Hacia mediados de los años 70, los laboratorios de Eli Lilly iniciaron los estudios en ratas, gatos y perros con la fluoxetina, lo que se llama un inhibidor selectivo de los recuperadores de serotonina (SRRi por sus siglas en inglés). Las ratas mostraban extraños comportamientos estereotipados, mientras que gatos y perros se volvían agresivos. Los ensayos clínicos de fase II, llevados a cabo en torno a 1.977, tampoco mostraron resultados muy esperanzadores. De ocho sujetos tratados con fluoxetina, ninguno manifestó mejoría alguna. Peor aún, lo que debía constituir el eje de estos ensayos, la toxicidad, indicaba que uno de los sujetos devino psicótico y otros mostraban tendencia al suicidio. A principios de los 80 se llevaron a cabo los estudios de fase III en Alemania. El organismo encargado por aquel entonces de la aprobación de los medicamentos, concluyó de los informes presentados por la compañía, que Prozac (la marca bajo la cual se comercializó la fluoxetina) resultaba “totalmente inasumible para el tratamiento de la depresión”, además, durante los ensayos de fase III, 16 sujetos habían intentado suicidarse, dos de ellos con éxito. La propia compañía manejaba datos que indicaban que el tratamiento con fluoxetina multiplicaba por 5,6 la tasa de intentos de suicidio. Eli Lilly, con encomiable perseverancia, probó al otro lado del Atlántico. Esta vez instruyó a sus científicos para que contabilizaran cualquier efecto negativo del tratamiento, en especial lo referente a los intentos de suicidio, como consecuencias de la enfermedad y no de la medicina. Los intentos de suicidio se tabularon, pues, como “depresión”, desapareciendo de las estadísticas. Aún así, la FDA señalaba en su informe de aprobación que la fluoxetina no mostraba mejores resultados que cualquier otro antidepresivo. De hecho, la mejoría que causaba apenas podía diferenciarse de la obtenido con placebos.
Ante la imposibilidad de basar la campaña publicitaria de Prozac en sus resultados clínicos, Eli Lilly inició una maniobra de rodeo: convertir a la serotonina en responsable de la depresión. En 1.987, Sidney Levine escribió en el British Journal of Psychiatry que la serotonina jugaba un importante papel en el desarrollo de la depresión. Dos años más tarde, un informe de la Universidad de Louisville llegaba a la misma conclusión: “los pacientes con depresión tienen concentraciones por debajo de lo normal [de serotonina]”(1). Ambos textos obviaban un estudio del Instituto Nacional de la Salud de los EEUU que señalaba que las variaciones en el nivel de serotonina del cerebro no guardan relación alguna con la depresión.
En 1.984 aparece en el Journal of Clinical Psychiatry un primer artículo firmado por James Brenner en el que se afirmaba que la fluoxetina carecía prácticamente de efectos secundarios. En 1.985 ya demostraba mayor eficacia que el resto de antidepresivos al uso, por supuesto, con menos efectos secundarios. Ese mismo año, Eli Lilly afirmaba que sus ensayos clínicos de fase III demostraban la superioridad de la fluoxetina sobre un placebo. Las ventas comenzaron a aumentar a partir de ese año, explotando en 1.989, cuando The New York Magazine publica “Bye, bye, blues”, un artículo centrado en el “nuevo medicamento maravilloso” para la depresión, en el que pacientes de todo tipo declaraban sentirse “mejor que bien”. Newsweek, The New York Times, el programa de televisión 60 Minutes y multitud de otros medios de comunicación, formatos televisivos y de radio, se sumaron a las loas hacia la píldora maravillosa que funcionaba “como un antibiótico” para la depresión (recordemos que hoy día existen todo tipo de campañas contra la utilización de los antibióticos). Pocos de esos medios informaron de la existencia desde 1.990 de varias denuncias por parte de usuarios de Prozac contra Eli Lilly y de la formación del “Grupo de Soporte de Supervivientes de Prozac”. Para atajar estas grietas, Eli Lilly elaboró una cuádruple argumentación ampliamente propagada por los medios: las denuncias legales constituían parte de una campaña de la iglesia de la cienciología (sic); los ensayos clínicos mostraban la seguridad y eficacia de Prozac; las ideaciones suicidas formaban parte de los efectos de la enfermedad y no de los efectos del medicamento; y el problema consistía en alejar a la gente de Prozac, no en que se acercaran a él. Prozac, de hecho, no necesitaba receta en los EEUU. Cuando las ventas alcanzaban ya los 1.000 millones de dólares, apareció Listening Prozac, libro de Peter Kramer que, partiendo del éxito de este medicamento, analizaba las características de un “futuro próximo” en el que nuestra personalidad vendría modificada por antojo gracias a las nuevas medicinas y planteaba la necesidad de abandonar los viejos prejuicios filosóficos y éticos que intentaba oponerse a esta realidad futura inmediata. El debate sobre ciencia ficción así planteado, al igual que toda la campaña publicitaria sobre el balance químico de los flujos cerebrales, atrajo a los filósofos vigesimicos como el flautista de Hamelin a los niños... o a las ratas.
En 2.001, cuando los efectos secundarios de Prozac resultaban del dominio público, la fluoxetina recibió la aprobación como tratamiento para el “trastorno disfórico premenstrual”, quiero decir, los síntomas premenstruales severos. Pero Eli Lilly consideró tocada la marca Prozac, así que comercializó exactamente el mismo producto bajo otro nombre, Sarafem y a un precio más elevado. Por supuesto, de modo inmediato comenzó el cuestionamiento de lo que pueda entenderse por “severo”. Hoy día, los diferentes SSRi se hallan al alcance de cuanta mujer se lo quiera pedir a su médico. Así que ya tenemos a depresivos en general y a mujeres tomando SSRi, nos falta un grupo más de población.
La FDA se resistió a la aprobación de Prozac para el tratamiento de niños hasta 2.006 y la agencia europea la siguió con la docilidad acostumbrada. El 10 de junio de 2.006, en un artículo en El País, en el que se daba cuenta de la aprobación de la FDA, Mariano Trillas Garrigues, director del Centro Avanza de Barcelona y psiquiatra infantil, declaraba que, hasta entonces, los psiquiatras europeos se hallaban “sin herramientas potentes” contra la depresión infantil, un trastorno “escaso” pero “existente”. De hecho, los psiquiatras españoles no tenían más remedio que recetar los viejos antidepresivos, pues, de lo contrario, se hubiesen encontrado sin nada que recetar. Por supuesto, proseguía el eminente Dr. Trillas Garrigues, Prozac induce al suicidio, pero porque
"Cuando se empiezan a tomar antidepresivos pueden desinhibir un poco. Entonces, una persona que tiene ideaciones suicidas latentes puede encontrarse con fuerzas para llevarlo a cabo, mientras que cuando estaba peor no tenía ganas ni para eso. Pero lo mismo puede suceder en adultos".
Lamentablemente, esta brillantísima explicación no salió de la prodigiosa mente del Dr. Trillas Garrigues. Procede, como ya hemos visto, de los departamentos de marketing de Eli Lilly. Científicamente, un medicamento que lleva a quien lo toma a suicidarse, debe retirarse del mercado, pero, para la psiquiatría, generar tal tendencia constituye una demostración más de su eficacia.
Señalemos dos hechos para terminar. En primer lugar, la fluoxetina, ya fuera de patente, figura en la lista de medicamentos esenciales de la Organización Mundial de la Salud. En segundo lugar, a fecha 24 de julio de 2.018 la entrada “fluoxetina” de la Wikipedia en español no incluía ninguna referencia al suicidio, cosa que sí ocurría en su versión inglesa.
(1) Whitaker, R. Anatomy of an epidemic. Magic Bullets, Psychiatric Drugs, and the Astonishing Rise of Mental Illness in America, Crown Puglishers, New York, 2010, págs. 205-11.
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