domingo, 9 de septiembre de 2018

Formas de racionalidad.

   La lógica en el sentido tradicional, se halla regida por una serie de principios básicos que se consideraban absolutamente inviolables, de modo que si alguien no se atenía a ellos, simplemente, no podía decirse que sostuviera un discurso lógico. Pero la posmodernidad rompió con este modelo. La lógica del discurso no debía entenderse como un principio rector ajeno a él, sino que dimana del propio discurso. En consecuencia, puede hablarse de diferentes formas de lógica y, de un modo más común, de "diferentes formas de racionalidad". Las “diferentes formas de racionalidad” se ha convertido en un tópico típico de nuestra era en el que los filosofillos se solazan incesantemente. Hablan de ella como de los intereses ocultos en todas las formas de conocimiento, incluyendo el científico, sin jamás poner en tela de juicio el interés oculto en la coplilla que recitan. Las "diferentes formas de racionalidad" constituye un símbolo de nobleza, de progresismo tolerante con otras culturas, a la vez que en herramienta para un consumismo fuera de madre como vamos a ver. A qué se ha llegado con el borreguil cacareo de los tópicos típicos y la prohibición de una racionalidad que aspire a tener carácter universal, lo podemos ilustrar con cierto género de discurso que atenta contra la práctica totalidad de los principios de la lógica. Y no, no voy a hablar de Donald Trump.
   Comencemos por el principio de transitividad. Dice que si A, por ejemplo, tiene mayor tamaño que B y B mayor tamaño que C, entonces A debe tener mayor tamaño que C. ¿Hay algo erróneo en tal supuesto? ¿Puede hallarse algún género de atentado contra la interculturalidad en él? Vamos a poner otro ejemplo, si A puede decirse mejor que B y B mejor que C, entonces, A debe poder decirse mejor que C. ¿Algún problema? Bien, pues un metaestudio sobre 56 ensayos clínicos que comparaban medicamentos demostró que el medicamento de la empresa que pagaba el estudio siempre resultaba mejor. Así, pues, la empresa X pagaba un estudio sobre su medicamento A, que resultaba mejor que B. La empresa Y pagaba un estudio sobre su medicamento B que resultaba mejor que C. Pero cuando la empresa Z pagaba un estudio sobre su medicamento C, éste ¡resultaba mejor que A!
   Tomemos ahora el principio de identidad de los indiscernibles. Este principio tiene diferentes versiones. En primer lugar, si un individuo tiene propiedades diferentes de otro, no puede tratarse del mismo individuo. Sin embargo, las empresas farmacéuticas rara vez presentan dos veces los resultados de un ensayo clínico de la misma manera y tampoco existen criterios unificados entre todos los reguladores. El caso de Tamiflu, el famoso medicamento que habría de salvar al género humano de la letal epidemia de gripe-A que asoló el planeta (dejando una tasa de muertes por debajo de la media de las epidemias de gripe habituales) constituye un buen ejemplo. En su informe, la FDA señalaba claramente que su uso no suponía ninguna ventaja en el caso de complicaciones. El regulador japonés no mencionaba este hecho y la agencia europea afirmaba que comportaba generosos beneficios en caso de complicaciones. La página de su fabricante, Roche, daba una información diferente para cada país, en función de lo que hubiese dicho el regulador de turno. 
   Tomemos ahora una segunda versión del principio de identidad de los indiscernibles. Esta segunda versión afirma que si dos individuos tienen exactamente las mismas propiedades, se trata, en realidad, de uno y el mismo individuo. Las estatinas constituyen un buen ejemplo. Diseñadas para bajar los niveles de colesterol en sangre, la primera, fabricada por Merck, salió al mercado en 1.987 bajo el nombre de Movecor. Desde entonces han aparecido Zocor, también de Merck; Lipitor, de Pfizer; Pravachol de Squibb; Lescol, de Novartis; Crestor, de AstraZeneca y Livalo de Eli Lilly. Todas ellas se contabilizan como "nuevos" fármacos, "nuevos" fármacos que, como todos sabemos, cuesta una millonada desarrollar y de los cuales aparecen cientos al cabo del año. Pues bien, todas las estatinas mencionadas anteriormente funcionan exactamente igual obteniendo resultados virtualmente indiferenciables. 
   Al principio del tercio excluso se lo puede considerar uno de los ejes centrales de la lógica clásica. Afirma que de cualquier sujeto debe poder predicarse o bien A o bien no-A. Cuando no se acepta tal principio, surgen, por ejemplo, las lógicas difusas, en las que de cualquier sujeto se puede predicar A en cierto grado. En realidad, el discurso farmacológico, ni siquiera puede decirse que se atenga a las reglas de la lógica difusa. Tomemos el famoso estudio de fase III que comparó a Vioxx con naproxeno. En el grupo de pacientes a los que se les administró Vioxx se observó un aumento de las muertes por infarto cardíaco, cosa que no se observó en el grupo al que se le administró naproxeno. ¿Qué se concluyo, pues? ¿Que Vioxx causaba infartos cardíacos? ¿Que Vioxx no causaba infartos cardíacos? ¿Qué Vioxx causaba en cierto grado infartos cardíacos? En ninguna lógica que adoptemos existe otra posibilidad. El estudio clínico concluía, sin embargo, que naproxeno poseía una capacidad de prevenir los infartos jamás observada hasta entonces. La FDA retiró Vioxx del mercado después de calcular que había causado entre 88.000 y 139.000 infartos sólo en los EEUU, aproximadamente el 40% de ellos mortales.
   La razón médica no queda definida, como sostenía Foucault, por su oposición a la locura. Más bien al contrario, resulta indistinguible de lo que la época clásica llamó “locura”. Podemos entender ahora por qué los filósofos vigesimicos perdieron de vista los indicios que acotaban el camino hacia la razón universal: si el orden y conexión del discurso farmacológico no coincide con el orden y conexión de las cosas del mundo ni con el orden y conexión de la lógica, se debe a que el pensamiento occidental erró en su búsqueda de una razón universal. Concluir de otro modo les hubiese exigido morder la mano que les daba de comer. 

domingo, 2 de septiembre de 2018

El papa y los psiquiatras.

   Hay empresas cuyos fundadores durmieron en pesebres porque sus familias no tenían para pagarles cunas y hoy sus directivos viajan en aviones de la compañía. Uno de ellos, llamado Jorge Mario Bergoglio y conocido en las redes sociales con el apodo de Francisco I, dijo recientemente que
“cuando eso [la homosexualidad] se manifiesta desde la infancia, hay muchas cosas por hacer, como la psiquiatría, para ver cómo son las cosas. Otra cosa es cuando eso se manifiesta después de los 20 años”. 
Sin embargo, en la transcripción oficial, no figuraba “como la psiquiatría”. Desde la Oficina de Prensa del Vaticano se explicó que 
“cuando el papa se refiere a ‘psiquiatría’, está claro que lo hace como un ejemplo sobre las diferentes cosas que se pueden hacer. No quería decir que se trata de ‘una enfermedad psiquiátrica’, sino que tal vez hay qué ver ‘cómo están las cosas a nivel psicológico’”.
Interpretación ésta que no añade ni quita a nada a lo que aquí queremos exponer. Lo importante radica en que, de acuerdo con la palabra de Dios con acento argentino, los padres con un hijo homosexual deben llevarlo antes de los 20 años al psiquiatra, porque después ya no tiene remedio y, según ya había dicho el papa, “¿quién soy yo para juzgarlo?”
   Las declaraciones del papa han causado múltiples reacciones entre los colectivos homosexuales, mientras los progres a los que se les cae la baba con él, han preferido mirar hacia otro lado, hasta el punto de que El País no publicó las declaraciones originales. Siguen confiando en que haga lo que haga y diga lo que diga, cambiará la iglesia para mejor, como si la campaña #metoo pudiese cambiar Hollywood de verdad o una reforma de la ley transformar la universidad española. Los chiringuitos, señores, sólo tienen una solución posible, el cerrojazo, y ya si eso, refundarlos sobre bases nuevas. Se me dirá "¿acaso no es mejor la reforma que no hacer nada?" Sí... mientras se calcula el tamaño del cerrojo. Pero me he alejado del tema.
   Entre el guirigay habitual, ha retumbado sonoramente el silencio de las asociaciones psiquiátricas, que han vuelto a ver el caramelo en la boca y lo han perdido de nuevo. Recordemos, del mismo modo que el Vaticano edita un catecismo oficial, la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) por sus siglas en inglés, publica el Manual Diagnóstico y Estadísticos de los Trastornos Mentales (DSM), auténtico catecismo psiquiátrico en el que se especifica lo que cualquier creyente debe ver si quiere que se lo acepte como feligrés de "la ciencia psiquiátrica”.  Las dos primeras ediciones de dicho catecismo incluían la homosexualidad como uno de los trastornos mentales. Las protestas de los colectivos gays norteamericanos, que comenzaron a organizarse en la década de los 70, hizo que dicho trastorno desapareciera en la revisión de la tercera edición, el conocido como DSM-III-R que data de 1987. Voy a repetirlo todo otra vez. La evidencia científica que condujo a dejar de tratar a la homosexualidad como un trastorno consistió en la protesta social que tal consideración provocó. ¿Se imaginan a los físicos poniéndole un límite a la velocidad de la luz como consecuencia de la proliferación de manifestantes? Si revisan todos los “estudios científicos” al respecto podrán observar que, en efecto, la inmensa mayoría se realizó ya en los años 80, cuando la balanza se hallaba inclinada. Pese a ello, el “trastorno” no desapareció hasta una década después de que el consenso entre los psiquiatras se hubiese alcanzado. La Organización Mundial de la Salud, se resistió hasta los años 90, eso sí, unos y otros, no lo hicieron sin abandonar tan jugoso trozo del mercado. La desaparición del “trastorno homosexual” vino acompañada de la explosión de trastornos sexuales tales como el fetichismo, el exhibicionismo, el travestismo, el voyeurismo, el sadomasoquismo, etc. etc. etc. que vieron la luz en la misma revisión del DSM que volatilizó la enfermedad llamada "homosexualidad". Todavía mejor, si lee un poco acerca de la polémica en torno a lo que se llaman “las terapias de reorientación sexual” (capaces, supuestamente, de vaciar los armarios), podrá observar cómo sus partidarios y detractores muestran con la misma eficacia la carencia de cientificidad de los estudios del bando contrario. Parecen dos escuelas de vudú, cada una de las cuales acusa a la otra de brujería. No debe extrañarnos.
   Una somera ojeada al DSM (actualmente en su quinta edición), nos permite comprender que el “trastorno de la fluidez de inicio en la infancia” (lo que toda la vida de Dios se ha llamado tartamudeo) se caracteriza por alteraciones de la fluidez normal del habla; que en el trastorno del espectro autista se produce un “un acercamiento social anormal y fracaso de la conversacion normal” así como “intereses muy restringidos y fijos que son anormales”, aun cuando exista “una inteligencia normal”; que el trastorno por deficit de atención/hiperactividad lo definen “las anormalidades en la atencion (excesivamente centrado o facilmente distraido)”; que el trastorno específico del aprendizaje interrumpe el patron normal de aprendizaje; etc. etc. etc. Ahora bien, ¿quien determina lo que puede considerarse “normal”? Muy fácil: 
“se necesita formación clínica para decidir cuándo la combinación de factores predisponentes, desencadenantes, perpetuadores y protectores ha dado lugar a una afección psicopatológica cuyos signos y síntomas rebasan los límites de la normalidad”. 
O, de un modo más resumido, decide lo que puede considerarse “normal” el que cobra por tratar a todos los que él califica como “no normales”. Falta la guinda, ¿cómo los trata? Ya lo vimos en la entrada anterior, los trata empastillándolos, porque si no les receta pastillas de por vida o, por lo menos, durante un largo período de tiempo, no se trata de un psiquiatra de verdad o, lo que viene a significar lo mismo, de un psiquiatra “científico”.
   Tenemos, pues, señores que siguen un libro en el que se dice qué debe considerarse normal y qué no, organizados sectariamente y con una fe (en las ventajas de la medicación) a prueba de hechos. ¿Qué hay de raro en que el papa sienta simpatía por ellos e intente arrimarles clientela?

domingo, 26 de agosto de 2018

El nuevo biopoder (9)

   Hacia mediados de los años 70, los laboratorios de Eli Lilly iniciaron los estudios en ratas, gatos y perros con la fluoxetina, lo que se llama un inhibidor selectivo de los recuperadores de serotonina (SRRi por sus siglas en inglés). Las ratas mostraban extraños comportamientos estereotipados, mientras que gatos y perros se volvían agresivos. Los ensayos clínicos de fase II, llevados a cabo en torno a 1.977, tampoco mostraron resultados muy esperanzadores. De ocho sujetos tratados con fluoxetina, ninguno manifestó mejoría alguna. Peor aún, lo que debía constituir el eje de estos ensayos, la toxicidad, indicaba  que uno de los sujetos devino psicótico y otros mostraban tendencia al suicidio. A principios de los 80 se llevaron a cabo los estudios de fase III en Alemania. El organismo encargado por aquel entonces de la aprobación de los medicamentos, concluyó de los informes presentados por la compañía, que Prozac (la marca bajo la cual se comercializó la fluoxetina) resultaba “totalmente inasumible para el tratamiento de la depresión”, además, durante los ensayos de fase III, 16 sujetos habían intentado suicidarse, dos de ellos con éxito. La propia compañía manejaba datos que indicaban que el tratamiento con fluoxetina multiplicaba por 5,6 la tasa de intentos de suicidio. Eli Lilly, con encomiable perseverancia, probó al otro lado del Atlántico. Esta vez instruyó a sus científicos para que contabilizaran cualquier efecto negativo del tratamiento, en especial lo referente a los intentos de suicidio, como consecuencias de la enfermedad y no de la medicina. Los intentos de suicidio se tabularon, pues, como “depresión”, desapareciendo de las estadísticas. Aún así, la FDA señalaba en su informe de aprobación que la fluoxetina no mostraba mejores resultados que cualquier otro antidepresivo. De hecho, la mejoría que causaba apenas podía diferenciarse de la obtenido con placebos.
   Ante la imposibilidad de basar la campaña publicitaria de Prozac en sus resultados clínicos, Eli Lilly inició una maniobra de rodeo: convertir a la serotonina en responsable de la depresión. En 1.987, Sidney Levine escribió en el British Journal of Psychiatry que la serotonina jugaba un importante papel en el desarrollo de la depresión. Dos años más tarde, un informe de la Universidad de Louisville llegaba a la misma conclusión: “los pacientes con depresión tienen concentraciones por debajo de lo normal [de serotonina]”(1).  Ambos textos obviaban un estudio del Instituto Nacional de la Salud de los EEUU que señalaba que las variaciones en el nivel de serotonina del cerebro no guardan relación alguna con la depresión. 
   En 1.984 aparece en el Journal of Clinical Psychiatry un primer artículo firmado por James Brenner en el que se afirmaba que la fluoxetina carecía prácticamente de efectos secundarios. En 1.985 ya demostraba mayor eficacia que el resto de antidepresivos al uso, por supuesto, con menos efectos secundarios. Ese mismo año, Eli Lilly afirmaba que sus ensayos clínicos de fase III demostraban la superioridad de la fluoxetina sobre un placebo. Las ventas comenzaron a aumentar a partir de ese año, explotando en 1.989, cuando The New York Magazine publica “Bye, bye, blues”, un artículo centrado en el “nuevo medicamento maravilloso” para la depresión, en el que pacientes de todo tipo declaraban sentirse “mejor que bien”. Newsweek, The New York Times, el programa de televisión 60 Minutes y multitud de otros medios de comunicación, formatos televisivos y de radio, se sumaron a las loas hacia la píldora maravillosa que funcionaba “como un antibiótico” para la depresión (recordemos que hoy día existen todo tipo de campañas contra la utilización de los antibióticos). Pocos de esos medios informaron de la existencia desde 1.990 de varias denuncias por parte de usuarios de Prozac contra Eli Lilly y de la formación del “Grupo de Soporte de Supervivientes de Prozac”. Para atajar estas grietas, Eli Lilly elaboró una cuádruple argumentación ampliamente propagada por los medios: las denuncias legales constituían parte de una campaña de la iglesia de la cienciología (sic); los ensayos clínicos mostraban la seguridad y eficacia de Prozac; las ideaciones suicidas formaban parte de los efectos de la enfermedad y no de los efectos del medicamento; y el problema consistía en alejar a la gente de Prozac, no en que se acercaran a él. Prozac, de hecho, no necesitaba receta en los EEUU. Cuando las ventas alcanzaban ya los 1.000 millones de dólares, apareció Listening Prozac, libro de Peter Kramer que, partiendo del éxito de este medicamento, analizaba las características de un “futuro próximo” en el que nuestra personalidad vendría modificada por antojo gracias a las nuevas medicinas y planteaba la necesidad de abandonar los viejos prejuicios filosóficos y éticos que intentaba oponerse a esta realidad futura inmediata. El debate sobre ciencia ficción así planteado, al igual que toda la campaña publicitaria sobre  el balance químico de los flujos cerebrales, atrajo a los filósofos vigesimicos como el flautista de Hamelin a los niños... o a las ratas.
   En 2.001, cuando los efectos secundarios de Prozac resultaban del dominio público, la fluoxetina recibió la aprobación como tratamiento para el “trastorno disfórico premenstrual”, quiero decir, los síntomas premenstruales severos. Pero Eli Lilly consideró tocada la marca Prozac, así que comercializó exactamente el mismo producto bajo otro nombre, Sarafem y a un precio más elevado. Por supuesto, de modo inmediato comenzó el cuestionamiento de lo que pueda entenderse por “severo”. Hoy día, los diferentes SSRi se hallan al alcance de cuanta mujer se lo quiera pedir a su médico. Así que ya tenemos a depresivos en general y a mujeres tomando SSRi, nos falta un grupo más de población.
   La FDA se resistió a la aprobación de Prozac para el tratamiento de niños hasta 2.006 y la agencia europea la siguió con la docilidad acostumbrada. El 10 de junio de 2.006, en un artículo en El País, en el que se daba cuenta de la aprobación de la FDA, Mariano Trillas Garrigues, director del Centro Avanza de Barcelona y psiquiatra infantil, declaraba que, hasta entonces, los psiquiatras europeos se hallaban “sin herramientas potentes” contra la depresión infantil, un trastorno “escaso” pero “existente”. De hecho, los psiquiatras españoles no tenían más remedio que recetar los viejos antidepresivos, pues, de lo contrario, se hubiesen encontrado sin nada que recetar. Por supuesto, proseguía el eminente Dr. Trillas Garrigues, Prozac induce al suicidio, pero porque
"Cuando se empiezan a tomar antidepresivos pueden desinhibir un poco. Entonces, una persona que tiene ideaciones suicidas latentes puede encontrarse con fuerzas para llevarlo a cabo, mientras que cuando estaba peor no tenía ganas ni para eso. Pero lo mismo puede suceder en adultos".
Lamentablemente, esta brillantísima explicación no salió de la prodigiosa mente del Dr. Trillas Garrigues. Procede, como ya hemos visto, de los departamentos de marketing de Eli Lilly. Científicamente, un medicamento que lleva a quien lo toma a suicidarse, debe retirarse del mercado, pero, para la psiquiatría, generar tal tendencia constituye una demostración más de su eficacia.
   Señalemos dos hechos para terminar. En primer lugar, la fluoxetina, ya fuera de patente, figura en la lista de medicamentos esenciales de la Organización Mundial de la Salud. En segundo lugar, a fecha 24 de julio de 2.018 la entrada “fluoxetina” de la Wikipedia en español no incluía ninguna referencia al suicidio, cosa que sí ocurría en su versión inglesa.

  (1) Whitaker, R. Anatomy of an epidemic. Magic Bullets, Psychiatric Drugs, and the Astonishing Rise of Mental Illness in America, Crown Puglishers, New York, 2010, págs. 205-11.

domingo, 19 de agosto de 2018

Imagocracia.

   En la mañana de ayer sábado, hora española, Imran Khan, miembro del histórico equipo que derrotó a la todopoderosa Inglaterra en la final del mundial de criquet de 1.992, juró su cargo como primer ministro de Pakistán. Por muy exóticos y lejanos que suenen estos acontecimientos, obedecen a un patrón bien conocido. Khan se forjó su fama en la televisión, como héroe del deporte nacional. En un país en el que la política exterior y buena parte de la interior la controlan el ejército y sus servicios secretos, anclado en la agricultura como principal fuente de riqueza y con una deuda exterior que hace que su política económica la determine el FMI, su campaña se ha basado en construirse una imagen como alguien ajeno a los tejemanejes políticos habituales. La lucha contra la corrupción, acabar con las viejas prácticas políticas, la promesa de llevar agua a algunas regiones, donde, según las malas lenguas, ya la hay y un montón de humo más, ha bastado para darle el triunfo en las urnas. En definitiva, lo que venimos viendo repetidamente en las elecciones que se han celebrado en los últimos años alrededor del globo, la victoria de candidatos apoyados en una nítida imagen pública, promesas de acabar con los modos habituales de hacer política y carentes de ideologías identificables, todo lo cual acaba asimilándolos con el primer movimiento que alcanzó el poder con esos medios: el fascismo.
   Alertan los expertos de turno que nuestras sociedades han caído en manos del populismo, que hay que regenerar la vida política para evitar estas circunstancias, que nuestras democracias retroceden. Resulta difícil saber si en la tergiversación de sus diagnósticos interviene la miopía o el interés por ocultar lo que viene ocurriendo. Por ejemplo, suele decirse que nuestro concepto actual de democracia nació en Atenas, cuando, en realidad, la democracia va inextricablemente unida no a todo el territorio de influencia ateniense, sino a un lugar muy concreto de la ciudad, el Ágora. Sin Ágora, sin lugar donde reunirse, donde intercambiar puntos de vista, donde confrontar noticias, la democracia no hubiese llegado a existir. Democracia, quiero decir, "poder del pueblo", implica lugar donde el pueblo pueda reunirse y manifestar su parecer. Lo expresaré de otro modo, el poder del pueblo reside en las plazas, las calles y los mercados. Si se deja de hacer política en las plazas, las calles y los mercados, entonces se habrá creado un sistema político que no puede identificarse con la democracia ateniense por más que guarde ciertos rasgos de semejanza con ella. Por ejemplo, si se construye un remedo de plaza pública para que tengan lugar las discusiones, nos hallaremos ante una mera representación de democracia, un sistema que imita con símbolos, lo que acontecía en Grecia, pero en el que sólo de un modo formal podrá decirse que el poder reside en el pueblo. El pueblo, simplemente, se halla ajeno a la mayor parte de discusiones y tomas de decisiones, al pueblo “se lo representa”, sin que llegue a intervenir más que de un modo puntual. Pero si aún realizamos otro desplazamiento, llevando el lugar de discusión y de notificación de la toma de decisiones a las pantallas de nuestros televisores, ordenadores y móviles, en forma de tertulias matinales, intercambio de tuits, vídeos y fotos, entonces, ya no nos hallamos ante democracias representativas, sino ante democracias virtuales o ante imagocracias. En ellas el poder real reside en quien pueda generar y retransmitir las imágenes y al pueblo se lo adocena para que se limite a seguir las consignas que éstas les inoculan. Los gobiernos, por tanto, no se basan en su acción “real”, su actuación queda en un nivel virtual, quiero decir, en la construcción de imágenes, las cuales, por otra parte, han devenido la única realidad que importa. La política económica, por ejemplo, la dictaminan “los mercados”, o, de un modo no eufemístico, las grandes corporaciones financieras. El bienestar de los ciudadanos se mide en términos de las cosas que se pueden comprar, con lo que tampoco los gobiernos tienen nada que hacer a este respecto. Las llamadas “políticas sociales” comprenden todas aquellas políticas que se llevan a cabo cuando el tema de sus costes se ha resuelto, por lo que tampoco queda mucho margen de maniobra para los gobiernos de turno. En definitiva, los gobiernos de la imagocracia tienen que centrarse en todo aquello que genere grandes "debates públicos", o lo que viene a significar lo mismo, imágenes espectaculares, con un costo ínfimo. La inmigración, por ejemplo, se convierte en un problema clave. No porque haya significativamente más inmigrantes que hace 50 ó 100 años, ni porque se pueda hacer gran cosa para impedirlo, ni porque se pretenda atajar la raíz del problema, sino porque adoptar una política migratoria u otra cuesta casi lo mismo y, por encima de todo, se pueden conseguir impactantes imágenes con ella.
   Nuestra inquietud, nuestro desasosiego, proviene de la contradicción que nos embarga. Por una parte, nos caracteriza una iconolatría sin límites, que nos ciega ante cualquier otra posibilidad y defecto que presenten las imágenes y que, de hecho, nos impide pensarnos de cualquier manera que no implique la utilización de imágenes. Por otra parte, nos han educado en los viejos términos de representación política, que ya no sabemos cómo acomodar a las pantallas en las que se desarrollan nuestras vidas. Nos comportamos, pues, de un modo patético. Consideramos una anécdota que un actor como Ronald Reagan se convirtiese en uno de los presidentes más recordados de los EEUU, que el dueño de una cadena de televisión como Silvio Berlusconi llegase a primer ministro italiano o que una presentadora de televisión como Letizia Ortiz se convirtiese en reina de España. Sin embargo, nos escandalizará el modo tan natural en que nuestros hijos aceptarán que ocupen tales cargos blogueros, youtubers e influencers. Tenemos un Whatsapp con los compañeros de trabajo, pero nos choca que se utilice esa herramienta para la toma de decisiones políticas. Incluso la idea, tan próxima, tan democrática, tan demostrativa del poder popular, de elegir a los miembros del congreso por el número de seguidores que hayan tenido en las redes sociales durante el último año nos causa pavor. Afortunadamente, como digo, las generaciones que obtuvieron un móvil en su primera comunión, carecerán de esos escrúpulos. Ellos identificarán con absoluta normalidad "democracia" con lo que escupan sus pantallas.

domingo, 12 de agosto de 2018

Forma y contenido.

   El año pasado le envié un par de mis escritos a una serie de personas por las que sentía profundo respeto intelectual. A vueltas de correo, recibí un e-mail de Javier Echeverría comunicándome que se negaba a leerlos porque en ellos “aparecía el sello de Google” y me recordaba “que la forma importa tanto como el contenido”. El hecho de que encontrase el sello de Google en unos pdf que carecían de él me hace sospechar que su respuesta tenía mucho más que ver con los comentarios que yo le hice llegar a propósito de su libro sobre las cavernas (libro que siempre supuse que me mandó por error), que con mis escritos, mis archivos y Google. Sobre mí recae la culpa de no haberlo imaginado proclive a semejantes miserias y mucho menos a sostener la mamarrachada de que “la forma importa tanto como el contenido”. Se trata éste de un comentario comúnmente aceptado en nuestra época y que demuestra que nos hallamos en la era de la imagen. Desde el punto de vista de la imagen, por supuesto, la forma importa mucho más que el contenido. Nuestra mitología, quiero decir, nuestra cinematografía, se halla repleta de películas espectaculares por cómo se presentan las escenas y parcas hasta lo inexistente de contenido.  Los más fastuosos paisajes, las más hermosas fotografías, los efectos especiales más asombrosos, sirven para encubrir guiones de parvulario, diálogos patéticos y música insonora. El contenido de las películas que pueblan nuestras pantallas cabe de sobra en los tres minutos del trailer y, de hecho, todo él puede encontrarse allí. Las dos horas restantes apenas sirven para poco más que para presentarnos la sucesión infinita de anuncios encubiertos que pueblan cualquier film.
   La forma resulta fundamental en las redes sociales. Cada una de ellas puede definirse precisamente por la forma en la que presenta los contenidos o, por decirlo a la inversa, no cualquier contenido puede integrarse en cualquier red social. Las hay para fotos, las hay para caras, las hay para vídeos y las hay para palabras, por más que la competencia las haga confluir progresivamente las unas con las otras. Porque si las formas han alcanzado la misma importancia que los contenidos, entonces resulta tan importante para un libro su contenido como su maquetación, para un aforismo lo que dice como la posibilidad de caer en los límites de Twitter, para un viaje las sensaciones que nos produjo como el poder publicarse en Instagram y para una conferencia lo que en ella se expone como el que su vídeo resulte admisible por Youtube. Ahora bien, las condiciones de maquetación, las limitaciones de Twitter, de Instagram y de Youtube, no constituyen otra cosa que estándares industriales, así que quienes cacarean que la forma importa tanto como el contenido defienden a voz en grito que los estándares, la industria, el mercado, aportan tanto valor como cualquier acto creativo. El hecho de que incluso los filósofos se hayan sumado al rebaño de los adoradores de las formas, muestra bien a las claras hasta qué punto nos hemos zambullido en la época de la imagen. Quien se ha jugado la salud leyendo textos medievales corroídos por el polvo y la polilla, quien se ha quemado las pestañas tratando de descifrar los manuscritos de Leibniz, quien ha tratado de poner algo de orden en los textos nietzschianos, quien se ha tenido que enfrentar a la agotadora prosa kantiana, sabe muy bien que para ninguno de ellos la forma importó tanto como el contenido. Cierto que una letra insufrible, que una terminología periclitada, que el caos organizativo, que un estilo pobre, hace difícil que la inmensa mayoría acceda a un determinado contenido. La cuestión radica, precisamente, en que a quien de verdad va desbrozando el terreno suelen importarle bastante poco las comodidades que exigen los que vienen por detrás de él. No, a ellos no podemos pedirles formas exquisitas. Las formas constituyen el reino de quienes ya no tienen nada nuevo que añadir. Naturalmente, unas formas mínimas constituyen una cuestión de buenas maneras y nadie debe quedar eximido de ellas. Tampoco hay nada que reprocharle a quienes tienen tanto que agradecerle a la industria y al mercado que van haciéndole genuflexiones para pagar su deuda, incluso puede entenderse el asentimiento generalizado que genera el consabido truismo en su  cohorte de bobbleheads. Sin embargo, yo no pertenezco ni a unos ni a otros, así que me van a permitir que disienta.
   Para quienes nacimos cuando el imperio de la imagen apenas daba sus primeros pasos, todas estas paparruchadas acerca de la forma y el contenido nos rechinan. Si, efectivamente, la forma importase tanto como el contenido, la gente vería las películas pornográficas por las casas tan bonitas que aparecen en ellas. Si la forma importase tanto como el contenido los hombres preferirían los corsés a las mujeres. Si la forma importase tanto como el contenido, nadie comería chocolate derretido. Si la forma importase tanto como el contenido, nos enamoraríamos de las personas por sus perfiles de Facebook, alabaríamos la integridad moral de Charlie Sheen por los personajes que interpreta y nos hincharíamos el estómago en los restaurantes de alta cocina. Ciertamente ese día, el día en que en los textos de historia figuren los ejecutivos de las multinacionales cuidadosamente bronceados y no fakires semidesnudos como Gandhi, el día en que se aprecien más los libros publicados que los manuscritos, el día en que juzguemos a las personas por su habilidad para retocar sus fotos y no por su bondad, el día en que la gente hable por Skype con quien tiene delante, el día en que elijamos médico por las florituras de sus diplomas y las comodidades de la sala de espera de su consulta, el día en que ansiemos la carta de despido enviada en sobre con letras en relieve, ese día no se halla ya muy lejos. Pero aún ese día no dejaré de mostrarme ante vosotros envuelto en pobres harapos, harapos, eso sí, tejidos con mis propias manos.

domingo, 5 de agosto de 2018

La guerra-imagen: península arábiga.

   Puede demostrarse de un modo extremadamente simple que los términos “guerra híbrida”, “guerra de cuarta generación”, “guerra postmoderna”, constituyen ellos mismos armas de las nuevas guerras que vivimos, las guerras comunicativas o guerras-imagen: siempre se atribuyen como amenazas a enemigos con intenciones aviesas pero no se utilizan para describir los procedimientos de nuestros aliados. Vamos a ver dos ejemplos, el primero de los cuales conduce al segundo.
   La Guerra del Golfo de 1.991 se convirtió en un mal ejemplo de cómo dirigir una guerra-imagen, pues implantó un modelo de control absoluto del territorio informativo al cual se podía aspirar todavía en aquella época, pero que, apenas una década después, con la popularización de Internet, ha devenido inalcanzable. En cualquier caso, el rodillo militar que consiguió la liberación de Kuwait, generó opiniones divididas en el mundo árabe, pero el rodillo informativo de que hizo gala EEUU con la CNN como punta de lanza, generó un sentimiento unánime de humillación. De ese sentimiento nació, cuatro años más tarde, Al-Jazeera, que vino a presentarse en público como “la CNN en árabe”. Aunque patrocinada por el gobierno catarí, Al-Jazeera pretendió siempre una independencia de la que las agencias de noticias estatales de Oriente Próximo no hicieron gala jamás. Occidente, los EEUU, pero también las monarquías del golfo (salvo, obviamente, el gobierno de Doha), encontraron allí justa réplica a sus tropelías. Financiar directamente tales puntos de vista podía traerle a los emires más de un problema, así que, desde el principio, se diseñó como un proyecto que debía adquirir su propia financiación. Al-Jazeera se diversificó, las noticias dieron paso a los programas de entretenimiento y, éstos, cómo no, al fútbol.
   No se trató del único gesto de Qatar. Sin romper declaradamente con el liderazgo de sus vecinos saudíes, ha mantenido una línea propia de actuación que les llevó a financiar numerosos movimientos con evidentes simpatías hacia Irán, como los Hermanos Musulmanes de Egipto; su constitución de 2.003 consagraba nada menos que la libertad de culto; y ha puesto cantidades ingentes de dinero sobre la mesa (quiero decir, en los bolsillos de los dirigentes de la FIFA), para conseguir un imposible mundial de fútbol en 2.022. Por lo visto hasta ahora, la nueva rama dinástica llegada al poder en Riad, puede caracterizarse de muchos modos, pero no utilizando el término “condescendencia”. El 24 de mayo de 2.017 diferentes medios de Arabia Saudí y de Emiratos Árabes Unidos, difundían un supuesto discurso del emir de Qatar, el jeque Tamim, diciendo que “Irán es un contrapeso en la región que debe ser tenido en cuenta” y que las relaciones de su país con Israel “son buenas”, tabúes ambos, que nadie puede mencionar en la península arábiga sin recibir la ira de los dioses, quiero decir, de los custodios de los santos lugares. El servicio de prensa de Qatar, se apresuró a declarar tales noticias como “falsas” y denunció un ataque informático que, de hecho, lo mantuvo fuera de Internet durante unos días.  El vídeo del acto en el que supuestamente se realizaron tales declaraciones, incluso en la versión difundida por las agencias que daban cuenta del discurso, no mostraban en ningún momento al jeque Tamim hablando. De hecho, dichas agencias no han recogido en ningún momento la negativa del gobierno catarí a reconocer tales declaraciones como propias.
   El 5 de junio de 2.017, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Bahréin, retiraron sus embajadores de Doha, cortaron las vías de comunicación aéreas, marítimas y terrestres con Qatar y prohibieron a cualquiera de sus ciudadanos hacer negocios con dicho país. La construcción y la obra pública, dos emblemas del emirato, han sufrido obstáculos y cancelaciones. Aunque se supone que los proyectos relacionados con el mundial no han tenido problemas, la información en torno a ellos se ha convertido en un secreto de Estado y, por supuesto, los bien untados dirigentes de la FIFA no van a decir una palabra al respecto. Desde las redes sociales, surgió la campaña “BeoutQ”, que animaba a piratear la señal de los canales de beIN Sport, de capital catarí y que, en esencia, controla la retransmisión de los partidos de fútbol de múltiples ligas. Al menos 2.000 ciudadanos de Qatar han perdido su trabajo y permisos de residencia, claro que la aplicación recíproca del bloqueo, ha dejado en las mismas condiciones a 11.000 ciudadanos de los cuatro países bloqueadores.
   La primera en una lista de 13 exigencias de Arabia Saudí para terminar con el bloqueo consiste en el cierre de Al-Jazeera y la doceava también hace referencia a otros medios de comunicación vinculados con el emirato. Las otras once piden un realineamiento de la política catarí con las directivas marcadas desde Riad.  Así pues, una vez más, esta vez entre “nuestros buenos amigos” las monarquías del golfo, volvemos a tener lo mismo: un conflicto que se inicia por imágenes (entiéndaselas como las correspondientes al discurso de un emir o las emitidas por Al-Jazeera); una guerra que no se libra mediante ejércitos, sino por bloqueo económico y en la que resulta mucho más importante la declaración del bloqueo que los efectos reales que conlleva; y, por encima de todo, una victoria cifrada en la destrucción de un creador, difusor y receptor de imágenes, una cadena de televisión. Eso sí, fuera de plano, el sufrimiento real y tangible de seres humanos que pierden sus trabajos, sus vidas y sus familias.

domingo, 29 de julio de 2018

La guerra-imagen: "tengo un botón nuclear".

   Cuando en 2011 murió Kim Jong-il, padre del actual dictador coreano Kim Jong-un, el país tenía algo menos de 1.000 direcciones IP. No obstante, había iniciado una carrera nuclear que su hijo prosiguió con énfasis. Muchos correlacionaron el deseo de acelerar el proyecto nuclear con el poco predicamento que Kim Jong-un tenía entre el estamento militar, plagado de quienes lucharon en la guerra de Corea, y su necesidad de ganar crédito entre ellos. Kim Jong-un también amenazó a diestro y siniestro, llevó el programa de desarrollo de misiles a su extremo y no dudó en hablar de que su país se hallaba en guerra con los EEUU. Se trataba, nos contaron, de la lógica megalomanía de quien no encuentra quien ponga límites a sus órdenes. Pero en el hijo había algo más o, si quieren, algo distinto a lo que hubo en el padre. El reino del secretismo se ha convertido en el reino de las declaraciones públicas. Si resultaba difícil saber cuándo Kim Jong-il había caído enfermo porque sólo muy de tarde en tarde podían verse imágenes suyas, a Kim Jong-un se lo ve habitualmente, junto al presidente surcoreano, al presidente norteamericano o a otro norteamericano con su mismo nivel intelectual, Dennis Rodman. Los propios experimentos nucleares, de los que solían informar los servicios secretos de EEUU, ahora los publicita la agencia de noticias norcoreana. Alguien próximo al monarca comunista o alguien tan lejano como un residente en Pekín, lo convenció de que también él podía disputar una guerra victoriosa como su padre y su abuelo, eso sí, una guerra de otra naturaleza. A este respecto hay que recordar que realizar un experimento nuclear exitoso, lanzar un misil que alcanza la distancia deseada, constituyen hechos muy diferentes de poseer un arsenal nuclear. Para tener un arsenal nuclear se necesita algo más que saber cómo se fabrica una bomba atómica y un misil intercontinental, cosas que, por otra parte, seguro que ya hay vídeos en Youtube que explican cómo se hacen. Para tener un arsenal nuclear hay que fabricar varias bombas atómicas, reducirlas al tamaño de lo que puede transportar un misil, fabricar varios misiles, formar personal que pueda ensamblar y activar una cosa y otra y, lo que resulta más importante, mantener todo eso en buen estado en los silos correspondientes. Dicho de otro modo, hace falta una cantidad de dinero muy por encima del que Corea del Norte pueda generar por muchos euros falsos que imprima y por mucho que robe de la Reserva Federal norteamericana. 
   Sin duda, Kim Jong-un conoce bien el pensamiento de Deng Xiaoping, el padre político e intelectual de la nueva China. Un aspecto fundamental de su pensamiento consiste en que el desarrollo militar debe quedar supeditado al desarrollo económico, lo cual significa, primero, que la economía debe considerarse un aspecto más de la guerra, una suerte de guerra hecha por otros medios; y, segundo, en consecuencia, que el ejército debe jugar un papel relevante en ambas. Si se sigue la pista del dinero podrá observarse cómo, el que sale y entra de las más pujantes empresas y bancos chinos, proviene y vuelve a los cuarteles, generando la galopante corrupción que gangrena los cimientos de la pretendida gran potencia. A todo ello hay que añadir que, desde la revolución de octubre en Rusia, los países comunistas se consideran en guerra perpetua contra el capitalismo, bien por medios militares, bien por cualesquiera otros medios. Entre países capitalistas y comunistas, en cualquier caso, nunca puede considerarse que haya paz. Sólo nos falta un dato más, a saber, que, desde las academias militares chinas, se entiende que el objetivo último de toda operación psicológica debe consistir no en convencer sino en coaccionar. Ahora ya tenemos los elementos necesarios para comprender que lo importante no consiste en tener un arsenal nuclear, sino en poder decir que se tiene; que el lanzamiento de un misil sobre los mares de Japón constituye por sí mismo un ataque; y que declararle la guerra a los EEUU constituye el acto de guerra. La afirmación de Kim Jong-un de hallarse en posesión de un botón nuclear, calificar los tuits de Trump o las sanciones de la ONU como “actos de guerra", las fotografías con el dirigente de Corea del Sur, el acuerdo para que las dos coreas compartan equipo en determinadas competiciones olímpicas, el “histórico” encuentro con el presidente de los EEUU, constituyen otros tantos actos de guerra, de guerra comunicativa, de guerra-imagen. Guerra-imagen que sus mentores de Pekín observan con extraordinario interés pues saben de su déficit en este aspecto y tienen especial interés en conocer sus límites, potencialidades y consecuencias últimas, dado que la pierden a pasos agigantados en África. Guerra-imagen que alcanzó su culminación con el ya mencionado encuentro con su homólogo, en todos y cada uno de los aspectos, norteamericano, puesto que, y aquí hay algo que todos los expertos en el tema olvidan, el objetivo último de cualquier guerra-imagen consiste en el acuerdo. La guerra-imagen tiene como telos propio el entendimiento, quiero decir, la aceptación por las dos partes de la realidad, o, lo que viene a significar lo mismo, de la imagen, que una de ellas ha fabricado para la otra. Acuerdo cuyo contenido, obviamente, no puede consistir en otra cosa que en la imagen de las dos delegaciones reuniéndose, el mantenimiento del status quo y el menor número posible de palabras significativas escritas sobre un papel. Al fin y al cabo, ¿para qué las palabras si hay imágenes?