito O’Dwyer citó reiteradamente la tensa calma que sucedió a la matanza como una demostración de que era eso precisamente lo que el pueblo de la India pedía. No queda claro si trató de explicárselo también al sij que lo asesinó en 1940, en pleno centro de Londres, y que había sido herido por los hombres de Dyer. Dyer no llegó tan lejos, moriría en 1921 tras una sucesión de derrames cerebrales y sin haberse retractado jamás de sus decisiones.

   La “paz” que O’Dwyer y otros consideraron ganada con la sangre de los hombres, mujeres y niños inocentes, la “paz” consistente en que la población de la India mostrara el debido respeto a sus sanguijuelas blancas, la pax britannica, duró bien poco. En realidad, el 13 de abril de 1919 puede considerarse el inicio de la cuenta atrás para el fin del Raj. Después de aquello, el mosaico de opositores al gobierno británico comprendió que tenían una causa común prioritaria, que en el futuro inmediato de la India no podía haber gobernante blanco alguno, que su vínculo de siglos con Gran Bretaña se había roto y que ninguna persona que quisiera aspirar a un cierto género de dignidad podía defender su restauración. La animosidad contra el poder colonial se convirtió en desprecio y odio. El período de relativa calma que siguió a 1919 se debió a un reagrupamiento del campo independentista en el que el centro de la discusión pasó de ser si los británicos debían marcharse o no a la cuestión de cuándo y cómo lo harían. Dyer dejó muy claro, con la sangre de muchísimos inocentes de por medio, lo único que el gobierno de su graciosa majestad tenía que ofrecerles a los habitantes de la India: balas.

   Ahora cambien esas balas por misiles, cambien a Dyer por Putin, cambien a los ciudadanos de la India por los de Ucrania, cambien el dominio de su graciosa majestad sobre la India por las relaciones entre Rusia y Ucrania, cambien a las mujeres y niños de entonces por los de ahora, cambien la paranoia de los soldados británicos del Punjab, que los llevaba a ver conspiraciones por todas partes, por la de los altos cargos del gobierno ruso y podrán entender por qué comencé diciendo que todos los estúpidos eran estúpidos de la misma manera.

domingo, 17 de abril de 2022

La estupidez de los estúpidos (1 de 2).

   A finales del siglo pasado, los psicólogos descubrieron ¡oh maravilla de las maravillas! que existían diferentes tipos de inteligencia, que la inteligencia consiste en hallar caminos nuevos y que, en consecuencia, no hay dos personas inteligentes que sigan el mismo trayecto. Las preclaras lumbreras de la psicología todavía no han logrado alcanzar la conclusión simétrica, también verdadera, que todos los estúpidos son estúpidos de la misma manera, que la imbecilidad sólo tiene un camino y que los tontos se copian sus tonterías, tal cual, los unos a los otros. Como la ambición forma parte de la estulticia humana, el resultado es que los peores gobernantes calcan sus decisiones de las que tomaron sus antecesores en el ranking de incapacidad y, en consecuencia, la historia de la humanidad parece dar vueltas y más vueltas en torno a lo mismo, los famosos "ciclos" glosados, entre otros, por Toynbee y que se resumen en el hecho de que las personas inteligentes van tropezando de una piedra en otra, pero los tontos tropiezan, una y otra vez, con la misma piedra.

   En plena guerra de Ucrania, el pasado lunes, se cumplieron 103 años de la masacre del Jallianwala Bagh. En 1919, la India era un polvorín. Como otros territorios del imperio de su graciosa majestad británica, el Raj había aceptado la petición de Londres de mantenerse en relativa tranquilidad mientras se desarrollaba la Primera Guerra Mundial y proporcionar carne de cañón para ella. Una vez terminada, pidieron justa compensación por no traicionar los intereses de la corona, mientras el gobierno británico miraba para otra parte. En qué debía consistir exactamente esa compensación era un tema de debate en las propias filas de los líderes políticos de la India. Había quien solo pedía el reconocimiento como ciudadanos de pleno derecho de los habitantes de la joya de la corona. Había quien consideraba necesario un gobierno autónomo. Algunos iban más allá y pedían un estatuto semejante al de Canadá. Por supuesto, estaban los que querían que los británicos abandonaran el subcontinente. De un modo transversal, había quienes reivindicaban una cosa u otra para toda la India y quienes lo pedían para su región, etnia o religión. Y, finalmente, a modo de tercera dimensión, estaban quienes quedaron deslumbrados con la desobediencia pacífica de Gandhi y quienes preferían la vieja tradición de las revueltas sanguinolentas. Para los británicos la cosa era muchísimo más fácil. Si queremos entender su postura debemos tener en cuenta dos factores característicos de su colonialismo. En primer lugar que, por su duración, había ya ingleses de padres ingleses y abuelos ingleses, nacidos en la India. Y, en segundo lugar, que a diferencia de las colonias españolas, la población mestiza formaba una parte insignificante de la población total. En definitiva, la cuestión de la India, desde el punto de vista de la potencia colonial, no se dirimía ni en términos económicos, ni políticos, ante todo, era una cuestión racial, era la cuestión de la superioridad de la raza blanca (aunque nacida en la India), sobre todas las demás. Los británicos querían una India en paz, pero "India en paz", para ellos significaba una India en la que todos los que no fuesen blancos puros mostraran de modo cotidiano su respeto y subordinación a la raza blanca. A la inversa, todo el que faltase, de un modo u otro, el respeto a la superioridad de los blancos, quería la guerra. Las diferencias de trato, lenguaje y tono dialéctico con la infinidad de facciones surgida de la matriz que dibujamos anteriormente en la sociedad India, se debían únicamente a puras maniobras estratégicas, porque en Nueva Delhi y, algo menos, en Londres, desde Gandhi hasta los movimientos terroristas más extremos, todos, habían declarado por igual "la guerra" al imperio.

   De entre todas las regiones, las etnias y las religiones de la India, pocas causaron más quebraderos de cabeza al poder colonial que los sijs del Punjab. Hermanados por su religión, aferrados a sus ritos y costumbres, buenos conocedores de su agreste territorio y famosos por no olvidar una afrenta, los británicos los admiraban cuando estaban en el frente y les tenían pavor cuando estaban en sus casas. El miedo a una conjura sij fue una constante del Raj. A veces se comentaba unos minutos a la hora del té y a veces, como en 1919, era el único tema de conversación a lo largo de días. En el Punjab bajo dominio británico de esas fechas, pocos, si acaso alguno de los miembros de la maquinaria colonial, era capaz de distinguir los hechos de las alucinaciones causadas por su propia paranoia. El 10 de abril, una protesta por la liberación de dos líderes independentistas partidarios de la resistencia pacífica acabó con los ingleses disparando contra la multitud y matando varios manifestantes. La protesta del día siguiente por esos hechos ya no fue pacífica y una misionera británica fue derribada de su bicicleta y maltratada por la turba, noticia que dio la vuelta al mundo y en la que nadie leyó la parte que decía que ciudadanos del Punjab no británicos, la salvaron de la masa, la escondieron y acabaron por llevarla a un acuartelamiento del ejército. Ese comportamiento, pareció pensar todo el mundo, era lo que se esperaba de los “ciudadanos de segunda” de la India.

   El 13 de abril de 1909 se celebraba el Año Nuevo sij, concentrando, como siempre, grandes masas de fieles en Amritsar. Unos miles de ellos se reunieron en el jardín Jallianwala, anexo al templo dorado, lugar sagrado que todo sij debe visitar al menos una vez en su vida, escuchando algunos oradores más o menos improvisados. De los cinco accesos al jardín, particularmente estrechos, varios habían sido cerrados por la policía local. A las 17,30 de aquel día, el brigadier Reginald Dyer se presentó en el lugar con 90 soldados y dos vehículos blindados con ametralladoras. Los vehículos no pudieron acceder al jardín, de modo que Dyer desplegó a sus soldados frente a la multitud y, sin advertencia previa, dio órdenes de disparar contra la masa de hombres, mujeres y niños desarmados. Tardaron 10 minutos en agotar las 1650 balas que llevaban. Dyer dio instrucciones de que sus hombres se tomaran el tiempo necesario para apuntar y hacer blanco y fue dirigiendo el tiro para hacerlo lo más eficaz posible. Se suele cifrar en 379 el número de muertos por los disparos y la estampida subsiguiente, mientras que los heridos rondarían los 1200. Dyer ordenó que sus soldados abandonaran el lugar sin prestar ningún tipo de ayuda a los heridos. Esa noche, la ley marcial declarada desde unos días antes en el Punjab, se vio reforzada por una ordenanza que obligaba a andar a gatas a todo ciudadano indio que pretendiera transitar por la calle en la que fue asaltada la misionera británica.

domingo, 10 de abril de 2022

Shannon en Las Vegas.

   Se entiende por wearable computer un ordenador lo suficientemente pequeño como para integrarse en nuestra ropas y complementos. Los relojes y pulseras de actividad se han convertido en el paradigma de estos dispositivos, aunque tienen posibilidades, evidentemente, mucho más amplias. En 1998, durante el segundo congreso dedicado a ellos, Edward O. Thorp, presentó una ponencia, "The Invention of the First Wearable Computer", en la que se atribuyó la coautoría del primero fabricado en la historia, reivindicación que la comunidad científica le reconoció de inmediato, dados los autores de la misma. Para cuando Edward O. Thorp entró en la leyenda, allá por finales de los 50, nadie recordaba ya que su afición a las ciencias y los experimentos, lo convirtieron en el radioperador más joven de los EEUU con 12 años. Tampoco debía fama ni fortuna a su ejercicio como profesor de matemáticas. A Thorp le fascinó la posibilidad de matematizar las apuestas y se lanzó a ello. Armado con un IBM 704, creó una estrategia para contar las cartas en el blackjack y obtener ventaja sobre la casa. Tras establecer una sociedad con un jugador profesional, consiguieron duplicar su capital inicial. Pero, como siempre en estos casos, no debía su fortuna a lo conseguido apostando con su método, sino a la venta de su método a otros a través de un libro del que se publicaron más de 700.000 ejemplares.

   Rico, famoso, pero científico, Thorp nos se acomodó sobre su método y sus ganancias. Buscó un nuevo reto recuperando su viejo proyecto de asaltar la ruleta. Según cuenta, el físico Richard Feynman le desanimó en este intento recordándole el cálculo del famoso matemático francés Henri Poincaré que demostraba que la casa siempre acabaría ganando en series largas de apuestas. Pero en 1960 encontró a quien sí consideraría realizables su propósito: Claude E. Shannon. Shannon, conocido como "el padre de la teoría de la información", demostró ya en su tesis doctoral la aplicabilidad de los circuitos electrónicos a la resolución de problemas en el álgebra de Boole, trabajó para el ejército de los EEUU en el desarrollo de sistemas criptográficos para las telecomunicaciones y hacia finales de los 40 había mostrado cómo abordar los problemas relativos a la transmisión de informaciones mediante herramientas de teoría de las probabilidades. Mucho menos se conocía su éxito en el mundo de las inversiones. En este punto Thorp realizó en su conferencia una reconstrucción muy racionalizada de los hechos. Pasa de puntillas sobre el que, por su posición y trayectoria, Shannon tenía información, poco menos que privilegiada, de unos mercados (como el de las empresas del mundo informático), por otra parte, en plena expansión. Insinúa, por contra, que sus éxitos se debieron a sus conocimientos de teoría de probabilidades, conocimientos de los que habría hecho partícipe a Thorp, algo, sin duda, muy favorable para sus intereses porque, en el momento de presentar su ponencia, encabezaba un fondo de inversiones. En cualquier caso, no resulta difícil entender que a Shannon le entusiasmara la idea de asaltar el juego de la ruleta.

   Entre 1960 y 1961, Thorp y Shannon desarrollaron un método consistente en un sistema de transmisión de informaciones y un pequeño ordenador, capaz de calcular probabilidades. El ordenador tenía apenas el tamaño de una caja de cigarrillos, recibía señales eléctricas y devolvía tonos musicales. Éstos se transmitirían hasta el oído del operador (Thorp) y le indicarían el grupo de ocho números próximos en los que había más probabilidades de que cayese la bola. Por su parte, Shannon se dedicaría a accionar un emisor de señales con el dedo gordo de su pie mediante un dispositivo colocado en su zapato. Indicaría con ellas el momento en que se lanzaba la bola y en el que ésta atravesaba una marca, elegida de antemano, en la ruleta. Tras numerosos ensayos para disminuir el margen de error y un cálculo matemático exacto de su distribución, Thorp, Shannon y sus respectivas esposas emprendieron el viaje con el que todo norteamericano que se precie sueña: ir a Las Vegas para saltar la banca. La ponencia de Thorp en el congreso sobre wearable computers, amena y rica en enseñanzas y anécdotas, se vuelve descacharrante en este punto. Cuenta cómo Shannon y él se dejaron largas greñas para disimular el cableado, cómo lo pintaron del color de la piel, cómos sus esposas ejercían de vigilantes para avisar si alguien de seguridad se daba cuenta de lo que ocurría y, sobre todo, el miedo que, excepto Thorp, que ya tenía experiencia en el tema, sentían porque los mafiosos dueños de los casinos les dieran pasaporte si los descubrían. Las pruebas que realizaron en casa de Shannon les otorgaban una tasa de acierto entre un 43 y un 44% y Thorp asegura que esa tasa de acierto se repitió en sus pruebas en casinos, pero que sufrieron numerosas roturas de los cables de los audífonos y un ataque de pánico cuando una cliente se los quedó mirando de modo horrorizado. No obstante, a diferencia de lo ocurrido con el blackjack, Thorp no dio cifras de sus ganancias reales. En boca (letra) de un apostante, 44% de aciertos puede significar muchas cosas, que se empezó la serie de apuestas con 100 dólares y se terminó con 144 ó que se empezó la serie de apuestas con 100 dólares y se terminó con 44. Pero lo importante no radica ahí. Thorp y Shannon habían visto un camino que muchos otros siguieron con modelos de ordenadores más capaces y acercamientos más sofisticados. En 1985, el Estado de Nevada aprobó una ley por la que se prohibía el uso de ordenadores por parte de los clientes de los casinos. Y aquí llegamos al punto que pocos apostantes tienen en cuenta cuando inician sus andanzas, que no luchan contra las probabilidades, no luchan contra unas cuotas manipuladas que los hacen perder incluso cuando ganan, luchan contra todos aquellos que reciben el dinero que ellos pierden y eso incluye a las fuentes de información patrocinados por las casas de apuestas y, habitualmente, a nuestros legisladores.


domingo, 3 de abril de 2022

Terapia de choque.

   En contra de la conclusión que sacan algunos de mis lectores, nunca he pretendido sostener que la psiquiatría es algo así como una astrología sin matemáticas. Muy al contrario, siempre he argumentado que, como otras disciplinas médicas, se halla imbuida de un riguroso procedimiento científico que consta de los siguientes pasos:

  1º) Descubrimiento de una terapia.

  2º) Aplicación al mayor número posible de sujetos.

  3º) Búsqueda de una justificación de la misma.

   4º) Análisis de su eficacia cuando ya lleva varias décadas utilizándose.

  5º) Si del paso anterior se deduce que no hay motivos para seguir aplicándola, volver al primer paso.

   Un ejemplo característico de este método lo constituye el ECT, electroterapia convulsiva o, como se lo denomina vulgarmente, los electroshocks. A principios del siglo XX, Sigmund Freud predicó una religión profana llamada psicoanálisis, revelada a él por Dios padre inconsciente. La idea de poseer algo sobre lo que no teníamos control y a lo que poder echarle la culpa de nuestros males, cautivó a la humanidad y las conversiones se multiplicaron por doquier. Lo bueno de las religiones es que nadie te pide algo así como historiales médicos con curaciones reales que apuntalen tus prédicas. Todo es cuestión de fe y, ya se sabe, a quienes el inconsciente les concedía la gracia de la fe, se salvaban y a quienes no les otorgaba la gracia, pues, hale, ajo y agua. Lo malo de las religiones es que mucha gente queda fuera del negocio y no está dispuesta a reconocer al papa de turno ni a compartir con él los beneficios. Eso ocurrió con un buen número de psiquiatras que decidieron emprender un camino verdaderamente “científico”, lejos de las patochadas freudianas. Sin embargo, dada la popularidad de sus ideas, necesitaban algo espectacular en el doble sentido de algo que conmocionara y que produjera escalofríos. 

   En los tiempos en que Freud revolucionó la capital del imperio austro-húngaro, Julius Wagner-Jauregg observó que algunos enfermos mentales mejoraban su estado tras sufrir fiebres severas. Siguiendo la rigurosidad del método antes señalado, Wagner-Jauregg se lanzó a inyectar agentes transmisores de la erisipela, la tuberculosis y la malaria a pacientes con degeneración neuronal causada por la sífilis. Las extraordinarias tasas de curación de las que dio cuenta Wagner-Jauregg le proporcionaron prestigio, la popularización de la “piroterapia” y el premio Nobel de medicina de 1927. Con todo esto en el bolsillo se dedicó a esterilizar a quienes habían caído en la esquizofrenia por masturbarse demasiado (sic) y al apoyo decidido de los que persiguieron a rivales teóricos como Freud, quiero decir, apoyó el nazismo. Fiel defensor de la eugenesia, multitud de hospitales, calles y plazas siguen llevando su nombre en Austria, pese a que las revisiones de su trabajo mostraron tasas de mortalidad entre sus pacientes que llegaban al 20% y recaídas tras la terapia del 60% de ellos. Por supuesto, jamás explicó cómo ni por qué las fiebres “curaban”.

   Una cosa es que el bacilo de la tuberculosis no fuera eficaz y otra, muy diferente desde el punto de vista científico, que el procedimiento de medio matar a los pacientes no tuviera futuro. El año en que Wagner-Jauregg recibió el premio Nobel, Manfred Sakel descubrió un agente mucho más “científico” para obtener el mismo resultado: la insulina. Sakel, en efecto, inducía un coma insulínico en los esquizofrénicos, atribuyéndose con ello tasas de curación en ningún caso inferiores al 80%. El motivo era “fácil” de entender, 100 ó 150 dosis de insulina administradas a un paciente reforzaban hasta tal punto su “fuerza anabólica” que ésta “depuraba” las células nerviosas. En los tiempos de Sakel ya circularon rumores de que sus cifras de “curaciones” se debían a que seleccionaba sus sujetos de estudio entre aquellos cuyo trastorno tenía mejor pronóstico. Científicamente se llegó al consenso de que la tasa de curación debía andar por el 50%, lo suficiente como para que la terapia de choque insulínico se practicara con fruición en los hospitales psiquiátricos entre 1940 y 1950. Cuando ya había caído en desuso, comenzaron a alzarse voces denunciando que solía matar al 5% de pacientes, causando daños irreversibles a un porcentaje indeterminado de ellos, además de que su tasa de eficacia real era mucho más un mito que una cifra concreta. 

   Aunque Ladislas Joseph Meduna realizó muchos experimentos tratando de inducir convulsiones en los pacientes psiquiátricos utilizando alcanfor, estricnina o dióxido de carbono, por aquel entonces, la psiquiatría ya se había hecho con un procedimiento de curación a la altura de los tiempos, la electricidad. La epifanía que acabó dando lugar a los electroshocks la tuvo Ugo Cerletti, director del Departamento de Enfermedades Mentales y Neurología de la Universidad de Roma, en un matadero. Viendo cómo los carniceros dejaban tiesos a los cerdos con unas pinzas eléctricas antes de proceder a rajarlos, comprendió que, obviamente, había encontrado un procedimiento para la curación de los enfermos mentales. Tras probar el procedimiento en numerosos animales sin que nos haya quedado constancia de qué enfermedades mentales sufrían éstos y qué tasa de curación logró Cerletti en ellos, decidió que con una descarga de entre 50 y 150 voltios, se podían inducir curaciones en humanos. Se la proporcionó a todos los infelices que cayeran en sus manos, ya padecieran depresión, esquizofrenia, desórdenes afectivos o simple conducta disoluta. Una vez más, la explicación de por qué funcionaba y, sobre todo, por qué funcionaba en semejante arco de trastornos, gozó de una claridad tan meridiana que nadie ha tratado de mejorarla hasta el día de hoy. La electricidad, decía Cerletti, “vitalizaba” unas sustancias, las “agro-agoninas”, que remediaban el mal funcionamiento de las neuronas. Por si fuera poco, el tratamiento de Cerletti tenía la extraordinaria ventaja de que puede (de hecho, debe) repetirse 10 ó 20 veces antes de esperar ninguna mejoría. De este modo, los psiquiatras se garantizaban visitas reiteradas de sus pacientes al igual que los psicoanalistas. Con semejantes credenciales, huelga decirlo, se convirtió en una terapia rutinaria por parte de la psiquiatría durante décadas. Sin embargo, muy pronto, surgieron voces, ya se sabe, “anticientíficas”, denunciando que su carácter inespecífico permitía su administración arbitraria como mecanismo disciplinario. La película de Milos Forman, “Alguien voló sobre el nido del cuco” (1975), marcó el apogeo del movimiento antipsiquiátrico en general y contrario a la terapia de los electroshocks en particular. Cualquier pseudociencia habría llegado a la fácil conclusión de que había que buscar procedimientos nuevos. Pero la psiquiatría y, más en concreto, la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), extrajo la mucho más científica consecuencia de que necesitaban un lavado de cara. Desde entonces, un millón de personas al año recibe tratamiento de electroshock. Eso sí, se requiere el consentimiento previo de un paciente al que su psiquiatra le ha asegurado que “es la única salida”, se le administra humanitaria anestesia y todo el procedimiento queda científicamente asistido por ordenador. Nadie parece haber emprendido la poco científica tarea de determinar si semejante puesta en escena mejora o empeora los resultados que se obtenían con los antiguos mordedores. Y, por supuesto, a estas alturas, después de utilizar semejante técnica curativa durante 70 años, la cuestión de su eficacia real, resulta insignificante para una disciplina tan seria como la psiquiatría.

domingo, 27 de marzo de 2022

¡Prohibamos la ciencia! (2 de 2)

   Incluso si el nuevo parche, por alguna milagrosa inspiración divina, hubiese adivinado las necesidades de nuestros investigadores, el modo como se lo ha “negociado”, sentencia por sí mismo su absoluta inoperancia para remediar los males de la ciencia en este país. Y los males de la ciencia de este país los resume el "caso López-Otín”. Este catedrático de bioquímica y biología molecular de la Universidad de Oviedo, encabezó un grupo investigador que consiguió logros absolutamente punteros en la identificación de genes asociados al cáncer y en la secuenciación del genoma de ciertos tipos de leucemia. Reconocido a nivel internacional, habiendo recibido innumerables premios, su vida sufrió un cambio dramático en 2016. Alguien, alguien con nombre y apellidos, alguien a quien López-Otín había impedido que le otorgara cierta plaza universitaria a uno de sus protegidos, se había dedicado a rebuscar en las 142 publicaciones del sabiñanense. Con la tenacidad que dan la miseria y la envidia, logró encontrar un puñado de imágenes sospechosas. Lejos de escudarse en tonterías, López-Otín inició una investigación interna que le llevó a descubrir que, en efecto, algunas de las imágenes aparecidas en nueve de sus artículos habían sido retocadas con fines de dejar mucho más patente lo que en ellas se mostraba. Desde luego, no se trata de una buena práctica científica, pero si hubiera de tirar la primera piedra quien jamás ha incurrido en ella, el propio Darwin tendría que mirar hacia otro lado. López-Otín emprendió la agotadora tarea de volver a realizar todos los experimentos puestos en tela de juicio. Sus resultados no se apartaron lo más mínimo de los originales, aunque algunas imágenes sí. Pidió publicar una aclaración a propósito de ocho artículos aparecidos en el Journal of Biological Chemistry, pero para entonces, la campaña contra él ya había vuelto tóxico su nombre. La revista optó por retirarlos todos, convirtiéndolo en un paria de la ciencia, pese a los testimonios de algunos colegas acerca de la validez de sus resultados. En 2018 una misteriosa infección de sus 5000 ratones modificados genéticamente acabó con ellos. López-Otín, en medio de una crisis personal que lo llevó a juguetear con la idea del suicidio, nunca ha querido plantearse siquiera qué pudo ocurrir. “Obviamente” alguien que había alcanzado tal prestigio internacional, siendo español, en una universidad que no estaba en Madrid ni en Barcelona, tenía que ser un fraude y todo el mundo se lanzó gozosamente a hacer leña de un árbol que había pretendido desafiar nuestra regla básica: no somos un país de investigadores. De futbolistas, de cantantes y cantantas, de pícaros, de fundadores y prosélitos de sectas radicales católicas, por supuesto que sí y todo el mundo loa sus grandezas sin tapujos, pero ¿de científicos? ¡Nunca! ¡jamás! A tal punto llegó la campaña que el propio Villatoro cayó bajo sus efectos… hasta que habló personalmente con López-Otín. Con la honradez de buen científico, Villatoro reconoció su error y pasó a formar parte de quienes, de un tiempo a esta parte, vienen limpiando el nombre de López-Otín. Todavía tiene que aguantar que algún periodistilla que no sabe de ciencia ni cómo se escribe le arroje a la cara la pregunta de si alguna vez cometió fraude. Y, como es natural en este país, habrá quienes afirmen que el miserable que buscó su hundimiento “seguro que alguna buena razón tendría”. 

   A veces pienso que están en lo cierto, que no se puede luchar contra ellos, que hace mucho tiempo que perdimos esta batalla, que es absurdo ir contra los hechos. Y el hecho es que España, en ningún momento de su historia, ha decaído en sus intentos, conscientes, deliberados y persistentes, por humillar, tan miserablemente como fuese posible, a sus científicos. La inquina contra cualquiera que pueda acreditar relevancia investigadora, nuestro empeño por darles la patada cuanto antes para que se larguen a otro país, la saña con la que los apuñalamos en cuanto comienzan a volver la espalda, no puede deberse a una simple casualidad o a un mal cúmulo de circunstancias. Debemos sincerarnos con nosotros mismos, debemos contarle la verdad a esos políticos que creen que van a ganar algún voto por anunciar un nuevo y falso incremento de las dotaciones para investigación. No podemos seguir permitiéndonos el lujo de gastar ingentes cantidades de dinero en formar investigadores que acabarán dando lo mejor de sí mismos en laboratorios del extranjero, no podemos dedicar cinco millones de euros a decir que tenemos un proyecto propio de vacuna contra la Covid-19, no hay fondos para seguir manteniendo a nuestra ciencia, con ensañamiento, en una perpetua agonía, no tiene sentido tirar así un dinero que tantas iglesias podría ayudar a restaurar, que tantas bocas que curitas, que tantos hermanos de presidentas de comunidad, podría alimentar. Pero también hay motivos humanitarios. No podemos, no tenemos derecho, a seguir sustentando la esperanza de mujeres y hombres, una generación tras otra, con la fantasía de que se puede hacer ciencia en este país. Causamos muchísimo sufrimiento a personas que sólo merecen la admiración, el reconocimiento y el respeto. ¡Terminemos con esta pantomima! Hagamos una ley que no sea un parche; una ley que prohíba por siempre jamás la investigación para fines no militares en España; una ley que entregue a la Iglesia la propiedad sobre cualquier empresa, institución o particular que financie ese género de investigación; una ley que cercene, desde el momento mismo de su nacimiento, la más leve brizna de ilusión en cualquier joven que quiera iniciar una carrera investigadora, condenándola/o al destierro perpetuo; una ley que castigue por traición a la patria a quien ose alabar, defender o recordar a cualquier científico nacido aquí; una ley que adjudique cátedras y plazas universitarias exclusivamente por méritos familiares, políticos, de clientelismo o de pura dedocracia; una ley, en definitiva, fiel a la realidad de nuestra amada patria de mierda.

domingo, 20 de marzo de 2022

¡Prohibamos la ciencia! (1 de 2).

   Hace tiempo que sigo La ciencia de la mula Francis, el blog de Francisco R. Villatoro. Lo visito cada vez que el resto de mis ocupaciones me dejan un hueco y cada vez que necesito aclarar mis ideas sobre algún tema de vanguardia científica. Profesor de la Universidad de Málaga, informático, físico y matemático, Villatoro dice que cuando se jubile quiere escribir libros de divulgación. Desde luego, lleva a cabo una incansable tarea para despertar el interés por la ciencia, pero siempre ha tenido claro que prefiere perder un lector que traicionar una idea. Sabe, además, que hacer ciencia es sinónimo de exploración y que explorar significa errar. Por eso, cuando leí sus disculpas públicas a Carlos López-Otín, supe que su errancia le había servido, una vez más, para encontrar la verdad, esta vez, por desgracia, una verdad muy poco oculta. Y la verdad, en este caso, es que la ciencia, de facto, está prohibida en España, que hacer ciencia aquí es desafiar un anatema y que quien se atreve a hacerlo puede pagar con su propia vida. No hay que irse muy lejos para demostrar lo que digo. Esta misma semana, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, renunciaba a probar en humanos la vacuna contra la Covid-19 que llevan desarrollando desde la aparición de la enfermedad. Y no porque no haya superado los ensayos clínicos en animales, no, simplemente, porque han llegado tan tarde que ya no hay población humana no vacunada en la que probarla en este país y que los trámites burocráticos son de tal calibre, que tampoco se puede probar en otro. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿cómo hemos llegado a esto si el proyecto del CSIC se colocó en la línea de salida en las fechas en que lo hicieron AstraZeneca y Pfizer? Hay dos explicaciones posibles. Una es la que pasará a la historia. Afirma que en este país no nacen científicos de calidad. Nacen buenos cantantes, buenos futbolistas, buenos pintores, fundadores y prosélitos de sectas radicales cristianas, pero no científicos. La otra, la real, es algo diferente. Desde 2019 la Iglesia española ha recibido algo así como 1.200 millones de euros del Estado a razón de 300 millones por año. El CSIC recibió para financiar sus dos líneas de investigación sobre esta vacuna cinco millones de euros. Hipra, una empresa privada que sí va a probarla con humanos, dispuso de 45 millones. Pfizer contó con 2.600 millones de euros, 483 del gobierno alemán. AstraZeneca recibió 1.000 millones del gobierno británico de los 2.900 que llegó a poner sobre la mesa. Los equipos del CSIC tuvieron que liderarlo jubilados y lo conformaron, en su mayor parte, personal eventual que ignoraba qué ocurriría con sus vidas después de este proyecto. No había especial interés por cubrir las plazas de los eméritos, así que nadie se había molestado en sacarlas a concurso. Eso sí, además de su trabajo en el laboratorio, los investigadores tuvieron que ir, puerta por puerta, buscando empresas que pudieran formar al personal y desarrollar la tecnología necesaria para fabricar las vacunas. “Extrañamente” los cinco millones invertidos no han permitido comercializar una vacuna, a todas luces, prometedora.

   Hoy, como hace 50 años, como hace 90 años, como hace 120 años, como siempre en la historia de este bendito país, hay dos Españas. La España de quienes consideran que concederle al Ministerio de Igualdad 20.000 millones de euros es justo y necesario y la España de quienes consideran que esos 20.000 millones habría que dárselos al Ministerio de Defensa. Pero una España y la otra, coinciden en que hay que seguir financiando a la Iglesia con cantidades progresivamente incrementadas cada año, que hay que seguir eximiendo a la Iglesia del pago de todo tipo de impuestos, que hay que seguir financiando sus colegios, ninguno de los cuales es económicamente viable, y que, mientras tanto, hay que seguir regateando miserablemente el dinero destinado a la ciencia, que hay que venderlo bajo la etiqueta del I+D+i para que así oculte que los únicos incrementos presupuestarios en investigación van destinados a la investigación estrictamente militar, esa que se encarga de mejorar las balas, los proyectiles de cañón, los drones y el material antidisturbios que suministraremos a Cuba o a Túnez. Siempre que se acerca la renovación del concordato con el Vaticano, se negocia pormenorizadamente cada una de las peticiones que hace la Iglesia para que no se embarque en otra oportuna cruzada “en pro de la vida”. Sin embargo, este mes se ha aprobado la nueva ley de la ciencia, concediéndole al colectivo de los sufridos científicos un sumario plazo de siete días para presentar alegaciones y a los sindicatos se les otorgó toda la atención que permitieron... dos reuniones. El último vestigio de modernidad que llegó a este país fue el despotismo ilustrado y, desde entonces, políticos, tecnócratas y economistas paren leyes que, suponen, mejorarán las condiciones de vida de ciertos colectivos, pero sin preguntarles a ellos, no vaya a ser que les cuenten algo que tenga que ver con la realidad. En estos meses, la prosecución de tan venerable costumbre nos ha otorgado una ley para la educación sin los educadores; una ley sobre el consumo eléctrico sin los consumidores de electricidad y ahora tenemos ya una ley para los científicos, pero sin los científicos. Un día de estos deberíamos hacer un esfuerzo de sinceridad y dejar de llamar a estas cosas "ley" para llamarlas como verdaderamente se merecen: parche. El nuevo parche de la ciencia, parchea cosas necesarias. Otorga, por ejemplo, el derecho de nuestras investigadoras a ser madres, pero vuelve inútil semejante reconocimiento porque no da ningún paso adelante para compensar los huecos que en el currículo investigador deja la maternidad. Habla de porcentajes para la incorporación a las instituciones del personal formado en la investigación, pero no especifica cómo se van a convertir esos porcentajes en algo mejor de lo que hay. Deja en la oscuridad completa a técnicos y gestores sin los que no puede funcionar ningún laboratorio moderno y, por supuesto, omite por completo la necesidad de blindar la financiación de la investigación no aplicada a la defensa.

domingo, 13 de marzo de 2022

Pikuach nefesh (2 de 2).

 

A quienes sufren persecución y cárcel en Rusia

por manifestarse contra la invasión de Ucrania.

Son un ejemplo de lo que Rusia tiene que ofrecer

al mundo.


   En 2018, a “Naranjito” Trump se le ocurrió sacar a EEUU del acuerdo para limitar las investigaciones nucleares de Irán. Esperaba obligar a los ayatolás a negociar un acuerdo desfavorable para ellos en mitad de su segundo mandato y, en última instancia, favorecer los planes bélicos de Netanyahu. Se lo ha puesto fácil a Biden. A la administración norteamericana le conviene que el petróleo iraní vuelva al mercado. Otro tanto cabe decir de sus aliados europeos. Irán, dicen los expertos, está al borde del caos económico. Se echaron en brazos de Pekín como gran salvación y lo único que han conseguido es desatar la sinofobia de su población que ha visto cómo los productos de ínfima calidad procedentes de Oriente han fagocitado los comercios tradicionales y las pequeñas empresas. Su ejército se cae a trozos y los pilotos todavía vuelan en los F-14 comprados por el Sha. Saben, además, que Israel tiene sus centros de investigación en su punto de mira y quieren evitar la humillación de ver cómo los reducen a cenizas, algo contra lo que, en última instancia, sólo podrán lanzar amenazas y maldiciones. Israel, que no figura por ninguna parte en las negociaciones, es, en realidad, quien decide. Parte de sus élites, espoleados por sus nuevos aliados en las monarquías del Golfo, es partidaria de acudir a los procedimientos militares, pero otra parte, previendo lo que se avecinaba, preferiría un acuerdo y esperar a ver cómo se desenvuelven los acontecimientos. En cualquier caso, el tiempo apremia. Se supone que, para mayo de este año, Irán obtendrá material susceptible de uso militar. Desde 2018, Rusia ha venido operando, más o menos en la sombra, como la gran muñidora del acuerdo. Su diplomacia se ha esforzado por mediar entre Irán y EEUU, incluyendo hacerse cargo del material fisible iraní y tener acceso a todos los secretos de su programa. Israel ve con buenos ojos semejante mediación, pues tienen Rusia tan infiltrada que todo lo que llegue a sus manos acabará en los despachos del servicio secreto israelí. La intervención rusa, por supuesto, no se debe a fines altruistas. La firma de ese acuerdo será también la firma de multitud de tratados con Irán, particularmente, en materia militar, acuerdos de esos que generan comisiones astronómicas que se pueden entregar a los amigotes sin mucho disimulo. Algunas de ellas llegarían de modo inmediato, pues hay 11 Mig-35 ya fabricados que se han quedado compuestos y sin novia y que podrían entregarse a Irán. El problema está en que Teherán no tiene divisas, ni oro, sólo puede pagar en petróleo. Con el precio del barril en las cifras del año pasado, con la vuelta de Irán al mercado, los beneficios para Putin y sus adláteres se volvían pírricos. Sin embargo, con una guerra de por medio, con las magras sanciones que el Kremlin esperaba, con amenazas múltiples de guerra nuclear, cada barril se convertiría en una montaña de oro. Alguien, alguien más listo que los demás, ha puesto ya las comisiones que esperaba recibir en el mercado de futuros. En estos momentos está virtualmente arruinado. Probablemente fue él quien llamó el pasado 3 de marzo al despacho de Putin. El día 4, Rusia hizo público que no firmaría el acuerdo nuclear si EEUU no ofrecía garantías por escrito de que las sanciones no afectarían a “su colaboración con Irán”. El sábado 5, Bennett viajó a Moscú. Llevaba un mensaje de “amigos comunes” que contaba una historia muy diferente de lo que está leyendo Putin en los informes que le llegan y que sólo hablan de las enormes ventajas que las circunstancias actuales comportan para Rusia, del triunfo que acabará obteniendo sobre Occidente, cuando no de la conveniencia de declararle la guerra a la OTAN ya. El mensaje que al primer ministro israelí, como el único mandatario con el que Putin se permite gastar bromas, le había tocado llevar, era claro: debía aceptar la mediación que Erdogan le iba a proponer al día siguiente, su ministro de exteriores llevaría a la reunión con su homólogo ucraniano una propuesta de mínimos y el Kremlin aprovecharía las primeras de cambio para declarar que “se han alcanzado todos los objetivos de la operación militar especial”. De lo contrario, Putin tendría que acostumbrarse al sabor a Polonio en sus comidas. De la conversación de Putin con Erdogan ha trascendido que no fue distendida y que Putin aceptó un encuentro a alto nivel con las autoridades ucranianas. El lunes 7, portavoces del Kremlin afirmaban que para el alto el fuego bastaba el reconocimiento de las repúblicas independentistas y de la anexión de Crimea a Rusia. El martes 8 dejaban claro que “nunca” había sido su intención derribar el gobierno de Kiev. El acuerdo nuclear con Irán ha quedado en suspenso y nadie oculta la “frustración” que ha generado en todas las partes, incluyendo a Rusia e Irán. Cuanto más se acerquen las negociaciones a acuerdos concretos, mayor será la escala del conflicto por parte de unos y de otros para obtener una posición de fuerza. Otra cuestión es hasta dónde llegará. La afirmación del ministro de defensa ruso, Shoigú de que mimetizaría el despliegue de la OTAN en el territorio ruso, implica que, lo que resta de unidades operativas de sus fuerzas, se van a quedar muy lejos del conflicto. Falta una reserva estratégica que no se ha movido de sus bases y que parece mostrar el temor real de Putin a un ataque de Occidente. A Ucrania sólo pueden mandar ya mercenarios contratados en Siria y dotar a las milicias de las repúblicas independentistas con material incautado a los ucranianos. 

   Si todo lo que he escrito hasta aquí constituye una descripción más o menos cercana a los hechos, entonces, aún no se ha comprendido lo fundamental de lo que está ocurriendo. Estas conclusiones, como muchas otras que están apareciendo en los medios de comunicación occidentales, tienen que haberlas alcanzado (y hace mucho), quienes tuvieron sobre sus mesas informes de primera mano de la situación en Rusia hace cinco, diez o quince años. Sin duda hay quienes se habrán visto sorprendidos por la docilidad con la que Putin se ha metido en la ratonera, aunque llevan mucho tiempo cambiando el queso en ella para que no se lo comieran las hormigas. De la exactitud con la que han calculado los riesgos, del petróleo de las comisiones iraníes, de las capacidad de razonamiento de un megalómano cuyas neuronas parecen tener la misma operatividad que sus tropas sobre el terreno, de mediadores preocupados únicamente por lo que encierran los límites de su terruño, dependen las destrozadas vidas de las mujeres, niños y hombres de Ucrania y puede que de la humanidad toda. Pikuach nefesh.