Desde los años 80, diferentes medios jurídicos han venido advirtiendo que la Constitución española, presenta una evidente falta de legislación en lo que se refiere a qué ha de ocurrir si un Ayuntamiento, una diputación provincial o una autonomía decide legislar más allá de lo que la Constitución le permite. Ahora está muy de moda citar el artículo 155 como el garante de que las autonomías se sometan al orden imperante, pero el artículo 155, tal y como está redactado, parece referirse más que a la legislación emanada de un parlamento autonómico a la negativa de éste a aplicar leyes aprobadas por el parlamento nacional. El propio hecho de que el alcance de este artículo sea discutible, muestra la falta de salvaguardias claras de las que hemos comenzado hablando. Como digo, han pasado no menos de 30 años desde las primeras denuncias de este hecho y ninguno de los sucesivos gobiernos, con mayorías absolutas o no, ha tratado de remediar la situación. Ya tuvimos un ejemplo claro de lo que podía ocurrir en la Marbella de Jesús Gil (y de los que vinieron después de él), donde los políticos hicieron, literalmente, lo que les dio la gana, sin que ninguna instancia, teóricamente superior, interviniera para impedirlo. Todos conocemos Ayuntamientos cuya corporación democráticamente elegida y la que le sucedió, están encausadas por corrupción y no pasa nada ni nadie hace siquiera el intento de disolverla. ¿Por qué? La razón fundamental radica en que, estando las cosas como están, todos los partidos políticos pueden sacar tajada mientras esperan, disfrutando plácidamente del producto de su pillaje, que les alcance esa tortuga artrítica llamada justicia.
Desde el advenimiento de la democracia se halla pendiente una cosa llamada el estatuto del funcionario. Al igual que hay un estatuto del trabajador, que señala las líneas rojas que ninguna legislación ni pacto laboral puede sobrepasar, resulta deseable un estatuto de los trabajadores del Estado, que deje claras las líneas rojas que, bajo ningún concepto se pueden sobrepasar. Pues bien, ese estatuto sigue pendiente. El motivo principal es que debería dilucidar cuáles son las relaciones entre los funcionarios y sus superiores jerárquicos designados por la autoridad política. En particular, ese estatuto debería establecer cuándo y bajo qué condiciones, el funcionario puede negarse a cumplir una orden de sus superiores políticos. Parece lógico que, por mucho que trabaje para el Estado (y precisamente por trabajar para el Estado), el funcionario debe tener la capacidad de decirle “no” a una orden procedente de un cargo político cuando ésta contravenga los intereses del Estado o, al menos, la legislación internacional a la que dice someterse la Constitución o, por lo menos, las leyes vigentes. Se me dirá que el funcionario tiene el deber de denunciar cualquiera de estas situaciones, pero aquí volvemos a lo mismo. Un cargo político dispuesto a dictar órdenes contrarias a las leyes no tendrá reparo alguno en represaliar a cualquiera que se niegue a cumplir sus órdenes y sí, la justicia acabará por castigarlo, pero le alcanzará mucho más tarde que a su subordinado, pues mientras el cargo político puede protegerse en la presunción de inocencia, el funcionario queda obligado al cumplimiento de cualquier orden bajo la amenaza de ese motivo de expulsión del cuerpo que es la “dejación de funciones”. De hecho, llegado el momento, el funcionario tendrá que demostrar que recibió órdenes en el sentido de quebrantar la ley, algo que en este país resulta extremadamente difícil porque la administración funciona, sistemáticamente, bajo mandato oral. Si alguien tuviera la paciencia de leer todos los escritos administrativos cursados desde superiores jerárquicos a instancias por debajo de ellos, podría observar que toda esa gigantesca montaña de papeles, incluye informes, requerimientos, resoluciones y demás, pero ni una sola orden. Nadie en este país da órdenes por escrito. Una vez más cabe preguntar por qué y una vez más la respuesta es que la actuación política en este país se mantiene sistemáticamente en los bordes de la ley si no traspasándola y nadie está realmente interesado en cambiar eso.
Hay un delito recogido en la legislación española que es el delito de prevaricación y que consiste en faltar conscientemente a los deberes del cargo que se ostenta o bien en cometer una injusticia con conciencia plena de que se está llevando a cabo una acción injusta. La naturaleza del delito, por tanto, no implica el perjuicio de nadie. De hecho, un cargo público puede actuar para favorecer a una persona y, sin embargo, precisamente por ello, cometer delito de prevaricación. Por tanto, el delito de prevaricación lleva implícita la necesidad de que los fiscales actúen contra él de oficio, es decir, sin que medie denuncia de parte alguna. En esto, precisamente, consiste el equilibrio de poderes en que se basa la democracia, a saber, que el poder jurídico vigile la actuación de los poderes legislativo y ejecutivo para que no sobrepasen sus competencias. ¿Actúan de oficio los fiscales contra la prevaricación? Ya se cuidarán de hacerlo. Lo normal en este país es que el delito de prevaricación entre en juego cuando ya han sido suficientemente probados otros delitos y, una vez más, encontramos las razones antedichas, a saber, que de aplicar rigurosamente tal figura jurídica, la mitad de la clase política española estaría ya inhabilitada.
En los últimos tiempos El País viene dedicando una sección que llama “el desafío secesionista” a las decisiones del gobierno catalán. ¿Dónde habrían llegado las autoridades de Cataluña si la Constitución dejara claros los límites de acción de los gobiernos autonómicos y las consecuencias de sobrepasarlos? ¿Dónde habrían llegado Mas, Junqueras, Puigdemont y los demás si existiera un estatuto del funcionario? ¿Dónde estarían si los fiscales tuvieran costumbre de actuar de oficio contra todo lo que oliese a prevaricación? Sí, ciertamente, España tiene un desafío, pero no se halla en las alucinaciones del gobierno catalán, es el desafío de llegar a ser algún día, de verdad, un Estado de derecho.