En The Battle against Anarchist Terrorism, Bach Jensen arroja luz sobre otro aspecto de nuestro glorioso imperio, la “lucha antiterrorista”. El “problema anarquista” de España no residía en el número de seguidores de ese movimiento que había, que su causa pudiese considerarse justificada o no, que sus métodos resultasen adecuados o no, el “problema anarquista” de este país designaba, realmente, la absoluta y completa ineficacia policial para informar de un modo medianamente adecuado del grado de peligrosidad del anarquismo español. Ante la cercanía de la coronación de Alfonso XIII, en 1902, las autoridades españolas decidieron adoptar la medida de seguridad más importante que cabía en sus cabezas: suplicar reiteradamente al gobierno británico que mandara a Madrid cuantos policías pudiera (226). Cuando en mayo de 1905 este mismo rey sufrió un atentado en París, los supuestos conspiradores anarquistas, una mezcla de españoles e ingleses, acabaron libres de cargos ante la sospecha del gobierno de Lerroux de que la acción había corrido a cargo de oscuros elementos de la policía española (299). Según los datos de Turrado Vidal que cita Bach Jensen, técnicamente, la Oficina de Identificación Antropométrica se fundó en Madrid en 1896, teniendo como objetivo fundamental la identificación de anarquistas peligrosos. Pero Maura refundó dicha institución dos veces, la primera en 1902 y la segunda en 1904, lo cual da idea de la calidad y cantidad de los datos allí almacenados. Antonio Tressols, una de las cabezas visibles de la acción policial contra el anarquismo en Barcelona, según los datos de Núñez Florencio que cita Bach Jensen, apenas si podía leer o escribir. Las causas del problema resultaban bien conocidas para los sucesivos gobiernos: un inspector que, tras largos años hubiese llegado a la élite de su carrera profesional conseguía ganar, al fin, el mínimo necesario para mantener una familia con dos hijos (314); los nombramientos en el cuerpo, incluso en los rangos inferiores, obedecían a componendas políticas; y, de hecho, los funcionarios dedicados a las tareas administrativas no tenían su puesto garantizado de por vida, se los contrataba según méritos, quiero decir, cada gobierno contrataba a sus adláteres y echaba a los del gobierno anterior. Se necesitaba más personal, mejor formado, más medios y concederle a la policía independencia para realizar sus investigaciones. Pero eso significaba cantidades ingentes de dinero, todo ese dinero que tampoco había en otras tantas partes donde se necesitaba porque los corruptos parecían necesitarlo más. Todavía peor, éstos, los corruptos que inundaban el país, podían acabar perseguidos por un cuerpo policial como el descríto, así que nadie hizo nada por realizar las reformas necesarias. Sólo podía ocurrir una tragedia o varias, y todas ellas sucedieron.
El 7 de junio de 1896 una bomba mató a veinte personas, en su mayoría mujeres y niños, durante la procesión del Corpus Christi en Barcelona. Casualmente, las autoridades y notables de la ciudad, pasaron por allí antes de la explosión sin que les afectara. Absolutamente incapaces de identificar ninguna pista que llevara a la autoría, la policía practicó arrestos masivos de todos los elementos “radicales” de la ciudad, guardasen vínculos con el anarquismo o no. Varios centenares de personas acabaron abarrotando las cárceles y el castillo de Montjuich y sometidos a todo tipo de palizas y torturas. Tribunales militares secretos condenaron a muerte a ocho personas y a casi un centenar más a duras penas de trabajos forzados, sentando precedentes para procedimientos que se siguieron practicando hasta 1902. A un centenar largo de quienes habían pasado hasta un año en prisión sometidos a “interrogatorios” (en su mayoría ciudadanos españoles) se los llevó hasta la frontera francesa y allí se los abandonó sin un salvoconducto, una credencial y ni siquiera una cédula de identificación. En julio de 1897, el secretario del gobernador de Barcelona preguntó al cónsul británico qué papeles se necesitaban para viajar a Inglaterra. Informado de que no se necesitaba ninguno, las autoridades españolas enviaron un barco con 26 anarquistas españoles y uno italiano a Liverpool, dando cuenta a las autoridades del Reino Unido una vez el barco se hallaba a mitad de camino. En Liverpool recibió a los expatriados un comité de bienvenida anarquista hispano-británico con numerosos periodistas que dieron cuenta a la opinión pública de las torturas que habían sufrido. Pero a las mentes bienpensantes de Gran Bretaña no las escandalizó los rastros dejados en las pieles por los golpes y los hierros candentes, sino el hecho de que este grupo lo integraban miembros de la clase media catalana, ciudadanos de bien, educados y capaces de expresarse. Mientras el anarquismo se extirpaba de las mentes de los campesinos andaluces, entre las que había arraigado como en ninguna otra parte del mundo, a sangre y fuego sin que nadie se rasgase las vestiduras, el martilogio de los anarquistas burgueses desembarcados en Liverpool incendió la opinión pública británica contra el, en apariencia, régimen parlamentario español. Los rescoldos de aquel incendio no se apagaron nunca, bien al contrario, se arrojó gasolina sobre ellos durante los cuarenta años de la dictadura franquista, con lo que hoy, más de un siglo después, cualquier insinuación de que la policía española tortura o de que España tiene de democracia lo que yo de santo, se acepta de inmediato como una verdad inconmovible.