A la filosofía del siglo XX le chiflaban los acontecimientos. Por alguna razón, que quizás merezca la pena investigar, el concepto de “acontecimiento” adquirió el estatuto de elemento clave a la hora de entender la historia, la realidad y, cómo no, las manifestaciones del “ser”. Interpretar el acontecimiento, hallar sus significados profundos, decir qué “es”, constituyó el gran desafío de la filosofía vigesimica. “El acontecimiento acontece”, se decían unos a otros los filósofos del siglo pasado, paladeando tan abismal sabiduría. “¿Qué es este acontecimiento?” se interrogaban parpadeantes. A cualquiera que preguntase ¿por qué hay este acontecimiento y no cualquier otro? se le acusaba de no respetar las formas y se lo apartaba de la Academia por faltar al consenso. Y, sin embargo, semejante pregunta encierra la cuestión clave. Veámoslo con un ejemplo.
Esta semana se ha producido un “acontecimiento”. En un episodio más de esa carnicería que dura ya un siglo, 88 personas han resultado muertas por el intercambio de fuego en Oriente Próximo. Hago aquí un inciso para plantear una de estas cuestiones tontas que suele salir de las bocas de quienes han estudiado filosofía: después de cien años matándose sin que nadie haya conseguido acercarse a una solución que satisfaga a todas las partes, ¿nadie se ha planteado que, a lo mejor, seguir por el camino del más, provocando más de lo mismo, más muertos, más sufrimiento, no va a conducir a nada que merezca la pena? Para evitar que algún idiota como yo haga esta pregunta, el ejército israelí ha mostrado unas imágenes en las que un misil destroza un edificio “donde funcionan los ciberoperativos de Hamas”. Inmediatamente se ha suscitado un debate en el que sesudos expertos trataban de interpretar los significados ocultos de este “acontecimiento”. A la pregunta “¿qué ha sido esto?” unos respondían con una larga retahíla de tópicos recientes que “es la guerra híbrida”; otros, negaban la novedad de semejante retahíla sosteniendo que “no es guerra híbrida”; finalmente, un tercer grupo, recordaba que “el mundo es así” y que resultaba inevitable que alguien acabara respondiendo a un ciberataque con un bombardeo, pues Internet “es el mundo real”. Israel, en efecto, iniciaba el comunicado que hacía comprensible las imágenes mostradas, señalando su completo éxito a la hora de repeler “un intento de ciberofensiva de Hamas contra objetivos israelíes”. Normal y justificable había de considerarse que volara por los aires un edificio entero, decían los hermeneutas de turno. Aún mejor, este acontecimiento tenía un antecedente, un origen, en el asesinato por parte de los EEUU de un par de informáticos al servicio del Estado Islámico en 2016. No obstante, requisito imprescindible para todo acontecimiento, también encerraba una novedad: por primera vez la ciberguerra se combinaba con una guerra en tiempo real entre los contendientes, mostrando, una vez más, lo justificable de la acción israelí.
Abandonemos ahora la milonga de los "orígenes", olvidemos la pregunta por el “ser” de las cosas, dejemos de interpretar y fijemos nuestra atención en la superficie de afloramiento de estos hechos. Este cambio de marco conceptual nos ofrecerá una perspectiva muy diferente de lo ocurrido.
Todo el mundo sabe que la sección informática de los servicios de espionaje israelíes sólo resiste la comparación con la omnipotente NSA norteamericana y que la separa de ella únicamente el tamaño (número de personas y cantidad total de presupuesto). A esta unidad se le atribuye haber paralizado el programa nuclear iraní introduciendo un virus informático en su red de ordenadores y, más recientemente, haber mantenido a flote las páginas institucionales de Ecuador tras el tsunami que se desató contra ellas por la entrega de Julian Assange. Pues bien, pese a contar con un servicio con las mismas capacidades tecnológicas y más personal y presupuesto, los EEUU no pudieron evitar un robo de 81 millones de dólares de la Reserva Federal que pudo alcanzar una cifra récord de no haber cometido los atacantes un error pueril. Tampoco pudo evitar el mucho más sonado ataque a Sony y les costó casi una semana acusar de él a Corea del Norte, siempre con argumentos circunstanciales, más que con pruebas, lo cual acabó levantando hipótesis alternativas sobre la autoría. De hecho, en la ciberguerra, como en el esgrima, el ataque resulta muchísimo más simple que la defensa y precisamente Israel lo demostró en 2.012, cuando un activista pro-palestino robó cientos de miles de datos de tarjetas de crédito que después publicó por entregas. En aquella ocasión llegaron a interrogar a un emiratí residente en México, pese a las reiteradas declaraciones del supuesto autor de los hechos afirmando que había nacido en Riad. Sin embargo, ahora, de buenas a primera, resulta que sí, que los servicios secretos israelíes se muestran capaces de repeler un masivo ataque informático, de identificar de modo inmediato el país de procedencia del ataque y, aún más, el edificio desde el que se produjo, desencadenando la respuesta en cuestión de horas, algo que la NSA no ha soñado todavía en hacer. Y, como prueba de la veracidad de estos hechos, síntoma de los tiempos, muestran una imagen, la imagen de un edificio volado por una bomba, en la que, como resulta lógico, no se ven ni virus, ni troyanos y ni siquiera ordenadores. Recordemos ahora que, tras la masacre de Múnich, los israelíes acabaron con buena parte de la intelectualidad palestina y con la práctica totalidad del sector moderado de la OLP de la época acusando a todas y cada una de sus víctimas de “cerebro de la masacre de Múnich” (cosa que ha llegado a insinuar hasta alguien tan poco dado al antisemitismo como Steven Spielberg). De pronto, algo que resulta normal cuando uno se olvida de las zarandajas de la hermenéutica y hace genealogía, nos topamos con una sospecha, la sospecha de que, efectivamente, nos hallamos ante algo nuevo, un primer ensayo por parte de Israel para tapar sus asesinatos futuros bajo la capa de “respuesta a un ataque informático”. Llegamos de este modo a la moraleja, a saber, que todo acontecimiento, al igual que todo libro y todo símbolo, resulta una totalidad construida, un producto fabricado y puesto ahí por un cierto estado de cosas y que cualquiera que se dedique a contarnos cómo debe interpretarse o, mejor aún, qué “es”, no hace otra cosa que colaborar con los poderes establecidos.